Desde ya muchas gracias a mis nenas, las que son parte de mi equipo: Gaby Madriz en la edición, Maritza Maddox en la discusion del trama y doña Manu de Marte que se encarga de promover la historia y entregar los adelantos en el grupo de facebook ( groups/Subversivas/ ).
Gracias por tomarse el tiempo de leer esta nueva locura, que me tiene super ansiosa de mostrarles, la que espero logre atraerlas.
Va con cariño para todas ustedes.
-Capítulo 1-
Llevaba dos semanas viviendo prácticamente en aquel cuarto de hospital, y ya le parecía como si fuese su propia recamara; su tono celeste y sus muebles de madera clara, le causaban una especie de calma que no podía describir bien. Ya no le turba el constante sonido del monitor Holter, máquina que vigila las pulsaciones cardiacas, ni el ruido del ventilador artificial, tampoco el entrar y salir de las personas que como él, estaban al pendiente de la evolución de su mujer, quien se mantenía inconsciente, ajena a toda realidad.
Como todos los días, Edward se sienta sobre una silla de metal a un lado de la cama de sábanas celeste claro que cubre el cuerpo de su esposa Rosalie y con su espalda encorvada, le toma la mano fría y delgada y le pide que abra los ojos, pero los días pasan y ella no reacciona.
Todo ocurrió un día a media tarde, cuando ella cayó en medio de la cocina de la casa, inconsciente. Allí la encontró Edward horas más tarde, al volver de su trabajo, atinando primero a golpearle las mejillas con la intención de hacerla reaccionar, levantándola luego en vilo y llevándola a la clínica donde ahora, se encontraba.
El doctor que la recibió entonces, tras largas horas de espera, le explicó que según lo que arrojaron los exámenes preliminares, una malformación vascular había hecho colapsar sus funciones y provocarle un derrame cerebrovascular, lo que la llevó al estado de coma. Apenas escuchó los factores técnicos del mal de su esposa, queriendo él entender el por qué y el cómo de todo aquello, recibiendo solo respuestas que no lo satisficieron y quedándose totalmente choqueado con el hecho que ella estaba en riesgo vital y que su estado de coma era algo que no podría definirse sobre cuánto tiempo iba a durar.
―Sólo hasta que su organismo esté listo y luego que haya reaccionado a los tratamientos que le administraremos ―le dijo el doctor aquel entonces, antes de dejarlo a solas en la habitación donde aquella vez ingresó por primera vez.
Cerró sus ojos, y levantando la mano de su mujer para llevársela a los labios, le pidió otra vez y como cada día, que reaccionara pues extrañaba la chispa irreverente que caracterizaba a esta escritora de novelas de apenas veintinueve años de edad, a quien conoció hace más de cinco años. Con la mano fría de Rosalie aun sujeta entre las suyas, contempló la paz que ella transmitía, tan ajena a toda la desesperación en su entorno más cercano que aguardaba su despertar.
Elevó entonces levemente el borde de sus labios cuando recordó la última vez que su desfachatada esposa le exigió que le hiciera el amor, dos noches antes de caer en ese hospital:
Él llevaba enfrascado hacía más de diez días en la composición de una pieza musical, descuidando sus "labores maritales", como ella solía decirle, sumido en la concentración frente a las teclas de su piano de cola y con un lápiz en su oreja que quitaba de aquel lugar tan solo cuando escribía o modificaba notas en las partituras que yacían desparramadas sobre la tapa caoba de su instrumento de cola.
No se dio cuenta de cuándo era que ella había entrado ni cuánto tiempo llevaba a su lado, golpeando con uno de sus pies sobre la madera del suelo de su cuarto de música. Solo el sonido de su carraspeó lo alertó de su presencia, levantando su vista hacia Rosalie, quien con su mirada estrecha y sus manos sobre sus caderas, esperaba a ser atendida por el músico. Edward alzó las cejas, más que por la sorpresa de encontrársela allí, por la completa desnudez con la que su descarada esposa lo esperaba.
Él era músico y trabajaba como director orquestal en la Sinfónica de la ciudad de Leonilde donde residían, además de dictar cátedras en la Universidad Estatal y hacer clases en una escuela primaria de un sector vulnerable de la localidad. Su pasión era la música y Rosalie, decía que la musa inspiradora de ese músico esposo suyo, sería la única con quien compartiría la pasión de su marido.
―Perdona que interrumpa tu "santuario musical", pero vengo para que me des lo que por derecho me corresponde ―le dijo aquella vez con el desenfado de siempre, con ese temperamento chispeante y extrovertido que era tan contrastante con el del músico, que como todo artista gozaba de un carácter más bien retraído, introvertido y melancólico, pero que a ella decía haberle enamorado tanto.
"Santuario musical" era como llamaba ella, al espacio de la casa donde Edward mantenía su sala de trabajo: una pieza amplia en donde fuera del sin fin de instrumentos musicales, destacaba un ventanal de techo a suelo de estilo francés, además de una estantería enorme, también casi del porte de un muro llena de literatura musical por supuesto, además de discos compactos y de vinilo. Un sillón de felpa rojo se distinguía al centro de la sala, sobre una alfombra gris, y cerca de la ventana, una pequeña mesa de madera caoba que servía como escritorio; un equipo de música de alta fidelidad sobre un mueble también de madera y retratos de la familia de Edward, tanto de su mujer como de sus padres y su pequeña hermana, adornaban una tercera muralla junto a la puerta de entrada.
― ¿Entonces? ―insistió ella, tratando de parecer seria y exigente―. ¿Vas a mantenerme aquí hasta que acabes con tu pieza, y hasta que yo pille pulmonía?
Edward se quitó el lápiz de la oreja y le levantó lento, poniendo sus manos sobre las caderas de su mujer, pegando su cuerpo cubierto de ropa casual a la desnudez de ella, y con su boca pegada a la suya, caminó hasta el centro del cuarto y la recostó sobre el cómodo sillón de felpa, dejándola allí a la espera mientras él se desnudaba con toda calma.
―Eres tan guapo… ―murmuró Rosalie, llena de lascivia, mientras Edward se quitaba la sencilla camiseta marrón, exponiendo su torso delgado, pero fuerte, con una fina capa de vello cubriendo su pecho―. ¿Sabes que la descripción del protagonista de mi nueva novela está hecha inspirada en ti?
―No me digas… ―susurró Edward roncamente, desabrochándose los botones de sus pantalones de mezclilla negra, estrechando sus ojos verde pardo hacia su esposa, que se retorcía de anticipación sobre el sofá.
―Pues sí. Él es un detective privado, fuerte como tú, sexi ―alzó sus cejas sinuosamente, provocando que él sonriera mientras se quitaba sus zapatos con la punta de los pies―. De rostro delgado y con esa barba incipiente tan igual a la tuya la que sabes adoro acariciar… Y el pelo entre cobre y marrón… como el tuyo, que me encanta…
―Ya lo tendrás entre tus dedos, cariño… ―comentó con sensualidad, quitándose los pantalones finalmente y descubriendo su ahora ansiosa masculinidad. Ella se carcajeó y mordió su dedo pulgar, y entonces él con la delicadeza de siempre, cubrió su cuerpo de espalda ancha sobre las menudas curvas de Rosalie, listo para aplicarse con los deberes de marido.
Edward era un apasionado por la música, que desde muy pequeño lo cautivó de forma irrevocable cuando encontró en ella una vía de escape. Siempre supo que viviría por y para ella, y así fue, incluso después de casado. El amor que sentía por Rosalie no era algo que demostrara con mucho énfasis frente a los demás o en otro lugar que no fuesen los límites de su hogar, cuestión que a veces se cuestionaba. Siempre pensó que iba a enamorarse perdidamente cuando llegara el momento, que la tierra iba a dejar de girar a su alrededor o que simplemente todo en su entorno desaparecería cuando viera a la mujer de su vida, cuestión que no ocurrió cuando conoció a Rosalie, quien de a poco fue conquistándolo.
―Mis gemidos… ¿te saben a música, Edward? ―le preguntó su esposa aquella vez, en medio de todo el apogeo del acto sexual, retorciéndose y tensándose de placer. Él sonrió e hizo más lentos los movimientos de su sexo dentro de ella.
―Claro que sí ―responde en un susurro, alzando su cabeza y sonriéndole con ternura. Ella mordió su labio y sus manos viajaron directo a la barbilla del músico donde sus dedos se arrastran por la barba de varios días que el músico lleva.
― ¿Pero… si tuvieras que elegir un instrumento…? No, no… ―sacudió su cabeza― Si tuvieras que hacer una pieza musical pensando en mis gemidos, dime cómo lo harías, maestro…
Él suspiró y cerró los ojos, levando su frente sudorosa hasta descansar en la de ella, que sonreía esperando su respuesta que a Edward le costó encontrar, respondiendo después de unos momentos.
―Creo que elegiría… un cuarteto de cuerdas, predominando las notas agudas en tonos ascendentes al que llamaría… "El éxtasis de Rose"
Feliz de la vida, ella se carcajeó, abrazando a su marido por el cuello y elevando su pelvis incitando a retomar la potencia de sus envestidas.
—Ansió escuchar "El éxtasis de Rose" a tablero vuelto en la sinfónica algún día…
―Algún día lo haré… ―susurró ronco, hundiéndose aún con más profundidad en busca de su propio delirio.
―Te escribiré esa sonata, pero abre los ojos Rose… ―susurró Edward, de vuelta al presente antes que los recuerdos y la privacidad de estos fueran interrumpidos por el golpe seco de la puerta al cerrarse. Edward alzó los ojos y se encontró con la mordaz mirada de Emmett Hale, hermano de Rosalie.
―Buenos días, Emmett ―saludó Edward con pesadumbre, besando por última vez la mano de su esposa para dejarla reposar junto a su cuerpo y levantándose a continuación.
Emmett, un hombre alto y robusto, con su cabello y sus ojos intensamente negros, ignorando el saludo de su cuñado, caminó hasta la cama y de lado contrario al que se encontraba Edward, se inclinó y besó largamente la frente de Rosalie, su hermana.
― ¿Ya ha venido el doctor? ―preguntó sarcástico, acariciándole el rostro de Rose. Edward asintió con la cabeza, metiéndose las manos dentro de los bolsillos de su pantalón negro de lana.
―Dos veces durante lo que va de día, y volverá hasta la noche. La enfermera, creo, vendrá dentro de unos momentos para…
― ¿Puedes dejarme a solas con mi hermana? ―interrumpió Emmett sin más, mirando por dos segundos de reojo a su cuñado, devolviendo su concentración al rostro durmiente de Rosalie.
Edward frunció el entrecejo y sin perder tiempo de verbalizar su respuesta, salió de la habitación, preguntándose por enésima vez, por qué Emmett mostraba tanta antipatía hacia él. Desde el primer momento cuando Rosalie lo presentó como su novio, Emmett no había dejado pasar cualquier oportunidad que tuviera para expresarle ya sea directa o indirectamente su desacuerdo para con ese compromiso. Aunque en realidad, en aquel momento no tenía mucha cabeza para ponerse a darle vueltas a sus teorías, concentrándose como cada día de aquellas dos últimas semanas en la salud de su mujer.
Caminó por el pasillo hacia la pequeña sala de espera a unos cinco metros de la habitación, donde habían seis asientos individuales de azul oscuro que contrastaban con el claro tono celeste de las murallas, intentando que las plantas de interior y la mesa de centro llena de revistas le diera un aire más confortable y hogareño a ese pequeño espacio. Se acercó a la ventana y al contemplar la ciudad al otro lado de esta, pudo percatarse que ya la noche estaba cayendo a la vez que una suave llovizna muy común allí, mojaba las calles y las edificaciones de la ciudad.
"¿Despertará pronto? ¿Pero cuándo? ¿Qué debo hacer?" Preguntas como esas eran las que a diario invadían la cabeza de Edward y lo hacían sentirse perdido. Su padre le había dicho que era mejor evitar darle vueltas a aquellas preguntas que ni los doctores podían responder a ciencia cierta, dejando todo en manos de Dios. "La certeza de que despertará es lo que debe mantenerte en pie junto a ella, hijo. Eso es la fe". Y tratando de no perder esa certeza de vista, fijó su vista en el anochecer y echó a correr sus recuerdos y trajo a colación el día que la conoció:
Estaba él y dos personas más cenando en un restaurante muy elegante del centro de la ciudad, luego de una de las presentaciones más redondas que hicieran la orquesta y coro juvenil, en cuyo entonces. él tenía a cargo. Ni él ni sus alumnos dejaron de recibir halagos, quedando Edward muy conforme con el desempeño de los muchachos, cuestión que lo hizo desear salir a celebrar.
Ella en tanto, cenaba con su editora y un administrativo de la casa editorial después del lanzamiento de su primera novela que apenas en dos semanas se preparaba para sacar su segunda edición por la buena acogida del público.
Edward no se percató de la presencia de aquella mujer de largo cabello rubio y grandes ondas que repentinamente se acercó a la mesa donde él cenaba con sus colegas. Carraspeó y saludó a los señores con un asentimiento de cabeza y una sonrisa radiante, antes de dirigirse a Edward y decirle que ella se hallaba sentada al otro lado del restaurante y que desde esa esquina lo vio y no había logrado quitar su mirada de él. Así de directa fue, haciendo que los caballeros la miraran con la boca literalmente abierta, anonadados por el desenfado de la mujer que hablaba y sonreía relajadamente como si nada.
―Yo sé que estás muy ocupado ahora, y la verdad yo tengo a dos personas esperando, pero me gustaría que pudiéramos tomarnos un trago hoy más tarde o mañana quizás ―le dijo, a lo que Edward sólo asintió tan sorprendido como sus amigos, recibiendo de manos de esa hermosa mujer una tarjeta con su nombre y su número de teléfono y un corto mensaje escrito a mano:
Rosalie Hale
83782776
Llámame
Siempre fue así, desde aquel primer momento ella poniendo en evidencia su expresiva personalidad que predominaba ante la suya tan retraída, siempre sorprendiéndolo más allá de lo que él esperaba, siempre siendo ella la que daba los primeros pasos, como ese primer acercamiento, o un par de semanas más tarde cuando se le declaró de forma tan poco convencional:
Edward se encontraba a solas sobre el vacío escenario central del teatro municipal, donde ensayaba a solas para la próxima presentación, siendo el Steinway & Sons, un hermoso piano de cola, color negro, su única compañía. Le gustaba practicar de noche y cuando nadie rondaba por las instalaciones, salvo los guardias de seguridad, quienes indudablemente, aquella noche fueron persuadidos por la hermosa mujer que se presentó en el lugar. Rosalie segura que no sería descubierta por el músico que paseaba sus dedos prodigiosamente sobre el piano, se ubicó subiéndose sobre una de las butacas de la platea central casi en penumbras justo frente al escenario donde él, absorto, pulsaba las teclas haciendo salir una melancólica melodía, mientras ella se alistaba para sacarlo de su estado con un grito que hizo que el músico sobresaltarse sobre su banco.
―Edward Masen, músico de excelencia que haces cantar a mi corazón, entérate que me tienes loca de amor desde el mismo día que vi tus ojos verde pardo, ¿seré yo acaso merecedora de tu corazón? Estoy dispuesta a mendigar por un poco de tu amor, aunque sea un poco, justo lo necesario para poder sobrevivir.
Él miró con su cabeza ladeada a esa loca pero hermosa mujer que estaba parada sobre el asiento del teatro a la espera de una respuesta, a lo que Edward simplemente sonrió y levantándose de su sillón frente al piano, caminó hacia ella mientras Rosalie baja de un salto de su lugar, recorriendo el camino hacia el encuentro con el músico, para finalmente llegar a él y colgársele del cuello, besando su boca por primera vez con la misma pasión y adoración que nunca perdió en sus más de cinco años.
―Puedes ser muy letrada, Rosalie, pero estás muy loca ―le dijo aquella vez, presa de la sorpresa― aún así, te quiero.
La sonrisa que Rosalie le regaló fue tan radiante que fácilmente podría haber iluminado por completo la sala principal del teatro, y entonces sintió Edward que estaba haciendo las cosas bien, por eso el paso siguiente, trece meses después fue algo natural, cuando decidieron casarse.
―Pero los "te quiero" no son lo mismo que los "te amo" ¿Estás completamente seguro que quieres casarte? ―Aquello fue lo que rebatió Jasper, su mejor amigo, cinco meses más tarde de aquella declaración cuando le anunció sobre su matrimonio.
Se puede decir que de su entorno, el dibujante de comics al que Edward quería como un hermano fue el único que no saltó de la dicha con la noticia. Y Emmett por supuesto. Pero es que Jasper lo conocía desde la infancia, cuando se hicieron mejores amigos luego que Edward intentara patear un balón de futbol y le diera justo en la cabeza al chiquillo de piernas delgadas como dos tiras de lana, lanzándolo al suelo. Sabía del temperamento de su amigo, de la pasión que debería desatar en él, el amor; cuestión que no veía que pasara con Edward y su relación con la loca escritora.
―No tengo nada contra ella, Edward, y lo sabes, pero ¿la amas? ¡Vas a casarte, por vida de Dios! ―apuntaba Jasper, intentando estar seguro que el paso que su amigo iba a dar, fuera el correcto. Y es que su amigo tenía razón para pensar en ello, cuando de la boca del músico nunca habían salido esas palabras con tanta naturalidad y pasión como solían salir muy habitualmente de la boca de Rosalie.
―Mi forma de demostrarle que la quiero no es tan… apasionada como lo demuestra ella, es todo ―se disculpaba Edward, explicándose―. Pero la quiero.
Rosalie nunca reclamó la forma mesurada que Edward tenia de amarla, pues entendía que su temperamento hacía que quizás esa pasión por ella fuera demostrada solo cuando estaban a solas, guardando ante los demás las muestras efusivas de cariño y que ciertamente ella suplía por los dos. No necesitaba más de él, porque sabía que Edward la quería, no necesitaba que lo gritara ante el mundo, ni él necesitaba más de lo que tenía con Rosalie, que en su vida calma y tranquila, era como una explosión fervorosa que a él le sentaba bien.
― ¡Edward!
Su nombre resonó en la sala de espera girándose el músico hacia la voz cantarina que prácticamente chilló su nombre. Sonrió y se puso de cuclillas abriendo sus brazos hacia la niña que corrió hasta chocar con su pecho, sujetándose a él como un pequeño chimpancé.
― ¿Qué haces tú aquí, eh? ―preguntó Edward a su hermanita Jane, que había llegado en compañía de sus padres y Jasper su mejor amigo. Ella se hizo un poco hacia atrás y abrió un poco la cremallera de su parca azul, mostrando la parte superior de su kimono.
―Vengo de mis clases de karate ―le recordó ella entusiasmada abriendo sus grandes ojos verde esmeralda.
Esa niña había llegado a la vida de su familia seis años antes, cuando apenas tenía un año de edad. Jane fue adoptada por Carlisle y Esme cuando la pequeña quedó huérfana luego que sus progenitores se mataran el uno al otro. Carlisle, era abogado de la Corporación por la Protección de la Infancia, que fue donde conoció a la niña entonces recién nacida, enamorándose de ella. Él y su esposa Esme estuvieron un año siguiendo la burocracia requerida para finalmente llevarse a la pequeña Jane como hija legalmente suya. Y así como sus padres amaron desde el primer momento a Jane, él no fue la excepción, siendo ella el único vínculo que Edward, tenía con los niños, pues en sus años de matrimonio ni Rosalie ni él planeaban aun tener familia. Era raro, pero no les desesperaba el tema de la paternidad, cosa que el músico pensó que se daría con el tiempo.
―Esta dama es realmente peligrosa cuando anda vestida con su kimono ―bromeó Jasper, tomando ahora él a la chica en sus brazos. La pequeña le dio un golpe con el costado de su mano sobre el hombre, golpe que aprendió en sus clases de karate, haciendo Jasper un gracioso gesto de dolor. Edward sonrió apenas al ver la interacción entre su amigo y su hermanita, pero aun así la preocupación que se cernió sobre sus espaldas hacía dos semanas, no lograba esfumarse.
―Quisimos pasar a ver como estaba todo antes de irnos a casa ―comentó Esme, tomándole un brazo a su hijo y apretándosela levemente. Él asintió, tragó grueso y dio un paso atrás, soltándose del agarre de Esme, como siempre lo hacía cada vez que ella se le acercaba demasiado.
―No ha habido cambios ni novedades de ningún tipo ―susurró cabizbajo, mirándose las manos, evitando los ojos escrutadores de Esme―. El doctor termina su turno cerca de las diez, y antes de eso pasará a hablar conmigo.
― ¿Y por qué estás afuera? ―preguntó ahora Carlisle, mientras Jasper entretenía a Jane preguntándole sobre su progreso de aprendizaje en las artes marciales.
―Emmett está con ella, me pidió que lo dejara solo un rato con Rosalie ―se alzó de hombros, a lo que Esme soltó un bufido de desaprobación.
― ¿Y fue tan amable como siempre? ―preguntó la esposa del abogado con ironía, a lo que su marido la reprendió con un gesto de reproche en su mirada que ella ignoró.
Sus padres lo acompañaron un rato hasta que Jane comenzó a bostezar, retirándose de allí con la promesa de regresar al día siguiente para hacerle compañía, y pidiéndole como a diario lo hacían, que los mantuviera al tanto de cualquier evolución y que por favor descansara. Él asintió y se quedó en la sala de espera junto a su amigo Jasper por un rato. Emmett, por cierto, salió de la habitación de su hermana, caminando recto sin siquiera despedirse al pasar junto a ellos. Jasper lanzó entre dientes un improperio en su honor y siguió los pasos del estirado aquel, dejando a Edward solo, que regresó al cuarto de su mujer.
Le acarició el rostro y su cabello claro, besó su frente y se dispuso a esperar al doctor sentado en la silla de metal junto a la cama de su esposa. Esa era la habitualidad de sus días en esas últimas dos semanas de su vida, esperando que pronto las cosas volvieran a ser como antes.
―No se ven alteraciones, por lo que hay que seguir esperando ―decía el doctor aquella noche, después de revisar los monitores y las anotaciones que las enfermeras hacían cada hora en la bitácora de Rosalie que colgaba a los pies de su cama. ―Por cierto, desde mañana verás un recambio en las enfermeras que pasan por aquí para ayudar a Rosalie, para que no te extrañe si ves que no las conoces.
Él asintió distraído, pensando en que casi nunca se detenía a mirar a las enfermeras que entraban para asistir a su esposa.
― ¿Cuánto tiempo más tengo que esperar, doctor, para ver algún indicio de que está mejorando…? ―preguntó mirando fijo el rostro de su mujer. El médico torció la boca y guardó su lápiz en el bolsillo de su delantal blanco de trabajo.
―Edward, me temo que no tengo una respuesta concreta para eso…
― ¡No puede decirme eso! ―exclamó Edward frustrado―. Llevamos dos semanas sin ningún tipo de avance, ni siquiera un retroceso, es imposible que no se pueda hacer nada, ¡que no sepa nada!
―Estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos, Edward, solo que el cuerpo de Rosalie no está preparado para despertar. Debes ser paciente y confiar… te juro que estoy haciendo lo que está en mis manos.
―Lo sé, lo sé, y perdone por favor… ―pidió él con arrepentimiento, asintiendo el doctor totalmente comprensivo ante la reacción de Edward.
―Ahora trata de descansar y mañana coordinaremos una reunión con el cuerpo médico para ver un tratamiento un poco más agresivo, ¿te parece?
―Sí, gracias doctor, y disculpe mi reacción, pero me siento impotente.
―Tranquilo ―dijo el médico, poniendo su mano sobre el hombro del músico como un gesto de apoyo, antes de salir del cuarto y dejarlo a solas con su esposa, donde suspirando, se quitó la chaqueta de lanilla negra, quedando solo en su camisa negra y sus pantalones del mismo color, sentándose sobre un sofá frente a la cama de su esposa, bajo la única ventana del dormitorio en donde golpeaba las gotas de lluvia de la noche, sonido que se mezclaba con el de los aparatos médicos que monitoreaban a su mujer, sonidos que fueron relajándolo hasta hacerlo dormir sobre aquel incómodo sofá.
**o**
Isabella, de pie en la entrada del edificio donde vive, contemplaba el cielo de la ciudad cubierto de nubes, mientras la leve y habitual lluvia cae en Leonilde, aquel sitio ubicado en uno de los sectores más fríos y lluviosos del globo terráqueo. Pensaba devolverse al piso cuatro en donde reside para agarrar un paraguas y así, caminar las cinco cuadras que la separan de su trabajo o quizás tomar un taxi hasta el lugar, pero mientras lo meditaba, miró a su alrededor a los transeúntes guarecerse del agua de manera ávida, corriendo y tropezándose unos con otros, peleándose entre sí para ver quien coge primero el taxi o cualquier otro medio de transporte, como si fuese una lucha campal o cuestión de vida o muerte evitar que las gotas de agua los tocasen, e inevitablemente entonces recordó el estribillo de la canción que escuchó la noche anterior antes de dormirse:
"Que solo un tonto se pone a correr, cuando la lluvia le besa los pies"*
Entonces sonríe, y tan solo levantándose las solapas de su chaquetón azul marino, comienza su travesía de cinco calles hacia el Hospital, mientras tararea la canción que acababa de darle una especie de revelación, lamentando no haberla puesto en su lista de reproducción de su celular.
La gente la miraba como si estuviera loca cuando en las esquinas alza su rostro pálido al cielo, dejando que las gotas de lluvia empapen su rostro, sonriendo y disfrutando de aquel toque fresco y placentero para ella, mientras su corto cabello marrón oscuro ya estaba empapado. Y es que para ella, las gotas de agua son como caricias o besos, como decía la canción, ¿entonces cómo escaparse de ellos? ¿Cómo hacerles el quite intencionalmente, si solo está ahí para bendecirla?
― Isabella Vulturi, tú sí que estás loca ―la regañó su amiga Alice cuando se saludaron en la entrada del centro hospitalario. La chica de abultada cabellera castaña, miró a su amiga Isabella empapada de pies a cabeza, riñéndola mientras entran al sector de los casilleros―. ¿No tenías un paraguas, o un gorro? ¿A caso no pasan taxis por tu casa? ¡Qué manera de comenzar el día!
―Para mí no puede haber sido un mejor comienzo ―respondió alegremente, guiñándole el ojo, quitándose su abrigo mojado y el resto de la ropa que mete en su cubículo para ser reemplazado por un pantalón recto y una blusa cerrada de cuello en V de tono azul marino, su uniforme de enfermera.
Hace un año trabajaba en aquel hospital y no creía poder amar más lo que hace. Siente que ha venido a este mundo a salvar vidas, para ayudar a las personas y saber que lo hace, aunque no sea una heroína con capa y antifaz, la hace muy feliz. Además su espíritu y su esfuerzo han rendido frutos, pues la han promovido a ella y a su amiga Alice entre otras chicas, desde el sector de urgencias hasta cuidados intensivos en donde tratará con pacientes que exigen otro tipo de cuidados, de mayor riesgo, cuestión para la cual ella se siente preparada. Y más allá del incremento en su salario, estaba feliz de haber sido promovida pues cree que de tanto en tanto es bueno ir sorteando desafíos, e Isabella siente que esta nueva etapa en su trabajo traerá para ella un montón de retos que la harán más fuerte, y para los que se siente preparada.
Es impagable para ella todo lo que ha aprendido en ese lugar, y la gente a la que ha conocido. Con Alice, viene compartiendo desde la universidad y aunque es derechamente más loca que ella, se adoran como hermanas.
― ¿Vendrás esta noche a beber chupitos de tequila para celebrar nuestro asenso, finalmente? ―preguntó su amiga mientras iban dentro del elevador rumbo al piso tres donde se encontraba cuidados intensivos.
Isabella rodó sus ojos verde agua y agitó la cabeza en negativo, sonriéndole. Alice no dejaba de invitarla a fiestas, parrandas o cosas como esas, pero Isabella sencillamente no accedía porque no encaja en ese mundo de fiestas, o ya no encaja más luego que años atrás asistiera a una y perdiera algo más que la cabeza. Durante un tiempo y por persuasión de "alguien", ella fue cliente habitual de aquel tipo de lugares, hasta que por la fuerza tuvo que apartarse.
Al abrirse las puertas del ascensor, lo primero que ambas enfermeras ven ante ellas es al cardiólogo más guapo y sexi del hospital, recibiéndolas a ambas con su sonrisa de modelo de revistas. Alice ciertamente respondió esbozando su mejor sonrisa, mientras que Isabella arrugó la frente y bajó la cabeza.
― ¡Pero qué manera más estupenda de comenzar el día! ―exclamó el doctor Eleazar Ananías, mirando alternadamente a ambas enfermeras con sus ojos color avellana, por la que la mayoría de las trabajadoras de ese lugar suspiran―. Supe que las promovieron. Mis felicitaciones a ambas, aunque me hubiera hecho bastante más feliz que trabajaran directamente conmigo.
―Pues yo me apunto doctor ―respondió Alice, mordiéndose el labio como sabía por alguna literatura cargada al erotismo, encendía a ciertos hombres. Aunque con el doctor Ananías poco esfuerzo había que poner para seducirlo.
Él era uno de los más guapos especialistas que pisaba el hospital, con cuarenta años de edad, este risueño cardiólogo, era simplemente un adonis. Su cuerpo fibroso y atlético era trabajado a diario en el gimnasio, además de esa estampa sensual de más de un metro ochenta de estatura y ojos provocadores de color avellana, tan acorde con su piel morena y su cabello oscuro. Simpático, amable, un profesional de excelencia… casado y con tres hijos.
Se sabía que Eleazar no era el modelo de fidelidad, aunque él, se excusaba diciendo que su matrimonio era prácticamente inexistente y que iba de camino a engrosar la lista de los divorciados prontamente, cuestión que era cierta. Nunca había tenido problemas con las féminas pues no debía poner mucho esfuerzo en hacerlas caer: su carisma y sex appeal ayudaban bastante. Toda mujer se rendía a sus pies, todas menos Isabella, quien sentía una especie de recelo y desconfianza hacia ese hombre que se creía todopoderoso por el hecho de tener buen cuerpo y sensualidad a flor de piel. Por eso mismo, él insistía en perseguirla desde el día en que la conoció, hace varios meses atrás, pero Isabella nunca había cedido, ni nunca lo haría, al menos no como el resto de las mujeres que prácticamente se ofrecían a él por voluntad propia. Además, la forma en como el doctor Eleazar Ananías la abordaba, la tensaba y automáticamente hacia que ella se apartara.
― ¿Y a ti, Isabella no te gustaría ser mi enfermera?
―No ―respondió ella sin dudarlo y sin dignarse a mirar al socarrón doctor―. Ahora si me disculpan, no quiero llegar atrasada.
Cuando pasó por el lado del doctor para retomar su camino al área que ahora le correspondía, él tomó su brazo y la hizo detenerse, sin importarle que hubieran más doctores y enfermeras dando vuelta por ahí, ni siquiera que Alice estuviera allí mismo viéndolo.
― ¿Por qué me tratas así, Isabella? ¿Cuánto más voy a tener soportarlo?
―No lo trato de ninguna forma en especial, doctor.
Y sin más, con su barbilla erguida y su espalda recta, caminó rumbo al área derecha del piso donde la esperaban. Oyó a sus espaldas la risa de su amiga, "y vaya qué amiga", y las del doctor.
― ¡Espérate, Isabella! ―la llamó Alice, alcanzándola y caminando junto a ella por el pasillo―. El doctor Ananías está loco por ti, y tú no le haces caso…
—El doctor Ananías está loco por cualquier mujer que se le ponga en frente, además sabes que me incomoda estar cerca de él. No puedo creer cómo es que tú… ¡Está casado!
―Está divorciado ―le recordó, aclarando el importante punto― ¡Y no he caído en sus redes todavía, y lo sabes! ―le recordó, justificándose y alzando sus manos como quien estaba libre de pecado. Isabella la miró de reojo y agitó la cabeza para que dejaran de hablar de ese doctor y así evitar seguir alimentándole el ego a ese hombre.
Las tres nuevas enfermeras del turno llegaron hacia el sector donde la jefa les indicó los pasos a seguir según los pacientes que le tocaban a cada una. Isabella leyó su hoja de ruta y prestó atención a los cuatro pacientes que tenía a cargo.
―Por cierto ―susurró Alice junto a Isabella, mientras esta leía la hoja de vida de los pacientes― ¿cuándo será que tu santa madre me invita otra vez a comer tarta de manzana? Dile que sea buenita y que no se olvide de mi cuando vuelva a prepararla.
Isabella torció la boca en una sonrisa, evocando el aroma dulce de la tarta de manzanas que era la especialidad de su madre, Renée, a quien Alice mencionaba.
Renée era el tesoro más preciado que Isabella poseía y por quien había salido adelante en esta vida que a ambas se le vino cuesta arriba en varias oportunidades y pese a las dificultades que se le presentaron a Renée a lo largo de los años, no se dejó avasallar por estas. Tuvo a Isabella cuando era muy joven, después que un gran amor se aprovechara de ella y la abandonara cuando supo del embarazo. No tenía padres pues estos habían muerto y su único apoyo era su hermano Marcus, tío de Isabella, quien no las desamparó.
Quizás era por eso, que Isabella siempre esquivaba los romances pasajeros que no significaran nada para su corazón, y probablemente era eso mismo que la mantenía lejos de hombres como Eleazar, quien para ella a simple vista quería a una mujer para pasar el rato y nada más y ella, la verdad, esperaba otra cosa para su corazón, y no malgastaría el tiempo en vanos romances sin sentido… Aunque claro, toda regla tenía su excepción, y aquella triste excepción había sido algo más que hacía desestimar a Isabella de esos romance sin sentido. Ya había pasado por eso, no iba a volver a vivirlo.
Poniendo su corazón, su mente y toda su resistencia física fue que Isabella atravesó el primer día en su nuevo trabajo. Tanto Alice como ella, siguieron las indicaciones de la enfermera jefa quien les entregó los expedientes de los pacientes a quienes sagradamente había que checar cada una hora.
―Todos los pacientes que vi hoy estaban en coma… ―susurró Alice, pasando una y otra hoja del expediente del último paciente que le tocó ver, haciendo anotaciones―. Yo prefería la locura de emergencias, ya sabes. La vorágine de ese sector es única, aunque la sangre esté a la orden del día.
―Por mi parte siento que aquí me va a cambiar la vida, no sé ―comentó en voz alta, haciendo también anotaciones en el expediente del muchacho de dieciocho años que había llegado allí con un severo daño cerebral después de un accidente. Había hablado con su madre que no se movía del lado de su hijo, y había dejado que la mujer se desahogara con ella. Isabella no debía olvidar que ella estaba allí no solo velando por el bienestar de los pacientes o sirviendo como de los médicos que los atendían, sino también para ponerse al servicio de sus familiares, porque entendía que una desgracia de esa envergadura, atañía a toda la familia, y sonrió al recordar el pequeño crucifijo de madera que la mujer le había dado en agradecimiento.
―Yo espero no aburrirme, porque de ser así, me voy con el doctor Ananías como su enfermera personal a cardiología―comentó muy coqueta, mordiéndose el labio. Isabella simplemente rodó los ojos, y cerrando la carpeta, se despidió de su amiga.
―Este fue mi último paciente. Ahora mismo me voy a casa…
― ¿Y no te vas de farra conmigo?
―No. Mi madre y Kal-El me esperan en casa.
―Dios… prefieres dejar pasar unos tragos en un excelente bar y encerrarte con el monstruo ese de Kal-El.
De nuevo, Isabella rodó los ojos y besando la mejilla de su amiga se despidió, comenzando a alejarse por el pasillo rumbo al sector de casilleros donde se cambiaría antes de partir.
Salió de los vestidores despidiéndose de algunas colegas suyas a las que conocía desde antes, encaminándose por la salida principal para dirigirse rumbo a su casa. Ya estaba oscuro y corría un viento helado sin lluvia esta vez, alegrándose de poder caminar las cuadras que la separaban de su casa con la idea de ir escuchando música y percibir el aroma a tierra mojada que se colaba por sus fosas nasales.
Bajó las escaleras alegremente después de su primer gran día de trabajo, cuando se detuvo de improviso cuando vio una escena frente a ella: una niña que venía en dirección contraria, había caído en seco con sus rodillas sobre el pavimento mojado y lloraba de dolor, mientras sus padres se apresuraban hasta ella y se acuclillaban a su lado para ver que estuviera todo bien. El corazón de Isabella se contrajo y postergó su regreso a casa para acercarse a ellos con cautela y ofrecerles su ayuda.
― ¿Puedo ayudarles? ―les preguntó Isabella. La madre de la pequeña alzó su rostro hacia ella con agradecimiento.
―Está todo bien… creo ―dijo, acariciando a la niña llorosa en su cabeza, que estaba siendo levantada en andas sobre los brazos de su padre―. Salió corriendo del coche y tropezó con algo. Estaba apurada por entrar y ver a su hermano…
―Mami, me duele… ―lloró la pequeña en brazos de su padre interrumpiendo la explicación que su mamá le daba a la señorita. Isabella se giró hacia ella y vio una de sus rodillas sangrando mucho a través de las medias blancas que se habían roto justo en ese lugar con el golpe. Entonces miró a la madre de la niña, una elegante mujer de cabello caoba y ojos claros, que vestía un abrigo negro casi hasta los talones, con una bufanda de alpaca blanco invierno rodeándole el cuello.
― ¿Les parece si la llevamos adentro y limpiamos la herida?
― ¿Usted trabaja aquí? ―preguntó el padre, que sostenía a la niña, quien lo rodeaba por el cuello mientras lloraba. Ella le sonrió y asintió con la cabeza a la vez que contestaba al también elegante hombre.
―Sí, soy enfermera. Estaba de salida, mi turno acaba de terminar.
―Oh, no vamos a retenerla, debe estar cansada y… ―comenzó a disculparse la mujer, pasando su mano sobre la espalda de la niña.
―No, por favor, no estaré tranquila si dejo a esta pequeña aquí sin hacer nada, por muy leve que sea la herida ―movió la cabeza hacia la entrada del servicio de urgencias a modo de invitación―. Vamos, acompáñenme, por favor.
El matrimonio agradeciendo a la servicial enfermera, la siguió hasta adentro del recinto hospitalario precisamente hasta el sector de urgencias donde ella hasta algunos días trabajaba. Saludó a una chica a la que le pidió le indicara de algún box de atención vacío para poder atender a la pequeña. Su amiga la llevó hasta el fondo del pasillo, pasando a través de cubículos cerrados por gruesas cortinas verdes en donde otros pacientes al parecer, estaban siendo atendidos, rogando la enfermera que la niña no se asustara con las exclamaciones y los llantos de los demás cubículos.
Isabella solicitó al padre que sentara a la niña sobre la camilla blanca, costándole un poco que la pequeña soltara el agarre fiero de su cuello.
―Hija, necesito que te sueltes para que la enfermera te cure ―pidió el padre tratando de convencerla, pero la niña se negaba.
―Me va a doler, papi…
―Pequeña ―intervino Isabella con voz suave, tomando el hombro de la niña, hasta que la niña tentativamente despegó su cara del hombro de su padre para mirarla. Isabella sonrió y se atrevió a acariciar la cabeza de la niña que iba cubierta por un gorrito de lana rojo―. Te prometo que no dolerá. De verdad, palabra de enfermera ―aseguró, guiándole el ojo.
La niña, en su desconfianza natural, miró a su madre que se encontraba junto a ella, quien le sonrió dándole ánimo. Entonces la pequeña valiente se soltó del agarre de su padre y se acomodó sobre la camilla, extendiendo la mano hasta su madre, la que se apresuró en tomársela mientras Isabella acercaba una silla y se acomodaba frente a la niña, quitándose de paso su chaqueta azul y dejándola en el respaldo y trabajar así con más soltura. Acercó hacia ella una pequeña mesa de metal con los utensilios básicos para una curación, y sacó unos guantes de látex de una caja de cartón antes de comenzar con su trabajo.
Solicitó a la madre que quitara las medias blancas que se habían roto, cuestión que la mujer hizo con mucho cuidado luego de sacar las botas azules, aprovechando también de desabrochar la cremallera de su chaqueta azul marino y levantar un poco el vestido también de tono azul que llevaba, mientras que Isabella, en un recipiente metálico derramó un poco de agua destilada empapando unos trozos de gasa, los que estrujó antes de posarlos suavemente sobre la rodilla izquierda de la niña. La pequeña se sobresaltó un poco y gimió de miedo, alzando automáticamente la enfermera sus ojos hacia la niña, dedicándole una sonrisa tranquilizadora. Debía de hacer que la pequeña se concentrara en otra cosa y no en el proceso de curación.
―Yo me llamo Isabella ―dijo la enfermera, presentándose con la niña, usando un tono distendido y muy relajado. La pequeña, poseedora de unos grandes y luminosos ojos negros, pestañeó olvidándose por unos momentos de su dolor, ocasión que Isabella aprovechó para seguir con su trabajo.
― ¿Isabella?... ―preguntó la niña con curiosidad―. No conozco a nadie con ese nombre… es como de otro país ―agregó con curiosidad. Isabella entonces sonrió alzando sus ojos por unos segundos hacia la niña para sonreírle, regresándolos enseguida hasta la labor de curación, pensando en el motivo que su madre tuvo de ponerle ese nombre.
―Pues sí, pero apostaría que tu nombre es mucho más lindo que el mío ―rebatió ella, desechando la gasa sucia por barro y sangre para usar otra en su lugar, y repetir la acción de limpieza sobre la herida, que no era nada tan profundo. Sonrió encantada cuando la niña se apresuró en responderle, percatándose que se había olvidado del dolor de su herida.
―Yo me llamo Jane Cullen, y tengo siete años.
― ¡¿Lo ves?! ―exclamó Isabella, alzando su sonriente rostro hacia la niña―. ¡Tu nombre es mucho más lindo que el mío!
— ¡Sip!―sonrió la pequeña, encantada por el piropo de la enfermera.
―Y tu apellido es muy elegante, ¿sabías? ―agregó la enfermera con tono divertido mientras seguía con su trabajo.
— ¡Como mi papi! Él sí que es elegante, ¿no cree?
Isabella sonrió sin levantar su vista de la herida, y oyó la risa ahogada de la madre y el carraspeo avergonzado del padre, apostando que el señor estaba rojo de vergüenza.
―Seguro lo es…. ―susurró bajito, levantando su vista a la pequeña Jane para guiñarle su el ojo de forma cómplice. Enseguida se concentró en pasar a la etapa final de su trabajo sobre la rodilla dañada, poniendo desinfectante y cubriendo la herida con una vendita con motivos infantiles―. Bueno, es todo.
Se levantó de su silla y miró la cara de asombro de la pequeña, que miró su rodilla antes sucia y llena de sangre, la que ahora estaba limpia y cubierta con una vendita de colores. Abrió los ojos maravillada, mirando enseguida a sus padres y luego a la enfermera.
― ¡No me dolió nada! ―exclamó llena de orgullo, con su rostro alegre.
―Claro que no ¡Eres muy valiente! ―celebró Isabella, acariciando el rostro alucinado de la niña, que contemplaba su rodilla con orgullo y maravilla.
― ¡Muchas gracias, Isabella! ―expresó con agradecimiento la pequeña, levantando automáticamente sus brazos hacia la enfermera para abrazarla en señal de profundo agradecimiento.
Isabella, no demoró en responderle del mismo modo, feliz de ver a la niña que hace unos momentos lloraba de dolor ahora estuviera tan feliz y orgullosa de haber sido tan valiente. Cuando la paciente y su enfermera se soltaron, el padre de la niña se apresuró en tomar entre sus brazos a la niña para levantarla, mirando a la enfermera con igual agradecimiento que su hija.
―De verdad, le agradezco mucho que nos haya ayudado. De no ser por usted, esto hubiera sido todo un drama ―manifestó el alto hombre de ojos grandes, y cabello cubierto de canas, pensando Isabella que si bien era cierto el matrimonio no era de edad avanzada, la niña era demasiado pequeña para que fuera hija de ellos. Quizás era solo una percepción suya, aunque no podía negar que amaban mucho a la pequeña, y que la niña adoraba a sus padres.
―Estoy para servirles.
―Por cierto, mi nombre es Carlisle y ella es mi esposa, Esme ―agregó el señor, indicando a su mujer la que se apresuró en extender su mano hacia la enfermera.
—Nuevamente mucha gracias ―dijo ahora la mujer con un hilo de voz, con su hermoso rostro blanco.
―No tiene nada que agradecer… aunque me temo que las medias quedaron inservibles ―comentó Isabella, observando las medias rotas que quedaron sobre la camilla. Esme miró las medias y sonrió alzándose de hombros.
―Siempre llevamos algo de ropa en el maletero, seguro ahí hay algo que pueda servirnos…
― ¡Tengo que mostrarle mi vendita a Edward primero, mamá! ―recordó la niña con euforia, quien ahora se negaba a que su herida de guerra, la que ella había sorteado con tanta valentía, fuera cubierta sin que antes la viera a quien ella se refería.
―Pero vas a resfriarte cariño, andas muy desabrigada ―rebatió la madre, acomodando la gorra roja en la cabecita de Jane, quien seguía insistiendo que debía mostrarte a su hermano su herida, para que supiera lo valiente que había sido esta noche. Isabella sonrió y cuando la niña estuvo lista, salió junto a los padres hasta la salida del sector de urgencias.
Se despidió de ellos recibiendo un abrazo de agradecimiento de Esme, la que volvió a agradecer su ayuda y un apretón de manos de Carlisle, quien también reiteró su agradecimiento para ella. Entonces Isabella se acercó a la niña y dejó que la abrazara.
― ¿Ahora somos como amigas? ―preguntó la niña cuando soltó a su salvadora, torciendo su cabecita y mordiendo su pequeño labio en espera de una respuesta.
Entonces Isabella sonrió y acaricio las mejillas enrojecidas de Jane. ―Claro que somos amigas. Ya sabes donde puedes encontrarme.
Tras volver a agradecerle, los padres emprendieron camino hacia el pasillo que daba al sector interno del hospital, y Jane alzaba su mano y se despedía mientras su padre la cargaba en brazos, cuestión que hizo hasta que doblaron hacia la derecha y desaparecieron de su vista.
Isabella en tanto, con su corazón lleno de dicha, reemprendió camino a su hogar, mirando hacia el cielo oscuro y cubierto de nubes oscuras que tapaban el firmamento estrellado e incluso la luna. Con la cara llena de risa y tarareando la alegre canción que sonaba a través de sus auriculares, caminó las cuadras hasta llegar al viejo edificio donde vivía, recordando momentos de su día hasta llegar a aquel ultimo cuando conoció a su última y más joven amiga —Jane— pensando que si hubiera tenido la suerte de tener una hermanita, le hubiese gustado que fuera como ella, como aquella niña hermosa y chispeante de ojos negros y rostro redondo y blanco, con esas mejillas pintadas en rojo, de cabello ondulado rubio y brillante, como el de una muñeca.
Antes de entrar por el viejo portón hacia su piso, pasó por la tienda del italiano, un almacén de barrio como pocos que ya iban quedando, de donde solía llevar el pan de queso que a su madre tanto le gustaba. Tras saludar con un "Buona sera don Nicola" , forma en la que le enseñó el mismo dueño de la tienda, el señor Nicola Anconetani, sacó de las canastas unos cuantos panes mientras oía al caballero contarle a unos niños del barrio, una de sus historias del tiempo que vivió en su adorada Italia. Enseguida y luego de pesar y pagar su compra se despidió del dueño y de los pequeños, para ir rumbo al edificio, donde tras subir cuatro pisos, entró por la puerta café anunciando su llegada como solía hacerlo.
― ¡Isabella a la vista!
―En la cocina, cariño ―oyó la suave voz de su madre llamarla desde la cocina.
Se desprendió de su morral de cuero artesanal y de su abrigo dejándolos abandonados sobre el sillón azul de felpa del pequeño salón, dirigiéndose por el estrecho pasillo de pisos de linóleo hacia el encuentro con su madre, a quien vio justo en el centro del "epicentro de reuniones" como solían referirse a esa pequeña pero acogedora cocina, de muros verde limón y muebles de madera blanca con el aspecto normal del paso de tiempo en estos, con una ventana rectangular sobre cuyo alfeizar había una hilera de plantas verdes que acababan dándole un toque vital al lugar, donde justo en el centro había una mesa cuadrada cubierta de un mantel floreado donde solían compartir las comidas del día. Allí la halló, ubicando en los puestos de siempre las tazas y los utensilios para el té de la noche.
Dejó la bolsa de papel sobre la mesa y abrazó desde atrás a su madre, dejando un sonoro beso en su mejilla, haciéndola sonreír de gozo. La mujer sonrió y se giró quedando frente a su hija.
―Déjame verte, mi niña. ―Renée, madre de Isabella, levantó las manos hacia el rostro de su hija y con los dedos de sus manos comenzó a recorrer su rostro delgado. Deslizando sus manos por el contorno de su cara era la forma en que Renée veía a su hija, la manera que había aprendido a hacerlo después de que una hepatitis de tipo C dejara como secuela la ceguera, que poco a poco se desarrolló hasta dejarla completamente ciega.
No puede negar que fue la prueba más dura que le había tocado vivir: con una hija recién nacida a cuestas, sin un hombre que la apoyara, y ciega, pensaba que simplemente la vida iba a venírsele encima. Pero como Renée era una mujer tenaz, cuestión que había demostrado a lo largo de su nada fácil vida, logró salir adelante y aprender a vivir con esta limitación.
Cuando la ceguera se hizo evidente, Renée tenía diecinueve años y Isabella recién había cumplido su primer año de vida, y de entre todo lo que recuerda de su época sin esa discapacidad, lo que más atesora dentro de su memoria, es sin duda el rostro de su hijita, con esos hermosos y grandes ojos verde agua, que decía ella, eran la luz de su vida. Probablemente si no la hubiese tenido, la vida simplemente no hubiera tenido valor para ella, nada habría en esa tierra que la hubiera mantenido de pie como su hija lo hacía.
―Ahora siéntate mi niña, para que pueda servirte algo de comida. Debes estar hambrienta ―apuntó Renée luego que acabara de recorrer cada recoveco del rostro de su hija, como lo hacía cada día. Isabella siempre quedaba con una sensación de relajo luego que su madre acariciara con tanta minuciosidad y suavidad su rostro, pensando que aquella era una conexión especial entre ambas que nadie más tenia, la necesidad de sentirse la una a la otra a través de los sentidos.
―Pasé a buscar tu pan de queso. Está aquí justo sobre la mesa dentro de una bolsa de papel ―indicó con exactitud, besando otra vez la mejilla tibia de su madre―. Voy a saludar a Kal-El y a lavarme las manos.
La menuda mujer de ojos azules y castaña cabellera sonrió y suspiró al mismo tiempo, tanteando el lugar donde su hija había dejado la bolsa del pan.
―Esa creación de Dios es la única que logra esconderse de mi ―exclamó con diversión Renée, provocando que Isabella se carcajeara de camino a su dormitorio, justo al final del pasillo.
El terrario que Kal-El habitaba parecía una verdadera jungla de en miniatura. Con ayuda del veterinario de quien se hizo amiga cuando su tío Marcus llegó con ese exótico regalo para ella, construyeron el hábitat ideal para esa hermosa iguana doméstica.
Sobre la grava que servía de cubierta para el terrario estaba el verdadero rey de la casa, tan tranquilo como siempre, rodeado de troncos y ramas que ella misma había puesto allí para ornamentar el ambiente de su amada mascota de aquel intenso color verde, a la que levantó llevándosela al pecho y hablándole con arrumacos como si se tratara de un bebé. El nombre de esta excéntrica mascota surgió porque hace menos de un año cuando recibió esa iguana, ella atravesaba por una extraña fascinación por los comics de Superman, bautizándolo con el nombre kriptoniano del superhéroe.
Cargó con él hasta la cocina donde su madre ya estaba sentada tras la mesa vertiendo agua en su taza de té.
―Kal-El ha venido a saludarte.
―Oh, dame acá ―pidió Renée, apartándose de la mesa y extendiendo sus brazos para que Isabella posara al animalito sobre los brazos de su madre, quien comenzó a acariciar su piel rasposa―. Te aseguro que si fuera un gatito, ahora mismo estaría ronroneando, ¿verdad Kal-El?
―Seguro que sí, ma' ―respondió Isabella con tono divertido mirando como su mascota se quedaba quieta con los arrumacos de su madre. Se sentó a la mesa junto a su madre y vertió café recién preparado en su taza, de la que bebió un sorbo, soltando un gemido de placer. Adoraba el café en grano recién hecho por su madre, así como el té de hoja con canela que Renée solía preparar, elixir que la relajaba cuando la jornada laboral había sido muy pesada.
―Ahora cuéntame cómo estuvo tu primer día en esa área del hospital ―pidió Renée, tanteando con exactitud hasta la mesa donde estaba posada su taza de té, la que llevó hasta su boca mientras seguía acariciando la piel de Kal-El a la espera de que su hija detallara para ella su primer día de trabajo.
Renée no pasó por alto el tono apesadumbrado en el relato de su hija cuando contó los casos que le había tocado atender, rememorando parte de sus historiales, todos ellos con muy pocas probabilidades de salir indemnes de sus delicados estados de salud. Le comentó a su madre que se dio el tiempo para hablar con familiares cercanos de algunos de sus pacientes, para darles ánimos o simplemente escucharlos. Ese tipo de pacientes, cuyas familias vivían en la angustiosa espera de algún cambio en sus estados de sus seres queridos, necesitaban también un trato especial que muy pocas profesionales se dedicaban a darles.
―Pero tú has llegado con un propósito a ese lugar ―aseguró Reene, con aquella candencia pacífica de su voz, cuando ya ambas habían acabado sus respectivas tazas de bebida caliente ―tu profesión va más allá de curar heridas o cuidar enfermos, no olvides eso.
―Nunca lo he olvidado ―confirmó Isabella, tomando a Kal-El ahora entre sus brazos, sonriéndole al animalito mientras lo acariciaba y recordando su última y más tierna paciente, contándole sobre ella a su madre―. Y antes de venirme curé la rodilla de una niña que se calló justo en frente del hospital. Iba saliendo de mi turno y ella tropezó con algo… Pobrecita… estaba tan asustada.
― ¿Fue muy grave?
―Para nada, pero estaba asustada… y sus padres también lo estaban. Así que los llevé hasta un box de urgencias y limpié la herida de Jane…
― ¿Jane? ¿El nombre de la niña?
―Así es. Jane Cullen de siete años, una niña tierna como no puedes imaginártelo, con unos ojazos negros, grandes y brillantes. ―comentó con tono de ensoñación, recordando a la pequeña, sin dejar de acariciar a su iguana―. Era hermosa… ¡ah, y ya somos amigas!
― ¿Ves? Ya hiciste amigas en tu primer día de trabajo ― divertida comentó Renée, levantándose de la mesa con su taza vacía, la que dejó en el fregadero―. Y hablando de amigas, ¿Alice ha estado bien?
―Sí, iba a salir a celebrar el primer día con un grupo de colegas, y por cierto, me preguntó cuándo prepararías tu tarta de manzanas, esa que a ella tanto le gusta…
―Marcus vendrá este fin de semana, puedes decir que venga.
―Estará feliz de hacerlo.
― ¿Y por qué no saliste a celebrar con tus amigas? Es bueno que lo hagas de vez en cuando, que conozcas personas nuevas, que te diviertas y… conozcas algún chico que te interese… ¿nadie te interesa, ningún galán por el que suspires en silencio?
―Ma', cuando suceda, serás la primera en saberlo, es una promesa ―comentó con menos entusiasmo y con su frente arrugada mientras pasaba sus dedos por la piel del reptil― pero por ahora sabes que estoy abocada a mi trabajo, no quiero fallar. Además, estoy cansada.
―Entiendo ―dijo Isabella, pasándose las manos mojadas sobre el delantal lila que usaba para las labores domésticas y para no estropear su ropa―. Entonces si ya acabaste, vete a descansar mi niña, cuando acabe paso por tu recamara a darte el beso de las buenas noches.
― ¿No quieres que te ayude a lavar?
―No mi niña, este es mi trabajo, y lo hago con mucho gusto.
―Bueno pues ―se levantó entonces con su mascota entre los brazos, volviendo a acercarse hasta su madre, que ya había llevado el resto de los utensilios sucios hasta el fregadero para lavar. Ya no se preguntaba cómo es que era tan precisa en las labores hogareñas teniendo la discapacidad que la afectaba, o cómo se las arreglaba para salir a la calle sin problemas, simplemente Isabella estaba segura que la perspicacia de su madre y la agudeza del resto de los sentidos era lo que la ayudaba.
―No olvides dejar al Kal-El en su casita y rociarlo con su agua antes de meterte a la cama ―le recordó Renée cuando ella ya iba de camino. No pudo evitar rodar los ojos pues su madre le recordaba aquel ritual todos los días, como si ella fuese capaz de olvidar las tareas que debía de cumplir con su amada mascota.
Cuando lo hizo, Isabella se sentó en la cama y se quitó las zapatillas azul marino, dejando caer su cuerpo contra el cubrecama de tono amarillo pálido, clavando su vista en el atrapa sueños que colgaba desde el techo de su cuarto, suspirando profundo, quedando su mente atrapada en la pregunta de su madre sobre si había alguien que la hiciera suspirar… ¿cómo le iba a decir que a veces, muy a lo lejos, soñaba con aquel hombre de ojos oscuros que la aturdieron en el pasado provocándole más que simples suspiros, preguntándose qué sería de él? No podía decirle que a veces y sin proponérselo, recordaba aquellos momentos tan extraños de su vida, tan degradantes… al menos eso concluía ahora que miraba desde lejos cuando el tiempo y la madurez se habían asentado en ella. Pero a veces esas imágenes se le colaban sin querer y para apartarlos, Isabella simplemente se enfrascaba en la lectura y se ordenaba soñar con esos galanes por los que cualquier mujer lloraría de amor.
Volvió a suspirar, sintiéndose estúpida como una chiquilla de quince, como una niña que no hace más que ansiar por sus amores literarios que nunca se harán realidad. Aunque allí, con su mirada fija en el adminículo circular desde donde colgaban plumas azules, pensaba en el significado de este objeto étnico al que se atribuía propiedades mágicas, que según la creencia popular, filtraba los sueños de las personas, dejando pasar solo los sueños y visiones positivas… ¿Significaría que la idea de su amor ideal que veía retratado en sus personajes literarios, se haría realidad para ella? ¿Significaría alguna clase de esperanza para ella?
Cerró los ojos, y aun vestida, se acurrucó sobre la cama haciéndose un ovillo, y cerrando sus ojos, invocó a algunos de sus amados personajes, un hombre varonil, tierno y atractivo, a quien vio esperándola en algún lugar de aquella ciudad para encontrarse y cuando así fuera, no habría marcha atrás, miraría su vida desde otro prisma lleno de color… y a decir verdad, deseaba que eso ocurriera, y pronto.
* (El nombre de la canción al que Isabella hace mención se llama "Cuando la lluvia te bese los pies" y es del músico argentino Pedro Aznar).
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Cata!
