Octavian nunca ha amado de forma bonita. Ni sana. Ni tierna.
Ama como lo hace alguien que mata porque sí y sin culpa alguna. Ama con sonrisas sibilinas, miradas ambivalentes y comentarios ponzoñosos siseados para herir. Ama de la única forma que conoce. Ama como solo puede hacerlo alguien roto que, además, desea romper. Desgarrar. Dañar. Ama odiando, a él, al mundo, a Cupido y a Nico di Angelo.
Ama maldiciendo, porque es gratis y le relaja incluso más que el cigarro. Ama como fuma, también: para jugar con la muerte. Porque eso es lo que hace con Nico, Nico, su Nico, ambos juegan y casi se creen el cuento de que va en serio.
Beso, mordisco, gemido, insulto. Una mano por aquí, otra mano por allá, Octavian ya no recuerda que quiere ser pretor y Nico olvida a su hermana muerta. Uno besa, el otro muerde, ambos gimen. Luego se insultan. Está mal, saben que está mal. ¿Pero importa, realmente importa? Igual puede que mueran mañana, da igual. Todo da igual. Todo excepto la mano de Nico en su cadera, su espalda contra la puerta que olvidaron cerrar con seguro y los labios de Octavian siendo repartidos por todo el camino desde la clavícula del hijo de Hades hasta el lóbulo de su oreja.
Entonces se miran. Azul y negro chocan, azul y negro, negro y azul, tinieblas y cielo y hay un algo, un no sé qué que les atraviesa. El cabello rubio de Octavian se siente suave cuando Nico lo acaricia, y de un momento a otro están besándose de esa otra forma en la que a veces lo hacen, muy distinta a la mayoría, menos agresiva, menos como si fuesen un asesino y la muerte jugando sin pensar en quién perderá primero. Más como si fuese amor, amor de verdad.
Octavian nunca ha amado de forma bonita, ni sana, ni tierna. Pero con Nico di Angelo hace, algunas –muy pocas− veces, una pequeña excepción.
