*Shora de la felicidad* Feliz Cumple Vicky, más te vale que esta cosa te guste o juro que te mato :D nos costó tiempo, pero logramos terminarlo rápidamente :D

Discamer: Los personajes no me pertenecen, son de Himapapa, y si fueran mios, la serie se llamaría Cincuenta Sombras de Muchos Homos (?) Pero la historia todita es mia, y eso no se discute.

Advertencias: No tengo la historia completa planeada, por lo que entra en la categoría M por las dudas. QUIZA muera algun personaje, QUIZA haya violencia y REALMENTE DUDO PERO QUIZA haya relaciones de idole sexual. Pero como dije antes, no tengo nada planeado, asi que no esperen que este si o si.

Y antes de empezar la lectura, obviamente, le agradezco a mi querida beta, Jem-Sama, alias , que POR POCO Y NO ME DEJA COME, FORRA, pero al menos hizo que esta historia no esté tan asquerosita como lo estaba al principio :3

Sin nada más que decir, ¡Disfruten! Pero que disfrutes más vos, Vicky :333 3

Paseaba tranquilamente por la oscura habitación, mirando las ondulaciones en el agua del cuenco transparente enfrente de ella. Una luz proveniente del pilar en el que se encontraba llenaba la habitación de pequeñas luces acuáticas, produciéndole la sensación de estar en el agua. De estar de nuevo en casa. Inspiró hondamente y vació su mente de pensamientos, relajando su cuerpo. El momento se acercaba. Volverían, sabía bien que lo harían, cuando tenía ese tipo de corazonadas siempre terminaban cumpliéndose, no importa cuánto tratara de impedirlas. Aun así no pudo evitar que una oleada de nerviosismo y ansiedad recorriera su cuerpo, los latidos de su corazón acrecentándose. Las lágrimas inundaron sus ojos, mientras intentaba volver a serenarse. No debía perder la calma ahora, quedaban tan solo 3 días para la fecha y aun había tanto que hacer, tantas cosas que preparar, tantas personas con las que hablar.

Se acercó al cuenco y contempló las tranquilas aguas en su interior, perturbadas solamente por el constante goteo de una estalactita arriba suyo. Tocó su suave superficie, para luego introducir su brazo totalmente hasta el hombro, como si no hubiese fondo. Tanteó vagamente la fría agua alrededor suyo, sintiendo como algunos peces rozaban su piel, sus escamas lastimándola estando esta sensible por su helado entorno. Después de unos minutos lo sintió. Tiró con fuerza, el calor volviendo a su miembro cuando este se encontró afuera del agua, para luego dejar el objeto en cuestión sobre una mesa de trabajo cercana. Cubierto de algas y moho, un anillo de oro brillaba de una forma misteriosa para la cantidad de basura que lo rodeaba. Al tocarle la luz proveniente del agua, empezaron a aparecer letras en todo su contorno, formando lentamente un nombre. Bastaron unos segundos para que se revelara por completo, haciendo sonreír a la mujer.

- El destino te tiene preparadas grandes cosas, joven…

»§«§»§«

Arthur Kirkland llevaba esperando más de una hora cuando por fin el camión con las entregas paró frente a su negocio. Su impuntualidad, sumado al hecho de que tenía un horrible dolor de cabeza y apenas si había tenido tiempo de tomarse un asqueroso café, habían hecho que sobre el pobre cayera toda la ira del inglés. Con un poco de suerte, nunca volvería a llegar tarde, aunque conociéndolo de tantos años trabajando para él, volvería a llegar tarde la próxima semana, o la siguiente. El ojiverde se tomó de las sienes, sintiendo como el enojo empeoraba su jaqueca, la falta de sueño haciendo mella en el. Empezó a ordenar las mercaderías que el otro le había traído, ingresando en la mediana tienda de antigüedades que el mismo había creado. Ordeno los jarrones chinos por la izquierda, a mitad de la primera estancia. Los muebles viejos los llevo hasta el 2do piso, en habitaciones ambientadas para simular diferentes salones de varias épocas y países, todo adornado con buen gusto y organización. Los relojes los colocó detrás del mostrador, encajados como si fueran piezas de puzle, organizándolos de manera imperceptible por su clase. Las figuras de porcelana las puso más alto que la ultima vez, ya que hubo varios incidentes en los cuales algún codo descuidado o un menor travieso los hizo pedazos, y a pesar de que hubo una paga por el material roto, no podía evitar sentirse adolorido al ver piezas con varios años de antigüedad siendo tiradas en fragmentos al basurero.

No hubo piezas que le llamaran mucho la atención, la mayoría eran objetos cotidianos que pasaban por su tienda, por lo que despacho el resto de los objetos al sótano, como reposiciones. La ubicación de las cosas le llevo poco más de dos horas, siendo esta una rutina, por lo que para cuando llegaron sus tres empleados el camión no era nada más que un punto en la distancia. Al tocar las doce del mediodía, la tienda se abrió para el público y cada empleado tomo su lugar, dos en cada piso, y Arthur retomo su lugar detrás de la caja registradora, en un sillón rojizo oscuro del cual no había querido desprenderse.

Su negocio había empezado cinco años atrás, cuando aún vivía en la casa de sus padres. Él era el cuarto hijo de una familia de ingresos moderados, viviendo en un edificio algo viejo y dañado. Su padre trabajaba en una carnicería y su madre vendía cuadros que pintaba a mano. A pesar de que sus trabajos no eran muy lucrativos, vivieron de manera aceptable durante toda su infancia, con pocos momentos malos. Cuando cumplió los veintiuno ya se encontraba cursando la carrera de Letras, su padre cayó gravemente enfermo, falleciendo unos meses más tarde, por lo que decidió empezar a trabajar para cumplir los gastos de su hermano menor, de quince años. Trabajo por un tiempo en distintos lugares a medio tiempo, ayudando a su madre con las cuentas, pero la situación no podría seguir así mucho tiempo, los estudios y el trabajo comiendo sus horas de sueño lentamente.

Es por eso que empezaron a vender algunos muebles viejos que no usaban demasiado, sabiendo que poseían un valor histórico importante la mayoría de ellos. Usaron con permiso del dueño el patio delantero del departamento, vendiendo junto con los objetos los cuadros de su madre. El negocio fue un rotundo éxito, por lo que con ayuda de algunos contactos obtuvieron nueva mercadería y volvieron a hacer la venta. Con el tiempo las ganancias fueron aumentando junto con la cantidad de objetos, permitiéndoles crear formalmente un negocio aparte, usando el viejo punto de venta de los cuadros. Su madre se jubiló hace tres años, y su hermano terminó el secundario perfectamente y empezó una carrera en la universidad, por lo que él se encargo del negocio con esmero, llegando al magnífico recinto que tenía en esos momentos.

Tocaron las tres y media y marcó una pequeña pausa para el almuerzo, aprovechando que al ser martes no había personas a esa hora. Cruzó la calle y se dirigió a la esquina más cercana, a su izquierda, para entrar a la misma cafetería a la que acostumbraba ir. Lo recibieron el delicioso aroma de la comida recién hecha y la calidez de la caoba y el verde que adornaban el lugar de forma elegante pero hogareña. Se dirigió rápidamente hacia su acostumbrado asiento, una mesa individual algo apartada al fondo pero con una hermosa vista por la ventana. Rápidamente se le acercó un joven no mucho menor que él, de tez y pelo castaño y ojos de un aburrido verde oliva.

- ¿Lo mismo de siempre, Arthur? – sacó un pequeño anotador de su delantal, empezando a escribir con una lapicera azul sobre su superficie. El italiano se notaba de peor humor que de costumbre, por lo que no pudo evitar soltar una pequeña risa de satisfacción ante su enojo.

- No hay motivos por los cuales cambiarlo ahora. – le dedicó una sonrisa burlesca al otro, haciendo que empiece a murmurar un montón de insultos en italiano por lo bajo. Se dio la vuelta rápidamente y le entrego la nota a su padre, bajo a divertida mirada de su gemelo.

Giró su cabeza hacia el ventanal, apreciando la belleza de la antigua y poco transitada calle, apenas recordando el dolor de cabeza que lo persiguió durante todo el día. A los pocos minutos le trajeron la comida, aunque en vez de encontrarse con los malhumorados ojos oliva, se encontró con un par de ojos cálidos color miel, sonriéndole. Por encima de su hombro pudo ver al otro despotricando con su padre, el cocinero, mientras que este lo retaba por algún motivo.

-¿Que problemas ocasionó ahora tu hermano? – se alegró profundamente de no tener al otro encima suyo, con su mal genio taladrándole en los oídos.

- Nada importante, señor~ solamente se distrajo con una clienta. – dejó salir un suspiro al escuchar eso. Conociéndolo bien, sabía que distraerse equivaldría a coquetear con alguna joven que de casualidad cayera bajo sus ojos, una costumbre que se le antojaba más que nada repugnante. No malinterpreten, cortejar a una mujer no tiene nada de malo, pero en el caso de Vargas, el acostumbraba a hacerlo con absolutamente todas, incluso con varias al mismo tiempo. Lo dejó solo para que comiera tranquilo su plato de pasta, la especialidad de la cafetería.

Miró a la lejanía a los gemelos y se acordó claramente de cuando los había conocido, hace tan solo cuatro años. La familia Vargas se había mudado rondando esa época al país, buscando empezar una nueva vida después de grandes problemas familiares. No sabía mucho del tema, ya que era delicado, pero al parecer la mitad de la familia de los gemelos era mafiosa, y querían ingresar a los gemelos a sus filas, pero su padre se interpuso y consiguieron llegar hasta aquí con la plata que tenían ahorrada. Se habían conocido mediante una venta, la mayoría de los muebles del lugar eran piezas suyas originarias de Italia, así que ambos pudieron conseguir una gran cantidad de plata gracias a ello. Por ese entonces los gemelos tenían 18 años, y aun así no habían cambiado mucho en comparación con ese entonces.

Lovino Vargas era el mayor de los dos, con un fuerte mal humor y comportamiento que, por lo que cuentan, ha heredado de su madre. No sabría decir porque tenía aquella actitud, pero no había manera de sacársela, a menos claro que fueses una mujer. Era muy vago e inútil, incapaz de limpiar el lugar sin dejarlo todo peor que antes, pero tenía un gusto muy bueno para la decoración, habiendo hecho la del local entero, con uniformes incluidos. Aun así, hecha ya la decoración, actualmente era un simple inútil en su opinión.

Feliciano Vargas era su hermano menor, y si no fuera por su evidente parecido físico, hubiera apostado a que uno de los dos era adoptado o de madre o padre distinto. Mucho más alegre y humilde que su hermano, el era el encargado de hacer la limpieza del lugar, junto a cocinar en las ocasiones en las que su padre no está. Nunca antes había conocido a una persona más optimista y feliz, pareciera que a pesar de sus 22 años seguía teniendo una inocencia admirable. Aunque no estaba del todo seguro sobre si esa felicidad era no otra cosa más que ingenua, pero prefería no meterse mucho en el tema. La otra opción era su hermano.

Terminó su plato rápidamente, vaciando tranquilamente su bebida mientras esperaba al camarero para pagar su cuenta, siendo de nuevo el menor el que vino a atenderle. Dejó una cuantiosa propina y salió a la calle nuevamente, de vuelta al trabajo. Justo cuando pasaba por la calle, un coche a toda velocidad apareció doblando por la esquina, y si no hubiera parado en ese mismo instante, hubiera sido hecho pedazos. Miro al coche alejarse por la calle en tan solo unos instantes, por lo que se dirigió rápidamente y algo tenso al negocio, murmurando cosas por lo bajo. Al entrar lo recibieron sus empleados con un saludo formal, el cual correspondió antes de sentarse en su acostumbrado sillón.

Abrió la caja contadora y empezó a contar las ganancias, cerciorándose de que no hubiera billetes falsos entre ellas. Los ordeno y los alisó, limpio con un paño el interior de la misma, para luego volver a guardarlos cuidadosamente y cerrarla. Abrió los cajones y empezó a ordenarlos, sacando envolturas viejas de caramelos de miel, ordenando un par de libros y cuadernos por tamaño y grosor, se aseguró que sus estuches estuvieran en un estado perfecto, para luego cerrarlos y levantarse de su sillón, adentrándose entre la tienda nuevamente, asegurándose de que todo estaba en orden. Se fijó entre los jarrones y los ordenó todos de frente, limpiando con el mismo paño aquellos que con el tiempo habían juntado una apenas perceptible mugre. Tanteó debajo de los estantes con guantes descartables en búsqueda de chicles y caramelos pegados, despegando los pocos que se habían juntado desde la última inspección. Ordenó de la misma manera las vasijas, los joyeros, juegos de té, lámparas y todo objeto de cerámica o arcilla que sus ojos encontraran.

Fue al segundo piso y sus empleados empezaron a sudar frio rápidamente, conocedores de los momentos en los que, siendo la clientela poca, se dedicaba a hacer sus mortales inspecciones. Entró en las distintas habitaciones que había organizado, enderezando cuadros y asegurándose de que ninguna superficie estuviese manchada, que la alfombra estuviese estirada, que las fuentes de iluminación estén limpias, para asegurar que la cantidad de luz vista sea la máxima potencia. Ante cualquier error, sacaba su anotador y los escribía debajo del nombre del encargado del cuarto, para luego tener una charla según la severidad de lo visto. Estaba a punto de salir de la última de las habitaciones, curiosamente esta se encontraba perfecta, cuando una idea cruzó por su mente. Volvió a entrar y se agacho cuanto le permitió su traje, fijándose debajo de las mesas del café y de los sillones, encontrando justamente lo que intentaba ocultarle, con tantas miradas temerosas; un mar de chicles pegados a lo largo de la superficie. Se levantó y se irguió en toda su altura, para dedicarle una mirada furiosa a la chica en cuestión, la cual al instante captó el mensaje y se puso a despegarlos a mano limpia, guardándolos en una bolsa de la limpieza, todo ante la fría mirada del rubio. Salió de la habitación completamente calmado por el exterior, aunque redujo levemente el sueldo de la empleada en cuestión, consiguiendo calmarse también por dentro.

Ya más entrada la tarde empezó a aparecer la clásica clientela de mujeres solteras, gente de edad avanzada, novios empedernidos y familias con pocos hijos, entre otros. Retomó rápidamente su lugar y efectuó su trabajo de forma eficiente, con una tranquilidad propia del tiempo en el que lo ejercía. Intento mantener al máximo el orden que había dejado antes, con la excepción de un vaso descartable y una tabla de aspirinas abiertas, la cantidad de ruido se encargo de hacerle acordar acerca de su jaqueca. Por suerte no hubo muchos más incidentes más que un par de adolescentes ruidosos, por lo que despidió rápidamente a los empleados y empezó a apagar las luces del lugar, poniendo las respectivas alarmas de seguridad.

Estaba a punto de salir cuando sintió a alguien agarrarle por detrás levemente, viendo al girarse a la empleada la cual había reducido su sueldo. Pequeñas lagrimas de tristeza se retenían en sus ojos verdes, mientras se armaba de valor para sacar las palabras.

- Por favor…Señor Kirkland, necesito urgentemente la plata – empezó a enroscar sus dedos en su pelo rubio, corto hasta los hombros – M-Mi hermano está gravemente enfermo, y necesito la plata. Urgentemente – antes de que pudiese abrir la boca, tomo las manos del más alto entre las suyas y empezó a suplicar - ¡Por favor! Debe haber algo en lo que pueda ayudarle. Cualquier cosa.

- Ya veremos mañana, señorita Zwingli – dirigió la llave al cerrojo, y fue interrumpido por segunda vez, al llegar súbitamente el camión de entregas. Miro extrañado el vehículo, mientras el conductor bajaba y se acercaba rápidamente para entregarle papel y bolígrafo, para firmar que había recibido el objeto en cuestión. – ¿Qué haces a esta hora aquí?

- Tengo una entrega especial y urgente, lo conseguí por una ganga y, bueno, como insistía tanto en que te lo de cuanto antes… - sabía bien que había sido sobornado para realizar esa entrega, lo conocía bien, pero este rápidamente se alejo de él y de la tormenta que se estaba formando, y abrió la puerta trasera. Saco la rampa y con ayuda de un empleado saco una enorme caja de madera, envuelta por la palabra FRAGIL en cada espacio libre. Lo puso delante suyo y saco de su bolsillo un sobre arrugado, poniéndolo bruscamente en su mano – También me dijo que le de esto, va junto con la entrega – se sentó rápidamente y cerró la puerta con fuerza, arrancando y alejándose rápidamente, escapando del ojiverde.

- Emm…¿Señor Kirkland? – la joven toco su hombro con suavidad, haciendo que se voltee a mirarla con un rictus de ira. Sonrió rápidamente, una idea cruzando por su mente.

- Creo que ya sé cómo puedes ayudarme, Zwingli...