Capítulo 1: Amor autoimpuesto, amor salvavidas

Se removió y abrió los párpados lentamente.

Una vez más, el sueño y los recuerdos jugaron en su contra. Una vez más se encontró desorientada, confundida y al principio, un tanto asustada por encontrarse con una cabellera color trigo en vez de una pelirroja. Pero la realidad la sacudió con brutal violencia, arrojando lejos los retazos de sueño y, provocándole un desasosiego en el pecho al que sin importar el tiempo que transcurriese, no terminaba de acostumbrarse. La nostalgia y el dolor pronto estrujaron su corazón, inundándole los ojos de lágrimas, ¿habría un día en que ya no llorase después de soñar con él?

Habían pasado años, y sin embargo seguía extrañándole, echaba en falta su risa, sus comentarios sardónicos, esa forma tan suya de fruncir el ceño, esas pecas que adoraba besar; todavía se estremecía ante la remembranza de sus caricias, de sus besos descendentes a lo largo de todo el cuello y por sus hombros. Extrañaba su calor, su límpida y franca mirada. ¿En qué momento se había vuelto oscura? ¿Cuándo había dejado de ser sincera? No lo sabía. El único indicio que había dado era esa rara manía de leer en sus ratos libres, pero nadie, ni siquiera ella, había husmeado en el interior de los libros, todo porque la cubierta rezaba títulos irrelevantes, asociados todos con la creación de nuevos artilugios de bromas. Y nada de eso era extraño, salvo el hecho de que él los leyera. Ese trabajo le solía quedar a George, pero como la muerte de su gemelo le había sentado tan mal, Hermione supuso que Ron sólo quería ayudar a su hermano.

Tal vez si hubiese abierto esos libros, o al menos hubiese husmeado por encima del hombro de su novio, se habría enterado que la cubierta estaba reemplazando a la original. Se habría percatado de lo siniestro de las palabras, y habría atajado el problema antes de que fuese demasiado tarde. Pero no lo había hecho. Porque confiaba en él, porque nunca pensó que pudiese inmiscuirse en ese tipo de cosas. ¡Nadie en su familia lo había sospechado, por Merlín! Ni siquiera su madre.

Oh, Molly. Se secó las lágrimas con rabia, porque todas aquellas imágenes del pasado le estaban retorciendo las entrañas y la hacían apretar las manos en puños. Molly, que siempre había demostrado un carácter fuerte, que había criado a sus hijos con infinito amor, que había inculcado valores en ellos. ¿Qué había sido de aquellos valores? ¿En qué instante habían abandonado al menor de los varones Weasley?

El muchacho a su lado se quejó y movió bajo las mantas, a lo que ella se apresuró en acariciarle una mejilla. A diferencia suya, él no estaba teniendo sueños alegres. ¿Y cómo tenerlos? Tal vez su ruptura amorosa no había sido tan espantosa como la que ella había sufrido, no obstante Harry cargaba con un sentimiento tan potente que lo había cambiado por completo. Un ácido que corroía despacio todo tu ser, que consumía, un veneno que era capaz de destruir a alguien en cuestión de días, o incluso, de minutos. Y era por eso que Hermione había acudido a su lado, era por eso y porque se lo debía, que había decidido aferrar su mano con fuerza.

Era por eso, también, que lo había acompañado hasta el exilio, era por eso que enredaba sus manos en su pelo algunas noches, afianzando sus piernas en torno a sus caderas; porque necesitaba anclarse a algo, necesitaba agarrarse a cualquier cosa para seguir viviendo, aunque fuese un amor autoimpuesto, aunque fuese un amor salvavidas. Y sabía que él pensaba lo mismo, sabía que el nombre que murmuraba en sueños no era el suyo, pero no le importaba. Los dos estaban destrozados, desamparados y reducidos a poco menos que magos disfrazados de muggles, necesitados de una razón para no apuntar sus varitas contra sus sienes y proclamar el hechizo mortal.

Lo vio entre abrir los ojos y sonrió, con la única intención de darle algo de confort, con la esperanza de que él hiciera lo mismo con su encogido corazón. Y aunque tardó unos segundos, al final sí le devolvió la sonrisa, besando la cara interna de su mano, suspirando como quien agradece haber dejado el infierno atrás. Ninguno de los dos dijo nada, sabedor del sufrimiento del otro; consolándose sólo con los ojos, con las manos dándose calor, con la esperanza de que sus congeladas almas se entibiasen. No hubo sexo de nuevo, a pesar de que sus cuerpos estaban desnudos, ese tipo de consuelo lo buscaban en situaciones diferentes. Ahora sólo necesitaban la presencia del otro, la certeza de que sin importar el qué, jamás se abandonarían. Porque a diferencia de sus antiguas parejas, esa era una promesa que no pensaban romper.

—Se te hará tarde —comentó ella en voz baja, temerosa de romper el ambiente de paz que habían creado a su alrededor.

—No lo hará —respondió él de vuelta, con la mirada perdida y el timbre empapado de desgano. Más que las ojeras bajo los párpados, su tono de voz era lo que denotaba su perpetuo cansancio, su apatía ante la vida, tatuada en su esencia por el sentimiento que lo torturaba desde aquella fatídica noche: la culpa.

—Voy a preparar el desayuno —anunció Hermione y se incorporó, dudando por unos segundos, pero dándole un beso en la mejilla al final—. Mientras, date un baño y vístete.

No esperó a oír su respuesta, la cual, de cualquier modo, siempre era la misma: el silencio. Pero si no se levantaba de la cama y lo obligaba a hacer lo mismo, sabía que se quedaría allí todo el día. Todavía recordaba esa época, luego de haberse recuperado de sus heridas, cómo él se había venido abajo. Hermione habría jurado que el que su vida pendiese de un hilo era lo único que había mantenido a Harry de pie, y que por eso, en cuanto ella pudo ir y venir, las fuerzas lo abandonaron.

Habían sido días grises, a veces desesperantes y otros, de desolación total. Harry dejó de comer, dejó de moverse, con la mirada fija en el techo, incapaz de intercambiar palabra con la castaña, decidido a que la vida hiciera el trabajo sucio que él no se atrevía a hacer a punta de varita. Su cuerpo se redujo a piel y huesos, sus ojos a dos piedras verdes, opacas, su cabello una maraña sucia, con barba de días y un hedor a muerte que aterrorizó a la joven bruja. Iba a morirse, de eso estaba segura, no importaba lo que hiciera o si lo ingresaba en cualquier hospital, Harry iba a dejarse morir.

Y una mañana, luego de mucho llorar y temblando de pies a cabeza, fue a verlo al hospital en el que estaba internado. Ya no había barba, su piel olía a limpio, seguramente lo habían bañado el día anterior; aun así, él seguía viéndose deplorable, no importaba cuánta dedicación pusiesen las enfermeras, la muerte estaba a punto de abrazar y estrangular al mago que alguna vez fue llamado «el niño que vivió».

Se acercó a la cama, con los ojos hinchados y rojos, pero brillantes por la determinación y la desesperación que la embargaban. Estaba decidida a poner todo su empeño en aquel plan, pero también, estaba convencida de que si fracasaba, se lanzaría un maleficio para ir a donde quiera que fuera Harry. No porque lo amase con locura, sino más bien, porque sin él, la soledad iba a volverla loca.

—¿Harry? —lo llamó con voz quebradiza. Se aclaró la garganta y lo intentó de nuevo, esta vez, con las manos sobre los hombros del joven—. Harry, mírame —él la ignoró, como cada vez que le hablaba, con las pupilas clavadas en un más allá, ese sitio que anhelaba, a fin de que aquel suplicio en el que se había convertido su vida lo dejase en paz—. ¡Harry Potter, mírame! —repitió con más fuerza, sus dedos apretando los huesudos hombros del mago—. ¡Sé que me escuchas, maldición, mírame! —lo sacudió, con su cara pegada a la de él, en busca de un resquicio de luz que le indicase que todavía había esperanza—. No puedes dejarme, ¿me oyes? ¡Tienes que volver, te prohíbo terminantemente que me abandones! —las lágrimas resbalaban por sus mejillas, las enfermeras no tardarían en llegar, y él continuaba en ese estado catatónico—. No puedes irte, yo… yo te acompañé cuando fuiste a buscar los horcruxes, ¿lo recuerdas? Ahora… ahora tienes que quedarte conmigo, ¡no puedes abandonarme! ¿Me oyes? ¡Te lo prohíbo! Vuelve… —hipó—. Te… te necesito…no te atrevas a dejarme…Harry…

Oyó las exclamaciones de las enfermeras a su espalda, y antes de que la arrancasen de su lado, lo besó. Lo hizo vertiendo en él toda la angustia, la impotencia y el dolor que la estaban ahogando, segura de que sería inútil, porque el cuerpo bajo ella no reaccionaba, y aunque tenía los ojos cerrados, estaba segura que las pupilas de Harry seguían sin inmutarse.

Entonces, él se movió. Sus labios se separaron un resquicio, mismo que ella aprovechó invadiendo su boca, retando a su lengua a hacerle frente a la vida, a las emociones. Lo sintió inhalar hondo, como quien sale de debajo del agua luego de mucho tiempo; pegó su cuerpo al suyo y sostuvo su nuca para mantenerlo cerca, disminuyendo la intensidad de su primera embestida poco a poco. Con cuidado se apartó de sus labios y pasó a besarle las mejillas, la frente y los párpados, sin querer retener las lágrimas que le corrían por la faz; Harry suspiró y tras días de no enfocar nada, detuvo su mirada en sus ojos, un acto tan simple pero tan significativo y esperanzador para Hermione.

—Quédate conmigo —repitió la castaña con la voz estrangulada.

—Lo haré —musitó él en un hilo de voz.

Hermione sacudió la cabeza y con un giro de varita, mantel y platos aterrizaron suavemente sobre la mesa. Después de aquello, se juró a sí misma que no permitiría que Harry se dejase caer de nuevo, aunque no pudiese levantarlo, al menos conseguiría mantenerlo a flote. En silencio, odió a Ron por todo lo que les había hecho, porque aunque su corazón seguía estremeciéndose por él, jamás le perdonaría el haber reducido a Harry a un cascarón vacío, por haber obligado a su hermana a escoger, pero en especial, por haber convertido el mundo mágico en lo que ahora era, un lugar en donde el valor, la amistad, la inteligencia y la bondad eran castigados con la pena de muerte.

Terminó de preparar el desayuno justo cuando Harry entraba en la cocina. Llevaba el cabello todavía húmedo, con algunas gotas oscureciendo su camisa. Así, despeinado y con algunos botones sin cerrar, el muchacho parecía más un niño indefenso, y Hermione no pudo más que sentir ternura por él, porque a pesar de todo lo que había vivido antaño, la vida apenas y le había dado un tiempo para ser feliz, arrebatándoselo a la menor oportunidad.

Desayunaron sin intercambiar muchas palabras, salvo las de rigor; desde que se habían exiliado del mundo mágico, Harry trabajaba como conductor de un taxi mientras que, Hermione era cajera de un supermercado. Él, un hechicero sagaz, obligado a pasar los días entre ventanillas y gente variopinta que poco se interesaba por su diario vivir. Y ella, una talentosa y brillante bruja, dedicada a lidiar con números y cuentas, ambos, queriendo, necesitando pasar desapercibidos para poder sobrevivir. Porque sin importar cuánta distancia interpusiesen entre ellos y Ron, sabían que si los encontraba, no les tendría compasión. Y aunque París estaba lo bastante atiborrado de gente, en ocasiones, no podían evitar ver a todas partes, nerviosos, temerosos de haber sido descubiertos.

—Voy a cambiarme —anunció Hermione y se levantó—, no tardes demasiado, o se te hará tarde.

Harry cabeceó y la bruja abandonó la habitación. Se materializó en el dormitorio que compartían, si bien podía caminar hasta allí, la casa era el único sitio donde podían realizar magia a sus anchas, e incluso la aparición parecía ser una magnífica y liberadora forma de expresar sus verdaderas naturalezas, mágicas y distintas a las del mundo que los rodeaba, un mundo al que pertenecían más por necesidad que por fascinación.

Hermione se quitó la bata y contempló su figura en el espejo. Cicatrices de distintos tamaños se extendían a lo largo de su piel, algunas cortas, otras más largas, aunque una en especial captaba irremediablemente su atención: perlada y gruesa, se extendía desde su hombro derecho hasta su cadera izquierda. La bruja todavía se preguntaba cómo es que el ataque no la había matado, cómo había aguantado ahí durante tanto tiempo, tirada en el suelo, con su sangre formando un charco y Harry batiéndose en duelo contra Ron, contra aquella maldita varita de Sauco que tiempo atrás, había despertado codicia en los ojos del pelirrojo. Pero en ese momento, ni Harry ni Hermione habían siquiera considerado que esa codicia pudiese crecer, mucho menos, que su gran amigo se atrevería a usar aquella varita contra ellos.

—Maldito seas cien veces, Ron Weasley —susurró con los ojos anegados en lágrimas, ya no de tristeza, sino de una profunda rabia—. Maldito seas.

Se dio un baño rápido y vistió su uniforme, Harry mientras tanto se aplicaba el ungüento que ocultaba su cicatriz a los demás. Pese a la distancia que los separaba de sus enemigos, debían tomar todas las precauciones posibles. Por eso mismo Hermione se había alaciado y cortado el cabello, con los ojos de un nuevo tono de gris, implantado gracias a unas lentillas. Harry, por su parte, se había teñido el cabello y había reemplazado sus gafas por lentes de contacto, además de mantener invisible su distintiva cicatriz.

—No es necesario que me esperes para cenar —comentó Harry mientras terminaba de abotonarse la camisa.

—Sabes que lo haré —le rebatió Hermione con un ademán despreocupado, aunque por dentro la revolución de sentimientos la mantenía al borde. Rodeó a Harry y se paró delante de él para acomodarle el cuello de la camisa, sus ojos recorrieron la faz demacrada, aparentando más años de los que tenía—. Oye, sé que no has tenido una noche excepcional, pero intenta sonreír un poco, ¿sí? Hazlo por mí.

Harry esbozó una media sonrisa y le besó el dorso de la mano.

—Que tengas un lindo día —dijo y se encaminó hacia la puerta.

—Harry… —él se volvió a mirarla, a punto de salir. Hermione mantuvo el silencio durante unos segundos, pendiente de sus reacciones, del dolor que hundía sus hombros y que a ella le estrujaba el corazón. Sin embargo sacó fuerzas de flaqueza, y con una calma que no sentía, le dijo—: recuerda que aun y con todo lo que hemos vivido, no se nos ha prohibido ser feliz.

El muchacho la contempló sin argumentar nada, Hermione tuvo la sensación de que quería decir algo, eso que llevaba tanto tiempo sin dejar escapar, pero se arrepintió. Por el contrario, soltó aire y sacudió la cabeza, antes de abandonar la estancia y después, la casa. La muchacha apoyó la espalda contra la pared y se llevó las manos al rostro, reteniendo un grito, reteniendo un llanto impotente por no poder hacer más, porque hasta a ella le costaba componer una sonrisa. Respiró hondo y tras tranquilizarse, agarró su bolso y se encaminó hacia su trabajo, dispuesta a enfrentar un día más con toda la entereza que era capaz de reunir.

Sí, Hermione Granger fue incapaz de detectar el cambio de Ron, jamás imaginó que le guardase tanto resentimiento a su mejor amigo, pero por encima de todo, lo que más le carcomía era el hecho de que Ron Weasley, el chico pecoso del que se había enamorado perdidamente, se convirtiese en el mago oscuro más temido de todos los tiempos.

Incluso, más temido que el difunto Lord Voldemort.