1.Preludio.
Ya no recuerdo el color de la nieve, no recuerdo su olor, ni su sabor, ni siquiera su tacto y mucho menos, su calor.
Era un día caluroso de verano, allí donde los haya, era el día perfecto para salir y disfrutar de un buen té frío con unos amigos o, si lo prefieres, y si posees un paladar más "mundano" y maduro, podrías disfrutar de un gran vaso de whisky on the rocks acompañado de mucho hielo, mientras recibes un buen baño de sol, como si fueras un pedazo de bacón puesto en una gigantesca barbacoa.
Yo, por mi parte, era incapaz de disfrutar de estos placeres, pues me hallaba confinada en un paraje salvaje. El lugar donde me hallaba, se encontraba en medio de una nada blanca, llena de viejos árboles negros, que parecían estar más muertos que vivos, a causa de ese pútrido color que te hacía pensar en el fuego. Si te acercabas, podrías sentir la vida dentro de aquellos magníficos ejemplares, pero tomar su corteza te demostraba lo equivocado que estabas, pues esta se convertiría en cenizas al mínimo roce con tus dedos; y estas cenizas se convertían en los malos augurios que el Dios Apolo mancilló tras la muerte de su ser amado. En medio de tanta podredumbre, un pequeño brote trataba de florecer en aquella tierra muerta. Su color eclipsaba a ese hermoso y monótono paisaje, ese tinte esmeralda me hacía recordar tiempos pasados. Tomé entre mis manos ese pequeño brote, llevándome también parte de aquel gélido manto blanco. Estaba helado y muerto, como todo lo que me rodeaba, ¿era esta la nieve que yo tanto había añorado? De serlo así, podría decir que su tacto era etéreo y gélido, sin sentimiento alguno, su color era el inverosímil blanco níveo, no olía a nada, tampoco sabía a nada y mucho menos poseía calor alguno, ese calor que ni siquiera yo recordaba haber obtenido.
La nieve comenzó a deslizarse entre mis dedos, como si fuera el mismo tiempo. Esa nieve no era blanca, sino roja, como la sangre que fluye por los cuerpos cálidos, los cuerpos vivos. Cerré el puño con fuerza, destrozando así parte del pequeño brote. Este comenzó a perder su hermoso color esmeralda, tomando un color negro pútrido, idéntico al de aquellos viejos y gigantescos árboles. Solté la nieve, dejé que el brote se precipitase contra aquella muerta tierra. Mis manos estaban completamente ensangrentadas; la sangre era negra. Avancé varios pasos hacia un enorme árbol, el árbol madre, el árbol de la cordura. Me tumbé cerca de la base de aquel árbol. Sus ramas eran enormemente largas y gruesas pero no tenían ni una sola hoja. Sus raíces eran muy profundas, muchas de ellas podrían llegar al centro de la tierra e incluso algunas, sobresalían de la propia tierra, formando gigantescos arcos naturales. Este gran árbol era el que, por excelencia, estaba más muerto y más podrido. Puede que hasta su "corazón" también lo estuviera, puede que yo incluso lo estuviera. Me volteé y me quedé observando uno de esos arcos -aún hoy en día me fascinaban-. Dejé mi oreja hundida bajo la nieve, dejando que poco a poco se fuera congelando. Cerré mis ojos vaciando mi mente, sentí paz y tranquilidad, una paz que añoraba. De repente, empecé a oír pasos, fuertes pisadas, que se acercaban hacía mí a gran velocidad. No hice caso a aquel individuo, aquel ser que se acerca hasta mí, iba subido a lomos de un caballo negro con ojos rojos como el carmín. El animal llevaba sobre su lomo a un hombre que llevaba una armadura negra. En la zona de los hombros de aquella armadura, tenía varias protuberancias, similares a las agujas. El casco tenía una leve abertura que apenas te dejaba discernir los ojos de aquel caballero. En la parte de arriba de aquel casco llevaba algo similar a las plumas y de color rojo carmín, igual que los ojos de su montura. El hombre bajó de su hermoso corcel y con paso firme se acerco hasta mí; hizo una reverencia hundiendo una de sus rodillas en aquel paraje muerto. Yo me erguí para ver al joven hombre que alteró mi paz. Tomó mi mano con delicadeza y se quitó el casco dejándome ver al individuo que portaba semejante indumentaria. Era un joven muy apuesto, de ojos esmeralda, con tez color café, labios carnosos y sensuales que cualquier mujer desearía poder catar; su pelo era del color de la madera de aquellos árboles, negro, era un hermoso negro. Jamás pensé que ese color pudiera ser tan hermoso. Acercó sus labios a mi mano y el joven pereció al hacerlo. Todo lo vivo moría al tocarme o incluso degustarme. El cuerpo del joven cayó sobre la blanca nieve. Su piel color café era mil veces más hermosa que la de aquella nieve. Toqué su rostro, pero su cuerpo se convirtió en cristal y este en nada. El cuerpo desapareció entre mis dedos, me senté sobre la nieve y noté mi rostro húmedo. Estaba llorando, hacía mucho que no lo hacía. Me llevé las manos a la cabeza y grité, grité con todas mis fuerzas, pero mi voz se perdía en el olvido. Siempre sería así, solo un mal recuerdo de mi pasado; esto era mi castigo. Oí un fuerte golpe metálico y una voz que me llamaba. Hoy terminaba aquí mi castigo; era hora de "despertar".
