Capítulo I

André ya estaba más que harto de andar lloriqueando por los rincones como una maldita Magdalena.

Los cambios de humor y los frecuentes rechazos de Oscar lo tenían enfermo de desesperación y angustia. Sin contar que tenía los nervios destrozados.

Aquel día de abril, se levantó al alba para cubrir su guardia, observó con cierta dificultad la silueta de su propio reflejo en el vidrio de la ventana y se prometió a sí mismo que ya no más. No más lamentos, no más autocompasión. Tal vez nunca dejara de amarla pero, con suerte, ese sentimiento se aplacaría un poco o en el mejor de los casos, se transformaría en un cariño reposado y fraterno. Había dado hasta un ojo por ella y a cambio, sólo había recibido desprecios.

Al terminar la jornada, Alain y otros planificaron ir a beber y pasar un buen rato. Para asombro de todos, André, quien también estaba de franco esa noche, se sumó al panorama con entusiasmo.

Aquella noche bebieron como cosacos, a ratos riendo, a ratos peleando sólo para botar energías, y terminaron flirteando con las prostitutas y meseras de la taberna, cuyas carcajadas reverberaban en la cabeza de André aún a la mañana siguiente.

Al repasar lo sucedido, él se dio cuenta que se sentía más liviano y más feliz. Definitivamente debía repetirlo y comenzó a salir con los muchachos todas las veces.

En una de aquellas parrandas, conoció a Francine, una joven que servía en el mesón de la taberna que frecuentaban.

Era muy similar a Oscar, alta y rubia, aunque más rubicunda y de carácter despreocupado y jovial. Luego de muchas visitas, copas y conversación, terminaron en la cama y aún en las nebulosas de la embriaguez y el placer, André se descubrió buscando a Oscar en cada gemido y textura de la piel de Francine, aunque fuera echando mano al recuerdo de aquella fatídica noche en que le arrebató un beso y sus cuerpos cayeron indisolubles sobre la cama. Después del sexo, Francine se había quedado dormida y André se odiaba en silencio mientras escrutaba las sombras en la pared. Estaba consciente de sus defectos pero siempre se había considerado un hombre íntegro, que actuaba con y según la verdad.

A pesar de ello, la soledad y el desaliento lo llevaron a seguir con la muchacha del bar y ella siempre lo esperaba con toda la ilusión de quien comienza a enamorarse. André sabía que estaba jugando con fuego pero no podía evitarlo. Era su forma de cobrarse con la vida por tanto sufrimiento. Sentía que si todo el amor que tenía dentro no lo expresaba de alguna forma, tarde o temprano reventaría y si Oscar no quería disfrutar de ese amor, bien podía usufructuar de él cualquier otra.

Una nublada mañana, Francine llegó al cuartel a ver a André. Alain, entre risas y empujones, le dio permiso de suspender las prácticas e ir a verla. Ella esperaba en el patio luciendo el que parecía ser su mejor vestido y con un canasto de fruta en sus manos.

¡André! – gritó ella corriendo a sus brazos y casi botando el contenido del canasto. Luego le dio un largo beso en los labios y puso en sus manos el obsequio – te traje esto, hay suficiente para que lo compartas con algunos de tus amigos – concluyó ella con una risita.

G...gracias, Francine, no debiste molestarte – dijo él algo incómodo, sin saber por qué. Francine lo abrazó y lo volvió a besar y él se dejó llevar por la sensación. Luego permanecieron un momento abrazados, hablando de todo y de nada.

En ese instante, ingresó al patio Oscar a caballo. Se veía muy triste y cual no sería su sorpresa y su desazón al ver a André con Francine a su lado o, más bien, colgada de él. Sintió que le faltaba la respiración por unos segundos. Parecía ayer cuando él presionó los labios contra los suyos y rasgó su camisa en busca de lo que ella siempre le había negado.

La joven rubia deslizó sus dedos por el torso de André y le dijo algo al oído, lo que hizo que él soltara una carcajada, moviendo su cabeza hacia atrás con soltura. Parecían una pareja profundamente enamorada, Oscar podía percibir una complicidad exquisita en los gestos y las miradas que se prodigaban mutuamente.

André se percató de su presencia pero ella ya había espoleado a César para salir de ahí y sus miradas sólo se cruzaron brevemente, lo suficiente para que él notara las lágrimas en los ojos de la siempre fría comandante.

Oscar nunca pensó que aquella visión le dolería tanto. Instintivamente, se llevó una mano al pecho, como si con ello pudiera calmar los latidos desbocados de su corazón y contener las lágrimas que comenzaban a nublarle la vista. Enseguida se limpió los ojos, gesto que no pasó desapercibido para Alain, quien la observaba desde la puerta con una sonrisa socarrona.

¿Habéis visto, Comandante? Nunca había visto a André tan feliz, ¿no opináis lo mismo?

Oscar desmontó y pasó por el lado de su subordinado sin articular palabra, ignorando el comentario y con una expresión de dolor que hizo a Alain arrepentirse de lo dicho segundos antes.

Hacía ya algunas semanas que se sentía extremadamente cansada, a veces sufría episodios de tos que últimamente la hacían escupir sangre y se sentía continuamente afiebrada. Esa mañana había ido a visitar al Doctor Lassone quien le confirmó lo peor: tuberculosis. Ahora, al ver a André, quiso que la enfermedad se agravara pronto y terminara con todas sus miserias de una maldita vez.

Un par de meses antes, se había dado cuenta del giro de sus sentimientos hacia su amigo de la infancia pero no se atrevía a expresárselo por lo estúpidamente avergonzada que se sentía luego de haber sido ella misma quien lo mandó a volar. Ahora él había encontrado a otra y no tenía derecho alguno de reprochárselo. Se dirigió a su despacho decidida a trabajar hasta el embrutecimiento por el resto del día.

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Alain se sentía culpable. Vio dolor en los ojos de aquella aparentemente dura mujer y se dio cuenta de que sus palabras sólo habían servido para poner sal en la herida. Odiaba la forma en que Oscar trataba a André y aunque en un comienzo sintió sólo antipatía por ella, aprendió a respetarla y llegó a desear con sinceridad que las cosas funcionaran entre ella y su amigo.

Se dirigió al despacho de Oscar con intenciones de disculparse por su actitud. Tocó a la puerta un par de veces y al no recibir respuesta, entró. La vio de pie, con una mano apoyada en el muro y la otra, tratando de sofocar un fuerte ataque de tos. Al acercarse, vio el guante de Oscar manchado de sangre y sin poder evitarlo, la tomó por la muñeca y la miró interrogativamente.

Comandante... – comenzó a decir.

En ese momento, ella, con una fuerza inusitada, lo tomó por las solapas y lo arrinconó contra la muralla, sus ojos desorbitados por el esfuerzo y la ira.

No le digas una palabra a nadie, ¿Me oíste? ¡A NADIE! – le gritó con voz ronca. Luego, dándose cuenta de lo desmesurado de su reacción, lo dejó ir. Alain estaba mudo, jamás la había visto así, parecía un energúmeno, casi poseída - Perdóname – repuso luego ella con voz débil.

No, Comandante, perdóneme usted a mí – contestó Alain mientras se acomodaba la chaqueta – No debí entrar a su despacho sin avisarle – y luego de un instante de incómodo silencio, preguntó: ¿André lo sabe?

No, y tampoco me interesa que lo sepa. Como bien me lo hiciste ver, está comenzando a ser feliz y no tengo derecho a estropeárselo.

Pero Oscar, – repuso él acercándose y tratándola con la familiaridad que usaba cuando estaban a solas – debes confiar en alguien, no puedes pasar por esto sola...

Me basta con confiar en tu discreción, Alain. Del resto me encargo yo. Sólo te pido que hagas lo que esté a tu alcance para... para que la relación de André con esa joven prospere. Ahora déjame sola, por favor – pidió ella volviéndose hacia la ventana, desde donde veía a Francine diciendo adiós a André con la mano mientras se alejaba hacia la reja de salida.

Como ordenéis, Comandante – dijo Alain retirándose pero antes de llegar a la puerta, se volvió y le dijo: Comandante, si hay algo que pueda hacer por vos, no dudéis en decírmelo.

Gracias, Alain – contestó ella con la voz quebrada.

Mientras caminaba hacia el patio, Alain repasaba lo sucedido. Se sentía amarrado de manos. Por una parte, toda la antipatía y animadversión que le quedaban hacia aquella mujer soldado no digamos que habían desaparecido pero sí habían disminuido al verla en ese estado de salud y de ánimo. Algún tiempo atrás comenzó a sospechar que Oscar correspondía a los sentimientos de André y las palabras por ella pronunciadas se lo confirmaron. Sabía que ella lo necesitaba más que nunca y que con solo revelar la verdad, lograría que André terminara su jueguito con la chica del bar y corriera a los brazos de la mujer que siempre había amado. Por otra parte, Oscar lo había obligado a callar y nada podía hacer.

Aquella tarde, Oscar llegó a casa agotada. La Nana, siempre solícita, la recibió afectuosamente.

Hija mía, te ves tan cansada...

No es nada, Nana, no te preocupes – contestó Oscar con una sonrisa que pretendía ser despreocupada pero que daba la impresión de lo contrario.

Niña, ¿a qué hora quieres la cena?

No te preocupes, Nana, no tengo hambre, no quiero comer nada, gracias – contestó Oscar subiendo las escaleras y evitando más preguntas que no tenía intenciones de contestar. Sentía el calor de la fiebre atormentando su cerebro y palpitándole en las sienes. Se preguntó cuánto faltaría para que todo acabara. Al pasar por una de las habitaciones cuya puerta estaba entreabierta, escuchó casualmente una conversación entre dos camareras acerca del gato perdido de una de ellas:

"...lo estuve llamando e incluso le dejé en la puerta de la cocina un plato con restos de asado pero al día siguiente lo encontré intacto..."

Mmm...Tal vez estaba enfermo – sugirió la otra – tu sabes que los gatos enfermos prefieren morir lejos de sus amos para no hacerlos sufrir..."

Estas simples palabras, tuvieron el efecto de una revelación para Oscar. Estaba consciente que en poco tiempo no le sería posible disimular su enfermedad. Imaginó a su familia angustiándose por la muerte inminente y a su amado André que quizás abandonaría a la mujer rubia para acompañarla en este trance. Entonces, decidió que no permitiría que nada de esto sucediera.

A la mañana siguiente, se dirigió a Versalles y solicitó audiencia con la Reina. Como siempre, le fue concedida de inmediato. María Antonieta se encontraba conversando con Fersen en esos momentos y ambos se volvieron a saludarla con afecto cuando ingresó al salón. Sin embargo, una sombra cruzó la mirada del Conde sueco, quizás el recuerdo de aquel último y doloroso encuentro cuando se dijeron adiós para siempre. Lo que el Conde no sabía es que para Oscar, aquel recuerdo había quedado sepultado bajo los sentimientos que ahora albergaba por André.

Oscar se inclinó ante la Reina pero María Antonieta se acercó apresuradamente y, tomándola por los hombros, la obligó a levantarse.

Nada de formalismos mientras estamos a solas, recuerda que somos amigas, Lady Oscar – señaló. La hizo sentarse a su lado y el conde, sintiendo que Oscar no comenzaría a hablar sino hasta estar a solas con la Reina, se excusó y salió por una de las puertas laterales.

María Antonieta observó la pronunciada palidez de la comandante y leyó en su mirada que algo grave le sucedía.

¿Qué os aflige, querida amiga? – preguntó la reina tomando maternalmente las manos de Oscar en las suyas.

Alteza, yo... – Oscar bajó la vista – yo debo retirarme del ejército y necesito que vos aprobéis mi renuncia.

María Antonieta quedó perpleja, hubiera esperado cualquier cosa pero jamás una noticia de ese género.

Por Dios, Oscar, sé que has tenido dificultades al mando del Regimiento B y bien sabes que puedo transferirte a otro regimiento o si lo que deseas es un ascenso, también puedo arreglarlo, te debo mucho y es lo mínimo que puedo hacer...

Majestad, no se trata de eso – la interrumpió Oscar – Mis condiciones actuales de salud no me permiten seguir llevando el estilo de vida de un soldado. Además del riesgo de contagio que pronto significaré para todos los que me rodean, incluyendo vos...

Los ojos de María Antonieta se llenaron de lágrimas y apretó aún más las manos de Oscar, como quien aprieta un puñado de arena que igual se escurrirá entre los dedos. Por discreción, no se atrevió a preguntar la enfermedad que padecía pero supuso que era una de las tantas que hacían sus víctimas en las clases privilegiadas y en las no tanto.

Si es así, Oscar, sólo me resta acceder a vuestra solicitud – concluyó después de un tenso silencio – pero debéis mantenerme al tanto de vuestro estado, ¿lo prometéis?

Trataré, Majestad. Debo viajar y no estoy segura si volveré. Quiero agradeceros por todo lo que habéis hecho por mí y lamento las molestias que os pude haber causado.

Nada de eso, mi querida Oscar. Ahora – dijo limpiándose una lágrima –, debéis concentraros sólo en vuestra recuperación y volver a mi lado pues os estaré esperando.

Oscar se inclinó, besó la mano de la Reina y salió cerrando la puerta tras de sí. María Antonieta, entonces, dio rienda suelta a toda su tristeza, pensando en Oscar y en la posibilidad de perderla para siempre.

La comandante caminaba por el pasillo desierto cuando sintió una voz familiar.

¡Oscar, esperad! – ella volteó para hallarse nuevamente frente a Fersen, como en aquel día lejano.

Oscar, lo lamento pero no pude evitar escuchar vuestra conversación con la Reina – señaló, avergonzado - ¿A dónde iréis?

No pretendo que nadie lo sepa, Fersen.

¿Irá André con vos? – insistió él.

Como debisteis haber escuchado, soy un riesgo de contagio para los que me rodean y a quien menos deseo perjudicar es a André.

Fersen se aproximó a ella y, para su sorpresa, la abrazó.

Oscar, ya te dije una vez que siempre fuisteis y seréis mi mejor amiga y no quisiera dejarte sola, por favor permíteme ayudarte.

Oscar no dijo nada pues nuevamente estaba sollozando, esta vez e brazos de Fersen, su antiguo amor, su amigo, el que evocaba tantas tristezas pero también tantas alegrías e ilusiones del pasado. Fersen la sentía tan vulnerable en sus brazos que su corazón se llenó de ternura. Sin embargo, Oscar rápidamente recuperó la compostura, se limpió las lágrimas y se separó de él.

Perdóname, Fersen. Te lo agradezco de corazón pero esto es algo que debo enfrentar sola. Ahora debo irme, adiós.

¡Pero Oscar, no te vayas! – gritó él mientras ella se alejaba corriendo por el pasillo y se fundía como una sombra en la luz del mediodía.

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André y Alain patrullaban por París. Algunas personas les gritaban insultos y otros se acercaban a pedirles algo de comida. Algunos de ellos parecían verdaderos espíritus a punto de desvanecerse por el hambre y el abandono. Ambos soldados sólo apretaban los puños pero normalmente André desembolsaba algún dinero o compraba pan para dar a los mendigos. Esa tarde decidió compartir con Alain lo que le atormentaba y su amigo lo escuchó con atención, como siempre. Le habló de la dulce y sensual Francine que se daba por entero cada vez que iba a visitarla, le dijo que había tratado seriamente de enamorarse de ella pero Oscar parecía estar grabada a fuego en su corazón y en consecuencia, se sentía culpable y un miserable por ilusionar a la muchacha.

Bueno, amigo, con todo lo que me cuentas, creo que sólo te queda terminar con ella.

Alain, voy a destrozarla.

Es un riesgo que debes correr. La próxima vez que quieras extirpar a la Comandante de tu corazón, búscate una prostituta. Te dan el mismo placer y sin involucrarse.

¡No estoy bromeando, Alain! Además ayer Oscar nos vio en el patio y por lo que leí en sus ojos, creo que tal vez podríamos tener una oportunidad...

"Tienes más de una oportunidad pero sería mejor que te apuraras", pensó Alain.

También lo creo, André – afirmó – pero insisto en que debes terminar con la muchacha de la taberna cuanto antes. Cambiando de tema, ¿Cómo va tu ojo?

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Luego de salir de Versalles, Oscar se dirigió a las barracas para hablar con el Coronel Dagout. Le informó de su dimisión y también le pidió que de manera extraordinaria, no se organizara ninguna revista de despedida sino que fuera él quien comunicara la noticia a los soldados. Sabía que era una salida cobarde pero no deseaba dar explicaciones a sus subalternos y menos, a André. Después se dirigió con sigilo a las habitaciones de los soldados y buscó el camastro de André, reconocible por el rosario de la Nana que colgaba de un costado. Levantó el colchón y allí estaba, el gastado diario de vida de su amigo de infancia. Mientras tocaba la gastada tapa de cuero, sintió una extraña paz al pensar que cuando ella no estuviera, aquella mujer cuidaría del corazón y el cuerpo de André, le daría hijos y apoyo.

Le costó resistir la tentación de darle una leída al diario pero haciendo acoplo de voluntad, lo abrió sin mirarlo, se quitó el crucifijo que llevaba al cuello desde que podía recordar y lo dejó dentro del cuaderno. Depositó un beso en él, lo devolvió a su lugar y salió para no volver.

De vuelta en la Mansión, evadió a la Nana y a otros sirvientes y se encerró en su habitación a preparar el equipaje. En sus alforjas de campaña, puso una muda de ropa, pluma, papel, un frasco de tinta y su violín. También guardó su pistola y su espada, sólo en caso de necesitarlas. Luego se quitó el uniforme y lo sustituyó por una sencilla tenida de viaje, más propia de un modesto burgués que de un noble. Se escabulló a los establos y después de ensillar ella misma a César, partió al galope sin mirar atrás.

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Esa noche, André aprovechó su permiso para visitar nuevamente a Francine. Había repasado su discurso una y mil veces, ajustando una palabra aquí y otra allá, en un vano intento por terminar con ella sin romperle el corazón.

Ella apareció como siempre, sonriente y bien dispuesta para el amor y André la siguió a los cuartos interiores. Antes de darse cuenta, la joven se frotaba contra él, lamiéndole el cuello y tocándolo donde ella sabía que lo excitaba. Tardó unos momentos en darse cuenta de que algo andaba mal y lo interrogó:

¿Qué sucede, André?

Francine... – André la tomó por los hombros y la hizo sentarse junto a él en la cama – Debo hablar contigo de algo importante.

¿De qué se trata? – preguntó ella, con el rostro muy serio.

Francine, yo...yo estaba profundamente enamorado de otra mujer y cuando te conocí, creí haberme enamorado nuevamente pero no fue así y...no me parece justo seguirte ilusionando con algo que no llegará a funcionar... – Ya. Lo había dicho. Una sensación de alivio invadió sus miembros.

Francine se puso de pie, dándole la espalda. El silencio entre ambos comenzaba a prolongarse cuando ella se volteó con los ojos llameantes de furia.

¿Así es que se acabó el juego, André Grandier? ¿Gozaste de mí lo suficiente y ahora quieres volver con la otra?

No, Francine, por favor, no quise decir eso...

¡CÁLLATE! No quiero escuchar una palabra más de ti. ¡¿Cómo pudiste hacerme esto?! ¿Acaso imaginaste que soy como las prostitutas de la taberna donde trabajo? Pensé que eras diferente pero me equivoqué y te advierto que esto no se va a quedar así. Ningún hombre se ha burlado jamás de mí y tú no serás el primero, ¿me oyes?

André se levantó e hizo amago de tocarla pero ella lo repelió como a la peste.

Sal de aquí – ordenó ella con voz firme y cargada de rabia. André tomó su chaqueta y salió en silencio, agradeciendo que fuera ella quién terminara la discusión. Sabía que sin importar lo que dijera, la humillación y la rabia de la joven no disminuirían.

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Al día siguiente, André cumplió con su turno y después se dirigió corriendo al despacho de Oscar, el cual estaba vacío. Algunos pocos papeles firmados sobre el escritorio, el tintero cerrado, el armario sin las ropas de Oscar que siempre estaban allí. Sintió el pecho apretado, tenía un mal presentimiento. Salió al patio buscando al Coronel Dagout pero en eso Francois le dijo que había que formarse pues iban a pasar revista y hacia allá se dirigieron.

Para desconcierto general, el Coronel Dagout los esperaba, solo. En un breve y escueto discurso les informó de la repentina dimisión del Comandante Jarjayes debido a problemas personales y del próximo arribo de un nuevo comandante.

Cuando se disolvió la formación, André corrió donde el Coronel a preguntarle.

Lo siento, soldado Grandier. Sólo sé que tuvo que renunciar de manera intempestiva pero no se me informaron las razones – Fue todo lo que obtuvo por respuesta. Sin embargo, Dagout si lo sabía pues su mujer había fallecido de tuberculosis recientemente y para él, los signos en Oscar eran claros pero también decidió callar por discreción.

André estaba desolado. Pidió un permiso especial para llevarle dinero a su abuela y se dirigió rápidamente a su habitación, metió en una bolsa algunas camisas, su paga semanal y al tomar su diario de vida, vio caer al suelo el crucifijo que Oscar jamás se quitaba del cuello. Observó la joya brillando sobre su palma y supo que algo andaba verdaderamente mal.

Continuará...