CAPÍTULO PRIMERO – Franco Milazzo y el Obispo de Buenos Aires

Franco Milazzo estaba tomando su quinto café en un bar de la calle Corrientes.

Cada sorbo iba acompañado de una impaciente mirada hacia la concurrida avenida, decorada por los últimos rayos de sol de una fría tarde de Setiembre y un repiqueteo de los dedos en la mesa del bar; el cardenal Bonelli estaba atrasado una hora y media.

Decidió esperar un rato más, hasta que se pusiera el sol del todo, luego, se iría y arreglaría otra cita.

El bar estaba lleno de nuevo, luego del período de ausencia de clientes en el que había llegado. Los mozos no daban abasto con todos los oficinistas impacientes, hablando por sus teléfonos o usando su laptop, probablemente colgados a la red wi-fi que ofrecía el local.

Los bares llenos al atardecer eran espectáculo diario en una ciudad del tamaño de Buenos Aires.

Milazzo se rascó su ancho cuello, y luego aflojó un poco la camisa blanca que llevaba puesta en ese momento: le incomodaba usar camisas, o ropa formal, lo suyo era el vaquero y la camiseta, pero una reunión con un cardenal ameritaba vestimenta formal.

En realidad, no sabía ni si iba a hablar con el cardenal; tal vez se encontrara con un ladrón muy inteligente cuando saliera del bar, en busca de su Ford Escort, el cual había dejado estacionado en un parking a unas cuantas cuadras de allí. Pero eso no lo preocupaba: el sabía como controlar ladrones; y luchadores de artes marciales, después de todo, a eso se dedicaba.

La profesión de Franco Milazzo era la de profesor de artes marciales – específicamente karate - en una importante escuela del barrio Palermo. El era dueño, fundador y profesor de ésta. Actualmente, su institución era de las más grandes de toda Argentina. Probablemente esto se debiera al renombre de su dueño, campeón tres años consecutivo de karate a nivel nacional, y también campeón del mundo, en México, en el año 2000.

Su carrera como luchador profesional estaba estancada, de momento, ya que había descubierto su vocación, y esta era profesor de lo que tanto placer le trajo; y le traía.

Milazzo, también había actuado en varias películas, de joven, como doble de acción. Su agilidad era su fuerte al igual que su inteligencia y cultura. Asiduo lector utilizaba su cerebro para perfeccionar sus técnicas, para salir adelante, y para contar con la fortuna que contaba.

Ahora, a los 39 años, solo aspiraba hacerse una linda cuenta en un banco de Suiza, darle un buen renombre a su escuela, venderla e irse a vivir a algún lugar de Centroamérica, rodeado de palmeras y playas de arena amarilla como el sol.

Fue precisamente en su escuela de Palermo donde recibió a el padre Torchia, mano derecha de Bonelli al parecer, y cura de la parroquia de Palermo.

Al menos así se presento.

Si bien Milazzo no concurría a la iglesia desde que era pequeño, y no creía en el dios que esta profesaba, ya que su punto de vista hacia la creación de todo era el agnosticismo, se trató de manera respetuosa con el cura.

El padre Torchia; alto, moreno, de pelo peinado a la gomina y de cara angulosa, de unos cuarenta años, se había presentado en su escuela de artes marciales para pedirle una reunión con el obispo de Buenos Aires. Cuando Milazzo intentó preguntarle el motivo, Torchia se mantuvo distante y le dijo que esa información ya la recibiría en su debido momento: en el Bar Malena, el próximo viernes, a las 5 en punto de la tarde.

En el Bar Malena se encontraba Milazzo, dos horas después de la hora indicada, esperando impaciente la aparición de Bonelli.

Vació de un sorbo el fondo del café y fue en ese instante cuando una mano en el hombro lo hizo voltear:

Vino, Milazzo, pensé que luego de mi demora ya se habría marchado –

Padre... – murmuró Milazzo poniéndose de pie para darle la mano al hombre canoso, con muy poco pelo ubicado en los costado de la cabeza, vestido con ropas de marca, aparentemente sin el más mínimo aspecto de cura (menos de obispo) que le alargaba una mano nudosa, con un anillo de piedras – padre Bonelli... un placer

El placer es mío, Milazzo, tome asiento por favor –

Y esto hizo Milazzo, se sentó en el lugar en el que se encontraba antes de la llegada del obispo, viendo como el obispo ocupaba el lugar enfrente al suyo y le hacía señas a un mozo que pasaba.

Milazzo vio como le pedía un submarino y luego, apoyando los codos en la mesa y alargando los brazos hacia él, le hablaba de nuevo:

Sin lugar a duda se preguntará el motivo de esta reunión, y le agradezco que no le haya insistido al padre Torchia para averiguarlo, eso habla muy bien de usted y de su respeto hacia nuestra institución. Llegué a considerar que no iba a aparecer, pero veo que aquí estas, pese a mi demora, de la cual, debo disculparme –

Está bien... no es importante, hoy no me toca dar clase. –

Bien... bien. No alarguemos más esto. Voy a hablarle de porque lo cité. Mucho de lo que va a escuchar a continuación, le parecerá sumamente ridículo y – probablemente - no me crea, pero solo le pido una cosa: el beneficio de la duda –

Está... está bien.. hable –

Milazzo pudo sentir como su ceño se fruncía cuando Bonelli pronunciaba esas palabras. Todo estaba tomando un aire muy extraño. Demasiado extraño.

En ese instante el mozo traía el submarino del obispo.

Esto ya se está llevando a cabo en otras partes del mundo: en Asia hay un equipo de este tipo, en el sur de Estados Unidos, en Europa y al ver que las circunstancias lo demandaban, aquí, en Sudamérica también. Lo crea o no, aquí también hay... y debemos impedir que se expandan. De momento hay pocos, y se pueden contar y localizar fácilmente, pero si no los exterminamos ahora, luego será mucho más difícil. Y peligroso.

El obispo hizo una pausa que Milazzo aprovechó para preguntar:

Padre... de que estamos hablando ? –

Vampiros, Milazzo... pero no los clásicos y románticos vampiros que nos mostró Bram Stoker. No hay condes, no viven en castillos, no se espantan por el ajo ni por las cruces. Son vulnerables al sol, a una estaca en el medio del corazón, y son debilitables con tiros... de balas comunes, las de plata les hacen igual.

El obispo debió notar la cara incrédula de Milazzo y añadió:

Esto no es mentira Milazzo. Existen de verdad. No los reconoce, pero allí están. Viven en casas abandonadas, se alimentan de noche, y viven en pequeños grupos, no mayores de diez vampiros y un líder por colonia. Salen de noche a recorrer la ciudad pero no se alejan mucho del nido. La mordedura de un vampiro convierte a la víctima en uno de ellos luego de unos cinco días. Si es en el cuello, casi al instante. Hombres o mujeres, niños o ancianos, no importa: todos son igual de ágiles y de veloces. Y de letales. –

Aquí es cuando me paro y me voy – dijo Milazzo arqueando las cejas y tomando su campera del respaldo de la silla –

Cuando se la estaba colocando, sintió la mano del obispo tirando de su brazo:

Recuerda lo que le pedí Milazzo : El beneficio de la duda; déjeme terminar –

Milazzo se detuvo y se quedo mirando la cara del obispo, pidiéndole un poco de paciencia.

Lo pensó, y lentamente comenzó a quitarse la campera.

Déjeme decirle porque le estoy contando esto, y luego es libre de irse a donde quiera y borrar de su mente este encuentro. Pero déme solo unos minutos. –

Solo por ser usted, padre, se los daré, pero no quiero creer que me está tomando el pelo –

No me atrevería Milazzo –

Correcto, continúe –

Luego de una reunión, que tuve con miembros de el Vaticano, la semana pasada, se me encomendó una tarea: formar un equipo caza vampiros, aquí, en Sudamérica. La elección de los miembros de este se dejó a mi criterio. Y yo lo elegí a usted para encomendar el equipo. A mi me costó muchísimo creer lo de los vampiros, pero mi fé en la iglesia del Vaticano me hizo asimilarlo y creerlo al pie de la letra. –

Y fui yo el elegido para comandar el equipo porque... –

Por su inteligencia, su capacidad de obtener resultados, su ambición por el triunfo, su decisión, su habilidad en las artes marciales. No crea que se lo pido como un favor: el Vaticano lo recompensará luego de cada colonia exterminada con una buena suma de dinero. Lo mismo al resto del equipo. No le pido que me crea, ni que acepte, solo que lo piense. –

El obispo sacó de el bolsillo de su camisa, cubierta por un chaleco de rombos verde inglés y color crema un papel en el cual garabateo una serie de números con una lapicera dorada. Le alargó el papel a Milazzo:

Piénselo y llámeme. Se lo pido como un favor. Será entrenado, no tiene nada que temer: no alguien con sus habilidades. Créame, es usted el indicado para comandar este equipo. –

Bonelli se puso en pie y le alargó la mano a un extrañado Milazzo, que ahora si se ponía su campera dispuesto a irse.

Vaya, yo pagaré la cuenta – le dijo el obispo y le palmeó el brazo.

Sin tener noción de lo que hacía, caminó mirando incrédulo el teléfono del obispo a medida que se acercaba a la puerta de vidrio del bar.

Salió a la calle y una ráfaga de viento le azotó la cara. Se subió el cierre de la campera y caminó hacia el parking esquivando gente por la concurrida Corrientes.

Se alejó por una lateral de la avenida para ir en busca de su auto.

Lo había dejado bastante lejos, y las calles eran muy oscuras.

A medida que se alejaba de la avenida las masas de gente disminuían y cambiaban de aspecto: los oficinistas se transformaban en adolescentes tomando cerveza, y los coches en algun carro de recicladores.

Doblo una vez más para ir hacia el parking y se topó de frente con él.

De aproximadamente un metro ochenta, de pelo revuelto y vestido en harapos, un joven de brazos abiertos, al igual que su boca que mostraba dos colmillos tenebrosos.

Milazzo observó aterrorizado el color amarillo rojizo que ostentaban sus ojos y la expresión de odio en la cara del joven.

Por primera vez en mucho tiempo sintió miedo, el cual se duplicó cuando sintió la voz de este que lo tomaba del cuelo con una mano, de uñas largas, que se le enterraban en el cuello a Milazzo, provocándole un dolor punzante.

El joven habló:

No puedo dejarte ir, Franco. - dijo con una voz ronca que le provocó un escalofrío a Milazzo, el cual se encontraba totalmente vulnerable ante la criatura que lo apresaba por el cuello.

Cuando cerró los ojos esperando sentir la mordedura de los colmillos de aquella criatura – ahora indudablemente comprobó que era un vampiro - , dos estruendos de un arma de fuego fueron seguidos de su caída sobre el asfalto de la calle.

Mientras se tomaba adolorido el cuello, miró por encima de su cuerpo como el joven se daba media vuelta y caminaba imperturbable hacia una silueta que Milazzo reconoció al instante como la del obispo Bonelli.

Los estruendos se repitieron tres veces al ritmo que el vampiro se sacudía sin caer y aparentemente sin sentir dolor.

Milazzo veía el desenlace de aquello y no era nada bueno: el vampiro estaba a menos de dos metros del obispo el cual seguía apuntando con el revólver al pecho de su posible asesino.

Si no lo detenía él, nadie más lo haría.

Incorporándose de un salto y lanzando un grito a la noche saltó sobre el vampiro que intentó zafarse del cuerpo que lo apresaba por detrás.

En la oscuridad de la noche, Milazzo observó como el obispo sacaba de un bolsillo interior del camperón que llevaba puesto una estaca de madera y al grito de "Muere criatura de Satán !", se la introducía en el pecho con las dos manos al vampiro que lanzó un desgarrador grito, el cual Milazzo dedujo, se escuchó en varias cuadras a la redonda.

Cayendo hacia atrás con el cuerpo del vampiro encima, sintió la mano del obispo que lo levantaba tironeando de su brazo.

Le creo padre... le creo , acepto ! –

Ahora no hay tiempo para eso, vendrán más, vamos ! –

Corriendo los dos calle arriba el obispo Bonelli abrió la puerta de un Mercedes Benz negro, y le abrió la puerta a Milazzo del acompañante, el cual entró en el coche al instante.

Vamos, mañana podrá venir a buscar su auto, ahora no hay tiempo, vamos a la iglesia de Palermo, pasará la noche allí –

¿ Como sabía que estaba siendo atacado por uno de estos ? –

Cuando se iba, ví como un ser bastante sospechoso partía en dirección opuesta vigilando su posición sobre el hombro. Lo seguí hasta aquí. –

Y si yo no lo ayudaba, ¿ el vampiro lo hubiera matado ? –

No, lo estaba dejando acercarse para enterrarle a estaca sin necesidad de arriesgarme. No quiero decir que su ayuda no fue considerable, en absoluto. –

El Mercedes Benz se alejaba por las calles de Buenos Aires dejando atrás casas, edificios y locales comerciales.

Luego de algunos minutos de trayecto, hechos en un absoluto silencio, la iglesia de Palermo comenzó hacerse visible. El obispo rompió el silencio:

Entre allí, el padre Torchia lo recibirá. Mañana en la mañana lo llevaré a recoger su auto y de paso hablaremos de su cargo y de las siguientes instancias a seguir en la formación del equipo. Descanse bien, le hace falta, tal vez mañana emprenda un viaje de varias semanas. –

Ya se hallaban estacionados cuando, dentro mismo del coche Milazzo le dio la mano al obispo y se bajó sintiendo el molesto viento de fines de invierno. El obispo le pidió que le avisara al padre Torchia que quería hablar con el.

Entró en la iglesia y se encontró con Torchia despidiendo a algún rezagado de la misa de las siete. Este se extrañó por la presencia de Milazzo pero no le dio tiempo a preguntar nada, este le informó de la intención de el obispo de hablar con él.

Milazzo tomó asiento en el primer banco de la iglesia mientras esperaba que volviera el padre Torchia.

Tomó un libro de cantos y lo leyó distraídamente. Era notoriamente más aburrido que 1984, el libro de George Orwell que descansaba sobre su mesita de luz, el cual estaba leyendo en los últimos días.

El padre Torchia no tardó en volver y con la cara que ameritaban las circustancias lo dirigió al fondo sin articular palabra.

Le mostró una habitación que evidetemente pertenecía a él, pero que sería propicia para que pasara la noche Milazzo.

La habitación constaba de una cama, un televisor de catorce pulgadas a los pies de esta, sobre el que se hallaba un crucifijo de madera, algunos cuadros con ilustraciones religiosas, un escritorio de madera de roble, una biblioteca con unos cuantos libros y poco más.

Milazzo se recostó en la cama mirando el techo. Hacía tiempo que no estaba tan cansado. Le pesaban todas las partes del cuerpo si bien no había hecho nada meritorio de que esto sucediera. Nada más que enfrentarse a un vampiro.