NdA: muchas gracias a mi beta reader, Tanis Barca, por corregir esta historia y a Kalrathia por darme ánimos.
Disclaimer: los personajes no me pertenecen, son propiedad de Hidekaz Himaruya.
BAILA CONMIGO
17 de julio de 2006
Lovino dejó la maleta a los pies de la cama y se dejó caer con un suspiro de cansancio sobre el colchón. Estaba mullido y olía a recién lavado. Y, lo mejor, estaba fresco. Con la horrible temperatura que había fuera, lo agradecía. No tenía ni idea de que en España pudiera hacer tanto calor como en Italia. Pero al bajar del avión y se había encontrado con que el país estaba sufriendo una de las peores olas de calor desde hacía veinte años. ¡Y, cómo no, le tocaba sufrirla a él!
Emma, había ido a buscarle en un viejo trasto que quería hacerse pasar por coche y que parecía que fuera a caerse a trozos. Es más, cuando lo arrancó se quedó calado y el traqueteo de los primeros metros lo puso muy nervioso. Casi le costaba creer que Emma perteneciese a la Sombra, acostumbrado como estaba él a que lo llevaran en Ferraris de un lado a otro. Si en algo era pródiga la Sombra era en permitirse lujos en el transporte, pues sus miembros no hacían más que viajar.
Excepto Lovino que, a decir verdad, no había puesto un pie fuera de Italia excepto para ir a Chipre con la familia durante el verano.
Esa vez también estaba de vacaciones, pero Lovino quería considerar que eran «diferentes». Al fin y al cabo, en esos tres meses tenía que decidir su futuro.
—¿Todo bien, Lovi? —preguntó Emma en español, con un marcado acento belga.
Se incorporó de un salto, pillado por sorpresa. No la había escuchado llegar. Pero claro, estaría tan entrenada como él para no hacer ruido. Era normal.
—Perfecto. Me gusta mucho —respondió.
Emma respondió con una adorable sonrisa gatuna que le provocó un hormigueo de gusto. Aquella chica era completamente su tipo: no sólo tenía unos ojos grandes y expresivos, verdes, bien bonitos, sino que además los pantalones y la blusa le marcaban unas curvas maravillosas. Como si eso no fuera suficiente, era encantadora. No terminaba de convencerle que, aunque sólo le conociera de una hora y media ya le llamara «Lovi» —haciéndole recordar, por cierto, que Emma le llevaba cinco años—, pero aquello sólo podía significar que le había caído bien, ¿no?
Entonces se dio cuenta de que desconocía un dato muy importante.
—Emma, ¿dónde vives?
La chica soltó una risita y Lovino sacudió una mano.
—¡No, no me malinterpretes…!
—En el pueblo —señaló con un pulgar hacia la ventana.
El alma se le vino a los pies.
Aquella casa de campo estaba a veinte minutos de distancia. Era un sitio bonito, con un jardín y una caseta para el garaje, donde además había bicicletas, una parrilla y demás objetos cubiertos de polvo que Lovino no se había tomado la molestia de investigar, más interesado en comerse a Emma con los ojos. La casa tenía dos pisos, con una sala de estar, una enorme cocina, dos baños en la planta baja, y uno en la superior, además de cuatro dormitorios. En general le gustaba el ambiente, aunque en seguida se dio cuenta de que se le iba a quedar enorme. En especial por estar tan alejado de todo, rodeado de árboles y comunicado con la civilización por un triste camino de grava que se perdía colina abajo.
Por eso había esperado que Emma estuviera con él.
Ahora la perspectiva no sólo de no ver a Emma todos los días —y de desayunar juntos, por ejemplo, sorprendiéndola con sus impresionantes dotes culinarias—, sino de quedarse a solas le hizo perder todas las esperanzas de que el verano se le hiciera agradable. No sólo iba a estar en una tierra extraña, sin nadie a quien conociera, sino que estaría aislado en un caserío. Maravilloso. Y seguro que le tocaba ir a hacer la compra a algún cutre supermercado. Por suerte, Emma le había llenado la nevera para un par de días.
—No pongas esa carita —sonrió Emma, divertida—. ¿Cuántos años tienes, Lovi?
—Dieciocho —reconoció él a regañadientes.
—¡Pues deberías salir a divertirte! En el pueblo hay una discoteca y la gente es muy maja.
—Y de pueblo —arqueó una ceja—. ¿Qué haces tú aquí, en este lugar perdido de la mano de Dios?
—¡Pues tomarme unas vacaciones, claro! —se rió, como si fuera algo evidente—. Me gusta mucho este sitio, se respira aire puro y, lo más importante, no hay espíritus —le guiñó un ojo—. Eso es lo que buscabas, ¿no?
Lovino esbozó una sonrisa incómoda y se encogió de hombros. Si ella supiera…
Emma le hizo un último tour por la vieja casa. Desde luego, para una persona era demasiado y se fue desanimando a medida que pasaba el rato y se acercaba el momento de que Emma se marchara. Al menos, se consoló, en general todo era moderno y lo único antiguo en sí eran las puertas, de madera vieja y chirriante —al mirarlas de cerca comprobó que se habían grabado ciertos amuletos para evitar la entrada de seres maliciosos. Mejor prevenir que curar—. No sabría qué habría hecho si la televisión fuera un cacharro prehistórico.
Consiguió convencer a Emma para que comiera con él y la chica, dicharachera, mientras él preparaba una pizza —en serio, ¿pizza? ¿De entre todas las cosas que podía cocinarle y le pedía una puñetera pizza?— le habló de los alrededores y de lo que podía hacer.
Entre otras cosas, había un pequeño cine, la discoteca de la que le había hablado, una biblioteca, una piscina y un parque muy bonito donde pasar el rato. Lovino asentía, sonriente, encantador, mientras pensaba que no le podían haber mandado a un sitio más aburrido y retrógrado. Ya se imaginaba cómo sería la discoteca, un bar en el que echarían las sillas a los lados para poder bailar a ritmo de un triste altavoz. Y el cine seguro que tenía los últimos estrenos. Menos mal que se había traído consigo su portátil.
Arrancó al final a Emma la promesa de que al día siguiente quedarían para dar una vuelta y, finalmente, se quedó a solas. Refunfuñando, vació su maleta y colocó su ropa en los armarios, maldiciendo en voz alta el calor y sudando a chorros. Después probó la ducha y se quedó en el baño cerca de media hora antes de tener el valor suficiente para enfrentarse, de nuevo, al calor. Se apalancó entonces en el cómodo sofá del salón. Puso el aire acondicionador al máximo, abrió el portátil y se aisló del mundo.
Quedaban por delante tres largos meses para pensar, pensar y pensar.
Pensar en qué hacer con su vida.
Porque, ¿qué podía hacer, si lo habían preparado desde que tenía uso de conciencia para algo en lo que no tenía el más mínimo talento?
Acarició la pantalla de su bonito portátil con tristeza. Se lo habían comprado con el dinero de la Sombra. Igual que la ropa que llevaba o incluso esa misma casa. La Sombra lo rodeaba por todas partes, no importaba cuánto quisiera escapar. Incluso la única chica que conocía de España pertenecía a la organización
¿Cómo pretendía su abuelo que intentara pensar en otra alternativa a vivir de la caridad de la Sombra? Porque, estaba claro, como hechicero no iba a poder trabajar.
Tampoco es que tuviera muchas ganas. A su hermano Feliciano ya lo habían empezado a enviar a misiones y sabía que había peligros inesperados, incluso mortales, que se exigía mucho esfuerzo y, además, era algo que duraría para toda la vida. Una vez uno se comprometía a proteger a la población de las bestias mágicas y ayudar a los espíritus ya no había vuelta atrás.
Pero Lovino, por suerte o por desgracia, no tenía ningún talento místico.
Su abuelo, Julio, había hecho lo indecible por despertar sus poderes: desde dejarlo a solas en una habitación llena de fantasmas a someterle a complejos rituales que se suponía que debían permitirle usar magia. Había intentado invocar ángeles y demonios, duendes y trasgos. Había tratado de purificar todo tipo de objetos o de tornar sacra el contenido de una pila de agua. Nada tuvo éxito. Sí, poseía una mínima percepción de lo sobrenatural y podía sentir, si se concentraba mucho, presencias de espíritus. Pero era completamente incapaz de formular un hechizo o activar un círculo mágico. La sangre mágica corría por sus venas: no por nada su abuelo era el líder de la sección del sur de Europa de la Sombra. Pero él, la oveja negra de la familia, no era capaz de hacer ni el más triste conjuro.
Hasta su abuelo se había dado por vencido con él. Por eso le había sugerido que se fuera de vacaciones a España, donde tenía una bonita casa, para meditar qué hacer con su futuro.
—Está claro que no te atrae nada este trabajo y que por eso no consigues hacer magia —le había dicho con amabilidad, levantando la mano para impedir que le interrumpiera—. No estoy diciendo que vayas a tener que apañártelas por tu cuenta, los Vargas siempre estaremos contigo, pero algo debes hacer. ¿Quizá arte? ¿O preferirías ser empresario? Tú decides.
«Suena tan fácil cuando lo dice así» pensó Lovino con furia, dejando bruscamente el portátil en la mesa baja que había frente a él.
¡El idiota de su abuelo no lo entendía! ¡No comprendía lo que era vivir rodeado de hechiceros! ¡Todos orgullosos de sus habilidades, todos contando sus batallitas y preguntándole qué tal avanzaban sus estudios! No sabía lo que era tener que callarse mientras alababan a Feliciano que, para colmo, era más pequeño pero tenía más talento en la punta de un dedo que Lovino en todo su cuerpo.
¿Qué iba a saber su abuelo, si siempre había sido un niño prodigio, capaz de exorcizar a un demonio con doce malditos años?
Al sentir que los ojos le ardían, se secó bruscamente las lágrimas.
No entendían nada.
Nada de nada.
Titanic. En serio. ¿Es que no había otra película? Se había hecho aquella pregunta desde que empezó la emisión, pero no cambiaba de canal, porque tampoco había nada mejor. Comía palomitas con desgana, tumbado cuan largo era sobre el sofá, en calzoncillos. Si algo podía agradecer era que, al vivir solo, tanto daba como si le apetecía pasear desnudo por la casa. Y algo le decía que iba a dormir así porque no quería dejar el aire encendido por la noche por miedo a pillar un catarro.
Era lo único bueno de estar solo. Nadie podía decirle nada.
«Podría acostumbrarme» pensó, dando un trago a una cerveza.
Lo que no le gustaba tanto era el hecho de saber que estaba demasiado lejos de cualquier persona en caso de que le atacaran. Era una tontería pero, ¿y si aparecía cualquier ladrón? ¿Qué haría entonces? Nadie le oiría gritar…
Desde el momento en que anocheció no había podido dejar de lanzar miradas nerviosas a las ventanas, hasta que terminó por echar las cortinas para sentirse más seguro.
Terminó el bol de palomitas poco antes de que Rose le preguntase a Jack sobre sus dibujos y se puso un cojín debajo de la cabeza para poder ver cómodo la película. Nunca la había escuchado en español y no estaba convencido de que le gustaran las voces pero, total, para el diálogo que había…
Mientras caía adormilado, sin embargo, se dio cuenta de que se parecía bastante a Rose. No tenía una prometida multimillonaria, claro, pero sí un legado con el que cargar y que lo asfixiaba hasta que ya no podía respirar. Se preguntó si él habría hecho lo mismo que Rose.
Y si habría tenido un Jack para evitar que saltara.
«Qué bobadas».
Cerró los ojos.
Alguien lloraba. Podía escuchar, en las profundidades de la semi inconsciencia, un lamento que le recordó al de un animal herido. Se removió y despegó lentamente los ojos.
—¿Feli…ciano? —preguntó, amodorrado—. ¿Qué pasa? ¿Qué te ha hecho la idiota de Monika? —esa maldita alemana gigante con ojos de acero… No entendía cómo podía decir su hermano que, en el fondo, era una buena persona.
La luz de la televisión lo deslumbraba y escuchó la canción final de Titanic. ¿Tanto se había dormido? Buscó, palpando, el mando sobre la mesita.
—¿Qué te pasa ahora, Feliciano, por qué llor…? —no fue capaz de terminar la frase.
Una chica, sentada en el suelo, al otro lado de la mesa, miraba la pantalla e hipaba cada poco tiempo.
—¡Pero qué…!
Se levantó de un salto y se golpeó con la esquina de la mesa. El ruido sobresaltó a la chica, pero no lo suficiente para que se moviera de su sitio. Lovino sacudió el mando en su dirección, con el corazón en la garganta:
—¿¡Cómo has entrado!? ¿Qué haces aquí!?
Los ojos de la muchacha, de un pálido color verde, se abrieron como platos. Luego se incorporó con lentitud, mirándole con un gesto indescifrable.
—¿¡Qué haces!? —chilló Lovino, repentinamente consciente de que estaba casi desnudo. ¡Y a solas con una loca!
«¡Sabía que iba a pasar! ¡Lo sabía!»
¿Y ahora qué hacía? ¿Qué hacía?
«Cálmate, imbécil, sólo es una mujer, seguro que puedes con ella…».
La chica avanzó un paso hacia él y Lovino soltó un chillido. Al retroceder tropezó y cayó de espaldas. Pero se apoyó en los codos y reculó como pudo, arrastrándose.
Entonces ocurrió lo que nunca habría esperado: la chica se arrodilló a su lado y esbozó una inmensa sonrisa de felicidad.
—¡Puedes verme!
Lovino tardó en asimilar lo que acababa de decir.
—¿Eh?
—Así que eres un fantasma. Y te llamas Isabel.
La susodicha asintió varias veces, despidiendo tanta felicidad que casi parecía brillar.
Ahora que se había relajado —y que llevaba pantalones y una camisa—, Lovino la examinó con ojo crítico desde su extremo del sofá. No se había dado cuenta por el susto, pero podía ver a través de ella y tenía un cierto aire etéreo, como si pudiera desaparecer de un momento a otro.
Tendría unos veinte años, aunque no estaba seguro, era difícil decirlo cuando no tenía un cuerpo físico. En vida debía haber sido algo morenita y todavía se notaba que tenía el pelo castaño. Bajo el simple vestido blanco, que le llegaba hasta los tobillos, se le marcaban unos generosos pechos y caderas más o menos amplias. En otra circunstancia le habría parecido una chica muy atractiva, pero Lovino no estaba para valorar la belleza de fantasmas acosadores.
—¿Y qué hacías aquí? —gruñó.
—No lo sé —reconoció ella—. De repente percibí algo que me atrajo aquí. Vi que había luz en las ventanas y me acerqué. Te vi durmiendo y… Bueno. ¡No podía creer que tuvieras un cine en miniatura! ¡Y con una película a color!
Lovino no contestó, ocupado como estaba en abrazarse a sí mismo: lo había visto casi desnudo y había estado a su lado durante más de dos horas. ¡Podría haberle hecho cualquier cosa! ¡Incluso los fantasmas podían ser muy peligrosos!
Se obligó a calmarse. Si Isabel había conseguido entrar era porque no se trataba de un espíritu maligno: de haberlo sido, las guardias mágicas se habrían encargado de detenerle el paso. Y, sin embargo… Debía tratarse de un fantasma bastante fuerte para haber sobrepasado, igualmente, la barrera.
Pero eso no era lo que preocupaba de verdad a Lovino.
No, en absoluto.
Lo que le tenía en vilo era el hecho de que pudiera ver a Isabel. Sobre todo con tal nitidez, como no había visto a ningún otro espíritu jamás.
—Oye, ¿te encuentras bien? Estás algo pálido…
Isabel extendió los dedos hacia él y Lovino, en un acto reflejo, dio un manotazo. Su mano atravesó la muñeca de la muchacha y experimentó sensación de frío que le hizo estremecerse. Isabel abrió la boca y luego su gesto se descompuso en un gesto de pena.
—No puedes tocarme…
—E-eso parece —farfulló Lovino, que no sabía si debería sentirse aliviado o decepcionado. Isabel suspiró y se abrazó las rodillas—. A-a ver. ¿Qué quieres de mí? Te aviso que no tengo ni idea de cómo hacer que te vayas al otro lado.
La fantasma soltó una alegre carcajada.
—¡No te preocupes! No quiero irme.
—¿No? —masculló, desconfiado.
—No.
—¿Por qué no? Todos quieren irse.
—Pues… No lo sé. Pero algo me dice que todavía no debo irme —Isabel levantó un pie descalzo y mostró un grillete que le ceñía el tobillo. Un par de eslabones colgaban del hierro, pero apenas sí se le podía llamar a aquello cadena.
«Genial. Una con asuntos pendientes. Maravilloso»
Como todo el mundo sabía, los fantasmas eran almas que permanecían ancladas al mundo terrenal porque algo les impedía dejarlo atrás. Podía ser una maldición, un contrato, o, lo más común, asuntos pendientes. Y hasta que no se resolvieran estos o se convenciera al fantasma de que tenía que marcharse, éste vagaría por el mundo corriendo peligro de ser contaminado por espíritus malignos y volverse peligroso.
¡Pero no era cosa suya!
—Oye, mira, lo siento mucho, pero yo estoy de vacaciones. Además, no tengo ni idea de cómo ayudarte —dijo con sequedad.
Por supuesto, la chica no hizo amago alguno de marcharse, disculpándose por haberse inmiscuido descaradamente en su privacidad.
—P-pero eres la primera persona con la que he podido hablar en… En mucho tiempo —farfulló ella, agrandando los ojos y mirándole con un gesto de súplica—. Por favor, no me eches.
Lovino emitió un gemido y se pasó una mano por el flequillo. Oh, si pudiera hacerlo, desde luego que la echaría y no le permitiría volver a entrar.
¿Por qué a él?
Es más, ¿por qué demonios podía verla?
«A lo mejor sigo soñando porque estoy tan desesperado por ser como la morralla de mi familia que deseo ver a un fantasma. Qué triste».
Quizá estaba viendo al tipo de chica que le gustaría que le pidiera ayuda. Una bonita y simpática, que le hiciera caso. Porque era realmente guapa. Y tenía la voz agradable, con ese acento tan suave español…
«Dios, es de verdad, no es un sueño. ¡Nunca podría imaginar tantos detalles en un sueño!». Sacudió la cabeza.
—Mira, hay una chica en el pueblo que puede ayudarte —dijo, levantándose y haciéndole un gesto para que le imitara. Sonriente, Isabel flotó hasta situarse a su lado. Lovino se detuvo junto a la salida que daba al porche, descorrió todos los cerrojos y abrió. Una bocanada de aire cálido le acarició la cara—. Si sigues el camino llegarás al pueblo y sólo tienes que esperar a que se haga de día y alguien nombre a Emma. ¿De acuerdo?
—Emma —repitió ella, poniendo énfasis en la «eme».
—Muy bien, eso es. Es rubia, con el pelo corto, bajita y siempre sonríe. Ahora, si no te importa, tengo que dormir. Mañana… Mañana tengo muchas cosas que hacer —estiró la mano, indicándole que saliera.
Isabel se llevó un dedo a los labios y obedeció.
—Recuerda, sigue el camino. Buenas noches y encantado de conocerte.
Cerró la puerta con brusquedad y echó los cerrojos. Sabía que en la práctica aquello no serviría para detener a un fantasma, pero no se quedó tranquilo hasta que hubo corrido hasta el último de ellos.
Cuando subió a su cuarto, la cabeza le daba vueltas y estaba tan desconcertado que ni siquiera le molestaba el calor.
Fantasmas. Podía ver fantasmas. A lo mejor no era un caso tan perdido. Pero le costaba tanto creerlo… Pasó horas dando vueltas en la cama, haciéndose una y mil preguntas.
¿Al final, no era un inútil?
¿O no debía hacerse ilusiones?
Los primeros rayos del alba se colaban por la ventana cuando consiguió conciliar el sueño.
Un pitido insoportable le taladraba el cerebro. Tan cansado estaba que tardó en identificar el sonido como el tono de su móvil. Gruñendo, giró, arrastrando las sábanas consigo, y buscó el maldito aparatito. Pero por más que palpó por la mesilla no lo encontró, así que al final tuvo que abrir los ojos y…
Soltó un grito dolorosamente agudo incluso para sus oídos.
—¡Perdona! —exclamó Isabel—. ¡No quería asustarte!
—¡Tú! —chilló Lovino, sin aliento. Se puso una mano sobre el pecho, donde el corazón le latía a mil por hora—. ¡Maldita sea, qué haces aquí! ¡Te dije que te fueras!
—Me daba miedo irme… No me gusta la oscuridad.
Isabel bajó la mirada, como un animal herido, y Lovino se sintió fatal consigo mismo. Pero después se rebeló contra el sentimiento de culpabilidad con furia. ¡Era ella la que invadía las propiedades ajenas, no él!
—Si estuvieras viva, te demandaría por allanamiento —gruñó.
El móvil había dejado de sonar. Lo cogió, con la cabeza latiéndole como un bombo, y vio que tenía una llamada perdida de Emma.
—Emma…¡Oh, mierda! —exclamó al ver que eran las 15:03.
¡Hacía una hora que deberían haberse encontrado en un bar del pueblo! Saltó de la cama y a Isabel se le escapó un chillido estrangulado. Sólo en ese momento Lovino recordó que se había quitado la ropa antes de echarse a dormir. La sangre se le subió a la cabeza y se cubrió como pudo. Isabel, entre tanto, se había levantado cubriéndose el rostro con las manos y había corrido hacia la pared, atravesándola.
Lovino emitió un quejido.
—¿Por qué yo? ¿Qué te he hecho, Dios? ¿Qué?
Emma y Lovino se saludaron con dos besos en las mejillas, a lo español, y luego el chico le presentó sus más sentidas disculpas. Le juró y perjuró que la invitaría todas las veces que quisiera a comer si le perdonaba por ese retraso. Nunca se debía hacer esperar a una chica tan guapa como ella. Complacida, Emma le aseguró que no pasaba nada, aunque luego le preguntó cómo era que se le habían pegado las sábanas.
—¿Tan tarde te acostaste? —dijo mientras echaba a andar.
El chico, que todavía no había conseguido recuperar el aliento de la carrera que había hecho en bicicleta, avanzó con las piernas temblorosas, apoyándose en el manillar.
—Sí. Ocurrieron un par de cosas —respondió.
Emma rió y sugirió que entraran a un bar, porque el pobre tenía la boca tan seca que apenas podía hablar. Lovino se bebió de un trago un vaso entero de agua fresca.
Había dejado a Isabel a casa y esta vez le había ordenado que no se moviera a menos que no pensara volver. Y, claro, la fantasmita había decidido quedarse sentada en su sofá, sonriendo alegremente.
Ah, cada vez que lo pensaba le dolía la cabeza. Menos mal que no parecía lo suficientemente poderosa como para ir destrozándole la casa. Habría sido el colmo de males.
Pidió una cerveza y dio un largo trago, sin apenas escuchar a Emma, luchando contra el cansancio y el dolor de cabeza. Luego le dio las gracias y miró a su alrededor. Al menos el bar estaba limpio y no olía mal. Era más de lo que podría haber esperado de un sitio tan pequeño y mal iluminado.
—Oye, Lovi, ¿vas con prejuicios a todos lados? —inquirió Emma, divertida—. Siempre se te van curvando los labios en esa mueca de desdén y… No sé, me da un poquito de pena. Este sitio es bonito, ¿sabes?
Lo primero en lo que pensó Lovino fue en que Emma le miraba los labios y sintió que mariposas revoloteaban en su estómago. Luego cayó en la cuenta de que lo que le estaba echando en cara y las mariposas se esfumaron de golpe.
—Sí. Es bonito. Perdona. No estoy acostumbrado a los pueblos —dijo atropelladamente, rehuyendo sus ojos—. Oye, ¿te puedo hacer una pregunta?
—Claro —sonrió ella, dando las gracias al camarero cuando les trajo unas tapas. Estaban sentados en la barra, cada uno con una bebida en la mano, y el camarero no dejaba de ir y venir sirviendo a los clientes. A Lovino le hubiera gustado estar en una mesa para que no les escuchara nadie, pero dio por sentado que nadie creería que estaban hablando de fantasmas de verdad. En todo caso de algún videojuego.
—Si un fantasma se queda atrapado en la tierra y no sabe qué es lo que tiene que hacer para marcharse… ¿Un hechicero puede liberarlo sin más?
Emma arqueó una ceja y Lovino deseó que se lo tragara la tierra. Pero, ¿qué más podía hacer? Si la respuesta era positiva, le pasaría el tema de Isabel y ya no se preocuparía más, porque él no iba a ser capaz de ayudar a nadie.
—Técnicamente se puede, pero depende de lo predispuesto que esté el fantasma. A veces es mucho más fácil echarle una mano que intentar purificarlo por la fuerza. De todas formas, ¿por qué este repentino interés en los fantasmas cuando estamos de vacaciones?
—Eh… Pues yo… —guardó un silencio y terminó por menear la cabeza—. No, nada.
Lovino no se atrevió a volver a sacar el tema. Estaba convencido de que Emma no dejaría a Isabel sola pero, ¿qué pensaría de él si no era capaz ni de intentar ayudar a la maldita muerta?
Pasó un par de horas paseando con Emma que, como había prometido, lo arrestó de un lado a otro. Y Lovino concluyó que, en cuanto se librara de Isabel, tenía que intentar convencer a Emma de que estaban hechos el uno para el otro.
Pero por el tema del fantasma no fue capaz de disfrutar de la visita la discoteca —que no estaba tan mal como había imaginado—, la pequeña biblioteca, o el bonito parque. Si Emma se dio cuenta de que su cabeza estaba en otra parte, no comentó nada. Sobre las seis se separaron, prometiendo quedar otra vez. No concretaron cuándo, porque Lovino no dejó que terminara la frase: montó en su bicicleta y salió despedido de vuelta a su casa.
—¡Eh, fantasma! —llamó en cuanto cerró la puerta a su espalda—. ¡Ven, vamos a intentar arreglar lo tuyo! ¿Fantasma? —entró al salón, donde la había dejado, pero no estaba allí—. ¿Isabel? —revisó la cocina y los baños, sin encontrarla por ningún lado. Luego subió al piso de arriba, comenzando a irritarse. No podía creerse que lo hubiera tenido todo el día en vilo y al final hubiera decidido largarse. ¡Le había hecho perder una barbaridad de tiempo!—. Mira, como estés jugando al escondite te vas a enterar porque…
Abrió la puerta de su cuarto y vio a la chica sentada en el borde de la cama. Fue a gruñirle por qué no contestaba cuando se dio cuenta de que parecía mucho más transparente que hacía un par de horas. Es más, al volverse Isabel había perdido la sonrisa y parecía abatida, cansada, casi enferma.
—Oye, ¿estás bien? —preguntó, apresurándose a ir hacia ella y olvidando su anterior enfado.
Isabel negó con la cabeza.
—Desde que te has ido… Ha sido horrible… Era como si estuviera… Desapareciendo. Subí aquí… Y ya no pude… moverme. Lo siento.
—No pasa nada, tranquila —Lovino se sentó a su lado e hizo un gesto para cogerla de la barbilla, pero su mano la atravesó sin más.
Chasqueó la lengua con irritación. Todos los hechiceros eran capaces de tocar a un fantasma sin problemas. Isabel giró la cabeza y parpadeó lentamente. Luego esbozó una ligera sonrisa.
—Me siento mejor ahora…
En un par de minutos sus contornos se estabilizaron y su cuerpo se tornó algo más opaco. Incluso la ropa ganó color blanco. Lovino se preguntó si sería por su presencia, por su sangre mágica. Quizás por eso Isabel había acudido a él, porque le había percibido incluso de lejos.
La idea de que la chica pudiera desaparecer si él no permanecía cerca no le hizo demasiada gracia, pero no pudo evitar alegrarse un poco al ver que ya parecía recuperada.
—Voy a intentar ayudarte —dijo al cabo de un rato, rompiendo el silencio.
La boca de Isabel se abrió de golpe.
—¿En serio? —preguntó con un hilillo de voz. Sus ojos se iluminaron cuando Lovino asintió.
—No te emociones —le advirtió, si bien le gustó que se mostrara tan alegre—. Haré lo que pueda, que no es mucho. ¿Vale? Vamos abajo, que hace más fresco.
Isabel se deslizó a toda velocidad por las escaleras, emitiendo una risa cristalina, y le esperó a bajo balanceándose sobre los pies, incapaz de dejar de sonreír. Lovino suspiró y se preguntó si no le estaría dando esperanzas cuando lo más probable era que tuviera que enviarla al final con Emma.
Pero… Pero, ¿y si podía hacer algo?
¿Y si era su última oportunidad para probar que podía ser un Vargas hecho y derecho?
Se preparó metódicamente un café con hielo y se sentó de nuevo en el sofá, con Isabel cruzada de piernas frente a él.
—Vayamos por partes. ¿Cómo te apellidas?
—No lo sé —respondió, risueña.
—Me lo imaginaba. ¿Sabes cuándo moriste?
—¡No!
—¿Vivías aquí?
—No lo sé.
—¿Cuánto llevas… así?
—No.
—Perfecto —suspiró.
Durante tres largos, eternos, cuartos de hora trató de arrancar a Isabel algún dato que le sirviera para averiguar qué era lo que la mantenía atada al mundo terrenal. Esfuerzos que resultaron ser ímprobos. Isabel no recordaba absolutamente nada de su pasado. Por no saber, ni siquiera sabía por qué había aparecido tan cerca de la casa de Lovino; todo lo que había antes estaba en blanco. Sólo tenía claro que a su lado se sentía «bien» y que no podía irse todavía.
Con todo, Lovino no fue capaz de enfadarse con ella, por nervioso que le pusiera que siempre estuviera sonriendo tontamente. Se notaba que la pobre quería intentar facilitarle las cosas, pero no podía luchar contra la ausencia de recuerdos.
Decidió que lo mejor que podían hacer era dar una vuelta por el pueblo con la esperanza de que recordara algo. La expectativa de salir a pasear con Lovino animó mucho a Isabel, que no dejó de parlotear mientras el muchacho se ponía unas zapatillas y echaba la llave.
A decir verdad, no dejó de hablar en toda la tarde.
Por primera vez en su vida, Lovino comprendió lo irritante que era ver algo que los demás ni siquiera percibían. Isabel correteaba a su alrededor, le llamaba, le hacía preguntas y se comportaba como si fuera una persona completamente normal. Pero Lovino no podía responder en voz alta, ni tampoco sonreír y asentir, porque la gente lo miraría mal. Tenía que hablar entre dientes o alejarse a un rincón donde nadie lo viese gesticular.
Si algo sacó en claro de aquel paseo, aparte de que odiaba el sol veraniego español tanto como el italiano, fue que Isabel debía haber muerto hacía mucho tiempo: todo la sorprendía, desde los coches a los móviles. Eso, ¿a cuándo les llevaba? Al menos a los años cuarenta…
Cuando dieron las ocho, Lovino decidió que ya había sacado lo suficiente a pasear a Isabel y que era hora de volver a casa. Ella no rechistó y caminó a su lado obedientemente, feliz.
No lo entendía. ¿Cómo podía estar tan contenta si no habían conseguido encontrar nada?
Pero su perenne sonrisa suavizó un poco su mal humor. Al fin y al cabo, el sitio no estaba tan mal. Era agradable sentirse en medio de la naturaleza, rodeado de árboles de un exuberante color verde y, de vez en cuando, recibir la caricia de una cálida corriente de aire. Además, caminar le sentó bien para el dolor de cabeza.
Una vez en casa empezó a preparar la cena, con Isabel mirando atentamente la vitrocerámica y soltando exclamaciones cuando Lovino hacía saltar la tortilla de patatas para darle la vuelta o cocinaba con destreza la verdura. Casi sin darse cuenta acabó sonriendo mientras le explicaba qué ingredientes había que usar, cuánto aceite echar y la cantidad de sal que era necesaria. Isabel asentía, muy atenta, hasta que señaló:
—¿Por qué estás preparando dos platos?
Lovino se detuvo y enrojeció, sintiéndose un rematado imbécil. Se había acostumbrado tanto a ver a través de Isabel que no había caído en la cuenta de que un fantasma no podía comer.
—¡Qué mono eres!
—¡Los hombres no somos «monos»! —rugió Lovino.
Isabel rió y retrocedió con las manos en alto, como claudicando, pero algo en su mirada —como en la de todas las mujeres que insistían en tratarle como si fuera un mocoso— daba a entender que no estaba de acuerdo con él.
«Mujeres» pensó, poniendo los ojos en blanco. Daba igual que fueran de carne y hueso que de ectoplasma. Todas eran iguales.
Se sentó a comer en la mesa del salón, no sin antes retirar una silla para que Isabel pudiera sentarse si así lo quería. Se percatado de que, cuando la joven no iba pensando en lo que hacía, podía pisar el suelo o apoyarse en superficies. Se trataba de un dato interesante ya que, por lo que recordaba de sus lecciones —ahora se arrepentía de no haber prestado más atención. Pero era difícil interesarse por algo en lo que no se era bueno— los fantasmas más poderosos eran capaces de tocar cosas. Eso significaba, también, que estaban más atados a la tierra.
Lo cual no era una buena noticia para él.
—¿Vas a estar mirándome comer todo el rato?
—Perdona —se disculpó ella—. Es que parece tan rico…
—Está rico —le aseguró—. Casi nadie cocina mejor que yo.
—¿Quién te enseñó?
—Mi abuelo —dio un sorbo a su bebida.
—Háblame de tu familia —pidió entonces ella, inclinándose sobre la mesa—. Con lo guapo que eres, seguro que tus padres también lo eran.
Lovino se quedó mirando a Isabel con los ojos como platos. Era la primera vez que una mujer le decía que era guapo. Mono, sí. Cuco, también. Pero guapo, nunca.
—Somos hechiceros. Se supone que yo también lo soy —carraspeó.
—¿Qué quieres decir?
—No tengo magia —admitió con hosquedad.
—Oh… Lo siento… Pero… Pero eso no es malo, ¿no?
—Si has nacido en el maldito seno de una de las familias de hechiceros más famosas, sí —respondió rudamente. Isabel bajó la mirada, dolida, y Lovino deseó abofetearse. ¿Desde cuándo se había vuelto tan borde con las mujeres?—. Lo siento, no quería hablarte así.
—No pasa nada… Pero… Pero…
—Dime, no te voy a comer.
—Si no tienes magia… ¿Cómo es que me ves?
—Es una buena pregunta. Y no tengo la menor idea.
Cuando el silencio se volvió demasiado incómodo le explicó que sus padres habían muerto en un accidente relacionado con una caza de vampiros hacía doce años y desde entonces se había ocupado de ellos su abuelo. Como Isabel atendía atentamente, sin interrumpir y asintiendo en el momento preciso, Lovino se encontró hablando casi sin pensar en ello. Sólo al acabar se daría cuenta de que nunca había dicho tanto de su situación familiar con nadie.
Le contó cómo siempre había tenido que proteger a su hermano pequeño, el llorón de Feliciano, que no era capaz de ir solo a hacer pis por la noche. Le habló de su abuelo Julio, cariñoso y duro a un mismo tiempo, que siempre había preferido a Feliciano. También mencionó a Monika, esa alemana gigante y de tanta mala baba que le había tocado en suerte a su hermanito como pareja.
—¿Pareja? —repitió Isabel.
—Los hechiceros casi siempre van en pareja para complementar sus poderes.
Le explicó sucintamente que había varios tipos de persona en la Sombra: por ejemplo, estaban los que se dedicaban a purificar malas energías, los invocadores que tendían a trazar pactos con espíritus o bestias para que les ayudaran en el combate y muchas otras variedades.
—Me llegan a contar en su momento que existe la magia y habría pensado que me estaban tomando el pelo —rió Isabel al final de su exposición—. Claro que ahora no me queda otro remedio que creérmelo —musitó, contemplando la mesa a través de sus manos semi transparentes.
Lovino sintió un impulso de empatía por ella y tuvo que contenerse para no extender la mano y tomar la suya: sabía que no habría dado resultado.
—Voy a ayudarte. ¿Vale, Isabel? Te ayudaré a recordar —le aseguró.
Los ojos de Isabel se clavaron en los suyos, risueños.
—Gracias, Lovi.
Esa noche, cuando el chico se dejó caer en su cama, tenía la sensación de que había corrido una maratón.
«Menos mal que se suponía que venía aquí a estar tranquilo» pensó, sacándose las zapatillas. Se arrancó también la camisa y los pantalones pero, por precaución, decidió dejarse puestos los calzoncillos. Se suponía que Isabel iba a entretenerse toda la noche viendo una reproducción de películas que le había seleccionado en su portátil, pero no se sentía cómodo pensando en dormir desnudo con una mujer en el piso de abajo.
A ver si podía sacársela de encima pronto y…
Y ver qué hacía con su vida.
—Maldito calor…
Cerró los ojos y trató de concienciarse para dormir.
Había perdido la cuenta de las veces que había cambiado de postura cuando sintió una presencia al otro lado de la puerta. Aguardó unos instantes, preguntándose si sería su imaginación. Pero antes de que pudiera relajarse escuchó una vocecita preguntar:
—¿Lovino?
Suspiró.
—¿Qué quieres?
—¿Puedo pasar?
—Si no te importa ver a un hombre semidesnudo otra vez…
Isabel atravesó la puerta y, flotando lentamente, se subió a la cama. Lovino no se molestó en levantarse, sino que esperó a ver qué le pasaba ahora.
—No… No me gusta estar sola allí abajo —susurró—. ¿Puedo quedarme contigo?
Recordó que había dicho que le daba miedo la oscuridad y esbozó una sonrisa burlona.
—No me creo que a un fantasma le de miedo estar solo.
Se encogió de hombros.
—Me siento mal. Es como si alguien fuera a entrar de un momento a otro por la puerta a hacerme daño… —a medida que hablaba, su voz se apagaba.
Lovino respiró hondo.
—Bueno, al menos no soy el único que tiene esa impresión — Isabel sonrió—. Y me darás fresco.
—Muchas gracias, Lovi.
—Pero no me eches la culpa si te aburres, ¿eh? Yo quiero dormir tranquilo.
—No diré ni una palabra.
—¿Seguro?
—Palabrita del niño Jesús.
—Dios, debes venir de principios de siglo.
Isabel se acostó a su lado, sonriendo, aunque estaba seguro de que no había entendido a qué se refería. Lovino le dio la espalda, algo abochornado, y pensó que era ridículo que la primera mujer con la que iba a compartir la cama era un fantasma. Pero casi de inmediato empezó a sentir que la temperatura se volvía más suave. Fue una sensación tan agradable que consiguió caer dormido en cuestión de minutos.
—Maldita sea, por qué a él, de entre todas las personas… —mascullaba Lovino mientras preparaba el ordenador para una video llamada sobre la encimera de la cocina—. ¡Isabel, ¿te importaría hacer menos ruido?!
—¡Oh, Lovino, lo siento, es que es tan… divertido! —gritó ella desde el salón.
Lovino suspiró y aporreó el teclado, marcando la dirección electrónica del único al que se atrevía a llamar en esa situación. En un primer momento pensó en pedir ayuda a su abuelo, pero habría sido demasiado humillante, casi como reconocer a gritos que no sólo no tenía ningún talento, sino tampoco la más mínima idea para tratar con el problema. Luego pensó en Feliciano, pero lo descartó rápidamente, igual que a Monika. Emma ni mencionarla, tendría que dar demasiadas explicaciones. Para entonces su lista de conocidos dentro de la Sombra se había reducido mucho.
Al idiota del cejotas nunca se dignaría a pedirle ayuda, pero el francés… El francés era buena persona, a pesar de que fuera un pervertido de dos pares de narices. Al menos a él siempre lo había tratado bien.
Le irritaba tener que pedirle ayuda, pero no había otra salida: el tema de Isabel se le estaba escapando de las manos. Había tardado en reconocerlo bastante tiempo, sin embargo, ya tenía muy claro que no sabía qué hacer.
—Bonjour Lovino!
La pestaña se amplió para mostrar el rostro de un hombre de impresionantes ojos azules enmarcados por una media melena rubia. Tenía la voz suave y acariciante —algo que ponía nervioso a Lovino— y, como de costumbre, iba muy bien vestido. Echando un vistazo a lo que había detrás de él no le costó imaginar que se encontraba en un hotel, en alguna misión.
—Hola, Francis —saludó, tratando de mostrarse amable. Al fin y al cabo, dependía de él—. Arthur no está por ahí, ¿no?
—No te preocupes, he dejado a Jeanne en la puerta para que vigile que no entre nadie —Francis esbozó una sonrisa que derretía a las mujeres en cuestión de segundos. Y a su compañero inglés también, por lo que se veía—. Dime, ¿qué necesitabas tan urgentemente que no me has dejado ni cambiarme de ropa?
Hacía cosa de quince minutos había llamado a Francis exigiéndole que se conectara a Internet en cuanto pudiera. El otro se había quejado, alegando que venía de un viaje y quería darse una ducha, pero Lovino había insistido. Así que mejor ir al grano:
—Tengo un grave problema y…
—¿Ese ruido de fondo? ¿Es que están teniendo obras en tu casa?
—No exactamente. En realidad es un fantasma —antes de que Francis tuviera tiempo de reaccionar añadió:—. Un fantasma que ha empezado a poder tocar las cosas y que ahora no deja de destrozarme el suelo porque puede ponerse mis zapatos para bailar.
—Un momento, un momento. ¿Desde cuándo puedes ver fantasmas? No quiero ser desconsiderado, Lovino, pero ya sabes que…
—¡La veo desde hace una semana! —lo cortó—. ¿Vas a escucharme o no?
—De acuerdo, cuéntame.
Y procedió a explicarle lo que había ocurrido.
Con la esperanza de que algún detalle despertara la memoria de la fantasma, habían recorrido el pueblo de arriba abajo, registrando cada rincón, cada esquina, incluso accediendo a los datos del pequeño Ayuntamiento. Durante todo ese tiempo había tenido la sensación de que Isabel se iba volviendo más «sólida» y sus impresiones se confirmaron cuando, después de la comida de hacía dos días, la chica volcó sin querer un vaso. Lovino recordaba a la perfección el silencio en el que se sumieron los dos mientras miraban el agua desparramarse por la mesa. Después se armó el caos. Isabel se puso como loca y empezó a probar a mover todas las cosas que se encontró por el camino. Una de las principales víctimas fue el teclado de su portátil, donde la muchacha aprendió a escribir su nombre, aporreando tecla a tecla, en un documento Word.
—Así que ahora ha empezado a probar a mover cosas con los pies. Y ha descubierto que puede ponerse mis zapatos —Lovino puso los ojos en blanco y exhaló un gruñido de exasperación—. Debió ser bailarina o algo así en vida, porque ha empezado a zapatear desde la nueve de la mañana, ¡y no ha parado!
—Te veo desesperado —se rió Francis.
—¡No te lo tomes a broma! —exclamó Lovino.
—¡No me lo tomo a broma! Es que es mucho para asimilar de golpe…
—¿Crees que se está convirtiendo en un poltergeist o algo?
Francis lanzó una carcajada.
—¡No! En ese caso no podría aguantar en la casa por los conjuros.
—Cierto…
—Debe ser que se está alimentando de tu presencia —aventuró Francis, acariciándose la perilla.
Lovino torció el gesto.
—No me gusta cómo suena eso.
—No es malo. Al menos no en principio. La magia alienta la magia, por lo cual no es raro que lo espiritual cobre fuerza a nuestro alrededor. La fantasma debe estar materializándose en nuestro plano gracias a ti. No pongas esa cara. Simplemente hará más ruido. ¿Puedes tocarla?
Lovino bajó la cabeza y se mordió el labio inferior mientras negaba con la cabeza. Se veía que la única que estaba haciendo avances era Isabel.
—Ya veo… —Francis carraspeó y evadió el tema para preguntar con tacto:—. ¿Y en qué quieres que te ayude?
—Quiero ayudarla, pero no sé cómo: no recuerda nada, no sabe nada de sí misma. No tengo ningún lugar por el que empezar…
Se tragó su orgullo como fue capaz y sostuvo la penetrante mirada de Francis, preguntándose qué estaría pensando el hechicero. Para él debía tener una solución fácil pues —¿cuántos años tenía, treinta y uno, treinta y dos?— llevaba ejerciendo desde los quince…
—Para empezar —dijo por fin Francis y Lovino reprimió un suspiro de alivio—, no tiene por qué haber muerto en el lugar donde os encontráis.
—¿No? —se sorprendió.
—No. Cuando un espíritu queda atado a un lugar, normalmente este es muy restringido: un cementerio, una casa, una habitación… Pero por lo que me has contado, Isabel puede moverse sin problemas por el pueblo y su grillete no tiene una cadena que la ancle a ningún sitio. Además, no reconoce nada —Lovino asintió—. Eso significa o que las cosas han cambiado demasiado para que le sean familiares o que no murió en este pueblo. Creo que deberías apostar por esta última opción.
—Pero, entonces… ¿Cómo encuentro su asunto pendiente? —inquirió el chico, desalentado.
Francis sonrió.
—¿Me dejas hablar un momento con ella?
Lovino llamó a gritos a la fantasma, que vino trotando a toda velocidad con los zapatos negros del joven. No dejaba de sorprenderse por el brusco cambio que había experimentado: ahora, si no le acertaba la luz del sol, Isabel podía pasar por una chica extremadamente pálida, aunque si se acercaba mucho todavía podía adivinarse una leve transparencia.
—¡Oh!, ¿estás viendo una película?
—No, verás… Es una persona de verdad. Es como usar el teléfono, sólo que puedes ver la cara del interlocutor.
—¡Qué maravilla! —sonrió Isabel.
—¡Vaya con la señorita, sí que es hermosa!
—¿Puede verme? ¿A mí? —balbució Isabel, señalando a Francis con un dedo y mirando a Lovino en busca de una confirmación.
Éste afirmó con la cabeza y a Isabel se le escapó un chillido de entusiasmo.
Lovino se quedó un poco de lado mientras Francis interrogaba a la muchacha. Le sorprendió el sentimiento de envidia que le oprimía el pecho cada vez que el francés conseguía arrancarle una risita a Isabel. Estaba contenta de que alguien más pudiera verla y Lovino lo entendía, pero no terminaba de gustarle que pareciera tan complacida por recibir la atención de otra persona.
Cuando Francis concluyó, se quedó un par de minutos en silencio, pensativo. Luego, aflojándose la corbata, ofreció su dictamen:
—Es muy probable que cuanto más tiempo paséis juntos, más pueda materializarse Isabel, y también se incrementan las posibilidades de que recuerde algo. De todas formas investigaré las listas de fallecidos del último siglo en los alrededores del pueblo. Me temo que va a haber muchas «Isabel», pero es lo mínimo que puedo hacer.
—¡Muchas gracias, señor Francis!
—De nada, corazón. Ahora, ¿me dejas un minutito a solas con Lovino?
Isabel dio un taconazo con el zapato y luego se fue tarareando una canción que, por el ritmo, no tenía pinta de haber escuchado nadie en hacía unos veinte años al menos.
—¿Qué pasa?
—Es cierto que he dicho que cuanto más tiempo paséis juntos más posibilidades hay de que averigüéis qué necesita, pero… —Francis frunció el ceño y le miró con severidad—. Lovino, trata de no encariñarte con ella.
—¿Qué? —farfulló éste.
—Es muy fácil empatizar con los espíritus benignos. Pero… Pero tienes que pensar que tú estás ayudándola a irse.
Lovino abrió y cerró la boca varias veces, como un pez fuera del agua. La mirada de Francis no era acusadora, pero él la interpretó como si así fuera. Se sentía pillado con las manos en la masa.
—¡N-no quiero oír eso de alguien que se quedó a un zombie cuando no es invocador! —replicó acaloradamente—. ¡Muchas gracias, adiós!
Y cerró la tapa del ordenador con tanta violencia que estuvo a punto de tirarlo de la mesa.
Al otro lado del mundo, en un hotel de China, Francis sonrió de medio lado cuando la pantalla le ofreció un mensaje de error y se cortó la comunicación.
—Touché —admitió, cerrando su propio portátil con bastante más delicadeza.
Pero precisamente se lo había dicho porque él también había tendido a acercarse demasiado a los espíritus cuando tenía su edad. Y aquello le había traído muchos problemas.
«Así que ahora resulta que sí tiene habilidades. Me pregunto qué diría el viejo Vargas de todo esto…» pensó, reprimiendo un bostezo. Llevaba veinticuatro horas sin dormir y necesitaba echar una cabezada pero lo más urgente era darse una ducha…
Jeanne, desde el pasillo, llamó a la puerta y susurró:
—Francis, Arthur viene a buen paso hacia aquí. ¿Le impido entrar?
Francis reprimió una sonrisa. Jeanne era mucho más fuerte que Arthur y, sin duda, habría podido inmovilizarle durante varios minutos —ya que Arthur nunca utilizaría la magia contra Jeanne—. Pero no quería hacer rabiar de más a su querido compañero, que estaba tan agotado como él.
—Ya he terminado, puedes dejarle entrar.
—¿Cómo que puedes dejarle entrar? ¡Esta no es tu casa, Francis! —bramó una voz nasal, claramente inglesa, al otro lado de la puerta—. ¿Y se puede saber qué acabas de terminar? ¿Por qué está Jeanne haciendo la guardia?
Francis rió y desapareció dentro del baño, echando el cerrojo. Que Arthur sufriera un rato.
—¿No? —inquirió Lovino, bajando los ojos de la pantalla del móvil y mirando a su alrededor.
—No. Lo siento.
—No pasa nada, no es tu culpa.
Los dos dieron media vuelta y dejaron el pequeño pueblo atrás. Desde un par de semanas visitaban cada pueblo que Francis les había mandado en un pequeño documento; era sorprendente la cantidad de Isabeles que podía haber en cuarenta kilómetros a la redonda. Pero al menos estaban confirmado que la fantasma no parecía haber vivido en los alrededores.
Lovino se había acostumbrado del todo a su presencia y no le resultaba extraño hablar con un ser semi transparente. Cada vez que miraba a Isabel, algo en su interior aleteaba de ilusión: significaba que había esperanza. Que no era un desecho. Que podía tener un lugar entre los Vargas.
Por eso quería probarse a sí mismo que podía hacerlo solo. Lo sentía por Emma, a la que estaba dando tantas largas, pero no quería que sospechara nada. Y, además, Isabel estaba de acuerdo con él. Cuando le contó el motivo por el que no iba a pedir ayuda a nadie más, a menos que no quedara otro remedio, Isabel dijo con amabilidad:
—Lo entiendo y tienes razón: si lo hacemos así, te convencerás de que eres mucho más de lo que piensas.
—No seas tonta, Isabel —le respondió—. Sé perfectamente dónde están mis límites, y sé lo que soy.
—Lo que pasa es que tienes miedo de no ser lo que esperan los demás de ti. Y eso no es bueno. Si no supiera que realmente quieres ser un hechicero, te diría que no tienes por qué hacer esto. Que es tu vida la que importa… Y que tienes que aprovecharla como tú quieras, porque sólo tienes esta. Porque al final siempre nos arrepentimos de muchas cosas y no hay nada más triste que vivir según desean otras personas.
Isabel le había acariciado la mejilla, provocándole un escalofrío.
—Yo sé que eres un chico con muchísimo talento y que conseguirás hacer que vean lo maravilloso que eres. Así que vamos a esforzarnos por los dos. ¡Por ti y por mí!
Dejándole con la palabra en la boca, ruborizado hasta la raíz del pelo, Isabel había añadido, conmocionándolo:
—Además, quiero pasar todo el tiempo posible contigo.
Ahora, tantos días después, Lovino se preguntaba de dónde habían salido aquellas palabras maduras y calmadas. Porque de esa fantasmita alocada estaba seguro de que no.
—¡No te desanimes, Lovi! —le dijo la chica mientras rehacían su camino hacia el escarabajo que Lovino había alquilado para ir viajando de un lado a otro—. ¡Seguro que la próxima vez recuerdo!
Lovino suspiró. Desde luego, no entendía qué tenía la gente con acortar su nombre.
Se sentaron a tomar algo en la terraza de una diminuta heladería, a la bienvenida sombra de un toldo. Pidió una limonada y se preguntó qué pensaría la gente cuando le viera tomando algo a solas. Que era un pringado, desde luego. Una camarera le trajo su pedido y le sonrió amablemente.
—¡Gracias! —dijo Isabel. Siempre actuaba como si la gente pudiera verla, lo cual al principio le resultaba un poco incómodo, pero poco a poco comenzaba a aceptarlo como algo natural. Sin embargo, aquella actitud le había llevado a preguntarse desde cuándo llevaría fingiendo poder tener conversaciones normales con los demás. Se le encogía el corazón de sólo pensarlo.
—¡Qué chica más guapa! ¿Te has dado cuenta de cómo te sonreía, Lovi? A lo mejor deberías ir y decirle algo, ¿no crees?
—Oye, Isabel…
—¿Sí?
—¿Te gustaría hacer algo especial esta noche?
—No entiendo.
—No sé —incómodo, se revolvió en la silla—. ¿Ver una película en concreto? Ah, no, ya ves muchas por la noche… ¿Ir a… algún sitio?
Isabel miró a su alrededor como buscando inspiración.
—No quiero ir a ningún sitio. Pero… Bueno… —parpadeó varias veces y soltó una risita avergonzada. Luego le miró a través de las largas pestañas—. Nunca… Nunca bailas conmigo.
El muchacho se atragantó con la limonada y empezó a toser. Sobresaltada, la camarera salió y le preguntó si necesitaba ayuda. Lovino le aseguró con un gesto que estaba bien, pero todavía tosió un poco más antes de recuperar la respiración.
—Eso es…
—¿Qué? —sonrió Isabel.
¿Cómo decírselo sin herirla?
—No sé bailar —refunfuñó a regañadientes, avergonzado. Y era verdad. Nunca había bailado con una mujer…
—¡Yo te enseño!
Lovino arqueó una ceja, escéptico.
—¡En serio! Siempre se me dio bien bailar. O eso me decían todos.
Tardó unos instantes en darse cuenta de lo que significaba aquella frase. Entonces abrió la boca para preguntarle a qué «todos» se refería, si bien consiguió morderse la lengua en el último momento. ¡Estaba recordando! ¡Era magnífico! Pero no podía permitir que, por alguna metedura de pata, Isabel se pusiera nerviosa y perdieran aquella oportunidad. Mejor que siguiera hablando sin pensar, de forma inconsciente. Quizás, así, consiguieran sacar algo.
—¿Ah, sí? —sonrió, algo forzado, y se obligó a adoptar una pose más relajada—. ¿Así que no me destrozas los zapatos sólo por hacer ruido?
—¡Claro que no! Me encantaba bailar. Bailábamos sevillanas y cantábamos y tocábamos la guitarra. Era lo único que podíamos hacer para animarnos. Cuando lo hacíamos, era como si todo estuviera bien… —Isabel perdió la mirada en un punto indefinido de la lejanía durante un lago minuto que tuvo a Lovino en vilo. Luego se volvió hacia él, sonriente—. Así que, ¿bailas conmigo?
—Yo… Eh… Me encantaría pero… Pero… ¿Cómo nos vamos a tocar?
Dio la impresión de que le asestado dado un bofetón. Isabel se llevó una mano a la boca y, temblorosa, soltó una risita. Sus ojos se apagaron, llena de decepción.
—Claro, qué tonta soy… Perdona…
—No, lo siento. No quería ser borde.
—No pasa nada. Podemos… Podemos jugar a esa cosa… Esa Pley Estatión o como se llame —la chica se animó de nuevo—. ¡Sí, juguemos! ¡El otro día fue muy divertido!
—Mientras no se te vuelva a caer el mando… —Lovino recordó cómo, de la emoción, Isabel no fue capaz de sostener el mando y le atravesó las manos. El golpe que se llevó el pobre mando fue tan fuerte que por un momento pensó que se le había roto.
Isabel empezó a parlotear alegremente sobre la cantidad de cosas que le estaba mostrando y que nunca habría pensado que llegaría a ver. Casi le sorprendían más los cacharros que se utilizaban en la actualidad que la magia en sí y las historias de vampiros y hombres lobo de las que le hablaba Lovino.
Lovino sonrió y asintió, pero, al mirar de reojo vio que la camarera le observaba con extrañeza desde el interior de la tienda y se arremolinó en su asiento. Preguntándose por qué no sería capaz la gente de ver a Isabel.
Por qué no era capaz de tocarla, si ella había avanzado a pasos agigantados durante aquellas dos semanas.
Se observó las manos, maldiciéndolas en silencio. Si sólo pudiera tocarla…
«No te encariñes con ella» recordó que le había dicho Francis. ¿Y cómo se suponía que no debía encariñarse, maldita sea?
¡Además, si tan importante era el baile en su pasado, tocarla era indispensable! Debía conseguir bailar con ella para ayudarla a recordar.
Sí, eso haría. Eso intentaría.
La pregunta era cómo.
