1. Instantes
Amanece París bajo un cielo color durazno. Las calles están desiertas, pero ellos ya están allí, en la cima de la Torre Eiffel, contemplando en silencio la ciudad bajo sus pies. Con miradas furtivas se dan los buenos días.
Él, pícaro, le guiña un ojo y ella mueve la cabeza; dos hoyuelos se forman en sus mejillas, evidencia de una sonrisa escondida. Orgullosa, se afana en fingir, más el brillo de sus ojos la delata; brillo de adoración, el de una adolescente enamorada.
La chica de rojo se sienta y balancea las piernas en el vacío, palmea el espacio a su lado en una invitación silenciosa que no tarda en ser aceptada. Se sientan uno junto al otro, codo con codo; ambas miradas, verde y azul, orientadas hacia la inmensidad del cielo diurno.
Entonces ocurre. Son segundos, son instantes. Él busca a tientas su mano y ella entrelaza sus dedos. Se acarician, se sienten y después se separan. Se aman, pero no se dicen nada. Es más bonito así. Aunque nadie salvo ellos lo entienda, ese juego les encanta.
Tan cerca y al mismo tiempo tan lejos. Tan iguales y al mismo tiempo tan distintos. El cabello del chico está hecho de sol, el de la chica de universo. Ella resplandece como el día; él es hijo de la noche. Ambos son polos opuestos y las dos mitades de un todo. Aunque lo ocultan, se necesitan como oxígeno para existir. Eso ambos lo saben, todo París lo sabe.
No es misterio para nadie que entre el gato y la mariquita hay una canción de amor. Es apreciable en sus gestos, en su interacción y en la forma en que se buscan cuando no se tienen cerca. En la manera en que se miran y en la dulzura de ambos rostros cuando sus manos se encuentran.
El clamor de la batalla los llama; el auxilio de la gente los impulsa a separarse. Luchan en sincronía perfecta, como solo ellos saben. Una vez más, el bien triunfa sobre el mal.
Al caer la noche, vuelven al mismo lugar. Se sientan allí, en compañía del otro, a contemplar el firmamento, a buscarse en silencio, a amarse sin palabras. En esa ocasión ya no se esconden, no hay nada que ocultar, pues solo la luna es testigo de la calidez de sus caricias y el candor de sus besos.
