Prólogo
Habían pasado apenas 6 semanas desde que la guerra civil había comenzado. El país estaba devastado. Jaime aún no tenía claro qué lado había atacado primero. Los vampiros, o como ellos preferían llamarse, "Strigois", habían parecido más que satisfechos cuando el gobierno había aprobado la ley HSALC, que proponía derechos justos para humanos, vampiros y sus contrapartes, los hombres lobo, quienes también gustaban de ser llamados de una forma particular, "Lycaons".
Toda la familia de Jaime había muerto. Sus hermanos y padres. Acababa de cumplir los 28 años cuando los disturbios empezaron. Trataron de salir del país pero un grupo de esas malditas sanguijuelas los había emboscado en un aeropuerto junto con muchas otras personas. Fueron rápidos, acabaron con la mayoría de la gente en el lugar creando un verdadero baño de sangre. Su familia estuvo entre las primeras que fueron atacadas, pero él logró escapar, a costa de la vida de sus seres queridos. Ahora estaba refugiado en un edificio abandonado y se sentía como basura por no haber ayudado. No tenía a dónde ir. Los disturbios estaban a la orden del día y las noticias habían dejado de transmitir desde hacía días. Lo último que escuchó fue que un gran grupo de Lycaons en el oeste estaban reclutando a humanos de su lado para ganar la contienda y que a su vez un ejército de humanos, aparentemente sin afiliación política, tenía como plan acabar con ambas razas de monstruos.
No había lugar a dónde huir. Sólo se podía hacer una cosa: Tomar parte en un lado de la contienda. Pero Jaime había sido un cobarde toda su vida y no soportaría la idea de dormir al lado de los asquerosos lobos ni mucho menos de las sanguijuelas, que lo habían repugnado desde su develación al público hace alrededor de dos años.
Todo lo que podía hacer era quedarse dentro del edificio y morir de hambre, parecía ser la mejor opción, o al menos prefería eso a ser devorado. Pero después de días el hambre acabó por arrastrarlo hacia afuera. Se había decidido a unirse al ejército que buscaba exterminar a los monstruos. Pero no tenía idea de a dónde dirigirse. Deambuló por horas por la ciudad (de la cuál ni siquiera sabía su nombre, había huido sin detenerse a ver hacia dónde se dirigía), hasta que eventualmente durante la noche se encontró con un grupo de personas, calculó que eran unos treinta, estaban repartidos alrededor de dos fogatas en un parque abandonado.
«Serán humanos?», pensó hacia sus adentros, pero no había forma de saberlo. Lo único que hacía distinguibles a las sanguijuelas durante la noche eran sus ojos, que brillaban de un azul claro intenso, y eso sólo cuándo ellos así lo deseaban. Ni hablar de los lobos, no había forma de distinguirlos, ni de noche ni de día. Alguna vez mientras miraban el noticiero su padre comentó "¿Cómo distinguir a uno de esos perros de una persona normal?, fácil, ¡Sólo fíjate si tiene pulgas! ¡Ja!", a nadie más que a él y a su hermano pequeño les había hecho reír aquel comentario.
Decidió que era mejor no acercarse, podrían ser sanguijuelas, así que empezó a retroceder, cuando sintió que algo lo punzaba por la espalda.
-Ni un paso más amigo –escuchó detrás de él, se le puso la carne de gallina y abrió los ojos como platos-. Da la vuelta lentamente.
Jaime obedeció, mientras giraba notó el sudor frío que le recorría la mente. Examinó al tipo de pies a cabeza. Vestía todo de negro, a excepción de sus pantalones que en la oscuridad no supo decir si eran café o verde oscuro. Tenía el rostro alargado y el cabello largo hasta los hombros, su sonrisa era amplia y le provocaba escalofríos. En la mano derecha sostenía un arma pequeña, tal vez una Beretta
-Yo sólo... miraba... no pertenezco a ningún bando... ¡Lo juro! ¡Sólo quiero irme! –dijo Jaime.
-¿Por qué habría de creerte? ¿Cómo sé que no perteneces a esos asquerosos lobos o a los chupasangre?
-Un momento, ¿Eres humano? –el rostro de Jaime se iluminó, no podía creer su suerte.
-¡Pues claro! ¿Me has visto pulgas encima? –dijo ampliando su ya imposiblemente ancha sonrisa.
-Oh... que alivio... por un momento temí que... -dijo Jaime.
-¡Tranquilo hombre! No hay nada que temer -bajó su arma y la guardó dentro de su pantalón-. Ven conmigo, tranquilo, quiero que conozcas a los demás.
El sujeto le rodeó la espalda con un brazo y lo llevó hacia las fogatas. Los ojos de los presentes se fueron fijando en él a medida que se acercaba. No vio ese tétrico resplandor azul en ninguna mirada. Lo cual lo alivió profundamente. Le ofrecieron asiento cerca de una fogata, el cual aceptó complacido.
-¿Cuál es tu nombre amigo mío?- le preguntó un tipo canoso sentado al otro lado de la fogata.
-Jaime- respondió Jaime.
-¿Cómo has sobrevivido todo éste tiempo?- le preguntó otro más joven, estaba parado a su lado y debía de medir unos dos metros, era inmenso.
-Yo... emm... me he ocultado todo éste tiempo... he huído... –al decir lo último le tembló la voz.
-Es comprensible –dijo el tipo canoso.- Todo el país está hecho un caos ahora mismo, ¿Por qué no peleas con nosotros?
-Hasta ahora no había decidido qué hacer -respondió Jaime.- Pero ahora he decidido que quiero acabar con todos y uno de esos sanguijuelas, ¡Y con los perros pulgosos también! –trató de sonar valiente al decirlo pero sonó tan débil que a alguien se le escapó una risita.
-¿Perros pulgosos? ¿Así que así se les llama? -preguntó el tipo canoso, con una expresión bastante seria.
-Bueno... yo... he escuchado que ellos se llaman lyconses o algo así... -
-Lycaons- lo interrumpió el tipo alto a su lado.
-Sí, eso, siempre pensé que era ridículo... –dijo Jaime, se había puesto nervioso de repente.
-Verás –dijo el tipo canoso poniéndose de pie-. No nos gusta esa forma que acabas de llamarnos, nunca nos ha gustado.
«Oh no»
-¿C-cómo? –preguntó Jaime poniéndose de pie.- Creí que...
-Esto era una prueba Jaime, una simple prueba, pero has fallado antes de que siquiera empezara -dijo el tipo alto.
«Oh mierda»
Los demás se empezaban a acercar a él poco a poco, algunos sonreían y lucían una sonrisa extremadamente amplia, monstruosa.
-No... p-por favor... déjenme ir...- dijo Jaime, sintió cómo se le aflojaba la vejiga.
-Eso no sería una buena idea -dijo el tipo de cabello largo que lo había sorprendido.
-No... –a Jaime le fluyeron las lágrimas. Todos estaban ya cerca de él como para alcanzarlo con solo estirar la mano. Los dientes en sus sonrisas parecieron cambiar en hileras de colmillos.
-La cena está servida –dijo el tipo alto, quien mostró una mano llena de garras, la cual insertó súbitamente en el estómago de Jaime.
Sintió un dolor como jamás había sentido en su vida, intentó gritar pero fue inútil. Sintió el sabor de la sangre en la boca y la orina descendiendo por su pierna. Lo demás fue rápido, sintió las mordidas por todo el cuerpo arrancarle pedazos de carne. El dolor era inimaginable. Antes de cerrar los ojos pudo notar una cosa, algo que jamás fue mencionado en los noticieros o por alguien conocido.
Los ojos de todos ellos se cubrieron de un espantoso color negro.
