Prólogo.
1950
Waverly, Iowa.
La niña abrazó en silencio su oso de peluche, escuchando las notas tímidas y desvaídas del violín de Joelle. Su hermana tocaba en el interior de la casa para distraer a su madre, mientras su padre cortaba leña en el cobertizo, empleando todas sus fuerzas para tratar de aislarse de los últimos momentos de su esposa. No podía verla así, y Leanne lo entendía, pese que a ella no le permitían entrar en la casa. Ojalá pudiera estar junto a ella, pero todos le habían dicho que era mejor recordarla como era, no tener en la memoria aquellos momentos. La niña de siete años todavía no entendía del todo.
A su alrededor, apenas a cinco metros del porche de la casa, los campos de trigo dorados se veían agitados por el viento. Las espigas crecían recias y fuertes y le llegaban por la barbilla. La cosecha era inminente y eso, en el pequeño pueblo campesino en el que vivía la niña, era más de la mitad de las ganancias de todos. Un año de mala cosecha podía ser fatal.
De pronto, algo se agitó dentro de la casa. El violín cesó bruscamente y el llanto y los gritos de Joelle sustituyeron las notas. Su padre dejó de cortar leña y dejó caer el hacha. Leanne pudo oírlo.
De pronto, supo que todo había acabado. El cáncer había ganado la batalla.
El hecho de que ya no tenía madre golpeó a Leanne como una explosión, haciéndola caer al suelo, donde abrazó su peluche y notó las lágrimas corriendo por sus mejillas. Sorbió por la nariz mientras todos los momentos con su madre en sus siete años de vida se arremolinaban a su alrededor, atormentándola más que los lloros de Joelle. Quería a su mamá, ¡no quería perderla! Le pegó un puñetazo al oso de peluche lo más fuerte que pudo, inundada por la rabia. ¡Aquello no era justo! ¡Tenía siete años, no había podido disfrutar de su madre! ¡Ella era una niña buena, hacía los deberes, no se lo merecía! ¡Quería a su madre de vuelta!
A su alrededor, el viento arreció tanto que algunas espigas de trigo salieron volando por los aires. Escuchó una especie de remolino sobre el campo y abrió mucho los ojos, incrédula a lo que veía. Aquello no podía ser.
A su alrededor, las doradas espigas empezaron a decaer, volviéndose grises y doblándose sobre sí mismas, marchitándose. En apenas unos segundos, todo el campo a su alrededor estaba muerto. Cientos y cientos de metros cuadrados echados a perder, como si hubiera caído lluvia ácida sobre ellos. Frunció el ceño, extrañada, y entonces vio su mano y chilló.
La puerta de la casa se abrió bruscamente, rebotando contra la pared mientras Joelle salía corriendo, preocupada por su hermana.
Leanne adoraba a su hermana. De mayor quería ser como ella, tan guapa, tan lista, tan segura de sí misma. A veces escuchaba a las vecinas decir que Joelle era su verdadera madre, y no Rose Martin. A decir verdad, Joelle prácticamente la había criado. Rose llevaba enferma casi tantos años como tenía Leanne; la niña apenas recordaba a su madre caminando o haciendo algo que no fuese estar en cama día y noche. Leanne las quería, a su madre y a su hermana. Y ahora sólo le quedaba Joelle. Joelle, que la había visto crecer desde pequeñita, quien la había vestido y llevado al colegio todos los días. La que le había enseñado a jugar a las canicas, juego por el que la adolescente sentía una curiosa predilección.
La hermosa joven de diecisiete años corrió hacia ella con los ojos rojos y el largo cabello negro arremolinándose a su alrededor, dejándose caer en el suelo y abrazándola, susurrándole palabras tranquilizadoras al oído.
-Ya acabó, cariño… Lo siento mucho, ya acabó.
-¡Elly, mira mis manos! –gritó la niña, espantada y mostrándole las manos a su hermana. Donde antes la piel era de un suave color crema, ahora trazos negros cubrían sus manos, creando el dibujo de una rosa, seguida por un único tallo con espinas y algunas hojas. El diseño se extendía por el brazo, serpenteando y creando más rosas, y se perdía en los bordes de la camiseta. Leanne sintió un leve cosquilleo en el lado derecho del cuerpo, bajando por la cintura y la cadera hasta las piernas, y que le hizo temer que el extraño tatuaje se estuviera extendiendo por su cuerpo. Miró a Joelle, temerosa de que la rechazara, pero su hermana sólo la abrazó más fuerte.
-Shh, tranquila cariño, tranquila –susurró junto a su oído- No es nada malo, no pasa nada.
-¿Qué soy, Elly? –suplicó Leanne, aterrada. Joelle chasqueó la lengua, molesta.
-Diciéndolo así, cualquiera pensaría que es algo malo. Somos especiales, cariño, podemos hacer cosas que otros no.
-¿Tú también? –preguntó la niña, esperanzada- ¿Qué puedes hacer?
-Puedo hacer… Cosas bonitas. Con las estrellas. Y con el cristal.
No explicó nada más. Leanne la miró a los ojos, esperanzada por primera vez desde que su madre le dijo que estaba enferma. Su hermana sonrió tristemente, quitándose la chapa de identificación de su tío y poniéndosela a la niña. Esta frunció el ceño, pasando el pulgar sobre los dígitos de la chapa.
-Entonces, ¿no estoy sola? –preguntó. Joelle sonrió y se limpió las lágrimas de los ojos.
-No, cariño. Nunca has estado sola.
Joelle organizó rápidamente la vida de su hermana. Tras el funeral de su madre, rápido y discreto, reunió una pequeña colección de guantes para cubrir el tatuaje de la mano de Leanne.
-Bueno –había dicho- Al menos sólo está en la parte derecha del cuerpo. Tienes que taparlo, ¿eh, cariño?
-¿Por qué? –Leanne hizo un puchero, desilusionada- Dijiste que no era malo.
-Y no lo es. Es que… A la gente del pueblo no le gustará, ¿sabes? Ellos no pueden tener un tatuaje como el tuyo –improvisó Joelle como mejor pudo. ¿Cómo explicarle a una niña de siete años que debía esconderse si quería seguir viva? Leanne era tan pequeña, tan inocente, con sus dos trenzas negras y sus grandes ojos grises, que a veces parecían plata… No, no podía permitir que le pasara nada.
Por suerte, Leanne no dio ningún problema. Se puso el guante, vistió camisetas de manga larga y no enseñó las piernas. Ni siquiera su padre se enteró de que eran especiales. Nadie lo sabía. Había una pequeña esperanza; en un año Joelle se iría a la ciudad, estudiaría la carrera de música, encontraría trabajo y sacaría a Leanne de aquel pueblo en el culo del mundo. Su padre, deprimido como estaba, no movería el culo por ellas. Sí, su madre acababa de morir, su esposa acababa de morir, pero tenía dos hijas que le necesitaban. No era momento de echarse abajo, era momento de echarle huevos y tirar para adelante.
No contaba con que llamasen a su puerta a las dos de la mañana un martes cualquiera.
Su padre no estaba (seguramente estaría en el bar, derramando lágrimas y ahogándose en alcohol) y Leanne estaba en el piso de arriba, durmiendo. Joelle repasaba algunas lecciones teóricas de violín cuando los golpes en la puerta la sobresaltaron. Fue a abrir la puerta, algo más tranquila tras ver que era una hermosa mujer rubia y no el tipo rudo con llave inglesa en mano que esperaba. Abrió y puso la mejor sonrisa que pudo sacar a las dos de la mañana.
-¿Sí? –preguntó- ¿Puedo ayudarla en algo?
-Creo que sí –la mujer sonrió mientras la voz resonó en la mente de Joelle como un eco- ¿Le importa que pase?
-Claro que no –Joelle frunció los labios- Adelante.
Era como ella. Era como ellas. Aquella hermosa mujer, completamente vestida de blanco, era como ellas.
-Mi nombre es Emma, Emma Frost –sonrió- Venía a ver si podía ayudarme en un pequeño asunto que tengo entre manos.
-Usted dirá –suspiró Joelle. Emma sonrió aún más, pasando el dedo por las fotos de Leanne y Joelle que adornaban la mesa del salón.
-Supongo que sabrá que nosotros nos escondemos, ¿cierto? Un despilfarro de talento, en mi opinión.
-¿Nosotros? –preguntó la adolescente, frunciendo el ceño. Emma hizo un gesto extraño.
-Ah, claro, que tonta. Los mutantes, nuestra especie, querida, el siguiente paso de la evolución humana. Como tal, superiores en todos los aspectos. Simplemente, somos mejores. Mi… Sociedad pretende ganar esta guerra contra los humanos.
-¿Cómo que guerra? Creo que estás exagerando.
-¿En serio? Yo creo que no –los ojos azules de Emma se volvieron de hielo- No te das cuenta, cielo. Cuando vean lo que podemos hacer, de lo que somos capaces, sentirán miedo. El miedo a lo desconocido hará que traten de eliminar lo desconocido. Y si no estás con nosotros estás, por definición, contra nosotros.
-No. Creo que debería irse –escupió Joelle. No le gustaba por donde iba la conversación- Y ahora.
-Oh, a mi me parece que no.
Antes de que pudiera hacer nada, vio el brazo de Emma convertirse en… ¿Cristal? ¿Diamante? Emma sonrió como un gato antes de saltar sobre ella y de que su brazo se moviese a toda velocidad e impactase contra la cara de Joelle. La adolescente cayó hacia atrás como una muñeca de trapo, sintiendo el mundo girando a toda velocidad a su alrededor. Algo rojo había salpicado los sillones. Emma alzó de nuevo el brazo.
Un gritito agudo sorprendió a ambas, y Joelle maldijo al ver a Leanne en lo alto de la escalera, con la boca abierta y su cara contraída en una mueca de horror. Emma inclinó la cabeza hacia un lado, sonriendo, antes de bajar el brazo de nuevo.
1958
Instituto Wartburg College de Waverly, Iowa.
-Lo sé, cariño, lo sé. A mí tampoco me gusta.
La adolescente de quince años acarició de nuevo a su cachorro, dándole un pedazo del sándwich que comía lentamente. El cachorro de husky alzó el morrito y masticó con ganas. No, definitivamente no le gustaba que todos hubieran huido de ella, otra vez. ¿Era culpa suya que las fuentes enloquecieran a su paso, que aquella papelera empezara a arder espontáneamente? Tampoco había hecho que las plantas del patio crecieran sin control, ni había provocado aquella grieta en los terrenos del instituto. Al igual que no era culpa suya que aquel coche hubiera derrapado peligrosamente, mientras esperaba que su padre fuera a buscarla. Y, sin embargo, la culpaban a ella. Pero se equivocaban. Leanne era especial, no una terrorista. Su hermana hubiera sabido qué decir, qué hacer. Sin embargo, apareció Emma Frost… Algún día la encontraría. Algún día la encontraría y convertiría su vida en el infierno que ella misma sufrió.
Dejó a su cachorro atado al banco durante unos segundos mientras tiraba el envoltorio del sándwich y el refresco vacío a la papelera. Cuando volvió, la sangre huyó de su rostro. No estaba. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie…
-¡Ey, monstruo!
Alan, un alumno del último curso, la llamó a voces desde el cobertizo a escasos diez metros.
-¿De verdad creías que podías engañarnos? -preguntó, mirándola con una sonrisa escalofriante- Pensé que mi padre, el director, te había dicho que no podías traer aquí ese patético intento de perro.
-¿De qué…?
Leanne no llegó a acabar la clase, ya que el sonido de los lamentos de su cachorro heló su sangre: del cobertizo, salieron otros dos alumnos. Uno de ellos llevaba al cachorro atado con la correa, pero tirando tanto que prácticamente no tocaba el suelo. El cachorro gimoteaba y gemía, sacudiendo las patas. Se estaba ahogando.
-¡Hijos de puta!
A partir de ahí, todo ocurrió demasiado rápido. El otro alumno la sujeto contra la pared, mientras Alan y su amigo se ensañaban a patadas y puñetazos con su cachorro, su pequeño perrito. Leanne, gritando y aporreando al que la sujetaba, no podía ir en su ayuda. Perdió la noción del tiempo contando las patadas; tan sólo podía escuchar impotente, con lágrimas en las mejillas, los últimos y desgarradores sonidos que dejó escapar su husky.
-Tío, te has pasado –observó el que la sujetaba- ¡Ha sido demasiado rápido!
-Puede que sí… ¡Mira, si se ha quedado con la lengua fuera! ¡Eso te enseñará, monstruo! ¡No queremos a los tuyos por aquí!
Aquel comentario hizo que Leanne soltase un gruñido. No supo de dónde salió su fuerza, pero de pronto se sintió poderosa. Muy poderosa. De un solo golpe en el pecho, el idiota que la sujetaba salió volando por los aires, golpeándose en la cabeza contra la pared con un crujido estremecedor. Cuando cayó al suelo, como un fardo, todos pudieron ver que estaba muerto.
-¡Mierda, vámonos! ¡Monstruo! –gritó Alan, dándole una última patada al cachorro y echando a correr. No llegó muy lejos, ya que Leanne dio una fuerte patada en el suelo. La tierra se abrió a sus pies y el muchacho desapareció, gritando. Él último que quedaba miró a Leanne con el terror en la mirada, y la joven descubrió que le gustaba esa sensación. Ella siempre había temido los golpes de los demás, sus burlas, sus bromas pesadas. Ya era hora de que la temiesen a ella.
Sin moverse un ápice y concentrándose al máximo, hizo que una fuerte ráfaga de aire elevase al muchacho junto a una farola, demasiado cerca para su seguridad. Elevó una columna de agua desde la fuente e hizo que envolviese todo su cuerpo menos la cabeza. Quería que aquel monstruo (ellos eran lo verdaderos monstruos) viera lo que le esperaba.
Era patético. Estaba llorando, con el rostro lleno de lágrimas y mocos.
-¡Por favor! –gemía- ¡Por favor, deja que me vaya! ¡Yo no quería, Alan me obligó!
-¿No querías? –Leanne soltó una carcajada histérica, llena de rabia- ¿Igual que no querían correr de mí los niños, igual que me perseguíais en primer curso hasta la piscina, por diversión, y me dejabais encerrada? ¿Igual que las niñas no me hicieron caer al lago en el campamento, robándome la ropa y dejándome una camiseta que ponía Monstruo? ¿O igual que me pegaron una paliza aquella vez que el viento movió el balón de rugby y perdisteis el partido? No, ellos nunca querían, era yo la culpable, yo era diferente. Pues ya me he cansado de ser la víctima.
Antes de que pudiera replicar, le estampó contra la farola. Un grito, un montón de chispas y el olor de la carne quemada llenaron el ambiente, haciéndola sentir sorprendentemente satisfecha. Escuchó la puerta de un coche cerrándose y se dio la vuelta, asustada.
-¿Papá?
-Métete en el coche –ordenó, mirándola con los fríos ojos negros que ella no había heredado- Ahora.
1960
Base de la CIA, Virginia, Nueva York
Lo que menos esperaba Moira al entrar en su oficina a las siete de la mañana era encontrarse a su jefe, acompañado de una joven. Esta tenía el pelo negro, cortado justo por encima de los hombros y con un flequillo recto enmarcando su rostro. Sus ropas eran normales; una chaqueta de cuero marrón, una camiseta azul, pantalones blancos y converse azules. Le llamó la atención el que llevase un único guante en la mano derecha.
-Agente MacTaggert, le presento a nuestra nueva adquisición, Katrina Holmes. Agente Holmes, esta es Moira MacTaggert.
-Un placer –murmuró la joven sin levantar la vista del suelo, estrechando la mano de la mujer. Moira frunció el ceño. ¿Qué hacía una chica de tan joven en la CIA? Katrina parecía mayor de lo que era, pero Moira podía ver que todavía quedaba algo de inocencia en su postura, en su expresión. No podía tener más de dieciocho.
-La agente Holmes se trasladará a la residencia del Dr. McCoy, empezará su trabajo de campo en una semana.
Bueno, algo raro había. Hank McCoy, un científico de veintitrés años tan inteligente como socialmente torpe, había llegado a los dieciocho años. Sería un nuevo programa del gobierno para jóvenes talentos o algo así.
-Espero que te adaptes bien a nuestro departamento –Moira sonrió levemente. Katrina alzó la vista por primera vez y Moira retrocedió un paso, asombrada, al ver sus iris de un intenso color plateado.
-Estoy segura de que me las apañaré.
