Disclaimer: The Hunger Games pertenece enteramente a Suzanne Collins, yo sólo tomo prestadas a Clove y Foxface para esta historia.

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Clove no recordaba un tiempo en el que no hubiera tenido insomnio. Era como si hubiera perdido la capacidad para desconectar el cerebro, para cerrar los ojos y apagar el ruido. Siempre alerta, el lema que había aprendido siendo sólo una cría y que le habían grabado a fuego en la Escuela de Entrenamiento del Distrito 2.

Sin embargo, conocía vagamente la sensación de tranquilidad, aunque la percibía extraña y distante, como en otro tiempo y en otro lugar. Tenía un recuerdo impreciso de una melodía que alguna vez pudo relajarla, pero había olvidado por completo las notas y los compases, ni siquiera recordaba si tenía letra (o sólo era música.)

Siempre había algún peligro en la noche abierta, oscura, insaciable; cuyas fauces nunca cesaban en el empeño por perseguirla. A menudo tenía sueños vividos en los que la oscuridad se abría tanto que, por mucho que corriera o la enfrentara, acababa por devorarla. Cuando estaba allí dentro, rodeada de vacío, sentía su peso inerte, sin gravedad, desconectada del suelo. Y por mucho que intentara patalear o escaparse, el cuerpo, inmóvil, no le obedecía. Era siempre en este momento cuando recordaba el cuchillo que tenía atado en el tobillo, que nunca era capaz de alcanzar.

Cuando se tumbaba en la cama a su lado siempre era por una necesidad de protegerla, que le nacía del pecho y se le escapaba por las yemas de los dedos. Miraba hacia arriba intentando escudriñar los peligros del infinito, que no paraba de crecer. Y pasaba sus manos por encima del colchón intentando rascar la sensación de pérdida que le picaba en los dedos.

No conseguía tranquilizarse hasta que Foxface alargaba su mano y la tocaba. Al sentir su tacto y escuchar las palabras "¿Estás bien?", Clove siempre emitía un suspiro de alivio. Y respondía algo parecido a "Ahora sí. Duerme, pelirroja", mientras se aferraba a sus manos, a sus ojos inteligentes, a la mueca que hacía cuando estaba cansada, a sus pecas desordenadas.

La incansable voluntad de Clove para no darse por vencida nacía de la necesidad de protegerla a ella, a la pelirroja que siempre ganaba en todos los juegos de lógica y le sonreía en los días tranquilos.

Clove se jactaba de no haber fallado nunca un blanco, que cuando apuntaba a algo, la vida era sencilla, porque siempre acertaba. Foxface le decía que tampoco había fallado con ella, que cuando la miró por primera vez, le acertó entre los ojos y ya no pudo quitársela de la cabeza. Era todo un cumplido, porque el cerebro de Foxface absorbía información nueva cada segundo, desechando lo que consideraba irrelevante.

Al día siguiente, como cada mañana, Clove afilaría sus cuchillos mientras Foxface buscaría algo de caza para comer. Cuando Foxface se atragantara con las bayas del desayuno, Clove acudiría a ayudarla, entonces la pelirroja vería gotas de sangre en los ojos de Clove, que se quedarían perdidos en el abismo, mirando a la nada. Se abrazarían y los terrores las engullirían. Una y otra vez.