Las luces de la cada vez más putrefacta calle Fleet casi se habían extinguido cuando Nellie Lovett llegó a la tienda cargada con dos pesadas bolsas de carne. Tras dejarlas en la desgastada mesa del establecimiento, cogió una botella de ginebra y un vasito de cristal y se dejó caer en el viejo sillón de su tío-abuelo Albert. Sonó un crujido, pero la pastelera no lo oyó puesto que en esos momentos emitió un largo y fatigado suspiro.
Hoy no prepararía más empanadas, estaba cansada y le dolía el cuello. Además, seguramente nadie iría a comprar mañana, los clientes no eran tan constantes y había mejores panaderías, como la de la señora Mooney. Se echó ginebra en el vaso y bebió un trago.
Un gato negro se detuvo frente a la tienda y miró a la mujer abriendo por completo dos grandes ojos verdes. Eran lo único que se distinguía en la oscuridad. La panadera lo vio y sorbió otro trago de ginebra.
-Vete. Si quieres comida, aquí no la obtendrás –dijo la mujer con tono cansado-. En la tienda de Mooney puedes comer hasta hartarte.
Inesperadamente, el gato dio media vuelta y corrió a toda velocidad en dirección a la calle continua. En esa zona estaba la tienda de la señora Mooney.
-Luego
probablemente te despelleje, te cocine y meta trozos de tu carne en
sabrosas masas de empanada –dijo Lovett cuando el felino hubo
desaparecido- Entonces la vieja se forrará una vez más y me lo
restregará por la cara–bostezó-. Quizás no debí dejarte huir.
La
panadera rió amargamente.
-Cada vez estás peor Nellie –se dijo a sí misma-. Y eso que hoy apenas has bebido.
Había vaciado el segundo vaso cuando se percató de que un par de personas habían entrado a la ominosa calle. Uno de los dos era mujer, puesto que llevaba vestido y un escote -enorme, según la pastelera-. De la segunda persona no cabía duda de que era un hombre; era más alto, corpulento y no llevaba vestido. Cuando pasarón justo enfrente del establecimiento, la figura del hombre aminoró un poco el paso y alzó la mano para saludar a la panadera. Nellie Lovett vaciló un momento y le devolvió el saludo. Ninguno de los dos podía verse las caras debido a la oscuridad.
-Vamos Benjamin –le apremió la mujer acompañ que antes del anochecer ya estaríamos en casa y a este paso no llegaremos ni al alba.
El hombre aceleró el paso y cogió a la mujer por el hombro. Ésta soltó una risita que puso nerviosa a la pastelera. Cuando hubieron desaparecido de la calle, Lovett se llevó la mano a la cabeza y se preguntó quién sería aquel hombre.
