Mirarla le provocaba un intenso dolor de cabeza y pequeños pinchazos en el corazón. Percy sentía que debía acordarse de ella, pero cuando intentaba evocar un mínimo recuerdo, la vista se le nublaba y parecía que el mundo estuviera viniéndose abajo.
No entendía por qué, pero había algo en esa chica de ojos grises que hacía que su respiración se acelerara, que las manos empezaran a sudarle y que su corazón intentara salirse de su pecho.
Llevaba tres semanas así, tres semanas desde que había despertado en una cabaña que no conocía, en un lugar que no conocía y con personas alrededor que juraban que era un héroe, cuyos nombres tampoco era capaz de decir.
Percy solo tenía un par de certezas sobre su vida anterior a esa mañana. Era un semidiós y su padre era Poseidón, uno de los tres grandes. Y que conocía de algo a Annabeth, la cual no daba indicios de querer tan siquiera mirarle.
Quirón, el centauro que dirigía el campamento, le había asegurado, tras haber tenido una charla bastante tensa con él, que poco a poco recuperaría sus recuerdos. Percy no estaba muy seguro de ello, y ya empezaba a desesperarse.
Todos en aquel campamento parecían conocerle a la perfección, y cada vez que pasaba por al lado de algún campista, este lo miraba con una expresión que Percy no sabía descifrar, como si no fuera la primera vez que lo perdían.
Y claro, luego estaba Annabeth.
Ella se pasaba el día entrenando o encerrada en su cabaña realizando bocetos que más tarde acabarían arrugados y tirados a la papelera.
La pobre chica no entendía nada, y para una hija de Atenea, no entender era la mayor de las torturas. Y es que tal vez Percy no recordara nada, pero Annabeth se percataba de cómo la miraba siempre que creía que ella no se daría cuenta.
A pesar de todo, ya había sufrido demasiado. Por una vez en su vida, Annabeth se había rendido.
