Disclaimer: Los personajes de El señor de los anillos no me pertenecen, no tengo ese privilegio: pertenecen al genio de los genios, J.R.R. Tolkien. Como advertencia diré que sitúo este fic después de "El Hobbit" pero antes de "El señor de los anillos". Prometí que nunca iba a escribir un fic de ESDLA, pues le tengo demasiado respeto/amor a la obra de Tolkien, pero esto comenzó siendo un break entre horas de estudio y prácticamente se escribió solo y de un tirón. Es el primer capítulo de un multichaptered más bien cortito. Ah, culpo totalmente a Martin Freeman (el nuevo Bilbo Bolsón, al que veremos en "El Hobbit") de que este fic haya salido a la luz, en vez de quedarse dentro de mi cabeza XD. Este fic sólo tiene el propósito de entretener, no pretende fines de lucro ni hay violación intencionada del copyright. Este disclaimer es válido para el resto de capítulos.


Capítulo 1

El señor Bolsón de Bolsón Cerrado

A veces, Bilbo Bolsón sueña que vuela. Como si fuera tan sencillo como simplemente desplegar tus alas y volar, como lo haría el Señor de las Águilas, llevándole a un refugio seguro cuando creía que todo estaba perdido, o el dragón escarlata Smaug antes de confinarse en el interior de las cavidades montañosas, rodeado de los brillantes y dorados tesoros de los reyes enanos, el cual protegía con su aliento de fuego. Recuerda bien al Señor de las Águilas, al igual que recuerda bien a Smaug: ha contado tantas historias sobre ambos a los niños hobbits de Hobbiton que tiene la certeza de que ambos seres nunca abandonarán su memoria... Y tampoco los sueños de los niños, como los padres de los mismos habían tenido la delicadeza de hacerle saber.

De vuelta en su tan añorado Bolsón Cerrado, el hobbit se removía levemente en sus sueños, ladeando lentamente la cabeza a un lado y otro de su almohada de plumas mientras se estiraba cómodamente entre las sábanas de la espaciosa habitación del agujero-hobbit. A pesar de que sus cuentos sobre enormes águilas que portaban entre sus garras a pequeños hobbits y dragones del color del fuego que dormitaban entre monedas de oro y plata, provocaban pesadillas a todos los niños que eran demasiado curiosos como para hacer caso a las advertencias de sus padres sobre el señor Bolsón, el hobbit, ahora sumido en sus sueños, no tenía miedo, a pesar de que lo había tenido, y mucho, durante su peculiar aventura en compañía de Gandalf y los enanos. A pesar de que la mayoría de sus vecinos, bien acostumbrados a una vida tranquila, consideraría esa experiencia poco menos que un trauma, Bilbo revivía esos parajes de bosques frondosos y mágicos, de valles profundos y olvidados, de cavernas oscuras y peligrosas, de noches a la intemperie sin más compañía que la luz de las estrellas, admirando la belleza de cada recuerdo que esa aventura le había regalado.

En sueños, siempre volvía a recorrer esos hermosos parajes, volvía a maravillarse con las palabras de los elfos, cuyo lenguaje había comenzado a estudiar en los viejos libros que había podido encontrar en los archivos de la Comarca nada más volver a su hogar... A veces, cuando dormía, incluso visitaba lugares en los que realmente nunca había estado, aquellos que sólo conocía por las palabras de Gandalf y las representaciones en viejos mapas, aquellos cuyas leyendas le habían demostrado que la Tierra Media y todo su esplendor no acababan en los límites del verdor de la Comarca. Si alguien vigilara sus sueños, vería al hobbit respirar pausadamente mientras su mente recorre de nuevo las hojas doradas del reino de los elfos del Rey Thranduil, y esbozar una leve sonrisa de maravilla al ver al maestro Elrond descubrir secretos ocultos en los mapas con la ayuda de la luz de las estrellas.

Pero Bilbo Bolsón nunca había sido así, no antes de la visita del mago Gandalf el Gris. Antes de emprender a regañadientes esa estrambótica aventura, el señor Bolsón gustaba de los pequeños placeres de una vida sencilla, al igual que el resto de la gente pequeña, como comer de cuatro a seis veces al día, fumar en pipa a la puerta de su casa y observar al sol ocultarse lentamente tras la Colina. Seguía conservando todos esos detalles tan propios y característicos de los hobbits, pero sus vecinos estaban convencidos de que ahora, cuando Bilbo, sentado en un taburete a la puerta redonda de Bolsón Cerrado mientras fumaba en su pipa, y parecía observar el juego de luces del sol al ponerse en realidad estaba pensando en lo que había más allá de la Colina, en tierras lejanas llenas de gente extraña que cualquier hobbit de buen juicio evitaría al sólo pensar en su existencia. Eso les hacía fruncir el ceño y mirarse entre ellos sabiendo que pensaban lo mismo: Bilbo Bolsón había dejado su cordura olvidada en algún rincón de esos parajes desconocidos.

No obstante, la mayoría eran amables con él, era imposible no serlo. El hecho de que hubiera vuelto de su extraña aventura con cofres llenos de tesoros no significaba que se hubiera convertido en un avaro, sino todo lo contrario: siempre celebraba unas estupendas fiestas de cumpleaños a las que invitaba a muchos hobbits, daba regalos nuevos a los que acudían (y decimos nuevos porque, si bien es costumbre entre la gente pequeña que sean los cumpleañeros quienes obsequien con regalos a sus invitados, la gran mayoría regalaba regalos que les habían dado en años anteriores y en los que ya habían perdido el interés; no, Bilbo siempre regalaba cosas nuevas, bonitas y, sobre todo, prácticas: regalaba exactamente lo que la gente necesitaba), y solía ser muy generoso a la hora de invitar a sus vecinos y amigos a tomar el té con pasteles en Bolsón Cerrado.

Sí, puede que el señor Bolsón de Bolsón Cerrado fuera un hobbit un poco extraño con costumbres algo alteradas, pero seguía siendo tan peculiar como cualquier otro de la gente pequeña. No era un extraño entre ellos, si bien sus aventuras iban camino de convertirle en un recurrente andante a la hora de contar viejas historias a los niños hobbits.

El amanecer llegó a la hora de costumbre en aquella región de la Tierra Media, y con él el inicio de una nueva jornada en Hobbiton. La gente pequeña vivía en tal comunión con el medio natural en el que vivía, que solían despertarse con el sol, y eso no era una excepción para el extraño Bilbo Bolsón. Los primeros rayos de luz de un nuevo día entraban ya libremente por las pequeñas ventanas redondas del agujero hobbit cuando un par de ojos color pardo se abrieron y, mirando a su alrededor, contemplaron con desilusión que, una vez más, sus nuevas aventuras en tierras lejanas habían sido sólo un sueño. Se trataba de uno recurrente últimamente, pensó el señor Bolsón mientras se incorporaba desperezándose de la cama; al principio, al poco de volver de su aventura, no soñaba nunca con esas tierras que había visitado, pero conforme había pasado el tiempo, sus deseos de volver a vivir una hazaña semejante habían ido materializándose en sus sueños.

Se vistió, y aún estaba abrochándose los botones del chaleco cuando, siguiendo las costumbres propias de su gente, se dirigió a la cocina y comenzó a tomar un pastelillo de sésamo de una encimera, un par de ellos de limón que guardaba en la despensa y se puso a calentar una tetera en el fuego. Entró en el salón, en cuya mesa había ido acumulando viejos mapas uno sobre otro, con diferentes rutas marcadas en los mismos, y comenzó a comerse los pastelillos mientras observaba cómo un nuevo día iba despertando en la Comarca a través de la ventana. Ya veía a sus vecinos ir de aquí a allá con carretillas en las que recoger la cosecha, o portando animales de granja para llevarlos a pastar a las explanadas de hierba que rodeaban Hobbiton. Sin duda, la Comarca no estaba hecha para los cambios, Bilbo dudaba si llegaría a cambiar de verdad algún día. La Comarca, siempre con su rutinario y encantador día a día.

En el pasado, todo el esplendor que ofrecía la Comarca le había bastado: disfrutaba dando largos paseos al aire libre, se sentaba a la puerta de Bolsón Cerrado a contemplar el paisaje, leía algún libro en la arboleda... Sí, todo aquello antes le había bastado, era su vida, pacífica y serena, estaba feliz con ella y no la hubiera cambiado por nada del mundo; de hecho, se había resistido todo lo que había podido a las peticiones de Gandalf el Gris de acompañarlo en alguna travesía con fines que al pequeño hobbit le importaban más bien poco... Pero todo eso, había sido antes de salir de la Comarca.

Siempre había pensado que el mundo exterior estaba lleno de gente extraña de la que era mejor mantenerse alejado, que los parajes que se encontraban más allá de los límites de la Comarca eran poco más que páramos en comparación con la maravilla en la que tenía la suerte de vivir... Lo que no sabía entonces era que todo el esplendor que le ofrecía su pueblo natal era únicamente una pequeña muestra del que se encontraba más allá de sus fronteras. Lejos de su hogar, había magníficas ciudades edificadas por el arte élfico, bosques llenos de misterio cuyas ramas se enredaban retorcidas entre sí, valles extensos de un verdor que apenas creía imaginable, y criaturas que antes sólo había conocido mediante las viejas leyenda hobbits y los cuentos populares que una vez sus padres le habían contado de niño. Fuera de la Comarca, esos sueños infantiles que había olvidado con el paso de los años se habían ido tornando en realidad, y Bilbo no pudo evitar preguntarse por qué había tardado tanto en darse cuenta de lo que se había perdido allá fuera... De lo que aún se seguía perdiendo de hecho.

El burbujeo del agua en ebullición sacó bruscamente al hobbit de sus pensamientos, que se apresuró a precipitarse en la cocina y tomar un paño de tela a cuadros para tomar con cuidado la tetera y sacarla del fuego. Se encontraba en medio de esta tarea, cuando oyó que llamaban a la puerta.

- Qué extraño – pensó el señor Bolsón. No esperaba visita alguna aquel día, y mucho menos tan temprano, prácticamente recién nacido el día.

El hobbit dejó con cuidado la tetera sobre la mesa y se acercó con precaución a la puerta redonda pintada de verde que daba entrada a la casa: no quería abrir la puerta y encontrar de sopetón con alguno de los Sacovilla-Bolsón, pues sabía muy bien que estaban deseando que envejeciera y muriera cuanto antes mejor para poder heredar la casa, puesto que Bilbo jamás se había casado y no tenía parientes más cercanos que ese peculiar matrimonio. Bilbo procuraba no pensar demasiado en esa cuestión, ya que no podía soportar imaginar a ese par disfrutando de las comodidades de su querido Bolsón Cerrado.

Cuando ya se hallaba en el recibidor, una cabeza ensortijada de rizos castaños, como era propio en la naturaleza de la gente pequeña, miró con curiosidad a través del cristal de una pequeña ventana situada al lado de la puerta. Bilbo reconoció de inmediato a Hamfast Gamyi, el jardinero que se ocupaba de las plantas y flores del jardín de Bolsón Cerrado y un viejo amigo suyo. Éste último esbozó una amplia sonrisa de alivio y entusiasmo al ver a su estimado amigo, quien le devolvió el gesto con un saludo efusivo con la mano.

- Mi querido Ham, amigo mío – saludó Bilbo abriendo al fin la redonda puerta del agujero-hobbit y dando un cálido abrazo al jardinero – No te esperaba tan pronto, ¿o acaso es ya muy tarde?

Hamfast Gamyi negó con la cabeza mientras se sacudía la tierra del pantalón color marrón claro que llevaba puesto ese día. Aquel hobbit poseía un gran conocimiento de las plantas y disfrutaba sobremanera cuidando de ellas y viéndolas crecer día a día, a la vez que las regaba con mimo y les proporcionaba el mejor abono, según su especie. Pero si había algo en el terreno de la jardinería con lo que Ham disfrutaba por encima de todo era del cultivo de la patata, algo por lo que Bilbo le llamaba "Maestro Hamfast".

- Han empezado a brotar – dijo el jardinero sin poder reprimir la noticia, ni el entusiasmo que la misma le provocaba ni un segundo más. Esbozó una gran sonrisa de satisfacción mientras se giraba hacia uno de los parterres de Bolsón Cerrado, Bilbo se apresuró a acercarse a la planta seguido de su viejo amigo.

Bilbo y Hamfast compartían el amor por los frutos de la tierra, cuestión sobre la que podían establecer conversaciones que podían durar varias horas antes de que se dieran cuenta. El jardinero estaba muy orgulloso de su trabajo en Bolsón Cerrado, pues era uno de los agujeros-hobbits con más espacio para el jardín exterior. Del mismo modo, el señor Bilbo Bolsón apreciaba mucho esa ventaja y dedicaba mucho tiempo al aprender el cultivo de la tierra, poblando así su jardín de flores de distintos colores y tamaños, junto a los frutos que luego él mismo recogía.

En ese momento, Bilbo Bolsón y Hamfast Gamyi se hacían hueco el uno al otro como podían frente a la pequeña maceta en la que, como bien había dicho el jardinero, una pequeña planta de un verde espléndido comenzaba a brotar, emergiendo de la tierra que la rodeaba. Ambos hobbits intercambiaron una sonrisa de emoción y volvieron a girarse hacia el pequeño brote: a Bilbo siempre le habían gustado los girasoles y, por una razón u otra, nunca parecían brotar en Bolsón Cerrado... Hasta ese momento.

- Es una maravilla, ¿no crees? - afirmó Bilbo mientras paseaba la mirada por la pequeña planta, observando cada curva del tallo y la forma que iban a tener sus hojas.

- Espera a verlo crecer – contestó Hamfast, poniéndose en pie y observando la planta desde arriba – Ahora mismo son muy frágiles y requieren muchos cuidados, pero cuando crecen... Se convierten en la planta más luminosa de todo el jardín, parece que recogen toda la luz del sol en sus pétalos amarillos.

Bilbo sonrió, aún sin apartar la mirada del brote, mientras imaginaba sus futuros pétalos dorados, ondeándose sobre el tallo verde con la brisa temprana de un verano en Hobbiton. Sin embargo, en su interior, el hobbit se preguntaba si realmente llegaría a ver la planta crecer hasta transformarse en la flor cuya belleza siempre había admirado tanto. La recurrencia de sus sueños en tierras lejanas le habían hecho plantearse muy seriamente el volver a salir de la Comarca, sin tener muy claro cuándo iba a volver, si es que alguna vez lo hacía. Siempre había admirado la belleza natural de la Comarca, pero ahora no podía evitar pensar que esa belleza era sólo una pequeña parte de la que el resto de la Tierra Media le ofrecía. Odiaría hacerse viejo sin volver a visitar esos parajes, por no hablar de la idea de morir viejo y arrugado en el interior de Bolsón Cerrado sin haber llevado a cabo ese plan. Sabía que quería irse, sentía que tenía que irse, tarde o temprano, pero se sentía ligado a la Comarca, y buscaba en sus parajes razones por las que quedarse... Razones que cada vez le costaba más encontrar.

Puede que esperara a que el girasol terminara de crecer para poder contemplarlo en su jardín antes de marcharse, esperaba tener paciencia suficiente, un don que antes le había caracterizado pero que ahora comenzaba a brillar por su ausencia, y menos si se refería al tiempo que le quedaba en la Comarca. Sabía que, aunque ansiara ver de nuevo las montañas, nunca estaría preparado del todo para dejar la tierra en la que había nacido, crecido y en la que había sido tan feliz; puede que lo mejor fuera hacerlo cuanto antes, pero la sombra de la duda seguía eclipsando sus planes.

Finalmente, el hobbit se incorporó esbozando una leve sonrisa y dio una palmada de agradecimiento en el hombro de Hamfast. Le gustaba cuidar de su jardín, lo que no le hacía tanta gracia era pensar en los Sacovilla-Bolsón ignorando esa pequeña muestra de belleza natural cuando heredaran la casa. Ojalá cuando llegara ese momento, él ya se encontrara muy lejos de allí, escribiendo al final el libro sobre sus aventuras que tanto había planeado. Dirigiendo la mirada hacia el horizonte, pensó que quizás hasta podría volver a Rivendel, y permanecer bajo la protección del maestro Elrond...

- Gente extraña vaga por esos bosques – afirmó Hamfast, al ver a Bilbo dirigir la mirada hacia una arboleda algo lejana donde muchos niños hobbits juraban y perjuraban haber visto elfos marchar de forma pausada mientras entonaban tristes cánticos – Mi Samsagaz ha intentado por todos los medios habidos y por haber intentar ver al menos uno, pero no le dejamos alejarse tanto...

- Al pequeño Sam siempre le han fascinado mis historias sobre los elfos – recordó Bilbo dirigendo una pequeña sonrisa al jardinero – Quiere oírlas una y otra vez, probablemente ya sepa hasta imitar algunas palabras de su lengua.

Samsagaz Gamyi era uno de los seis hijos que Hamfast había tenido con su esposa Campanilla Buenchico, concretamente el penúltimo de ellos: era un muchacho pecoso con rizos pelirrojos, algo rellenito, pero eso no era nada extraño entre la gente pequeña. A pesar de ser nada más que un niño, el pequeño Sam parecía haber heredado el mismo amor por la jardinería que caracterizaba a su padre, ya que muchas veces le veía ir de aquí a allá con las manos llenas de tierra y en muchas ocasiones ayudaba a su padre en el jardín del hogar de los Gamyi. Sentía hacia Bilbo una mezcla entre miedo y fascinación: conocía los rumores que corrían sobre su locura en Hobbiton, pero a la vez tenía mucha curiosidad por sus historias de los elfos y siempre acababa por pedirle entre tímidos balbuceos que le volviera a contar una de sus favoritas.

El señor Bolsón había pensado en copiar a mano alguna de esas historias y entregárselas como regalo para que pudiera leerlas cuando quisiera y cuando él ya no estuviera, pero Sam Gamyi aún no dominaba demasiado la lectura. Bilbo se había ofrecido a enseñarle a leer, ofrecimiento que Hamfast había aceptado gustosamente y enormemente agradecido. Eso era algo que Bilbo Bolsón no hubiera hecho si el pequeño Gamyi hubiera resultado ser otro alborotador más de los muchos niños hobbits que poblaban Hobbiton, siempre haciendo travesuras e incordiando aquí y allá, pero Sam Gamyi era uno de los niños más tranquilos que Bilbo había conocido jamás, siempre en silencio, siempre deseando trabajar con su padre en el jardín, aunque Bilbo procuraba que el pequeño dejara el trabajo de los adultos a los adultos y le contaba alguna de sus aventuras sentado a la puerta de Bolsón Cerrado mientras su padre trabajaba la tierra y escuchaba también las historias de Bilbo.

- ¿Sabes qué, Bilbo? Deberías escribir un libro – había dicho un día Hamfast Gamyi, volviéndose levemente hacia la puerta de Bolsón Cerrado, donde se encontraban sentados el propio Bilbo y el pequeño Gamyi – Lo digo totalmente en serio. Jamás he sabido de un hobbit que haya vivido tantas aventuras extraordinarias...

- Y, ¿a quién le interesarían esas historias? - preguntó entonces Bilbo, bajo la atenta mirada del niño hobbit, quien, evidentemente se sintió algo ofendido por las palabras del señor Bolsón – Conoces a la gente de por aquí tan bien como yo, Ham. Siempre son más felices cuando no hablo del mundo exterior ni de ninguna de sus criaturas.

El jardinero chasqueó entonces la lengua, quitando importancia a las palabras de su amigo y vecino. Negó con la cabeza y siguió hablando, mientras metía las manos nuevamente en la tierra húmeda de la mañana:

- Olvida a tus vecinos y a esos condenados Sacovilla-Bolsón, te estás convirtiendo en una pequeña leyenda aquí en Hobbiton, por mucho que les pese a algunos. Estoy seguro de que algún día, alguien querrá oír todas esas historias... Y no te olvides de Sam, ahora sólo le pide a su madre que le cuente las mismas historias que tú.

Bilbo esbozó una sonrisa y revolvió con cariño el sortijado cabello del pequeño Samsagaz Gamyi, quien miró a su alrededor, algo azorado de tanta atención repentina, algo que provocó las risas de su padre, quien plantó una nueva semilla en la tierra mientras suspiraba y decía que Sam era el más sereno de sus hijos, y teniendo en cuenta el carácter de los otros cinco hermanos, eso era algo que debía agradecer profundamente.

Volviendo al presente, el señor Bolsón metió las manos en sus bolsillos y fingió mirar pasar a los hobbits por delante de su puerta, rumbo al mercado, a quienes saludaba con una sonrisa y una leve inclinación de cabeza mientras pensaba en lo que le había dicho, meses atrás, su viejo amigo. Finalmente, tomó aire y entrecerrando los ojos para evitar el impacto de los rayos del sol, habló a Hamfast Gamyi.

- ¿Sabes? He decidido que sería una idea agradable escribir el libro

El jardinero asintió y esbozó una sonrisa divertida en su rostro, mientras parecía contener una pequeña risa:

- Sabía que acabarías haciéndome caso, señor Bolsón

- No digo que comience a escribirlo mañana ni el día después de mañana – murmuró Bilbo, casi más para sí mismo que para Ham Gamyi, que lo miraba con curiosidad. Pasados unos instantes, el señor Bolsón se encogió de hombros – Sólo sé que es algo que me gustaría hacer antes de morir.

- Fíjate por donde, aún ni una sola cana ¿y ya piensas en la muerte? - inquirió Ham, mirándole de forma divertida a la par que expectante – La vida pertenece a los vivos, señor Bolsón, la vida es buena. No pienses en la muerte hasta que la veas llamando a tu puerta.

- Lo que puede suceder en cualquier momento – puntualizó el señor Bolsón dando unas leves palmadas en la espalda al jardinero – No olvides que Lobelia suele venir mucho a fisgonear por aquí.

Ambos dejaron escapar una carcajada: Lobelia Sacovilla-Bolsón era, junto a su esposo Otho, uno de los parientes que Bilbo tenía en menos estima, y aquello no constituía ningún secreto para nadie: la antipatía mutua entre los Sacovilla-Bolsón y el señor Bolsón de Bolsón Cerrado era un hecho que trascendía toda discreción o secretismo familiar. Eran ambiciosos, codiciosos y no veían el momento de quedarse con Bolsón Cerrado; de hecho, habían estado a punto de lograrlo cuando Bilbo desapareció unos años atrás con Gandalf y los enanos. A la vuelta de la misma, el señor Bolsón había contemplado estupefacto cómo se le había dado por muerto y en el mismo jardín de su casa en el que se encontraba en esos momentos se apelotonaban todos sus vecinos en una subasta por los muebles del agujero-hobbit. Hubo muchos que se alegraron de verle de nuevo, entre ellos su primo segundo Drogo Bolsón, por aquel entonces recién casado con Prímula Brandigamo, también prima suya, pero hubo otros muchos que arrugaron la nariz, y Bilbo pudo ver la desilusión reflejada en sus ojos. De hecho, la única manera que Bilbo había tenido de recuperar muchos de sus muebles había sido volviéndolos a comprar, pero nunca había recuperado el juego de cucharillas de postre de plata que Lobelia se había llevado consigo de Bolsón Cerrado.

Durante las horas que siguieron, Bilbo y Hamfast no hicieron más que ir de aquí a allá en el jardín de Bolsón Cerrado, pasándose herramientas de jardinería, discutiendo la distribución de las semillas para la próxima estación y recogiendo los frutos que pesaban demasiado para la planta que los soportaba, así como eliminando las malas hierbas de alrededor. Para entonces, el sol ya se encontraba en lo alto del cielo, y la actividad del resto de Hobbiton era más que evidente, debido al murmullo lejano de diversas conversaciones, las risas de los viandamtes, así como graznidos de patos y el sonido de las ruedas de los carromatos al moverse de un lado a otro.

Así transcurría la vida en Hobbiton, Cuaderna del Oeste, al sur de Sobremonte y al noroeste de Delagua. La Comarca. Tan tranquila y pacífica como siempre, un lugar donde la vida transcurría con absoluta armonía, ajena a los problemas que existían más allá de sus verdes colinas... Sólo que algunas veces, los problemas vienen desde dentro de las fronteras de la Comarca, y eso es algo que ningún hobbit podía evitar ni preever. Nadie hubiera podido imaginar lo que iba a suceder a continuación.

Hamfast estaba sacudiéndose la tierra de los pantalones una vez más, dispuesto a volver a casa a almorzar después de la jornada de trabajo matunina, cuando divisó a lo lejos un carromato que se acercaba inequívocamente hacia Bolsón Cerrado, pues era imposible que se dirigiera a otro lugar tomando esa senda. El jardinero se extrañó, puesto que esas no eran horas a las que ningún hobbit se le ocurriría a hacer una visita, tratándose de la hora de comer. Una vez que se pasó la sorpresa pudo observar que ese carromato no provenía de ningún lugar cercano, sino que, al juzgar por las telas que lo cubrían, venía de la Cuaderna del Este. Más y más extraño.

- Bilbo, ¡Bilbo! - llamó Hamfast asomándose al interior de Bolsón Cerrado, donde el señor Bolsón había ido a preparar lo que iba a comer en ese día.

Poco tardó el mencionado hobbit en hacer aparición, saliendo de la cocina sosteniendo un plato con una hogaza de pan y un pequeño racimo de uvas en las manos. Parecía aturdido y a la vez algo fastidiado de que le hubieran interrumpido su hora de comer: aunque no lo sacara a relucir con aseduidad, Bilbo Bolsón podía tener un carácter algo gruñón cuando las cosas no salían como esperaba.

- ¿Qué ocurre, Maestro Hamfast? - preguntó Bilbo acercándose a la entrada de Bolsón Cerrado, pero aún reticiente a soltar el plato de comida. - Por esos gritos cualquiera diría que has visto un dragón.

- Un carromato se dirige hacia aquí, creo que viene de la Cuaderna del Este – se apresuró a decir el jardinero, mientras se asomaba a la puerta para comprobar que aún no habían llegado, si bien les faltaba poco - ¿Habías invitado a algún pariente a comer hoy?

¿Parientes? ¿Comer? ¿Hoy? Ninguna de esas tres palabras parecía tener sentido alguno para Bilbo, ya que los parientes más cercanos, geográficamente hablando, que tenía eran los Sacovilla-Bolsón y antes muerto y enterrado que invitarles por iniciativa propia a comer en Bolsón Cerrado. Hamfast había mencionado la Cuaderna del Este, así que bien podía tratarse de algún Brandigamo... Pero no, de ninguna manera, aunque no tenía muy buena memoria para esas cosas, sabía que habría apuntado en algún lugar una cita semejante.

En fin, viniendo de Cuaderna del Este, muy probablemente de los Gamos, Bilbo no tendría ningún problema en ofrecerles su hospitalidad y su mesa con toda la generosidad que le solía caracterizar a la hora de atender a sus parientes más queridos e invitados inesperados a los que debía causar buena impresión. Cuando finalmente el carromato paró a la entrada del jardín de Bolsón Cerrado, Bilbo pensó que bien podría tratarse de su prima Prímula Brandigamo, acompañada por su marido Drogo Bolsón, que era primo segundo de Bilbo y un gran aficionado a su talento en la cocina. Hacía tiempo que no los veía, puede que desde el octavo cumpleaños del pequeño Frodo, hijo del matrimonio, debido que Drogo y Prímula rara vez estaban en un mismo lugar más de unos meses, ya que les encantaba visitar a sus parientes y eso les tenía de viaje permanente. Sí, probablemente serían ellos.

Ya estaba preparando la bienvenida a sus queridos primos, cuando vio que del carromato descendía un hobbit de rizos castaño oscuro y algo más rechoncho de lo que es normal para un hobbit. Al principio creyó que era Drogo, que había demasiado lejos con su pasión por la comida, pero tras observarlo durante unos segundos más vio que se trataba en realidad de Dudo Bolsón, hermano mayor de Drogo, y Bilbo no pudo hacer otra cosa que intentar ocultar su estupefacción. Aunque sus tratos eran cordiales con la mayoría de sus parientes, no podía decir que le uniera una fuerte amistad con Dudo Bolsón, y no se explicaba qué podría haberle traído, sin avisar, hasta la puerta de Bolsón Cerrado.

- Mi querido Dudo Bolsón – dijo Bilbo, dejando la sorpresa y a Hamfast Gamyi atrás para acercarse a saludar al recién llegado hobbit – Qué alegría verte en Hobbiton, ¿a qué se debe esta grata sorpresa?

Tan pronto como terminó de formular la pregunta, Bilbo Bolsón supo que esa visita tenía muy poco de grata, si es que tenía algo. Dudo parecía agotado y cabizbajo, pero no era sólo por el viaje, de hecho, parecía que hubiera pasado la noche sin dormir. Antes de comenzar a hablar, Dudo Bolsón se pasó la mano por los rizos de la cabeza a la vez que dejaba escapar el aire, como si no supiera por dónde empezar.

A partir de ese momento todo cambió, Bilbo intercambió una mirada nerviosa con Hamfast Gamyi, quien parecía tan confuso como él. Luego Dudo Bolsón alzó el rostro y comenzó a hablar: Ham Gamyi pareció quedarse sin respiración, la expresión en el rostro de Bilbo cambió súbitamente y tuvo que hacer fuerza con los dedos para que el plato que aún llevaba en las manos no cayera al suelo.

Quién hubiera podido imaginar que una mañana tan luminosa y verde, mecida por una fresca brisa, en la que los rayos de sol acariciaban suavemente el rostro de los caminantes, pudiera traer consigo noticias tan funestas.