A pesar de estar acostumbrado a él, a Milo nunca le había gustado el calor. Llegado el verano, soportar la ardiente armadura de oro sobre sus hombros se volvía un peso ante el cual, si bien lo aceptaba con gusto por el amor a su Diosa, a veces acababa rindiéndose y doblegándose a su mal humor. En ocasiones así estaba sumamente agradecido de contar con la amistad de Camus de Acuario, quien de tanto en tanto aceptaba refrescar un poco el dorado metal con algo de hielo seco o una brisa fresca contra su rostro, o hasta del santo dorado de Virgo, que en algún punto de su existencia había tratado de enseñarle una manera sumamente efectiva para lidiar con cualquier tipo de molestia física que amenazara con quebrantar la tranquilidad de su semblante. Pero de todos modos, Milo odiaba tanto el calor como a cualquiera de los enemigos de su Diosa y juraba- pese a que jamás expresaría esto en voz alta so pena de cometer blasfemia- que algún día, de algún modo, terminaría arrancándose las vestimentas doradas y escaparía a todo correr hacia el mar sin mirar atrás. Sin importarle nada más. El día en que eso ocurriera, sin embargo, aún se encontraba bastante lejano.