Su padre estaba muerto.

Le había visto caer; justo un segundo antes de que Shinnosuke la sorprendiera con un golpe destinado a hacerle perder la conciencia el tiempo necesario para atarla y arrojarla sin miramientos a una de las bodegas más recónditas de la propiedad. Ella se encontraba allí ahora: una mordaza maloliente y áspera silenciaba sus labios, y unos finos, aunque efectivos lazos de cuero fabricados a partir de una de sus mejores fundas, sujetaban sus extremidades impidiéndole moverse. Tiró con fuerza de sus manos, intentando aflojar sus ataduras, pero sólo consiguió herir su piel.

La impotencia que sentía creaba un singular dolor, incrustado cual acero afilado en lo profundo de su alma, amenazando enloquecerla conforme el tiempo transcurría, inexorable, marcando el ritmo de la desgracia. Oleadas de amargura subían por su garganta, acrecentando su peculiar estado de ánimo. La rabia, la angustia y el dolor eran uno en su interior.

El combate no había terminado. Lo sabía porque aún podía escuchar el tintinear agudamente seco producido por el entrechocar de las armas. El sonido hacía renacer su esperanza por momentos; pero los gritos de agonía cimbraban sus entrañas, haciéndole temer lo peor.

Lágrimas de furia asomaron a sus ojos y escurrieron por su rostro otorgándole una pequeña dosis de calor a sus mejillas. Era la primera vez que lloraba desde el día en que su madre murió, asesinada también; aunque en aquella ocasión no pudo hacerlo más de diez segundos, ya que Nouma, uno de los hombres de su padre y su instructor personal, le había asestado un fuerte golpe en la cara ordenándole callar. La lección fue aprendida. Ahora, ese remoto recuerdo le devolvió la cordura y serenó su alma. Su mente se impuso sobre su agotamiento y su furia. No se degradaría de ese modo; honraría a su padre y a todos sus ancestros conservando la calma y enfrentando con valor su destino, cualquiera que este fuese.

Cerró los ojos con fuerza, reprimiendo cualquier evidencia de su anterior debilidad. No lloraría, prometió, apretando los dientes contra su labio inferior hasta sentir dolor. Nunca más lo haría. Llorar no era una opción para la heredera de una tradición de combate tan poderosa. Desde su más tierna infancia no le habían enseñado otra cosa más que ser valiente y afrontar cualquier situación, por complicada que fuera, con frialdad y determinación. Sin embargo, resultaba difícil ser determinada cuando su existencia estaba hecha pedazos y se encontraba imposibilitada de actuar.

Angustiada, pensó en sus hermanas ¡Por los mil cielos! ¡Ellas ni siquiera podían defenderse! Kasumi habría estado en el jardín o quizá explorando el laberinto como lo hacía después de comer; y Nabiki sin duda se encontraba en el salón, intentando descubrir algún error en las caligrafías de los alumnos. ¡Maldición! Estaba segura de que ellas no habían conseguido escapar. Su desesperación hizo que tirara nuevamente de sus ataduras y, esta vez, no le importó el dolor, ni la sangre que brotó. ¡Tenía que liberarse! Prefería morir con honor que ser un trofeo para el vencedor. ¡Antes muerta que caer en manos del Clan Saotome!

No dudaba que fueran ellos. El saludo de desafío, materializado por la saeta diestramente clavada en el pecho de su padre, era la más clara prueba de la identidad de los asesinos: la flecha que reventó el corazón del patriarca del Clan Tendo estaba surcada con tres listas negras, símbolo distintivo del arquero personal del Daimyo de Kutsabara; todo ello significaba que el tirador era nada más y nada menos que el heredero del Clan Saotome.

Tenía razones para detestar con pasión ese nombre. Razones que había aprendido desde que tuvo la edad suficiente para pronunciar su primera palabra. El Clan Saotome eran jurado enemigo del Clan Tendo desde hacía tres generaciones. ¡Malditos fueran todos ellos! ¡Los odiaba! ¡Odiaba a Ranma Saotome! ¡Jamás le perdonaría por esto! Si el destino le concedía una sola oportunidad, se vengaría. No bajaría al abismo de la existencia, antes que la sangre de ese miserable purificara la hoja de su espada. ¡Lo juraba por su propio honor y por el de sus ancestros! ¡Por todos aquellos que estaban pasando a mejor vida en ese momento!

Los guerreros del Clan Saotome habían irrumpido en mitad de un entrenamiento de rutina, sin respetar el espacio más sagrado de la residencia, quebrando toda norma establecida para los enfrentamientos y revelando con ello que carecían de honor. Iban ataviados con las máscaras tradicionales de las campañas de sangre, lo cual no dejaba espacio para especular sobre sus intenciones. Una campaña de sangre siempre exigía el exterminio total y ella no dudaba que, en ese momento, los más débiles ya habían sido aniquilados.

No le sorprendía, pensó con profunda rabia y renovado odio. Nada bueno podía salir de ahí. Los Saotome no eran más que un puñado de bandoleros de baja estofa, amantes de la violencia y asesinos a sueldo. ¡Malditos! ¡Mil veces malditos! ¡Especialmente Ranma Saotome!. Suplicó a todos los kamis que pudieran escucharla, le concedieran la venganza sobre ese asesino.

Se prometió a sí misma sobrevivir, aliarse con los espíritus de la oscuridad de ser preciso; pero jamás, nunca, permitir que Ranma Saotome permaneciera con vida. El maldito arquero no escaparía de su destino. Ella lo vería morir bajo sus manos.

¡Lo juraba!