Disclaimer: Xena le pertenece a Pacific Renaissance Pictures Ltd y a sus dueños Robert Tapert y Sam Raimi y a las mentes creativas que le dieron vida a la serie.

Eso y francamente si fuera mía, ¿creen que estaría aquí? Q' va estaría con Ares, en algunas actividades recreativas que no mencionare XD

Notas: Pues bien, comienzo y digo que yo ubico este chunche en el Medievo. No digo mucho porque pretendo decirlo a lo largo de la historia.

La trama va a contener violencia, violencia y más violencia con una pizca de cosas pornográficas. No, seriamente, yo espero que cuando lo ponga luzcan decentes.

Eso y yo ya avise, de todos modos el rating no engaña yo me lavo las manos a ese respecto, pero conozco a las mentes malas y perversas, después de todo yo tengo una x-x

De todo corazón gracias a los que leen, yo arranco y me disculpo por la gran cantidad de chunches ortográficos que aún no domino.

J.H.

I.

Su llegada a Potaidea había sido sin lugar a dudas un viento de alivio, su familia conformada por cuatro personas había huido de la incesante guerra que acechaba a su pueblo, no era una tarea sencilla mantener a dos niñas en el campo de batalla, sus padres lo sabían perfectamente y lo corroboraron cuando la mayor de sus hijas estuvo a punto de ser asesinada.

Aquella noche de vigilia, él había sido llamado a permanecer en el puesto hasta que el jefe enviase un sustituto, para asegurarse que los prisioneros de guerra no intentaran escapar, el sustituto nunca llego. El cansancio acumulado le nublaba los sentidos, cuando despertó, la mayor de sus hijas, Gabrielle, estaba en el suelo con uno de los cautivos sosteniendo una daga sobre su cuello. Con un nudo en la garganta, Herodoto se lanzo sobre el hombre, la furia lo segó, cuando la sangre brinco sobre sus manos, la daga que sostenía ya estaba en el cuello del cautivo. Cuando lo soltó, tomo a su hija en un abrazo desesperado, no importaba la razón por la que estaba ahí, su pequeña estaba bien, las lágrimas corriendo libremente por su rostro eran prueba fehaciente de ello.

Herodoto no era un guerrero, era un hombre tan solo acostumbrado al trabajo de la tierra como si hubiese nacido predestinado a ello. Las armas solo las tomo ante la escasez de hombres en su pequeña aldea. Así que cuando tomaron lo poco que poseían y se establecieron en Potaidea, la opresión en su pecho que lo había perseguido desde el momento en que las brillantes esmeraldas de su primogénita lo miraron por primera vez, repentinamente desapareció para ser reemplazado por la apacible tranquilidad que la comodidad otorga.

Sin embargo su llegado no fue más sencilla, paso mucho tiempo antes de que su establecimiento fuera aceptado, no sin las naturales reservas por parte el señor del feudo.

Tuvieron que entregar lo poco que les quedaba de sí mismos y de sus posesiones; al mismo tiempo que aceptar el duro trabajo de la tierra. Que exigía una dedicación perpetua si se pretendía obtener una cosecha decente.

Hecuba y Herodoto nunca habrían aceptado la atadura que rozaba la esclavitud en otras circunstancias, no estaba en sus almas, pero sus hijas lo eran todo para ellos.

Con el paso de los años su estadía en Potaidea, se volvió, lo más natural que habían hecho en toda su vida.

Su matrimonio que ni en sus primeros años se caracterizo por la avasallante pasión, en los últimos años había adquirido una renovada vitalidad que Herodoto solo podía atribuirle a la comodidad de su nuevo entorno; los juegos y las risas amorosas que solo habían resonado en sus almas en apartados instantes, resonaban con fulgor prolongado en su vida en Potaidea.

Así mismo sus hijas crecían felices y sanas; e inexplicablemente para él, a una velocidad tan acelerada que lo único que en su pequeño paraíso él podía temer, era el tener que dejarlas ir más pronto de lo que esperaba.

Y repentinamente cuando Gabrielle entro con la respiración agitada y los ojos brillantes dando brincos por la pequeña habitación, el nudo en la garganta que había desaparecido años atrás, apareció nuevamente con renovada fortaleza.


Aquel verano Gabrielle cumpliría años, y su inquietud por aprender no hacía más que aumentar. En la aldea corrían rumores de que la esposa del señor estaba buscando doncella, un puesto al que cualquier jovencita aspiraba por el simple hecho de la comodidad que consigo traía. Gabrielle lo deseaba porque sabía que tendría las puertas abiertas a conocimientos vedados al común de la población.

Así que aquella primera mañana de sus 16 años, se puso su mejor vestido, se calzo y se perfumo con los mejor que los pequeños lujos de su sencilla vida le permitían.

Estaba decidida, se presentaría en la casa de la señora y le haría saber sus deseos.

Cuando atravesó el comedor a toda velocidad su madre la miró inquisitivamente, su padre hizo una mueca extraña que lo hacía lucir más viejo y su hermana simplemente siguió jugando con la vieja muñeca, que le había heredado hace pocos veranos. Cuando atravesó el portal lo único que pudo percibir lejanamente fue un eco de la voz de su padre gritando "seguramente ha conocido a algún mozalbete de esos que abundan aquí". La risa nerviosa de su madre que siguió el comentario se quedaría con ella tan solo unos momentos.

Corrió, sonriente por los caminos encharcados, no se detuvo ni siquiera cuando noto escándalo en el bar que estaba a unas calles de su casa y mucho menos le dedico un segundo pensamiento a las brillantes turquesas que por un instante le dedicaron una mirada llena de satisfacción a pesar de las fuertes manos que la apresaban.

Aquella mañana sus pies corrieron libres hacía el futuro que tanto deseaba.

La casa que el Señor poseía en las orillas de la aldea, era usada en ocasiones especiales por la Señora cuando buscaba doncella, era una costumbre que la mujer había adquirido al escuchar las continuas quejas de su esposo sobre montones de chiquillas rondando el castillo y estorbando sobre sus diversas obligaciones; la realidad es que la mujer había aprendido a tener bajo estricta vigilancia la elección de su personal, era una mujer sumamente celosa.

Su marido, ya antes había demostrado su facilidad para manosear a cuanta jovencita agradable pasaba ante sus ojos. Ella por lo tanto castigaba gravemente al personal que osaba deshonrarla de tal manera.

Para la tarea de elegir a su doncella, destinaba una casa situada a las orillas de la ciudad. El lugar era tres veces más grande que el de su familia, y cuando la señora lo abandonaba usualmente ahí se recibían a las visitas importantes que ocasionalmente caían en Potaidea. El resto del tiempo la casa solo era habitada por un escaso personal que se dedicaba a su limpieza.

Cuando Gabrielle la joven se detuvo solo lo hizo frente a la puerta de la Señora, aliso nerviosamente su vestido, respiro hondo y justo cuando se preparaba para tocar a la puerta un hombre robusto apareció frente a ella y la miró con curiosidad.

La joven conocía al hombre por algunos problemas en los que se había visto envuelta, cosas de niños que repentinamente se hacen demasiado grandes para ocultarse. No así a Berna, su presencia ahí no tenía ninguna ventaja sobre la mujer. El temblor en sus manos se debía principalmente a lo desconocido, que era para ella, lo que le esperaba dentro de la casa.

-Gabrielle, ¿qué es lo que haces aquí? ¿No deberías estar ayudando a tus padres con la cosecha? –Atelius era el señor en Potadeia, él y su esposa Berna eran muy respetados por los aldeanos pues a pesar de su acostumbrado mal humor y las diversas mañas, eran buenas personas o eso era lo que decían por las calles.

Lo visible para todos era la pacífica aldea y su constante crecimiento. Por lo demás los señores podían asesinarse el uno al otro y la única pregunta que quedaría en el aire sería, ¿quién tomara su lugar?

Atelius, la miró con expresión aburrida.

-Ehh…verá, vengo porque…quisiera…quisiera hablar con su esposa, yo… – Gabrielle estaba francamente aterrada a pesar de que nunca había tenido razón para temer a Atelius. Cuando las palabras dejaron sus labios se arrepintió de inmediato por su brusquedad.

-En otro tiempo tu poco tacto te habría costado la vida, pequeña, pasa, le diré a Berna que estas aquí y que vienes a verla – El hombre se hizo a un lado instando a la muchacha a pasar.

-Yo no creo que sea apropiado, mi señor, yo… – dijo inclinando la cabeza concentrándose en la tierra bajos sus pies. De pronto recordando los rumores, sobre el señor y sus aventuras.

Atelius gruño exasperado y sin la más mínima consideración halo a la chiquilla dentro de la casa, camino a grandes zancadas por la habitación con su pequeño brazo entre sus grandes manazas y sin ganas de mayor presentación la puso frente a su esposa que en aquellos momentos estaba gritando a un escuálido chiquillo que Gabrielle supuso sería Perdicas, el hijo de ambos.

Gabrielle hizo lo único que le pareció adecuado en la situación, sonreir.

Atelius le dedico una mirada de reproche a su hijo y sin más lo tomo del brazo como hace unos momentos la había agarrado a ella y ambos salieron de la habitación sin la más mínima presentación, la niña trago saliva y volvió su mirada a sus desgastadas zapatillas.

Berna reposaba con aire alterado sobre una vieja silla junto a la chimenea. Su delgada figura repentinamente lucía más amenazante que en el momento en que entraron Atelius y ella.

-¿Es que vas a quedarte ahí como muda todo el día? No me interesa perder mi tiempo, niña, habla supongo que si mi esposo te ha dejado aquí es porque tu asunto es conmigo. Dime tu nombre y tus razones – espetó la mujer.

-Bueno, yo…yo soy Ga…Gabrielle y…en la aldea dicen que usted está buscando una doncella y yo quisiera… - antes de que Gabrielle dijera algo más, Berna ya se había levantado de la silla y le había alzado el rostro para examinarlo, las largas uñas de sus dedos podían sentirse sobre su piel amenazantes.

Gabrielle consciente del desafío impregnado en los ojos de la mujer se armo de valor y le sostuvo la mirada; Berna sonrío y volvió a sentarse.

-Eres la única que ha tenido el valor de presentarse aquí, el resto me ha abordado mientras paseo con mi esposo. Eso me gusta, por otro lado no tienes la más mínima presencia para estar aquí, luces como cualquier otra chiquilla inútil y estoy segura que no sabes hacer nada, yo no necesito una niña más a la que reprender ni a la que enseñarle todo, con mi propio hijo ya tengo suficiente…- El sonido de su pequeña nube al disiparse hizo un eco profundo en su mente, ella no necesitaba que nadie la tratara como si ella fuera una cría, ella trabajaba todos los días, ella podía aprender, ella… - ¡Yo no soy una niña, si me da la oportunidad se lo demostrare! Yo sé leer y estoy aprendiendo a escribir, sé que puedo serle muy útil si me da la oportunidad…– sus palabras atropelladas retumbaron en la pequeña habitación, el rostro afilado de Berna de inmediato se puso rígido, Gabrielle deseo con toda su alma haberse quedado callada.

-Vaya que interesante… - repentinamente, Berna se quedo en silencio, saboreando las palabras en la punta de su lengua - está bien, voy a darte una oportunidad, pero quiero recordarte que si me causas problemas me desharé de ti sin la más mínima duda. Así que no hace falta que me quede aquí más tiempo, al anochecer partiré y por tu bien más vale que estés aquí con tus pertenencias, no estoy dispuesta a esperar ni un momento más, me repugna permanecer en este lugar más tiempo del necesario – Sin decir nada mas Berna alzo su delgada figura y le dedico a Gabrielle una mueca de exasperación que la rubia interpretó como su señal de salida, rápidamente asintió y salió corriendo de la habitación con el corazón latiendo salvajemente dentro de su pecho. No podía creer su suerte.

Al llegar a la puerta se detuvo un momento al notar a la misma mujer del bar tendida en el suelo, bajo la mirada inquisidora de Atelius, cuando el señor la noto, hizo una señal a Perdicas que se hallaba a un lado de él para que la escoltara a la salida. Sea lo que sea que había ocurrido con aquella mujer era un asunto que Atelius no consideraba oportuno que ella supiera, Gabrielle siguió a Perdicas sin mediar palabra.

Perdicas era un chiquillo en el proceso de convertirse en un hombre, su escualidez estaba cediendo paso un cuerpo tendiente a ensancharse, Gabrielle siempre lo había mirado desde lejos cabalgando un pequeño pony negro justo detrás de su padre, y en aquel momento que tenía la oportunidad de estudiarlo de cerca la joven no encontró nada diferente, siempre había pensado que los hijos de noble lucirían distintos, quizá que poseerían un aura diferente, especial, se había equivocado. Perdicas era tan común que no le producía el más mínimo interés.

-Quieres dejar de mirarme como si tuviera tres brazos – Gabrielle se sobresalto, la voz de Perdicas había sonado acusadora. Ambos se detuvieron justo a unos pasos de la casa donde se perdía de vista cualquier movimiento en el interior.

-Bueno, tan solo me preguntaba porque tus padres estaban reprendiéndote hace un momento – dijo esperando disuadir al niño de hablar con ella sacando a la luz la riña que había tenido con sus padres.

-Eso no es de tu incumbencia y no estoy interesado en que lo sepas… de cualquier manera, ¿Cómo es que te llamas? – preguntó brucamente.

Gabrielle odiaba cuando le hablaban en ese tono de superioridad, podía soportarlo de los padres de él, pero de un niño tan simple, que parecía tener su edad, se sentía completamente ridículo.

-Eso no es de tu incumbencia y la verdad es que no estoy interesada en que lo sepas – soltó la muchacha con una sonrisa de autosuficiencia y acto seguido echo a correr por el sendero hacía su casa.

Perdicas sintió su corazón brincar, estaba completamente sonrojado.