Judas en Navidad

Albert Wesker & Claire Redfield

Capítulo I: Las monedas de Judas

You are right, I'll move on
But my lungs feel so small
I couldn't breathe if I tried
I lay my head on the floor
My beating heart wanting more
But I'll keep it in and keep you out

Hungry for the kill, but this hunger, it isn't you
Voices disappear when you are speaking, in somber tunes
I will be the wolf and when you're starving, you'll need it too
Hungry for the kill, but this hunger, it isn't you
It isn't you, it isn't

"Hunger" by Of Monsters and Men

Descargo de responsabilidad: Ninguno de los personajes de Resident Evil me pertenece. Y estoy a punto de destruir toda la realidad que Capcom construyó así que... no creo que ellos estarían muy felices conmigo.

Nota de la autora: Siempre he tenido ganas de plantear este AU. No lo había hecho porque lo tengo reservado para una historia larga como Cuerpo cautivo. Sin embargo, pensé que darles un vistazo de mi idea en este concurso navideño no haría ningún daño. Además de que después de terminar CC estoy planeando darme un respiro del fandom de Resident Evil. Todavía no lo sé.

A todos nos gusta la idea de Albert Wesker como el oscuro villano, pero vamos a darle una vuelta. Él conservará sus poderes (o los adquirirá), pero estará del otro lado de la balanza.

Dedicatoria: Este fic tiene una dedicatoria especial para las buenas Frozenheart7, y Polatrixu, por el apoyo, las risas y las vibras positivas.

Resumen: Él, Albert Wesker, un Judas que renunció a sus 30 monedas de plata. Ella, Claire Redfield, una risueña mentira, una mujer con belleza en sus cicatrices. El universo los premia con una noche de baile ajeno al tiempo y las limitaciones, antes de la Nochebuena. Después, la destrucción de Raccoon City y la traición de Barry Burton.

….

Un factor diminuto puede alterar el rumbo de los universos de sentido; una acción, una palabra, un silencio comprado de más. Modificar un factor significa que las variables involucradas sufrirán alteraciones que pueden ser diminutas o cataclísmicas. El aleteo de la mariposa puede conducir al viajero a la libertad o, con una pizca de mala suerte, al abismo.

El laboratorio era un sepulcro. La calma aparente se quebraba en los sonidos burbujeantes de los tubos de criogenización, el tintineo electrónico de las computadoras y el motorizado temblor de los refrigeradores. Era la habitación del juicio final; la isla sin retorno; el último nivel de una mansión de infierno que había sido diseñada para destruirlos sin formular preguntas.

De las entrañas de las montañas Arklay brotaba ese cuento de fatalidad; una tumba gigante que amenazaba con devorar a cada uno de los miembros del Servicio Especial de Tácticas y Rescate de Raccoon City. Chris y Wesker tenían que darse prisa o se unirían a la lista de víctimas de aquella noche de tragedia. Los dos hombres que investigaban el núcleo de esa casa de experimentos para obtener lo necesario y derrocar a un imperio eran conscientes de que su reloj se quedaba sin granos de arena, pero huir con las manos vacías nunca fue una opción; nada sencillo dada la presión de estar a merced de un número desconocido de criaturas devora carne. Wesker tecleaba acelerado en la computadora maestra mientras Chris observaba con nerviosismo al adefesio contenido en uno de los inmensos tubos de líquido verde amarillo.

— ¡Vaya!, con que en verdad los conejos cayeron en la trampa —. Wesker y Chris escucharon la vociferación rasposa, antes amable, proveniente del fondo del laboratorio.

— ¡Barry! —exclamó Chris Redfield admirado. Creyó que el padre de familia había perecido en la trampa de picos, pero contra todo pronóstico, sobrevivió. El mayor de los Redfield giró a encarar al recién llegado, quien ya apuntaba su pistola magnum en dirección de sus dos presas. Wesker continuaba atendiendo a la pantalla del sistema informático de Umbrella, dispuesto a descargar las pruebas requeridas para demostrar la culpabilidad de las cabezas de la farmaceútica. Nada iba a impedirlo, ni siquiera la presencia de ese indeseable infiltrado.

—Lo dices con tal sorpresa, ¿acaso esperabas a alguien más?

—Así que… todo este tiempo… —. Chris no podía creerlo. La palabra absorto poco podía explicar la emoción que gobernaba su cuerpo entero. Cuando Burton le insinuó la posibilidad de que hubiera un traidor al interior del escuadrón, jamás pensó en el sujeto de chaleco rojo con el que había compartido tantas cervezas y noches de borrachera. Primero sospechó del misterioso y huraño capitán de policía quien desaparecía constantemente de la estación para "atender asuntos oficiales", se quedaba hasta altas horas de la madrugada en la estación y difícilmente aceptaba una invitación a comer después del trabajo en compañía de sus subordinados. Era frívolo, distante y asumía actitudes inhumanas con frecuencia, como renegando de sus emociones. Sospechar de él era sencillo. Sin embargo, cuando el líder del escuadrón apareció hablando con sinceridad, diciendo que eligió fungir de doble agente a pesar de haber nacido en la cuna de Umbrella, y abrió esa coraza tan firmemente construida a lo largo de los años, Chris empezó a confiar otra vez.

—Sí, fui yo —dijo Burton con actitud casual. Wesker dejó de teclear para enfrentar al que en un tiempo fue su subordinado. No dejó que su rostro estoico revelara la desagradable sensación a la bilis que comenzó a escalar por su garganta y apretó discretamente la pistola en el costado de su cinturón. Había descargado la información en un disco duro portable, pero cualquier movimiento en falso alertaría a Barry Burton, quien no dudaría en accionar el arma.

—Barry, debí imaginarlo, Umbrella necesitaba alguien lo suficientemente estúpido como para tragarse sus porquerías —señaló el capitán de los STARS con ira. Barry balanceaba su peso entre ambos pies mientras una sonrisa de sorna adornaba sus labios. El rubio de gafas negras nunca lo habría admitido, pero comenzó a preocuparse por su integridad y la del cabeza hueca impulsivo de Chris, quien fácilmente caía en las provocaciones y engaños; si no se moderaba, terminaría con un pedazo de plomo entre ceja y oreja.

—El punto aquí es que… logré engañarlos —dijo el hombre regordete de cabellos pelirrojos. A lo largo de su estancia dentro del escuadrón de élite había colocado gran ahínco en proyectar la imagen de un padre de familia vulnerable, divertido y despreocupado—. Por supuesto, quién sospecharía del papá cuarentón, bonachón empalagoso, teniendo enfrente al frívolo capitán hijo de puta que se niega a rendirle cuentas a sus superiores.

—Eres un bastardo —señaló el joven Redfield, de pronto nervioso por el arma y las muchas ventajas que tenía Barry Burton sobre ellos; la posición, los secretos, el factor sorpresivo. El traidor se aproximó a una distancia de dos o tres brazos de sus enemigos.

— ¿Yo? Por favor, Redfield, no seas hipócrita. Confiabas tan poco en él como el resto del escuadrón. Dudaste, y no sólo eso, hasta hace unas horas creías ciegamente que era Wesker quien nos había vendido a Umbrella.

El rostro del rubio se tensó ante la afirmación. No era ninguna noticia que él permitió a esas sospechas crecer, pero incluso así era duro escuchar que sus colegas, con quienes había compartido largas horas de entrenamiento y consejos repletos de experiencia, pusieron en tela de juicio su inocencia. Sabía que había sido un jefe duro, sí, pero jamás injusto.

—La cosa es que el capitán, quien efectivamente aparece en el padrón y fue entrenado desde muy joven dentro de la farmaceútica, sufrió una… desviación, ¿no es así, jefe? Eso de estar en contacto con otros seres humanos, luego de una infancia de aislamiento como producto de un experimento de muy alto nivel, no le sentó nada bien. Aunque personalmente nunca creí que odiara tanto a la empresa a quien le debe la vida como para convertirse en un maldito espía. ¿Por qué darle la espalda a la grandeza? ¿Por qué renunciar al esfuerzo de una vida de convertirte en algo más que un simple mortal?, ¿tan solo por un montón de ineptos románticos de la justicia?

El rubio de gafas negras se cuadró; sus hombros tensos demostraban el desagrado que le perforaba los huesos porque esa era exactamente la conversación incómoda que no deseaba sostener con nadie. Mientras el traidor continuaba su monólogo, Wesker intentó deslizar el disco duro al interior de una de las múltiples bolsas del pantalón de su subordinado, pero se detuvo al notar que Barry lo perforaba con la mirada; en sus orbes estaba grabado rencor suficiente como para torturarlo hasta la muerte.

Las pruebas debían abandonar esa mansión, de una u otra manera. Sólo necesitaba hallar el momento preciso.

—Es… muy estúpido, ¿sabes? Que estés dispuesto a morir junto a ellos en esta mansión podrida, cuando pudiste obtener poder, riqueza, reconocimiento… de la mano de Umbrella —mencionó Barry Burton en una tonalidad de verdadera intriga, sin dejar de amenazarlos con su pistola.

—Esos científicos, incluido William Birkin, acabarán con la humanidad antes de encontrar la forma de vida perfecta, porque ni siquiera comprenden lo que significa perfección —intervino el líder del equipo Alfa, su voz profunda rebotando encima de las paredes metálicas. A pesar de la firmeza con que vocalizaba, en el fondo dudaba haber tomado la decisión más racional al inclinar su balanza por un escuadrón condenado a la perdición desde hacía meses. Muchos días discutió consigo mismo, delante de una botella de whiskey borbón, acerca del lugar donde radicaban sus lealtades; la batalla siempre resultó igual de esteril, sangrienta y dolorosa. Al final, y debía aceptarlo por muy humillante que le pareciera, apostó lo que tenía por el lado perdedor no por temor a las recompensas de convertirse en un señor de oscuridad, sino por la debilidad humana que los científicos de Umbrella no pudieron extirpar de su ser, a pesar de haberlo concebido al interior de una probeta. Antes de saberlo, las ambiciones de Wesker habían cambiado de naturaleza, y de pronto convertirse en un militar de excelencia pareció una meta más satisfactoria que seguir jugando a ser Dios; torturando organismos vivos, alterando la biología a placer (o a costa de millones de dólares), vendiendo poblaciones enteras y sometiéndolas bajo su creciente tiranía.

Quizá fue una desgracia toparse con esas personas; Valentine, Chambers, Vickers y demás. El aprender a abrirse, a ser humano pese a sus atrofias emocionales, evitó que Umbrella le confiara la misión de liquidar con crueldad a los pupilos a los que entrenó. Si no hubiera convivido lo suficiente como para convertirse en alguien respetado, admirado y querido dentro de ese equipo… probablemente no se habría tentado el corazón para aniquilarlos cual insectos. Sin embargo, para su fortuna o su pronta desgracia, se acostumbró al café matutino que le llevaba Jill Valentine a la comodidad de su oficina todas las mañanas; a los regaños de Rebecca, una niña de dieciocho años con más valor del que ella misma aceptaba poseer, acerca de los cuidados de su salud y la imprudencia a la que debía sus heridas; a las madrugadas en el campo de tiro con Chris, y las noches de naipes con los muchachos, en las cuales se aseguraba de nunca perder. Aunado a eso, y quizá como razón principal, al acercarse las fechas cruciales en el calendario de desarrollos de Umbrella, se percató que tanto Marcus, como Spencer y por supuesto su compañero Birkin, estaban destinados a incinerarse en sus locuras y miserias; sin duda iban a explotar, desprovistos de racionamiento, convertidos en las criaturas a las que no dudaron vender su alma. Y él no estaba dispuesto a perecer tan penosamente como ellos y ser recordado para la eternidad como un criminal.

El capitán del equipo vio a Barry aplastar el mango de su arma. El de chaleco rojo estaba allí para concluir cobardemente lo que unas mandíbulas bañadas en sangre no pudieron. Wesker rogó que Valentine y Chambers dieran pronto con su ubicación y flanquearan al multihomicida por la espalda porque, de no ser así, sus minutos estaban contados.

—Es una suerte que renunciaras a tan inmenso poder; jamás lo mereciste. Y me alegro de haberme percatado a tiempo de que eras un maldito traidor. Por eso alenté al mando de Umbrella para darte un castigo apropiado… A ti y a esos perdedores. No tienes de qué preocuparte; ninguno de ellos volverá a ver la luz del día y la información proporcionada al combatir a nuestros especímenes será sumamente útil en un futuro no muy lejano.

Albert Wesker supo entonces que era poco probable que saliera vivo de la situación, pero no permitió que el miedo se le filtrara por los poros; enseguida liberó una carcajada amarga recordando las promesas rotas y el vacío que conllevaba ser un científico falto de ética. Barry Burton desconocía del espiral infinito, el abismo lúgubre de avaricia y pesadumbre en el que estaba introduciéndose sin la menor posibilidad de retorno. En el rostro de su interlocutor se dibujó una mueca de incomprensión y desagrado.

— ¿Qué es tan gracioso, Albert? —preguntó Barry poniendo énfasis en el nombre de pila.

—Nada que puedas comprender, Barry; tu ignorancia no te permitirá ver que eres un títere hasta que sea muy tarde; tan sólo eres una insignificante cabeza más en la hydra de Umbrella. Tarde o temprano, caerás, y otro imbécil tomará tu lugar.

El comentario no le hizo la mínima gracia a Burton, porque abarcaba sus temores más fuertes y profundos, por más que tratara de disimularlos. Si algo hacía bien ese rubio malnacido era detectar las debilidades y amedrentar mediante el discurso; jactarse de ser más inteligente, hábil y superior a los demás. Pero eso iba a terminarse ahora.

—Tú serás el primero de los dos en morir. Un paso adelante, capitán —. Y la mención del título fue sin respeto.

El de lentes negros obedeció. De inmediato, el cachorro temerario e idiota que estaba a su lado saltó intentando adelantarse un paso más que él. Típico de un Redfield: estúpido heroísmo innecesario. Igual iban a matarlo, pero a su debido tiempo, y quizá estaba guardando el peor de los decesos para él, quien había demostrado mayor crecimiento en habilidad y fuerza durante su entrenamiento. La cabeza de Rebecca Chamber no era un trofeo tan significativo como lo era la del mejor francotirador del escuadrón. El ver a ese muchacho, idiota y veinteañero, dispuesto a sacrificarse por un hombre a quien había considerado culpable hasta dos horas atrás, lo irritó de sobremanera.

—No hagas esto, Barry, piensa en tus hijas.

—Ellas siguen el camino marcado por su padre.

—Baja el arma y hablaremos. Aún podemos detener esta locura. Nadie más tiene que morir —. Al tiempo que Chris Redfield trataba de disuadir al hombre de barba y bigote también desplazaba en pequeños tramos sus pies y estiraba sus brazos abiertos y hacia adelante en forma de escudo humano.

—No metas tus narices en esto, Redfield. Por una vez en tu vida sigue una orden y aléjate —dijo Wesker. En un movimiento rápido tomó la parte alta del brazo de Chris y tiró de él, haciéndolo retroceder.

— ¿Debería conmoverme? Fingen detestarse, pero están dispuestos a morir el uno por el otro. Discúlpenme, pero no traje mis pañuelos, y no tengo minutos disponibles para charlar—. Un movimiento rápido de su brazo completo y no titubeó al disparar. El estruendo de la pólvora, el calor y la sangre esparcieron la vida un hombre a través del suelo.

— ¡No! —. Fue el alarido único liberado por los labios curtidos de Chris Redfield.

No pensó que fuera cierto el mito de que una persona ve su vida pasar frente a sus ojos a la hora de su muerte. Y en realidad, no era cierto por completo. Era una certeza a medias, como muchas otras existentes a lo largo de la vida humana. Vio imágenes distintas, pero no enteras; olores, sabores, emociones; luz y sombra; risas, palabras, gritos; instantes específicos aglomerados en un fractal desordenado del que, a pesar de su esfuerzo, no obtenía información suficiente para procesar. Ese caos reinó en su cerebro aturdido por el dolor y la falta de oxígeno hasta que una cabellera roja apareció como un tintineo vivo de radiante fuego; esa magnífica parte de cuerpo, sin duda femenino, se convirtió en una sonrisa de cereza e instantes después en un par de ojos de mar báltico que lo abrazaban en su tentadora profundidad. Era la niña Redfield; tenía que ser ella el único gozo que se llevaría al otro lado. Escuchó su risa, sus reclamos, sus berrinches; la vio bailar como en aquella fiesta de Navidad, a la luz de un ciento de focos multicolor donde la ropa le olía a ponche y la voz le temblaba de frío; sintió el perfume de jazmín hacerle cosquillas en la nariz, y luego, contempló cómo caminaba radiante lejos de su alcance, para siempre.

El caliente líquido carmín resbaló desde la mitad del abdomen de Albert Wesker, muy próximo al centro de su cuerpo. El polizonte intentó contener la hemorragia con la mano derecha y mantenerse erguido por orgullo, pero sus piernas cedieron y muy pronto perdió el control de sus extremidades, tanto superiores como inferiores. La sangre entonce se dispersó, manchando su camisa, chaleco negro y el suelo hasta rozar las botas de Chris. En el suelo se mantuvo consciente, perdiendo poco a poco la noción de realidad. Chris hizo el amago de acercarse y socorrerlo, mas Barry recurrió de nuevo a la autoridad del fusil y no le permitió agacharse a la altura del malherido.

—Detente, Chris. Antes dame el disco duro. Está en la bolsa de su pantalón —indicó el hombre de Umbrella con cierto nerviosismo; destruir la mansión era la principal prioridad, no sin antes, por supuesto, dejar al Tyrant libre como recompensa a los esfuerzos de los STARS. El mayor Redfield no tuvo otra opción más que acceder a entregarle la memoria; Wesker se desangraba en el piso y la amenaza del plomo continuaba sobre su cabeza.

El joven le lanzó lo que pedía y de inmediato puso manos a la obra para intentar salvar la vida del capitán de su escuadrón. El sangrado era prominente; debía estar provocándole paulatina pérdida de la función pulmonar, disminución de la presión sanguínea, latidos irregulares. Detrás de los lentes parecía tener los ojos abiertos, pero era incapaz de pronunciar palabra a raíz del shock.

Albert Wesker recuerda las luces del techo cegándolo e, irónicamente, a la muerte apareciendo lentamente en las cornisas de sus ojos, apoderándose despacio, como no queriendo, de su campo de visión; rememora la sensación de ahogo, la urgencia de decirle a Chris que mate a ese infeliz apenas tenga oportunidad y que, aunque seguramente Barry lo dejará en paz por el momento, debía salir con vida de ese purgatorio de almas y denunciar lo ocurrido; recapitula, día a día, la paulatina pérdida de sensibilidad, la agonía quemante, la tortura imparable que fue masacrando sus músculos y su capacidad de movimiento; recuerda y tiene impregnada la huella acústica de esos alaridos de "Quédese conmigo", "Capitán, capitán, necesito que me ayude", "No puede morirse, Jill y Claire… no van a perdonarme". No obstante, el resto no lo recuerda; es simple y llana oscuridad.

Barry pasó por encima de ese lecho de muerte para llegar al computador central. Despertó al tirano sin miramientos y abandonó esa habitación, sellando así la suerte de Chris Redfield… y la propia, como una larga carrera del gato y el ratón.