Recuerdo que Sherlock era tremendamente celoso de su intimidad y notaba hasta el más pequeño cambio que se hubiese podido producir en su habitación, por eso me extrañó tanto encontrar en la mesita del salón una carpeta de folios sembrados por su caótica caligrafía. No fue la carpeta lo que me llamó la atención, ya que era una en medio de todo un desordenado montón de papeles y libros, sino su título: Irene Adler. Un escalofrío me recorrió la espalda; aunque nunca me dejó participar ni me contó mucho sobre aquella mujer (ni a mí ni a ninguno de nuestros conocidos), yo sabía que el suyo fue uno de los casos más complejos a los que se había enfrentado Sherlock. Hasta ahora, solo sabía que sus efectos en mi amigo fueron devastadores.

Como decía, fueron tiempos oscuros durante los cuales Sherlock actuaba de forma extraña, muchas veces impropia de él. Quizá por eso escribió esto a mano y lo tuvo tanto tiempo escondido lejos del resto de apuntes: por lo que pude ver en un primer vistazo, era la investigación más privada que había llevado a cabo, la que solo podía conocer él, la que podría haber acabado con él y su reputación… Mientras pensaba esto sonreí amargamente: la señorita Adler podía no haber acabado con él, pero unos meses más tarde Jim Moriarty lo había conseguido. ¿Era esa la clave de por qué estaban allí los apuntes sobre Irene Adler? ¿Había alguna relación entre ella y Moriarty o solo era una coincidencia?

Aunque por un lado me sentí horrible por hacer lo que hice, por otro necesitaba satisfacer mi curiosidad, así que tomé la carpeta y la eché al fondo de la caja donde iba a guardar mis cosas para llevarlas a mi nuevo apartamento (por mucho que la señora Hudson insistiese, no era capaz de seguir en el viejo apartamento que habíamos compartido Sherlock y yo). Ahora, solo en la oscuridad de mi saloncito, me preparo para adentrarme en lo que parece ser la conciencia más íntima del gran Sherlock Holmes:

Irene Adler

El caso de Irene Adler ha sido, sin duda, el que más me ha afectado a lo largo de mi carrera. Me he enfrentado a ladrones, secuestradores, asesinos y todo tipo de psicópatas, y ninguno de ellos ha sido capaz de jugar conmigo como hizo Irene Adler. Me ha afectado hasta tal punto que, sin ser estrictamente un caso, voy a tratarlo como tal: yo mismo seré detective, cliente, víctima y quién sabe si culpable. No puedo confiar en nadie más para esta tarea, de modo que tendré que analizarme e investigarme a mí mismo.

La primera vez que vi a Irene Adler, ella formaba parte de la multitud expectante que rodeaba el escenario de un atropello con el resultado de un muerto y varios heridos. No era un caso de los más complicados; de hecho, unos minutos de observación en el interior del coche y un par de búsquedas en internet me bastaron. John se encontraba en la ambulancia ayudando a atender a los heridos y yo le explicaba a Lestrade lo que había ocurrido y dónde podían encontrar al conductor fugado cuando un rostro llamó mi atención al fondo de la multitud de morbosos: una mujer no muy alta, vestida con una blusa blanca, morena y con los ojos azules me observaba desde allí. Al principio pensé que había sido una ilusión óptica, pero al fijarme mejor comprobé que no: mientras otras personas se ponían de puntillas y alargaban el cuello para ver, ella me miraba fijamente, como si estuviésemos solos en la calle (lo cual he de reconocer que me intimidó y me atrajo a la vez). Al cruzarse nuestras miradas ella sonrió casi imperceptiblemente, pero yo me volví enseguida hacia Lestrade.

John y yo no tardamos mucho en irnos de allí. Yo ya había acabado mi trabajo, así que por mucho que Lestrade aún quisiese retenerme hasta que llegase el vehículo que debía llevarse el cadáver para asegurarse de que no quedaban pruebas por examinar, llamé a John y huimos entre la masa de gente que me llamaba y aplaudía. Cuando estábamos a punto de salir de la multitud, una mano se apoyó en mi brazo y a mi lado vi a la mujer de los ojos azules, sonriente ymucho más cerca de lo que me habría gustado. Vi a muy pocos centímetros de mí sus ojos azules y su amable sonrisa y el viento hizo que uno de sus bucles oscuros me rozase. (Debería controlarme, mantenerme serio y objetivo al describirla.) En los pocos segundos (para mí demasiado largos) que mantuvimos contacto visual, sentí que me ardía la garganta y se me congelaban las manos. Una vez la dejé atrás, esa sensación desapareció dejando un leve residuo que en aquel momento no supe interpretar, pero que poco a poco se fue haciendo más evidente e insoportable.

—Sherlock, ¿estás bien? —Me preguntó John al llegar a casa— Llevas mucho rato sin hablar; eso es raro en ti justo después de haber resuelto un caso.

—Estoy pensando —respondí extrañado desde mi habitación; lo cierto era que no iba pensando en nada, pero entonces no le di demasiada importancia, yo mismo creía que estaba pensando en algo importante-. Además, aún no está terminado el caso, todavía tienen que encontrar al dueño del coche y quizá haya algo más detrás, así que es posible que me vuelvan a llamar.

Supuse que John iba a contestar algo, pero en ese momento llamaron a la puerta y se acercó a abrir.

— ¿El señor Holmes? —oí que preguntaba la mujer que había al otro lado.

—Ahora sale, señorita. ¿Y usted? Pase y siéntese, ahora la atenderemos

—Esto es para él —dijo ella lacónicamente.

Después de eso, oí la puerta al cerrarse y John se volvió hacia mí desconcertado, dándole vueltas a un pequeño sobre de papel de color grisáceo. Yo crucé el salón a zancadas y me asomé a la ventana justo a tiempo de ver a una mujer, pelirroja y vestida con ropa discreta pero de aspecto caro, montar en el asiento del conductor de un coche negro brillante e impoluto. Cuando abrió la puerta, me pareció ver a su lado un brazo envuelto en una manga de seda blanca que me resultó familiar.

—Dame lo que te ha dado —ordené a John—. Dámelo; te ha dicho que es para mí.

John puso el sobre en mi mano y yo volví a encerrarme en mi cuarto sin hacer caso al parloteo de mi compañero, que intentaba convencerme de que quería saber qué había en el sobre, si era un nuevo caso… Antes de sacar el contenido, examiné el sobre: el papel era suave y fino, del estilo de los que se usan para las invitaciones a bodas y eventos de ese tipo, y sin adornos grabados. Aprecié restos de un fuerte perfume femenino que no supe identificar. La tarjeta que había dentro era de un material diferente, algo más grueso y rígido que el del sobre, pero del mismo color gris perla. También olía al mismo perfume. Estaba escrita a mano con tinta negra.

El mensaje era: "Está invitado a cenar la noche que usted quiera en Bohemia, mi casa. Irene Adler". Así que se llamaba Irene... de repente ese nombre me sonaba como una melodía. Leí una y otra vez esas palabras hasta aprendérmelas. Me avergüenza reconocer, incluso para mí mismo, que ahora me doy cuenta de que me repetía aquella frase imaginando cómo sería la voz de Irene. Incluso llegué a plantearme seriamente ir esa misma noche a la cena, hasta que John entró en mi cuarto y me sacó de la ensoñación. Solo entonces caí en la cuenta de la estupidez con la que me estaba comportando: no conocía a esa mujer, no sabía la dirección de su casa, solo la había visto. Era una mujer muy guapa, eso sin duda, pero eso no era una razón válida para justificar mi comportamiento. Aún me cuesta no caer en esa sensación…

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Me acuerdo de aquel día, cuando se vieron por primera vez, a la mujer pelirroja que me entregó el sobre y me dejó plantado en la puerta sin decir "hola" ni "adiós", la repentina actitud distraída de Sherlock…

Al acabar las dos primeras páginas de la carpeta, me di cuenta de lo tarde que era, así que dejé el resto para el día siguiente. Estaba absorto leyendo. No me podía imaginar a Sherlock en ese estado. De alguna manera me hacía gracia leer las dudas de mi amigo, su sorpresa al verse pensando aquellas cosas; obviamente, Sherlock se había sentido muy atraído por Irene Adler, pero lo que para cualquier otra persona es algo normal, para él era todo un mundo de misterio y comportamientos primitivos e inexplicables. Si no hubiese sido porque sabía cómo continuaron las cosas, probablemente me habría divertido más leyendo las divagaciones de mi difunto amigo sobre lo extraño que le resultaba sentirse atraído por una mujer por primera vez en su vida.