CENIZAS AL VIENTO
Hola a todos mis lectores… aquí les traigo la nueva historia para que en este 2010 tenga que leer XD lo hago por ustedes jeje. Bien, esta historia está basada en el libro Cenizas al Viento de Kathleen Woodiwiss. Así que aclaro que parte de esta historia no me pertenece y tampoco sus personajes aunque todas queramos tenerles ^^ disfrútenla.
CAPITULO I
23 de septiembre de 1863
Nueva Orleáns
El ancho, turbio río lamía con pereza engañosa la base del malecón mientras un barco fluvial muy cargado se abría pesadamente camino a través de un enjambre de buques de guerra de la Unión. A unos doscientos metros, el cuerpo principal de la flota estaba anclado en medio de la corriente, separado de la ciudad y de sus a veces hostiles habitantes. Chatos, feos cañoneros con las cubiertas casi a nivel del agua chapaleaban como cerdos entre sus hermanas más graciosas del mar abierto, las esbeltas fragatas de altos mástiles. Con su pintura colorada y verde, una vez nueva y brillante, ahora saltada y desteñida, el vapor parecía una bestia soñolienta que estuviera volviéndose gris con la edad, y que venía hacia ellos batiendo el agua y escupiendo humo y llamas por sus altos cuernos negros. Se acercó aún más hasta que se recostó con cautela contra el muelle bajo donde el Misisipí tocaba la ciudad puerto. Gruesos cables saltaron como tentáculos gigantescos y poleas y cabrestantes crujieron sobre los gritos de los peones mientras la embarcación apoyaba sus hombros en el muelle.
En los últimos momentos del viaje pasajeros habían reunido sus pertenecías y ahora aguardaban para desembarcar. Cada uno parecía tener una meta específica en la mente y todos se afanaban por alcanzarla, aunque era imposible percibir un objetivo definido en la impaciente multitud. Eran los sedientos de fortuna, las rameras, la hez de la sociedad que caía sobre Nueva Orleáns para exprimir las riquezas que pudieran de la empobrecida población y sacarle lo que pudiesen a los invasores yanquis.
En la mitad de la que fuera una vez la elegante escalera de la cubierta de paseo, donde había sido detenido con el resto de los pasajeros, estaba un muchachito cenceño. Debajo de un sombrero viejo y deformado calado hasta las orejas, un par de cautelosos ojos color chocolate miraban desde una cara tiznada. Ropas demasiado grandes acentuaban la pequeñez de su cuerpo y los holgados pantalones estaban ajustados alrededor de la delgada cintura con una cuerda basta. Llevaba una floja chaqueta de algodón sobre una camisa voluminosa, y aunque las mangas largas estaban enrolladas varias veces hacia arriba. El rostro magro estaba sucio con el hollín de la cubierta de pasajeros, y debajo de la tiznadura advertíanse las primeras señales de una quemadura de sol sobre el puente de la nariz. Se hubiera dicho que no tenía más de 12 años, pero su expresión reflexiva y su actitud reservada y silenciosa cuestionaban su aparente juventud. A diferencia de los otros viajeros, se puso ceñudo cuando vio descender del barco a sus coterráneos derrotados.
Los prisioneros fueron recibidos en tierra por el destacamento que los aguardaba. A bordo del barco fluvial, los soldados federales formaron detrás de sus oficiales y los siguieron a tierra. Los pasajeros por fin pudieron desembarcar. El muchacho apartó su mirada de los prisioneros y tomando su equipaje empezó a bajar la escalera. La maleta era difícil de llevar y le golpeaba repetidamente las piernas o se enganchaba en las ropas de otro que bajaban a su lado. Evitando las miradas fulminantes que le dirigían, el muchachito luchaba por controlar su carga y avanzaba lo mejor que podía. Detrás de él, un hombre con una mujer llamativamente vestida y pintada en exceso colgada del brazo, se fastidió por la lenta marcha del jovencito y trató de adelantársele. La pesada maleta de mimbre dio contra la balaustrada y rebotó con fuerza contra la espinilla del impaciente. El hombre soltó una palabrota y giró, medio agazapado, con un cuchillo brillando súbitamente en su mano. El muchacho, sobresaltado, se apoyó en la balaustrada y miró con ojos dilatados la hoja larga y filosa que lo amenazaba.
- ¡Gauche cou rouge!- el francés del hombre era gutural por la cólera, y ligeramente desaliñado a la manera de los cajun, los nativos de Lousiana de supuesta ascendencia arcádica. Unos ojos verdes e impacientes miraron despectivamente a al muchachito desde un rostro atezado. La cólera del hombre se disolvió lentamente, porque no encontró nada ni remotamente amenazador en el asustado chiquillo. Con una mueca de fastidio, el hombre se irguió hasta sobre pasar apenas en media cabeza la altura del muchacho y volvió a ocultar su arma debajo de su chaqueta - Ten cuidado con tus trastos, eh, buisson poulain. Casi me has enviado al cirujano.
Los claros ojos chocolates se encendieron ante el insulto y los labios se apretaron en una fina línea blanca. El muchachito entendió muy bien la desdorosa referencia a sus orígenes y ansió poder devolvérsela al otro en la cara. Aferró su maleta con más fuerza y fulminó a la pareja con una mirada cargada de desdén. La condición de la mujer era obvia, y aunque el hombre vestía una chaqueta de rico brocado, la camisa estampada y el pañuelo de hierbas colorado alrededor de su cuello lo marcaban como gentuza, cuya presencia en la ciudad debíase generalmente a un misterioso incremento de fortuna.
Picada por la expresión despectiva del muchacho, la ramera entornó los ojos, aferró nuevamente el brazo de su compañero y lo apretó contra su pecho voluminoso.
- Ah, dale un par de bofetones, Kuku – pidió – Enséñale a respetar a los mejores que él.
El hombre liberó su mano exasperado y traspasó a la golfa con una mirada llena de impaciencia.
- ¡El nombre es Naraku! ¡Naraku DuBonné! ¡Recuérdalo! – Dijo con calor- Algún día seré dueño de esta ciudad. Pero nada de bofetones, ma douceur . Hay quienes están mirando… - Señaló arriba donde el capitán yanqui del barco de ruedas estaba apoyado sobre la barandilla del alcázar. – Y quienes recuerdan demasiado bien. Nosotros no queremos ofender a nuestros anfitriones yanquis, cheré. Si el pilluelo fuese mayor quizás me gustaría golpearlo, pero apenas ha salido del cascarón. No vale la pena que nos molestemos. No pienses más en él. Ahora vámonos, ¿eh?
El muchachito miró bajar a tierra a los dos, con su odio evidente en su cara ennegrecida por el hollín. Para él los dos eran peores que los yanquis. Eran traidores del Sur y a todo lo que él amaba.
El muchachito sintió la mirada del capitán y levantó los ojos hacia el alcázar. El canoso capitán lo miró con más compasión de la que el jovencito estaba dispuesto a aceptar de un yanqui y por eso no recibió ni el más mínimo gesto de gratitud.
Incapaz de soportar el peso de la mirada del capitán, levantó decidido su maleta y bajó corriendo la escalera hasta la cubierta principal.
Un desembarcadero corría a lo largo del muelle a la altura de las bajas cubiertas de los vapores del río. Unos pocos metros de espacio a ese nivel dejaban lugar para la carga y descarga y después el malecón subía abruptamente hasta el nivel del depósito principal. Su empinado frente de piedra ofrecía escalones para la gente y rampas para los vehículos de rueda. Cuando el muchacho arrastraba trabajosamente su equipaje hacia los escalones más cercanos, una corta caravana de carretas federales bajó ruidosamente una rampa adyacente. A una brusca orden de un sargento sudoroso, un puñado de soldados apeó y se dirigió al vapor de ruedas.
El jovencito miró nerviosamente a los yanquis que se aproximaban y enseguida se obligó a bajar los ojos y caminar con paso lento y deliberado. Pero a medida que ellos se acercaban, su vacilación aumentaba. Parecían venir directamente hacia él. ¿Acaso sabían?
El nudo en la garganta del muchacho creció hasta que el primer soldado pasó de largo y subió por la pasarela seguido de sus camaradas. Volviéndose furtivamente, el jovencito vio que los hombres tomaban pesados cajones estibados sobre cubierta y los llevaban a las carretas.
"Es lo mismo – pesó – es mejor alejarse lo antes posible de estos yanquis".
Al llegar al nivel superior vio una pila de barriles que se apresuró a poner entre él y el barco, de inmediato caminó de prisa hacia la protección de los depósitos.
Una carcajada aguda atrajo su atención hacia un carruaje perteneciente a Kouga DuBonné, que estaba ayudando a su compañera rolliza. Cuando el birlocho partió raudamente alejándose de los muelles, el jovencito sintió una intensa envidia. No tenía dinero para pagarse un carruaje y había una buena distancia hasta la casa de su tío, sin duda, habría más yanquis en el camino.
La opresiva presencia del azul yanqui estaba en todas partes. El no se aventuraba en Nueva Orleáns desde la rendición y sentíase un extraño. Los soldados llevaban provisiones de los barcos a los depósitos y el carretero juró otra vez y restalló su látigo sobre los anchos lomos de los percherones. Los pesados cascos arrancaron chispas de las piedras cuando las bestias redoblaron sus esfuerzos.
Con intención de apartarse del camino de los carros, el muchachito retrocedió distraído y se encontró entre un grupo de soldados de la Unión dedicados a holgazanear. Su presencia fue advertida cuando una voz alcoholizada gritó:
- ¡Eh, miren! Un mocoso del campo llegado a la ciudad.
Un joven sureño se volvió y miró, medio con curiosidad, medio con odio, al cuarteto de uniformados. El mayor del grupo difícilmente hubiera podido ser llamado hombre, mientras que las mejillas del más joven todavía estaban cubiertas con vello de la adolescencia.
- ¿Qué estás haciendo aquí, mocoso? – Preguntó con burla el que había hablado - ¿Vienes a mirar a los yanquis grandes y malos?
- N…no, señor – tartamudeó nervioso el muchacho. Su voz se quebró y bajo de tono en la última palabra. Inseguro y espantado ante esta confrontación inesperada, miró inquieto a los otros. Estaban más que achispados. Tenían los uniformes en mal estado. El muchacho pensó que debía tener cuidado y trató de volverlos más cautelosos- Tengo que encontrarme con mi tío. El debería estar aquí…
Dejó la mentira flotando y miró a su alrededor como si estuviera buscando a su pariente.
- ¡Eh! – Sonrió burlón el soldado yanqui –El chico tiene un tío por aquí- señaló un tiro de mulas cercano - ¿Crees que sea uno de esos animales?
El muchacho bajó el ala de su sombrero y se encrespó bajo las ruidosas carcajadas.
- Discúlpeme señor – murmuró decidido a no seguir siendo el blanco del humor alcoholizado de los yanquis y empezó a retirarse.
Al instante siguiente el sombrero fue arrebatado de la cabeza, quedando al descubierto una mata de pelo castaño oscuro cortado en forma irregular. El muchacho se llevó las manos a la cabeza para ocultar su cabello y abrió la boca para expresar su cólera. Furioso, trató de recuperar el sombrero sólo para ver cómo era arrojado al aire.
- Vaya hombre – gritó el soldado - ¡Esto sí que es un sombrero!
Otro lo atrapó y empezó a inspeccionarlo con atención.
- Eh, creo que río arriba he visto una mula con un sombrero mejor que este. Quizá sea su primo.
El jovencito enfureció más, y apretó sus pequeños puños. - ¡Tú salvaje patas azules! – Chilló con voz aguda - ¡Devuélveme mi sombrero!
El primer soldado agarró el sombrero y, con fuertes risotadas dio vueltas a la maleta de mimbre sobre uno de los extremos y se le sentó encima; los frágiles costados de la maleta se pandearon amenazando con estallar. Las risotadas se convirtieron en gritos de dolor y furia cuando una bota bien dirigida dio contra su espinilla y otra contra su rodilla. Lanzó un rugido, se puso de pie y aferró de los hombros al delgado muchachito.
- ¡Escúchame bien, mocoso del demonio! – Dijo, sacudiendo al jovencito y acercándose hasta casi ahogarlo con su aliento cargado de whisky – Voy a darte…
- ¡Atención!
Una lata figura se adelantó resplandeciente en su uniforme azul con botones de bronce, brillantes trencillas doradas en las mangas y charreteras de oro con insignias de capitán en los anchos hombros. Una faja roja y blanca ceñíale la delgada cintura debajo de un cinturón ancho de cuero negro, y un sombrero de alas anchas caía sobre su frente ceñuda. Su largo cabello negro caía a su espalda recogido en una coleta baja, en su rostro destacaban dos orbes doradas que miraba duramente a los soldados. Cuando el hombre se adelantó, las tiras amarillas de los lados de sus pantalones relampaguearon contra el fondo de la tela azul.
- Soldados – ladró cortante – Estoy seguro de que al sargento de guardia puede encontrar tareas más dignas de su atención que maltratar a los niños de esta ciudad. ¡Preséntense de inmediato en su cuartel! – Los miró con severidad mientras ellos luchaban por mantenerse en posición firmes - ¡Muévanse!
El oficial observó la precipitada partida de los cuatro antes de volverse hacia el muchacho, quien se encontró ante un par de brillantes ojos dorados que lo miraron desde una cara de bronce dorada por el sol. Largas patillas castaño oscuro y prolijamente recortadas acentuaban la línea de los pómulos y la mandíbula fuerte y angulosa. La nariz era fina bien formada, ligeramente aguileña, y debajo de la misma había una boca de labios generosos pero que, por el momento, no sonreían. Irradiaba de él un aire de soldado profesional, una cualidad que se manifestaba en sus modales precisos, en su apariencia pulcra y prolija y en el semblante más bien austero. La apostura de las facciones sugería una buena crianza, apropiada para un principesco jefe de estado, y esos ojos, bordeados de pestañas oscuras, parecían llegar hasta los secretos más íntimos del muchacho y lo hacían estremecer de miedo.
- Lo siento muchacho. Estos hombres están muy lejos de sus hogares. Me temo que sus modales dejan tanto que desear como su juicio.
El jovencito estaba abrumado por la presencia de un oficial federal y no pudo dar una respuesta.
- Y tu muchacho, ¿esperas a alguien? – Preguntó el capitán - ¿O estás huyendo de casa?
El chico se inquietó bajo la atenta inspección.
- Si estas buscando trabajo, podríamos aceptarte como ayudante en el hospital.
El muchacho se limpió la nariz con la manga y sus ojos recorrieron el uniforme azul del capitán.
- No estoy buscando trabajar para los yanquis.
El oficial sonrió lentamente.
- No te pedimos que mates a nadie.
Los traslucidos ojos chocolate se entornaron con odio.
- Yo no soy lacayo de nadie para limpiar las botas de ningún yanqui. Consígase otro, señor.
- Si insiste – El hombre sacó un cigarrillo y se tomó su tiempo para encenderlo antes de continuar – Pero me pregunto si todo ese orgullo tuyo sirve para llenarte la barriga.
El jovencito bajo la vista, demasiado consiente de los dolorosos calambres en su estomago para ensayar una negativa.
- ¿Cuándo fue la última vez que comiste? – preguntó el capitán
- No veo que sea asunto suyo, piernas azules.
- ¿Tus padres saben dónde te encuentras? – el hombre observó pensativo al muchachito
- Se revolverían en sus tumbas si lo supieran.
- Entiendo- dijo el capitán, con más comprensión. Miró a su alrededor hasta que sus ojos dieron con un pequeño establecimiento de comidas – Me disponía a comer algo ¿Quieres acompañarme?
- No necesito de limosnas.
El yanqui se encogió de hombros.
- Considéralo un préstamo, si lo prefieres. Podrás reembolsármelo cuando mejores tu fortuna.
- Mi madre me enseñó a no seguir a desconocidos y menos a yanquis.
El oficial sonrió divertido – No puedo negar lo último, pero por lo menos puedo presentarme. Soy el capitán Inuyasha Taisho, destinado como cirujano en el hospital.
Ahora los ojos chocolate revelaron una gran desconfianza cuando miraron al oficial.
- Nunca vi cirujanos de menos de cincuenta años, señor. Creo que usted miente.
- Te aseguro que soy médico. Y en cuanto a mi edad, creo que tengo lo suficiente para ser tu padre – el oficial pasó su mano por la cabeza del muchacho para desordenarle los cabellos castaños.
- ¡Bueno! – Dijo apartando la mano del yanqui - ¡seguramente usted no es mi padre! – Exclamó airado - ¡Un maldito carnicero yanqui!
Un dedo largo y delgado se acercó a la cara del muchachito, casi tocando la punta de la pequeña nariz.
- Escucha bien, muchacho. Aquí hay algunas personas que no recibirían muy bien tu elección de calificativos. Ten la seguridad que usarían medios más severos para obligarte a moderar tu lengua. Te he sacado de apuros, pero no tengo intención de ser niñera.
- Puedo cuidar de mi mismo.
El capitán Inuyasha resopló con incredulidad.
- Por tu aspecto, se diría que tienes la necesidad de que alguien te vigile. ¿Cuándo te bañaste por última vez?
Las mejillas se le tiñeron de rosa bajo toda esa capa de mugre – Usted es el barriga azul más entrometido que he conocido.
- Y tú eres un chiquillo terco y grosero- murmuró – Toma tu maleta y ven conmigo.
El pequeño hundió el sombrero en su cabeza y siguió al oficial. Al llegar a la entrada del edificio Inuyasha se detuvo. – ¿Tienes nombre?
El jovencito se removió inquieto.
- Lo tienes ¿verdad?
Afirmo con la cabeza – Umm … ¡Kag! Kag señor.
Inuyasha arrojó su cigarrillo y lo miró atentamente – ¿Sucede algo con tu lengua?
- N… no, señor – tartamudeó Kag.
Inuyasha miró con escepticismo el maltratado sombrero y procedió a abrir la puerta.
- Recuerda tus modales, Kag.
Copiando de mala gana los modales del señor Taisho, Kag se quitó el sombrero y lo puso sobre una silla. Con expresión de incredulidad, Taisho miró la mata de cabello de color castaño oscuro irregularmente cortado.
- ¿Quien te cortó el cabello?
- Fui yo.
Inuyasha rió – tus talentos deben estar en otra dirección. Le respondió el silencio, y la delgada carita se volvió a la ventana mientras que los ojos se le llenaban de lágrimas. Sin notar la desazón del muchacho, Inuyasha llamó a la mujer quien se acercó para anotar la orden.
- Hoy tenemos camarones – dijo la mujer – Guisado a la pepitona o a la criolla. Cerveza, café o leche de vaca. ¿Qué quiere usted señor? – con mala cara.
Inuyasha ignoró su duro acento y su cara ceñuda, a los sureños no le gustaba la presencia de los yanquis.
- Quiero guisado y una cerveza fría – decidió Inuyasha – y para el muchacho, cualquier cosa que desee con excepción de la cerveza.
La mujer asintió y se retiró.
- Este lugar no parece un destino adecuado para un muchacho que odia a los yanquis ¿tienes parientes aquí?
- Tengo un tío.
- Eso es un alivio. Temí compartir mi alojamiento contigo.
Kag se ahogó y tuvo que toser para aclararse la garganta.
- No dormiré con ningún yanqui, téngalo por seguro.
El capitán suspiró con impaciencia.
-Supongo que necesitas ganar algo de dinero, ¿sabe escribir o sacar cuentas?
- Un poco.
- ¿Eso quiere decir? ¿Puedes escribir tu nombre o puedes hacer más?
El chico miró con ira al oficial – Más, si tengo que hacerlo.
En el hospital teníamos a unos negros que hacían la limpieza, pero se han incorporado al ejercito – comentó Inuyasha – No contamos con un verdadero cuerpo de inválidos, pues los heridos en condiciones de moverse son devueltos a sus unidades o enviados a sus hogares para que se recuperen.
Yo no pretendo ayudar a sanar a ningún yanqui – protestó con energía el muchacho. Un asomo de lágrimas dio brillo a sus ojos cuando habló – Ustedes han matado a mi padre y mi hermano y llevaron a mi madre a la tumba con sus robos infernales.
Inuyasha sintió una punzada de lastima.
Lo siento, Kag. Mi tarea es salvar vidas y curar a los hombres, lleven el uniforme que lleven.
Ja. Todavía no he visto a un yanqui que no prefiera atravesar nuestras tierras saqueando e incendiando…
¿De dónde eres tú para haberte formado tan alta opinión de nosotros?- lo interrumpió bruscamente el capitán dándole una dura mirada.
De Río arriba.
¿De Río arriba?- la voz de Inuyasha sonó cargada de sarcasmo - ¿No de Chancellorsville o de Gettysburg? Has oído hablar de esos lugares ¿verdad?- Pese a que el otro apretó la mandíbula y bajo los ojos, no atenuó su tono de burla – Vaya, de tu respuesta yo podría inferir que eres un maldito barriga azul como yo y que has visto algunos de esos Johnny Rebs asolando nuestras tierras. ¿Qué tan lejos Río arriba quieres decir enano? ¿Baton Rouge? ¿Vicksburg? ¿Minnesota?
Sólo un asno vendría de Minnesota.
Un dedo amonestador apareció debajo de la nariz del muchacho.
-¿Qué no te advertí que cuidaras tus modales?
-Mis modales son correctos, sucio yanqui- el chico apartó la mano de Inuyasha – Son los suyos los que me enfurecen ¿Nunca le dijeron que no son buenos?
-Ten cuidado –le advirtió el capitán casi con gentileza – o te bajaré los pantalones y te dejaré el trasero ardiendo.
Con una exclamación y mejillas sonrojadas Kag se levantó de su silla y se agazapo como animal salvaje a la defensiva. Ciertamente un brillo feroz apareció en lo más profundo de sus ojos. Tomó su sombrero y volvió a ponérselo en sus cabellos azabaches y disparejos.
-Póngame un dedo encima yanqui – dijo con voz grave, áspera – y tendrá que atenerse a las consecuencias. No aceptaré amenazas de un maldito piernas azules…
Ante esta amenaza Inuyasha Taisho se levantó y se inclinó deliberadamente hacia adelante hasta que sus ojos dorados quedaron a pocos centímetros de los chocolates del chiquillo. Los ojos del capitán se volvieron duros como un pedernal. Sin embargo, cuando habló, su voz sonó suave y serena.
-¿Me desafías enano?- antes de que el joven pudiera contestar, su sombrero fue arrebatado de su cabeza y depositado sobre la mesa. Los ojos chocolates se dilataron de puro disgusto e Inuyasha continuó, sin cambiar el tono: -Siéntate. Cierra la boca, o lo haré yo aquí mismo.
El muchacho tragó con dificultad y sintió un repentino escalofrió causado por la mirada dorada del capitán, así que rápidamente se sentó y con mucho más respeto, observó cautelosamente al Yanqui.
Inuyasha volvió a sentarse y sin dejar de observar al pequeño habló en tono claro y cuidado.
-Nunca he maltratado a los niños ni a las mujeres- el muchachito siguió con la vista fija en el capitán, sin alterar su postura erecta- Pero si sigues tentándome, podría cambiar mi manera de ser.
El muchacho arrugó el ceño, súbitamente inseguro, adoptó sus mejores modales y permaneció dócil en silencia.
-Así está mejor – Inuyasha sonrió de lado – Ahora dime ¿Qué tan lejos de Río arriba?
-Unas pocas millas al norte de Baton Rouge- fue la respuesta apenas audible.
La boca del capitán Taisho se suavizó en una lenta sonrisa mientras que el chico seguía evitando mirarlo a los ojos.
-Espero que en el futuro revisarás tu opinión sobre mí, Kag – El muchachito levantó la vista y pareció algo desconcertado, hasta que el capitán explicó – mi casa está más lejos de río arriba… en Minnesota.
En el rostro del muchachito se combinaron el embarazo y la confusión, pero fue rescatado de la situación por la corpulenta matrona que regresó a la mesa trayendo una enorme bandeja y depositó dos grandes tazones de humeante guisado y un plato de bizcochos calientes.
La mujer apenas se había retirado de la mesa cuando el chico comenzó masticar un trozo de bizcochos y a llevarse a la boca cucharadas del delicioso guisado. Inuyasha observó divertido por un largo momento hasta que el famélico chico se dio cuenta de la atención del oficial y súbitamente avergonzado dejó el bizcocho y redujo la velocidad de la cucharada. El capitán Taisho rió por lo bajo y volvió a concentrar su atención en la deliciosa comida.
Aunque al principio el pequeño comió con avidez, pareció satisfacer rápidamente su apetito y pronto comenzó a demorarse con el resto de su comida mientras Inuyasha consumía sus porciones más lentamente y saboreando plenamente cada bocado. Cuando terminó de comer, el capitán se echó hacia atrás y se limpió la boca con la servilleta.
-Kag ¿Sabe donde vive su tío?
Un rápido movimiento de cabeza le respondió afirmativamente e Inuyasha se levantó, arrojó varios billetes sobre la mesa y recogió su sombrero, haciéndole una señal al chico para que lo siguiera.
-Ven. Si mi caballo está todavía afuera, veré si puedo llevarte hasta la casa de tu tío.
El chico tomó rápidamente su maleta, no podía rechazar el ofrecimiento del capitán, pues cabalgar era infinitamente mejor que caminar.
Inuyasha tomó las riendas de su caballo y miró al flaco muchachito y a su carga.
-¿Crees que podrás cabalgar detrás de mí y sostener tu equipaje?
- Si – el muchachito se tambaleó un poco – cabalgo desde muy pequeño.
-Entonces monta. Yo te alcanzaré la maleta.
Inuyasha sujetó el animal mientras que el chico intentaba pisar en el alto estribo, pero una vez que lo logró, no pudo pasar su otra pierna sobre la silla.
-Desde pequeño, ¿eh?- sonrió con sarcasmo Inuyasha.
Con un sobre salto de sorpresa, Kag sintió que una mano fuerte se apoyaba en sus nalgas y lo empujaban hacia arriba. Los ojos chocolates se agrandaron visiblemente y algo de desazón se traslució en su cara cuando quedó acomodado en el lomo del animal. Furioso, se volvió para insultar al yanqui, pero el capitán ya estaba levantando la maleta. La depositó delante del chico con un comentario casual.
-Diría que has tenido hasta ahora una vida fácil, Kag. Eres blando como una mujer.
Sin más comentarios, el capitán Taisho acomodó las riendas y saltó al caballo, pasando la pierna sobre el arzón de la silla.
-¿Todo listo?
-Sí.
Inuyasha hizo que el animal se volviera en dirección opuesta a los muelles.
El roano era magnifico y bien entrenado, pero no estaba acostumbrado a la carga adicional, pese a que la misma era ligera. El jovencito era orgulloso pero tenía que luchar con la gran maleta que tenía entre sus brazos, las ancas resbaladizas del animal y su renuencia a tocar al capitán, Sus esfuerzos inquietaron aun más al caballo. Por fin, Inuyasha perdió la paciencia y dijo secamente:
-Kag, acomoda de una vez tu trasero y quédate quieto, o ambos terminaremos en el suelo – Se volvió, tomó la mano pequeña del muchachito en la suya y la apretó contra su costado – Así, aférrate a mi chaqueta. Ahora cógete con ambas manos y quédate quieto.
Con recelo, Kag se aferró a la chaqueta y se sujetó. El caballo se tranquilizó un poco y la marcha se facilitó, la maleta de mimbre quedó entre ellos, sostenida por los brazos de Kag, quien se sentía contento. Por lo menos, no tenía que rozarse contra esa odiada chaqueta azul.
