Nota de historia:

Esta historia se sitúa, dados sus protagonistas, en el cuarto año de Harry en Hogwarts y, más concretamente, en los días previos a la elección de los campeones del Torneo de los Tres Magos.

Nota de autoras:

Queridas lectoras constantes y caras nuevas por igual, nos complace enormemente dejaros el primer capítulo de nuestra nueva historia, que hemos escrito como regalo de cumpleaños para la magnífica DeathEaterBlood.

Esperamos que os guste esta última locura que ha surgido de nuestras perturbadas mentes y que esta insólita pareja protagonista os haga reír al menos un poquito.

¡Un beso a todas!

Nota para DeathEaterBlood:

Deseamos de corazón que disfrutes de tu regalito, preciosa ;)

Feliz cumpleaños, guapísima.

Disclaimer:

Severus no nos pertenece (si nos perteneciera no le hubiéramos hecho sufrir tanto, pobrecillo…) y el resto de personajes, tampoco. Son de una señora inglesa que se ha hecho rica maltratándoles…


1. La apuesta perdida

—¡¿Que tengo que qué? —exclamó Cedric, incapaz de creer lo que Fred, o George, uno de los dos gemelos Weasley, no estaba seguro de cual, acababa de decirle—. Ni hablar, no pienso hacerlo, ni que estuviera loco.

—Sabíamos que los Hufflepuff érais unos gallinas... —dijo Fred, divertido.

—Pero no tanto —concluyó George.

—Eso no es ser gallina —se defendió Cedric—, es sólo instinto de supervivencia. ¡No quiero que Snape me mate, dentro de dos semanas jugamos el partido contra Slytherin!

—Entonces será mejor que no te descubra...

—Porque no queremos que las serpientes ganen por culpa de que vuestro equipo no disponga de su jugador "estrella".

—Mmmpffff... —refunfuñó el Hufflepuff— ¿no podéis pedirme otra cosa? ¿Cualquier otra cosa?

—Ya aseguraste que harías cualquier cosa si perdías la apuesta...

—Y has perdido.

—¡Malditos Weasleys! Apostar con vosotros siempre trae problemas, ¿cómo es que sigo haciéndolo?

—Porque eres un Hufflepuff...

—Si fueras un Ravenclaw no lo harías.

"Y porque estáis para comeros con patatas", pensó Cedric, aunque se guardó mucho de decirlo en voz alta.

—Está bien, haré lo que me pedís, aunque me juegue el cuello en esto. ¿Cuándo aprenderé a mantenerme lejos de vosotros?

—¡Esperamos que nunca! —respondieron alegremente los hermanos, a coro.

El buscador de Hufflepuff se separó de los pelirrojos y se alejó pasillo abajo, mientras estos se quedaban atrás chocando sus palmas entre ellos.

—¿Verdad que somos la hostia, Fred?

—Verdad, somos la hostia, George.

—Así, si Cedric tiene éxito, de un solo plumazo, conseguiremos dos cosas…

—La foto de Snape desnudo para colgarla en el tablón de anuncios…

—Y averiguar cómo funciona la cámara mágica que le ganamos a ese estúpido Slytherin la semana pasada…

—Eres un genio, George.

—No más que tú, Fred.

Los gemelos se dieron unas palmaditas en el hombro y se fueron a buscar a Ron para explicarle su nueva jugada maestra.

Mientras tanto, Cedric se preguntaba cuál sería la mejor estrategia a seguir, mientras examinaba la extraña cámara que le habían entregado los Weasley para cumplir su reto. No se parecía en absoluto a las cámaras mágicas que había visto hasta la fecha y no veía por ningún lado ningún botón para apretar. De hecho, sólo era una absurda caja cuadrada con un objetivo y un visor, nada más.

—Mierda —dijo, sacudiendo el objeto por si ocurría algo—, no sé por qué me meto en estos líos.

De pronto, escuchó unos pasos apresurados y una voz autoritaria restándole puntos a Gryffindor por algún motivo que no alcanzó a oír. ¡Snape estaba a la vuelta de la esquina! ¿Qué debía hacer? ¿Aprovechar la ocasión y lanzarle un hechizo para desnudarle o esperar a saber cómo utilizar la cámara?

Sopesó con rapidez sus opciones, quizá no encontraría la manera de hacer funcionar el artefacto, los gemelos no le habían querido dar ninguna pista sobre cómo se hacía, y eso debía querer decir que era muy difícil, pero en cambio, si lanzaba el hechizo ahora, tendría el testimonio de esos Gryffindors, que respaldarían su palabra de que había conseguido desnudarle en público, cosa que sería un buen sustituto de la maldita foto, pensó. También podría esperar a hacerlo en el Gran Comedor, pero prefería acabar con ello cuanto antes y así quitarse el problema de encima. Además, si lo hacía ante tanta gente, seguro que no tenía ninguna posibilidad de librarse de un castigo durísimo, Snape incluso podría insistir en que le expulsaran, y ese año además quería participar en el Torneo de los Tres Magos, con lo cual no podía permitirse ese riesgo.

—Está bien, ahora o nunca —se dijo, y se lanzó al corredor de donde había procedido la voz empuñando la varita—. ¡Nudare! —gritó, apuntando con ella a Snape, pero cuando la luz salió de la punta de madera hacia el hombre, apareció de repente la profesora McGonagall, que salía de un aula, y fue alcanzada por el hechizo que iba dirigido al profesor de Pociones.

Abrió mucho los ojos, horrorizado, mientras la profesora profería un estridente alarido e intentaba taparse con las manos. Snape cubrió rápidamente a la mujer con su túnica mientras les dirigía unas amenazantes miradas a los tres jóvenes Gryffindors que hacían evidentes esfuerzos por no echarse a reír, y Cedric se marchó corriendo antes de que nadie le viera, sin detenerse en ningún momento hasta que no llegó a su Sala Común.

A la hora de la cena, Cedric se sentó en la mesa de su Casa llevando consigo la cámara. Se había pasado la tarde intentando hacerla funcionar, pero no había habido manera. Procuró con todas sus fuerzas no mirar hacia la mesa de profesores, todavía tratando de olvidar la espantosa imagen de la subdirectora McGonagall completamente desnuda, y se concentró en el objeto, al que daba vueltas sin parar, intentando encontrar algún lugar oculto donde pudiera pulsar para hacer la foto que necesitaba.

De pronto, unas manos cubrieron sus ojos y una alegre voz dijo en su oído:

—¿Quién soyyyy?

Cedric reprimió un suspiro.

—Eres Cho, ¿quién va a ser, sino?

—¡Pero qué listo que es mi chico! —dijo la joven, dándole un beso.

—Ya… —repuso él.

—¿Verdad que vendrás conmigo a Hogsmeade la semana que viene, cuqui?

El Hufflepuff estuvo a punto de negarse, pero acabó asintiendo con la cabeza. Cho no le caía mal, pero era demasiado… femenina, para su gusto. Hacía tiempo que sabía que a él le iban más los pechos planos y las entrepiernas abultadas, pero eso era algo que no podía admitir públicamente si no quería acabar con su carrera antes incluso de empezarla. Tenía grandes ambiciones para su futuro, quería ser jugador profesional de Quidditch, participar en las ligas internacionales, pero todo el mundo sabía que los profesionales eran muy machos… al menos, de puertas a fuera. La comunidad mágica todavía no estaba preparada para modernizarse en determinados aspectos.

Su padre se lo había dejado muy claro: "en la intimidad de tu alcoba, haz lo que te dé la gana, pero que nadie lo sepa". Y Cedric, que sabía lo que le convenía, cumplía con esta premisa al pie de la letra.

Pero a veces resultaba difícil. Él era un joven guapo, atlético y popular, ¿qué podía hacer si tenía decenas de admiradoras? Era casi obligatorio que tuviera novia, y Cho… bueno, al menos ella no tenía mucho pecho. Sin embargo, sus necesidades hormonales sólo podían ser debidamente atendidas en muy contadas ocasiones, concentrándolas casi siempre en la temporada de vacaciones, ya que no se permitía tener relaciones íntimas con otro chico a menos que supiera a ciencia cierta que no iba a contarle nada a nadie después. Y era difícil encontrar a alguien en quién se pudiera confiar tanto.

—¡Anda! —exclamó Cho, de repente, sacando al chico de sus cavilaciones—. Tienes una cámara Hovic… —Cedric se giró extrañado hacia ella y, al ver a dónde miraban sus ojos, volvió a girarse hacia la cámara entre sus manos.

—¿Una cámara Hovic?

—Sí, ¿qué haces con ella? —preguntó la chica, frunciendo el ceño—. No había visto ninguna desde que era pequeña. Mi primo tenía una de color azul oscuro que había sido de su padre.

De pronto, Cedric cayó en la cuenta de algo.

—¿Sabes cómo funciona?

—Pues claro, sólo tienes que decirle lo que quieres que haga y ya está… pero, ¿para qué la quieres? ¡Es una antigualla!

—Oh, es sólo que me la han dejado y quería utilizarla… ya sabes.

—No, no sé —dijo ella, con el ceño aún fruncido.

Pero Cedric se dio cuenta entonces de que Snape se había levantado de la mesa de profesores y salía del Gran Comedor, por lo que decidió que lo mejor que podía hacer era seguirle para descubrir dónde estaban sus aposentos particulares. Quizá podría escuchar la contraseña cuando la pronunciara, y entonces se colaría dentro y se escondería hasta poder hacerle la foto cuando se desvistiera.

—Estooo… Cho, cariño, nos vemos mañana, ¿vale? Ahora tengo que ir a terminar los deberes de Adivinación —se despidió, dándole un rápido beso en los labios.

—Pero Cedric, ¡aún no te has acabado el postre!

—No tengo más hambre… —dijo, saliendo apresuradamente de la sala.

"Así que sólo tengo que decirle lo que quiero que haga", se dijo, mirando la cámara, "qué estupidez, ¿cómo no se me había ocurrido?".

Siguió a Snape por las escaleras que bajaban hasta las mazmorras, asegurándose de que no se diera cuenta de su presencia, giró las mismas esquinas que él y atravesó los mismos corredores, hasta que vio al hombre detenerse frente a una discretísima puerta de madera y pronunciar en voz baja: "ábrete para el Príncipe".

"Bastardo engreído", se mofó Cedric en silencio, "¡se llama a sí mismo príncipe!". La puerta se abrió y, cuando el profesor entró en su habitación, se volvió a cerrar tras él.

—Mierda, ¿y ahora qué? —susurró el chico en voz baja—. No sé para qué he venido hasta aquí. No puedo entrar en su habitación si no sé si él va a estar al otro lado cuando abra la puerta.

Se quedó mirando la cámara con fastidio.

—Así que hay que darte las órdenes en voz alta para que funciones, qué interesante…

De pronto, un ruido alertó al chico, que se asomó a la esquina para ver cómo Snape volvía a salir de su habitación y se alejaba pasillo abajo.

"¿A dónde irá?", se preguntó. Consideró que lo mejor que podría hacer sería entrar en su habitación ahora que estaba vacía y buscar un buen escondite, pero la tentación de seguirle para ver hacia dónde se dirigía era demasiado grande. "Cedric, sólo faltan diez minutos para el toque de queda, no hagas tonterías…", pero la curiosidad pudo más que la razón y echó a andar en la misma dirección que había tomado el profesor.

El hombre continuó su camino hasta llegar a una salida del castillo que el joven no conocía. Cuando llegó fuera, se dio cuenta de que el lago negro quedaba a muy escasos metros de la entrada y de que altos arbustos a los flancos le proporcionaban varios lugares dónde ocultarse. "Vaya, vaya, qué sitio más interesante. Seguro que por aquí hay muchos rincones escondidos donde podría traerme a algún chico de vez en cuando… si encuentro a alguno que sepa mantener la boca cerrada cuando conviene, claro".

Cuando Snape surgió por la oculta puerta que le acercaba al nordeste del lago, se escabulló entre las altas hierbas hacia el lugar donde solía dejar la ropa cuando nadaba.

Había cenado rápido y se había saltado el postre para poder venir cuanto antes a su rincón privado y relajarse como solía hacer tantas veces. Realmente ese día lo necesitaba. Mientras se quitaba las prendas, que iba doblando con pulcritud para depositarlas después en el sitio acostumbrado, no podía quitarse de la cabeza la imagen del decrépito y desnudo cuerpo de su colega.

Dentro de todo, había sido una "suerte" para la pobre mujer que él hubiera estado tan cerca, ya que había podido cubrirla enseguida con su túnica pero, ¿él había tenido tanta suerte? Desde luego que no. Ver los pechos caídos y arrugados y el vientre fláccido de McGonagall no era plato de buen gusto para nadie, pero afortunadamente sus ojos no habían seguido bajando más y había reaccionado como debía.

Una vez en el despacho de Dumbledore, McGonagall, todavía temblando de vergüenza e indignación, insistió en que había que encontrar al culpable, mientras una taza de té repiqueteaba de manera enervante contra el platito en sus manos.

Snape, con los nervios crispados, no había tenido más remedio que aceptar también una taza del asqueroso té de frutas silvestres del director para intentar calmarse, aunque, de haber podido escoger, habría preferido que se tratara de algo más fuerte que una simple y dulzona infusión.

Para acabar de minar su paciencia, la subdirectora se negaba a creer que los culpables hubieran sido los tres Gryffindors con los que hablaba él en el momento en que había ocurrido todo.

Admítelo, Severus, ellos no han podido ser —dijo con vehemencia.

Allí no había nadie más, Minerva, ¿o insinúas que tal vez he sido yo? —Alzó una ceja y le lanzó una mirada desafiante.

McGonagall se sonrojó hasta la raíz de su canoso cabello.

Por supuesto que no, no digas tonterías. Jamás pensaría eso de ti —sopló sobre su té y le dio un sorbo intentando disimular su incomodidad—. Y menos, después de tu rápida reacción y de haberte comportado como un verdadero caballero conmigo.

Snape asintió, complacido, y miró al director, que aprovechó para preguntarle:

¿Alguna idea, entonces?

Si descartamos a los Gryffindors y —asintió en dirección a McGonagall— me descartamos a mí, lo cierto es que no se me ocurre quién ha podido ser. Como ya he dicho, no había nadie más.

Los ojos azules de Dumbledore, ancianos y sibilinos, se adentraron en él; o al menos lo intentaron, pero Snape no era un maestro oclumante por nada, de modo que no logró su propósito.

¿Qué nos ocultas, muchacho?

Yo no oculto nada. Tengo tantas ganas de encontrar al culpable como Minerva. Como estoy seguro de que ya sabe, director, odio este tipo de gamberradas, son ofensivas y humillantes, y los alumnos que lo hayan planeado merecen la expulsión inmediata —dio un rápido sorbo a su té y continuó hablando mientras posaba de nuevo su taza en el pequeño plato de porcelana blanca que sujetaba con su mano izquierda—. Lo lamentable es que siempre haya habido bromas de este tipo entre los alumnos, con ensañamiento e incluso poniendo en peligro sus vidas, y que demasiado a menudo se haya evitado a toda costa la expulsión de los implicados —sus negros ojos centellearon sobre los azules de Dumbledore, seguro como estaba de que su comentario tendría consecuencias, aunque no en ese momento, no frente a McGonagall—. Pero en esta ocasión se lo han hecho a un miembro del personal y, te lo prometo, Minerva —se giró para encarar a la Jefa de Gryffindor— haré cuanto esté en mi mano para encontrar al culpable. Y ahora, si me disculpáis —dejó su platito sobre la mesa del director y se puso en pie—, tengo una clase doble de Pociones con los Hufflepuff y los Ravenclaw de sexto.

Claro, claro, Severus.

El tono ligeramente reprobatorio de Dumbledore no pasó desapercibido para Snape, pero McGonagall no pareció percatarse de ello, concentrada como estaba en sus propias elucubraciones. Al notar a Snape junto a ella alzó una mirada rebosante de gratitud y sus ojos conectaron con los negros del ex-mortífago.

Gracias, de verdad.

Snape estuvo tentado de poner una mano sobre su hombro para insuflarle confianza y ánimos pero se detuvo a tiempo. Había visto ese hombro desnudo hacía escasos minutos y ahora apenas podía mirar al rostro de la propietaria sin recordar la humillante escena, de modo que, en su lugar, simplemente asintió y se marchó sin decir más.

La verdad era que no había ocultado nada en la reunión, no tenía ni idea de quién había lanzado el hechizo, porque, aunque no había querido admitirlo abiertamente, los Gryffindors de segundo año ni siquiera habían empezado a estudiar los hechizos no verbales y él no les había oído decir nada.

Pero no oír nada no significaba que no hubiera sentido algo, porque eso sí que le había pasado. Había sentido una mirada sobre él, pero todo había ocurrido tan rápido y el apuro de McGonagall había sido tan grande, que simplemente se había quedado en eso: una sensación. No tenía ninguna prueba. Y sin pruebas no tenía a qué agarrarse y menos a quién acusar.

De todos modos, esa incómoda impresión de ser observado había perdurado por el resto del día. En el transcurso de la cena había escrutado en dirección a la mesa de Gryffindor, pero ni Potter ni sus amigos parecían pendientes de la mesa de los profesores. De hecho, parecían hallarse enfrascados en una animada conversación: probablemente hablaban del Torneo. Todo el mundo hablaba del maldito Torneo.

Durante las clases de aquella tarde había tenido que estar más atento que de costumbre ante las torpezas de los alumnos, ya que estaban distraídos por la excitación de la inminente visita de los representantes de las escuelas de magia que iban a participar en él. Snape sabía que ese año iba a ser terrible, pero no imaginaba que tanto, y menos cuando apenas había empezado el curso.

Haciendo un rápido repaso mental, intentó recordar quién se había comportado de modo extraño: Neville Longbottom casi había quemado otro caldero, lo que era completamente normal; Draco Malfoy se había reído, como siempre, cuando el engreído de Potter había perdido 10 puntos por no realizar la poción en el tiempo establecido; y Cedric Diggory, el Hufflepuff más popular entre las féminas…

Se detuvo un momento a recapacitar sobre Diggory: Snape le había pillado observándole de un modo extraño, su mirada destilando algo más que el típico miedo que todos los alumnos le tenían. Pero desestimó la idea por absurda, Diggory era demasiado "buen chico" para haber intentado burlarse de McGonagall, era un buen estudiante, no solía causar problemas y su padre era un tipo respetable, jamás pondría en un aprieto a su familia de esa manera.

Necesitaba dejar de pensar en los alumnos y relajarse un poco, así que, tras dejar los negros calcetines junto al resto de su ropa, se acercó lentamente al límite del lago negro. A su izquierda, sobre una roca que surgía del agua, una preciosa sirena alzó una mano para saludarle. Él respondió a su saludo con un gesto idéntico, como siempre hacía, agradecido de no saber sireno porque así su relación se basaba en ese simple movimiento de su mano, sin ir más allá.

Por eso le encantaba ir al lago a nadar en días como aquel, porque tras tener que soportar la amargura de las clases, podía relajarse zambulléndose en las frías aguas sin tener que hablar con nadie. Como pensaba hacer en ese preciso momento.

Se metió con lentitud, esperando que sus piernas se acostumbraran a la temperatura del agua, pero de pronto pisó una roca recubierta de algas, resbaló y se hundió por completo, sumergiéndose de golpe. Nada más volver a salir, con el pelo negro azabache pegado al cráneo, miró en dirección a la sirena, esperando encontrarla burlándose de él, cosa que no estaba dispuesto a permitir, cuando se dio cuenta de que la mujer-pez se tapaba como podía los senos, de los que habían desaparecido las conchas que siempre los cubrían. Sorprendido al encontrar por segunda vez en un mismo día a una mujer desnuda, casi volvió a perder pie al escuchar el sonido de la grava tras él.

Aún no había acabado de girarse en dirección al ruido cuando un estridente Nudare rompió el silencio.

Cedric entró como una exhalación en el castillo. Se había quedado petrificado durante un instante al escuchar a la cámara repetir a voz en grito el hechizo que había lanzado pero, en cuanto vio que Snape empezaba a salir del lago, su cuerpo recuperó la movilidad y todos los reflejos adquiridos con el Quidditch se pusieron en acción.

Corrió como nunca antes había hecho, sin dejar que su desnudez ni las miradas reprobatorias que le dedicaban los personajes retratados en las pinturas mágicas le perturbasen en lo más mínimo y, hasta que no se hubo perdido por los largos y laberínticos pasillos de Hogwarts y se escondió detrás de una pesada armadura, no se detuvo para coger aire.

¿Qué diablos había pasado? Bueno, el imbécil de Snape había resbalado en el preciso instante en que él lanzaba su hechizo, eso estaba claro, por eso el Nudare había alcanzado a la sirena y no a él, pero, ¿por qué la cámara había repetido en voz alta el hechizo que él había susurrado? Y lo que era aún peor: ¿por qué se encontraba ahora mismo completamente desnudo?

Giró y sacudió la cámara en sus manos, como si haciendo eso fuera a descubrir sus secretos, pero no se le ocurría qué podía haber pasado.

Conjuró una túnica estudiantil y se la puso por encima mientras se decía que tenía que hablar muy seriamente con los Weasley sobre esa maldita cámara.

Snape repiqueteaba en el suelo con el pie, tenía el ceño fruncido, los brazos cruzados sobre el pecho y su mal humor crecía exponencialmente según pasaban los minutos.

—Caramba, caramba… —murmuró Dumbledore por tercera vez, mesándose la blanca barba con su mano derecha— esto es realmente muy extraño…

La reunión se celebraba de manera extraordinaria fuera del despacho del director, debido a que la sirena no tenía piernas para caminar por el castillo, de modo que los tres, Dumbledore, McGonagall y él, tenían que conversar sobre lo ocurrido de pie, mientras la sirena aportaba su propio testimonio todavía sentada en la roca, pero ahora, de nuevo vestida decentemente con sus conchas.

—Señor director, si me permite aclarar una cosa… —dijo Snape, Dumbledore asintió— no sé qué le habrá explicado la sirena, pero le aseguro que yo no he tenido nada que ver con este incidente —miró de reojo a McGonagall, temiendo que ella empezase a desconfiar de su inocencia en todo aquel asunto, pero el rostro de la mujer permaneció serio e impenetrable—. No sé qué está causando esto, pero le aseguro que lo descubriré.

—Tranquilo, Severus —dijo el director—, la sirena ha confirmado lo que nos has explicado —el profesor dio minúsculo suspiro de alivio—. Ella sabe que no llevabas la varita contigo cuando te metiste en el agua, por tanto, no podías haber lanzado el hechizo.

—Por supuesto que no. Escuché el ruido de la gravilla detrás mío y después esa estridente voz pronunciando el conjuro. Está claro que había alguien más aquí, pero, lamentablemente, no pude ver quién era.

—¿Reconociste la voz? —Preguntó el anciano.

Snape vaciló durante un segundo y después negó con la cabeza, molesto.

—Me temo que no. Era una voz chillona y… extraña.

—¿En qué sentido?

—No parecía humana. Si no fuera porque los fantasmas no pueden conjurar hechizos, creería que tenemos a algún difunto bromista por el castillo…

—Ya veo. En fin, ya que nuestra amiga sirena tampoco pudo ver a nadie más, de momento no hay nada que podamos hacer, de modo que propongo regresar al castillo y esperar a que suceda algo de nuevo.

Severus gruñó por lo bajo, sintiéndose frustrado e impotente por no tener ninguna pista para descubrir al autor de aquellas fechorías, pero inclinó la cabeza para mostrar su conformidad. Esperaría. Esperaría cuanto hiciera falta, pero acabaría por resolver el misterio.


Nota final:

Parece que nuestro querido profesor se encuentra en una embarazosa tesitura. Su sentido del deber le obliga a investigar esta situación que le afecta de modo tan "directo". En el próximo capítulo recibiremos la llegada de los Colegios invitados. ¿Se verán ellos implicados en este embrollo? Ya falta menos para poder descubrirlo :)

Muchas gracias por haber leído y esperamos vuestros siempre amables comentarios como agua de mayo, este mayo que ya se acaba ;)

Besos.