Aclaración: esta es una adaptación de Safier. D. con los personajes H.P de nuestra amada J. K.R, en un universo alterno espero que lo disfruten…

CAPÍTULO I

El karma no es sinónimo de venganza, el karma es el equilibrio cósmico, la ley de causa y efecto.

Todo lo que se va vuelve.

Es el reflejo de tus acciones.

-EL DÍA QUE EL KARMA VINO POR MI-

El día de mi muerte no tuvo ninguna gracia. Y no sólo porque me muriera. Para ser exactos, eso ocupó como mucho el puesto número seis de los peores momentos del día.

En el puesto número cinco se situó el instante en que Lily me miró con ojos de sueño y me preguntó:

— ¿Por qué no te quedas en casa, mamá? ¡Hoy es mi cumpleaños!

Al oír la pregunta, me vino a la cabeza la respuesta siguiente: «Si hace cinco años hubiera sabido que tu cumpleaños y la entrega de los Premios TV coincidirían un día, habría procurado que nacieras antes. ¡Con cesárea!»

Pero me limité a decirle a media voz: —Lo siento, tesoro.

Lily se mordisqueó la manga del pijama con tristeza y como yo no podía aguantar más esa mirada, rápidamente añadí la frase mágica que vuelve a poner una sonrisa en cualquier cara infantil triste:

— ¿Quieres ver tu regalo de cumpleaños?

Yo aún no lo había visto. Se tuvo que encargar Harry, porque yo, con tanto trabajo, hacía meses que no iba a comprar a ningún sitio. Tampoco lo echaba de menos. No había nada que me pusiera más nerviosa que perder un tiempo precioso en la cola del supermercado.

Y las cosas hermosas de la vida, desde ropa hasta zapatos y productos de cosmética, no me hacía falta ir a comprarlas.

Me las suministraban amablemente las mejores marcas por ser Hermione Granger, la presentadora del programa de televisión de debates más importante de Gran Bretaña. La revistasme incluían entre las «mujeres mejor vestidas que rondaban los treinta», en tanto que otra gran revista de prensa rosa me definía menos halagadoramente como una «castaña regordeta con exceso de caderas». Me querellé contra la revista porque yo había prohibido publicar fotos de mi familia.

—Aquí tenemos a una preciosa mujercita que quiere su regalo —grité desde casa.

Y desde el jardín llegó el eco de una respuesta:

— ¡Pues esa preciosa mujercita tendrá que venir aquí!

Cogí de la mano a mí emocionada hija y le dije: —Anda, ponte las zapatillas.

—No quiero ponérmelas —protestó Lily.

— ¡Te vas a resfriar! —advertí.

Pero ella se limitó a contestar: —Pues ayer no me resfrié. Y tampoco llevaba zapatillas.

Y, antes de que hubiera encontrado un argumento razonable contra esa lógica infantil cerrada y obtusa, Lily ya corría descalza por el jardín, resplandeciente de rocío.

La seguí, derrotada y respirando profundamente.

Olía a «pronto será primavera» y me alegré por millonésima vez, con una mezcla de perplejidad y orgullo, de poder ofrecerle a mi hija una fantástica casa con un enorme jardín en Wimbledon Park, cuando yo me había criado en un bloque de pisos prefabricados que se encontraban en Enfienl. Allí, nuestro jardín apenas lo formaban tres jardineras, plantadas de geranios, pensamientos y colillas.

Harry esperaba a Lily junto a una jaula para conejos que él mismo había montado.

A sus treinta y tres años seguía siendo rematadamente atractivo, como una versión en joven de George Clooney. Su físico seguramente aún me volvería loca, si las cosas aún hubieran ido bien entre nosotros.

Pero, por desgracia, en ese momento nuestra relación era tan estable como la Unión Soviética en 1989. Y tenía el mismo futuro.

Harry llevaba fatal lo de estar casado con una mujer de éxito, y yo convivir con un amo de casa frustrado, cada día más harto de tener que oír los comentarios de las demás madres en el parque infantil: «Es genial que un hombre se ocupe de sus hijos en vez de ir persiguiendo el éxito.»

Así pues, nuestras conversaciones empezaban a menudo con «Te importa más tu trabajo que nosotros» y acababan aún con más frecuencia con «Ojo, Mione, estás a punto de colmar el vaso».

Antes, al menos luego nos reconciliábamos haciendo el amor. Ahora ya hacía tres meses que no lo hacíamos. Y era una lástima, porque nuestras relaciones sexuales eran desde buenas hasta excelentes, todo dependía de si estábamos en mejor o peor forma aquel día. Y eso tiene que significar algo porque con los hombres que tuve antes de Harry Potter, las relaciones sexuales no habían sido precisamente como para hacer la ola.

—Aquí tienes tu regalo, preciosa —dijo mi esposo sonriendo, y señaló el conejillo de Indias que mordisqueaba en el cubil.

Lily gritó entusiasmada: — ¡Un conejillo de Indias!

Y yo pensé, horrorizada: « ¡Una conejilla de las narices preñada!»

Mientras hija contemplaba radiante de alegría a su nueva mascota, yo cogí a Harry por el hombro y me lo llevé aparte.

—Ese animal está a punto de tener crías —le dije.

—No, Hermione, sólo está un poco gordo —me calmó.

— ¿De dónde lo has sacado?

—De una protectora de animales —contestó con insolencia.

— ¿Y por qué no lo has comprado en una tienda de animales?

—Porque ahí los animales están tan desesperados como los tipos que salen en tu programa.

¡Bang! Eso tenía que tocarme, y lo hizo.

Respiré hondo, miré el reloj y dije con voz ahogada: —Ni treinta segundos.

— ¿Cómo que «ni treinta segundos»? —preguntó desconcertado.

—No has estado ni treinta segundos hablando conmigo sin reprocharme que hoy voy a la entrega de los premios.

—No te reprocho nada. Sólo cuestiono tus prioridades —replicó.

Todo aquello me exasperaba, porque yo habría querido que él me acompañara a la concesión de los Premios TV. Al fin y al cabo, tenía que ser el mejor momento de mi carrera profesional. Y, maldita sea, mi marido debería estar a mi lado. Pero no podía cuestionar sus prioridades, porque éstas consistían en organizar la fiesta de cumpleaños de Lily.

Así pues, dije con acritud: — ¡Y la coneja de las narices está preñada!

—Hazle un test de embarazo —replicó Harry secamente, y se fue hacia la jaula.

Lo miré echando chispas mientras él sacaba el conejillo y lo ponía en brazos de una Lily supercontenta. Los dos le dieron de comer diente de león. Y yo estaba a un lado. En cierto modo, fuera de juego, lo cual se estaba convirtiendo cada vez más en mi lugar de costumbre dentro de nuestra pequeña familia.

Un sitio nada agradable.

Y allí, fuera de juego, no pude evitar pensar en mi propio test de embarazo.

FLASHBACK

No me venía la regla y conseguí ignorarlo durante seis días con una energía represora sobrehumana.

Al séptimo hice un sprint* hasta la farmacia a primera hora de la mañana con un «mierda, mierda, mierda» en los labios.

Compré un test de embarazo, volví a casa con otro sprint, el test se me cayó dentro del váter de tan nerviosa que estaba, volví corriendo a la farmacia, compré otro test, regresé de nuevo corriendo, meé en el tubito y tuve que esperar un minuto.

Fue el minuto más largo de mi vida.

Un minuto en el dentista ya es largo. Un minuto de música y bailes tradicionales en televisión es todavía más largo. Pero el minuto que un puto test de embarazo necesita para decidir si marcará una segunda línea o no es la prueba de paciencia más dura del mundo.

Aunque aún fue más duro ver la segunda línea.

Consideré la posibilidad de abortar, pero no podía soportar la idea. Mi amiga Ginny tuvo que hacerlo a los diecinueve años, después de nuestras vacaciones en Italia y yo había visto lo mucho que había sufrido por ello. Tenía muy claro que, a pesar de la dureza a la que estaba acostumbrada por ser presentadora de un programa de debate, llevaría los remordimientos de conciencia mucho peor que Ginny.

Así pues, siguieron nueve meses que me desconcertaron muchísimo: mientras de mí se adueñaba el pánico, Harry me cuidaba con el máximo cariño y estaba increíblemente ilusionado con la criatura. De alguna manera, eso me ponía furiosa, pues me hacía sentir aún más como una madre desnaturalizada.

En realidad, el proceso del embarazo me resultó enormemente abstracto. Veía ecografías y notaba patadas en la barriga. Pero sólo en poquísimos y breves momentos de felicidad fui capaz de comprender que dentro de mí crecía una personita.

La mayor parte del tiempo estaba ocupada luchando contra las náuseas y los cambios hormonales. Y asistiendo a cursos de preparación para el parto donde tenías que «notarte el útero».

Seis semanas antes del parto dejé de trabajar y tumbada en el sofá de casa, me formé una idea de cómo deben de sentirse las ballenas varadas en la playa. Los días transcurrían con lentitud y, cuando rompí aguas, podría haberme sentido aliviada de que por fin llegara la hora, si no hubiera estado precisamente haciendo cola en la caja de un supermercado.

Me tumbé enseguida en el suelo frío, como me había indicado el médico que hiciera en tal caso. A mi alrededor, los clientes comentaban cosas como: «¿No es Hermione Granger, la presentadora de siempre?», «Me da igual, ¡la cuestión es que abran otra caja!» y «Me alegro de no ser yo quien tiene que limpiar esta porquería».

La ambulancia tardó cuarenta y tres minutos en llegar, durante los cuales firmé algunos autógrafos y tuve que aclararle a la cajera que se había creado una falsa imagen de los presentadores masculinos de las noticias

(«No, no todos son maricones»).

Al llegar al hospital empezó un parto de veinticinco horas. La comadrona no paraba de estimularme entre los terribles dolores:

«Sé positiva. ¡Dale la bienvenida!» Y yo, desquiciada por el dolor, pensé: «Si sobrevivo, te mato, zorra.»

Creí que me moría. Sin Harry y sus maneras tranquilizadoras seguramente no lo habría soportado. No dejaba de repetirme con voz firme: «¡Estoy contigo! ¡Siempre!» Y yo le apretujaba la mano con tanta fuerza que pasó semanas sin poder moverla bien. (Las enfermeras me confesaron después que siempre ponían nota a los maridos según el cariño con que trataban a sus mujeres en las horas estresantes del parto. Potter consiguió un sensacional 9,7. La nota media general era de 2,73.)

Cuando, después de aquel tormento, los médicos me pusieron a Lily —completamente estrujada por el parto—encima de la barriga, todos los dolores quedaron olvidados.

No podía verla porque los médicos aún me estaban atendiendo. Pero notaba su piel suave y arrugada. Y ése fue el momento más feliz de mi vida.

FIN FLASHBACK

Ahora, cinco años después, Lily estaba delante de mí en el jardín y yo no podía celebrar con ella su cumpleaños porque tenía que ir a la entrega de los Premios TV.

Tragué saliva y me acerqué con el corazón encogido a mi pequeña, que estaba pensando un nombre para la conejilla («Se llamará Pipi, Lav-Lav o Pansy»). Le di un beso y le prometí:

—Mañana pasaré el día contigo princesa.

Harry comentó con desdén:

—Si ganas el premio, mañana estarás todo el día concediendo entrevistas.

—Pues entonces pasaré el lunes con Lily —repliqué mosqueada.

—Tienes que reunirte con los de la redacción —contraatacó.

—Pues no iré.

—Sí, seguro —dijo con una sonrisa sarcástica que despertó en mí el profundo deseo de meterle un cartucho de dinamita en la boca. Y concluyó—: Nunca tienes tiempo para la niña.

Al oírlo, los ojos tristes de Lily dijeron: «Papá tiene razón.» Y eso me llegó al alma. Tanto que me puse a temblar.

Desconcertada, le acaricié el pelo a mi princesa y le dije: «Te juro por lo más sagrado que pronto pasaremos juntas un día fantástico.»

Lily sonrió débilmente. Mi querido marido se disponía a decir algo, pero lo atravesé con la mirada y sabiamente, se lo repensó. Seguro que vio en mis ojos un atisbo de los cartuchos de dinamita.

Estreché de nuevo a Lily, salí a la terraza, entré en casa, respiré con fuerza y pedí un taxi al aeropuerto.

A estas alturas aún no sospechaba cuán difícil sería cumplir con la promesa que había hecho a Lilly

-oOo-

De las memorias de Casanova: En mi vida número ciento trece como hormiga, un día me dirigí a la superficie con una compañía. Por orden de la reina, teníamos que reconocer el terreno alrededor de nuestro dominio. Marchábamos bajo un calor abrasador sobre unas piedras ardientes, caldeadas por el sol, cuando, en unos segundos, el sol oscureció de un modo casi apocalíptico.

Mis ojos otearon el cielo y vi la suela de una sandalia de mujer descendiendo imparable hacia nosotros. Fue como si el cielo cayera sobre nuestras cabezas. Y entonces pensé: «Una vez más tengo que morir porque un humano no presta suficiente atención a sus pasos.»

-oOo-

En el puesto número cuatro de los momentos más miserables del día se situó la visión de mi imagen reflejada en el espejo de los lavabos del aeropuerto. Ese momento no fue miserable porque una vez más comprobara que tenía demasiadas arrugas alrededor de los ojos para ser una mujer de treinta y tres años.

Tampoco porque mi pelo de paja se negara rotundamente a colocarse de un modo razonable (para todo eso ya tenía hora con mi estilista Padma dos horas antes de la entrega de los premios). Fue un instante malo porque me descubrí preguntándome si le resultaría atractiva a Draco Malfoy.

Draco también estaba nominado en la categoría de «Mejor presentador de informativos» y era conocido por ser un hombre casi albino y atractivo hasta la obscenidad que, a diferencia de la mayoría de presentadores del país, tenía un encanto natural. Malfoy era consciente del efecto que provocaba en las mujeres y le gustaba sacar partido de ello. Y, cada vez que coincidíamos en una fiesta de los medios de comunicación, me miraba profundamente a los ojos y decía: «Si tú me hicieras caso, renunciaría a todas estas mujeres.» Naturalmente, esa frase contenía tanta verdad como la afirmación:

«En el Polo Sur hay elefantes rosas.» Pero una parte de mí deseaba que fuera verdad. Y otra parte de mí soñaba con ganar el Premio TV luego pasearme por la mesa de Draco con orgullo y una risita ligeramente triunfal y por la noche, practicar sexo salvaje con él en el hotel. Durante horas. Hasta que el director del hotel aporreara la puerta porque un grupo de rock que se alojaba al lado se quejaba del ruido.

Sin embargo, la mayor parte de mí me odiaba por lo que pensaban las dos primeras partes. Si acababa en la cama con Malfoy, seguro que la aventura llegaría a oídos de la prensa, Harry pediría el divorcio y yo, una madre desnaturalizada, le rompería definitivamente el corazón a mi pequeña Lily.

Mi deseo de acostarme con Draco me provocó entonces tal sentimiento de culpa que no pensaba volver a mirar mi cara en un espejo durante los próximos veinte años.

Me lavé las manos deprisa, salí de los lavabos del aeropuerto y me dirigí a la puerta de embarque. Allí me saludó Blaise Zabini con un eufórico «Hoy será nuestro día, ¡cariño!», y me pellizcó con fuerza en la mejilla. Zabini, siempre vestido de punta en blanco, era mi redactor jefe y mi mentor.

Casi, casi, mi maestro Yoda personal, aunque con bastante más dominio de la sintaxis. Me había descubierto en la emisora de radio de Londres donde trabajé al acabar los estudios. Al principio fui una insignificante redactora.

Pero un domingo por la mañana el presentador no apareció. La noche anterior había salido de copas y le había expuesto a un portero turco de discoteca la teoría de que su madre era una perra sarnosa.

Tuve que salir espontáneamente «al aire» para sustituir a aquel hombre, que estaría indispuesto por mucho tiempo, y dije por primera vez en mi vida: «Son las seis de la mañana, buenos días.» A partir de ese momento me convertí en adicta. Amaba la embriaguez de la adrenalina al encenderse la luz roja.

¡Ése era mi destino!

Zabini siguió mi trabajo durante unos meses, finalmente me buscó y me dijo: «Tiene usted la mejor voz que jamás he oído.» Y me dio trabajo en la cadena de televisión más excitante de Gran Bretaña. Me enseñó a presentarme ante las cámaras. Y me indicó lo más importante para moverse en ese mundo: desbancar a los colegas.

En esta última disciplina, gracias a sus enseñanzas maduré hasta convertirme en una gran maestra, y en la redacción me llamaban «La que va dejando cadáveres a su paso y encima los pisotea».

Pero, si ése era el precio por vivir mi destino, lo pagaba con gusto.

-Sí, hoy será nuestro día -le dije a Blaise con una sonrisa atormentada.

Me miró y preguntó:-¿Te pasa algo, cariño?

Puesto que no podía responder «Quiero acostarme con Draco Malfoy, el de la competencia», me limité a decir: -No, todo va bien.

-No hace falta que disimules. Sé perfectamente qué te ocurre -replicó.

El pánico me embargó: ¿Sabía lo de Malfoy? ¿Lo había visto coqueteando conmigo en la recepción a los medios que ofrecieron en la Cancillería? ¿Y que yo me había puesto colorada como si Robbie Williams me hubiera hecho subir al escenario en pleno concierto?

Zabini sonrió.

-Yo en tu lugar también estaría nervioso. No te nominan todos los días a los Premios TV.

Por un segundo me sentí aliviada: no se trataba de Malfoy. Sin embargo, acto seguido tuve que tragar saliva. Realmente estaba hecha un manojo de nervios, pero mi mala conciencia hacia Lily los había estado reprimiendo toda la mañana. En cambio, ahora, todo el nerviosismo volvía a hacer acto de presencia con todas sus fuerzas: ¿Ganaría el premio esa noche? ¿Filmarían todas las cámaras mi radiante sonrisa de vencedora? ¿O sólo saldría en el periódico del domingo como «la perdedora regordeta»?

Mis dedos se acercaron nerviosos a la boca, pero en el último segundo fui capaz de apartar los dientes para no comerme las uñas.

Al llegar a Escocia nos registramos en un hotel de lujo donde se alojaban todos los nominados a los Premios TV de Gran Bretaña. Una vez en la habitación, me eché sobre la cama blanda, hice zapping a un ritmo de una décima de segundo por canal, fui a parar a la televisión de pago y me pregunté quién demonios desembolsaba veintidós euros por una película porno titulada Bailo por esperma.

Decidí no sacrificar demasiadas neuronas con esa pregunta y bajar al vestíbulo a tomarme uno de esos tés relajantes chinos que tienen un ligero sabor a sopa de pescado.

En el vestíbulo, un pianista tocaba baladas de Richard Clayderman tan agobiantes que imaginé que estábamos en un salón del Salvaje Oeste: él tocando sus melodías y yo organizando un linchamiento.

Y de repente, justo cuando me encontraba en casa del herrero de Dodge City preparando el alquitrán y las plumas con mis muchachos, vi a... Draco Malfoy.

Se estaba registrando en la recepción, y mi pulso comenzó a acelerarse. Una parte de mí esperaba que Malfoy me viera. Otra parte rezaba para que incluso se sentara conmigo. Pero la mayor parte de mí se preguntaba cómo podía acallar de una vez a las otras dos partes, estúpidas y cargantes, que me complicaban la vida.

Efectivamente, me miró y me sonrió. La parte de mí que lo había deseado tuvo un arrebato de alegría irrefrenable y gritó, al viejo estilo de Pedro Picapiedra: «Yabba Dabba Doo!»

Draco se acercó a mí y se sentó a la mesa con un amable «Hola, Hermione».

La parte que había rezado por ello cogió a la parte uno y cantó con ella: «Oh, happy day!» Cuando la parte tres se disponía a protestar, las otras dos partes la cogieron, la amordazaron y mascullaron: «¡Cierra el pico de una vez, aguafiestas!»

-¿Nerviosa por lo de esta noche? -me preguntó el dueño de mis fantasías.

Yo me esforcé por disimular mi nerviosismo y por dar con una respuesta lo más aguda posible.

-No -respondí al cabo de unos segundos interminables, y tuve que admitir que esa respuesta dejaba mucho que desear en cuanto a agudeza.

Draco estaba tranquilo.

-Tampoco tienes por qué; seguro que ganas.

Lo dijo con tanto encanto que estuve casi a punto de creer que hablaba sinceramente. Pero, claro, él estaba firmemente convencido de que ganaría él.

-Y, cuando hayas ganado, brindaremos por ello -prosiguió.

-Sí, lo haremos -repliqué.

Esa respuesta tampoco fue brillante, pero al menos había pronunciado tres palabras seguidas con sentido. Era un pequeño progreso en cuanto a desenvoltura.

-¿También brindaremos si gano yo? –preguntó Malfoy.

-Pues claro -respondí con un ligero temblor en la voz.

-Entonces, pase lo que pase, será una bonita velada.

Se levantó visiblemente satisfecho (tenía lo que quería) y dijo: -Perdona, pero tengo que irme. Tengo que arreglarme.

Lo observé mientras se iba, vi, su fantástico trasero y me imaginé qué aspecto tendría debajo de la ducha. Y, al pensarlo, me mordí las uñas.

-oOo-

-¿Qué les ha pasado a tus uñas? Ni que pasaras hambre -preguntó mi estilista mientras me daba unos retoques en el salón de peluquería del hotel.

A mi lado se reunía una concentración de féminas del sector: actrices, presentadoras, floreros de famosos.

Ninguna era candidata a ningún premio, sólo trataban de desbancar a la competencia en el «ver y dejarse ver». Todas me deseaban mucha suerte y, naturalmente, no hablaban en serio. Igual que yo no hablaba en serio cuando decía: «Estás preciosa» o « ¡Tienes un tipo fantástico!» o «Exageras, tu nariz no serviría de helipuerto».

Así estuvimos charlando hipócritamente. Hasta que Cho Chang entró en el salón.

Cho quedaría como mucho la cuarta en un concurso de dobles de la "reputada presentadora" Rita Skeeter y había sido mi predecesora en el programa de entrevistas en horario de noche. Me había hecho con su puesto porque yo era mejor. Y porque yo era más trabajadora. Y porque yo había advertido discretamente a la dirección de que ella tenía un pequeño problema con las drogas.

Todas las mujeres del salón sabían que, desde entonces, Cho y yo manteníamos una enemistad como sólo se ve en las series americanas. Por eso dejaron de charlar y nos miraron. Esperaban una lucha verbal de dos hienas cargadas de odio.

Y se regocijaban.

Cho bufó: -Eres el colmo.

Yo no contesté nada. Me limité a mirarla fijamente a los ojos. Durante mucho rato. Con dureza. Con frialdad.

La temperatura de la sala descendió al menos quince grados.

Cho empezó a tiritar de frío. Yo seguí clavándole la mirada. Hasta que no pudo soportarlo más y se fue del salón.

Las mujeres volvieron a charlar. Padma volvió a arreglarme el pelo. Y mi imagen en el espejo me sonrió satisfecha.

Cuando estilista completó su trabajo, mi pelo estaba perfecto y sólo un arqueólogo habría sido capaz de encontrar arrugas en el contorno de mis ojos por debajo del maquillaje. Incluso ocultó mis uñas mordidas debajo de unas uñas artificiales. Ya sólo faltaba el vestido, que tenían que llevarme a la habitación. ¡De Versace! Estaba loca de alegría con los trapitos, que valían más que un utilitario y que Versace me había confeccionado para la gala, naturalmente gratis. Ya me lo había probado en la boutique y estaba firmemente convencida de que esa noche llevaría el mejor vestido del mundo: era de un rojo precioso, caía con suavidad sobre la piel, me realzaba el pecho y me disimulaba los muslos. ¿Qué más puede pedirle una mujer a un vestido?

Me senté ilusionada en mi habitación y pensé con orgullo en el largo camino que había recorrido: de niña de un barrio de bloques prefabricados, donde la gente seguramente habría creído que Versace era un futbolista italiano, a presentadora de exitosos programas de tertulia que quizás en dos horas ganaría el Premio TV envuelta en un fabuloso vestido de Versace, que Draco Malfoy le arrancaría por la noche para hacer el amor salvajemente...

En aquel instante sonó el móvil. Era Lily. Un tsunami de mala conciencia me arrolló: Lily me añoraba. Y yo pensando en engañar a mi marido, ¡su padre!

La fiesta de cumpleaños estaba en plena marcha y mi princesa charlaba contenta:

-Primero hemos hecho carreras de sacos, luego con huevos y luego una guerra de pasteles sin pasteles.

-¿Una guerra de pasteles sin pasteles? –pregunté confusa.

-Nos hemos rociado con ketchup... Y con mayonesa... Y nos hemos tirado espaguetis a la boloñesa –me explicó.

Sonreí al imaginar el poco entusiasmo de las demás madres cuando fueran a recoger a sus hijos.

-La abuela ha llamado para felicitarme –prosiguió Lily, y la sonrisa se borró de mi cara.

Hacía años que intentaba por todos los medios mantener a mis desastrosos padres alejados de la familia.

El inútil de mi padre nos abandonó por una de sus muchas conquistas cuando yo tenía la misma edad que Lily ahora. Desde entonces, mi madre aumentó anualmente un doce por ciento las ventas de alcohol de la tienda del barrio. Cuando se hacía la «querida abuela» solía ser únicamente para sacarme más dinero del que ya le enviaba todos los meses.

-¿Y cómo estaba la abuela? -pregunté con cautela, pues tenía miedo de que ya estuviera borracha cuando habló con Lily.

-Balbuceaba -contestó con el tono tranquilo de una niña que nunca ha conocido a su abuela de otra manera.

Busqué las palabras adecuadas para explicarle el balbuceo. Pero, antes de que hubiera encontrado una sola, escuche como soltó un grito:

-¡Oh, no!

Me sobresalté.

-¿Qué ocurre? -pregunté inquieta, y por mi cabeza pasaron de golpe mil escenarios catastróficos.

-¡El tonto de Louis está quemando hormigas con una lupa!

-oOo-

De las memorias de Casanova: Las hormigas tienen muchos enemigos naturales: arañas, cucarachas, diablillos con lupas.

Ardí como hacían los cristianos en la antigua Roma y morí por segunda vez en ese día, en que la fortuna simplemente no me era favorable. El último pensamiento que pude formular en mi espíritu agonizante fue: «Si algún día reúno suficiente buen karma para volver al mundo como hombre, le daré personalmente una patada en las posaderas a todo mocoso que me salga al paso con una lupa.»

-oOo-

Lily colgó precipitadamente y yo respiré hondo; no había pasado nada malo. Pensé con melancolía en la pequeña, y tuve clara una cosa: esa noche no podía haber ningún «Draco Malfoy arranca vestidos de Versace».

Consideré si debía llamar a Harry para agradecerle que hubiera organizado un cumpleaños tan divertido.

Pero cuanto más lo consideraba, más claro tenía que volveríamos a discutir.

Costaba creer que una vez fuimos felices juntos. Harry y yo nos conocimos en el viaje por Europa que hice cuando me gradue. Él viajaba con mochila, yo viajaba con mochila. A él le gustaba viajar por el mundo, yo lo hacía por mi amiga Ginny. A él le gustaba Venecia, a mí me resultaba insoportable el bochorno veraniego, la peste de los canales y la plaga de mosquitos, de dimensiones francamente bíblicas.

En mi primera noche en Venecia, Ginny hizo en la playa lo que mejor sabía hacer: volver locos a los italianos con sus angelicales rizos rojos. Yo, en cambio, me dedicaba a matar mosquitos a destajo y a preguntarme cómo se puede ser tan tonto para construir media ciudad en el agua. Mientras tanto, mantenía a distancia a los italianos impregnados de hormonas que mi amiga cazaba para mí. Uno de ellos se llamaba Cormac. Sólo llevaba abrochados los dos botones inferiores de su camisa blanca, olía a crema de afeitar barata y se tomaba mis «¡No, no!» como una invitación a meterme mano por debajo de la blusa. Me defendí con una bofetada y un «Stronzo!»*. No sabía qué significaba la palabra, sólo se la había oído decir a un gondolero que renegaba, pero hizo que Cormac se pusiera increíblemente furioso. Me amenazó con golpearme si no cerraba la boca.

No dije nada más.

Me metió mano por debajo de la blusa. Me subió una oleada de pánico y asco. Pero no podía hacer nada.

Estaba como paralizada de miedo.

Justo cuando iba a ponerme la mano en un pecho, Harry lo detuvo. Surgió de la nada. Como un caballero en un cuento de amor, en los que yo no creía gracias a mi padre. Cormac se le encaró con una navaja. Dijo algún disparate en italiano y aunque no entendí ni una palabra, el mensaje estaba claro: si Harry no se largaba de inmediato, se convertiría en la estrella de su propia versión de Amenaza en la sombra. Potter, que había practicado el jujitsu durante años, le quitó la navaja de la mano de una patada, con tanta fuerza que el italiano decidió irse con el rabo entre las piernas, en el sentido literal de la palabra. Mientras Ginny pasaba la noche perdiendo la virginidad, Harry y yo estuvimos sentados a orillas de la laguna, hablando y hablando.

Nos gustaban las mismas películas, nos gustaban las mismas lecturas y odiábamos las mismas cosas.

Cuando el sol volvió a salir en Venecia le dije: «Creo que somos almas gemelas.» Y el me contestó: «Yo no lo creo, lo sé. » ¡Cuánto nos equivocábamos!

Volví a guardar el móvil en el bolso y, de repente, me sentí sola en la blanda cama de mi habitación en un hotel de lujo. Terriblemente sola. Tenía que ser mi gran día, pero mi esposo no lo compartía conmigo. Y yo no quería llamarlo.

Lo tenía definitivamente claro: ya no nos queríamos. Ni siquiera un poco.

Y ese instante ocupó el puesto número tres de los peores momentos del día.

-oOo-

Cinco minutos después, durante los cuales seguí allí sentada y aturdida, llamaron a la puerta: un mensajero me traía el vestido de Versace. Había llegado el gran momento: lo saqué con cuidado del envoltorio con el firme propósito de dar saltos de alegría. Pero mis piernas siguieron firmemente arraigadas al suelo.

Estaba en estado de shock. ¡El vestido era azul! Maldita sea, ¡no tenía que ser azul! ¡Ni tampoco sin tirantes! Los muy idiotas me habían enviado un vestido equivocado. Telefoneé enseguida a la empresa:

-Soy Hermione Granger. Me han enviado un vestido equivocado.

-¿Cómo? -preguntó una voz al otro extremo de la línea.

-¡Eso mismo pregunto yo! -repliqué con una voz situada inequívocamente en la frecuencia más alta.

-Hum -oí, y esperé a que algunas palabras siguieran a ese sonido. No fue así.

-Quizás debería echar un vistazo a sus papeles -propuse con una voz que podría haber cortado el cristal.

-De acuerdo, lo haré -oí decir en tono de aburrimiento.

A aquel hombre le interesaban más otras cosas: la contabilidad, ver la tele, hurgarse la nariz.

-Dentro de una hora tengo que ir a la entrega de los Premios TV -insistí.

-¿Premios TV? Nunca he oído hablar de ellos -replicó.

-Escúcheme bien, sus lagunas intelectuales no me interesan. O mira ahora mismo dónde se ha metido mi vestido o me ocuparé de que no vuelva a recibir ningún encargo del sector televisivo.

-Tampoco hay que ponerse así. Enseguida la llamo -dijo, y colgó.

«Enseguida» fue al cabo de veinticinco minutos.

-Lo siento muchísimo, su vestido está en Gales.

-¡En Gales! -cacareé histérica.

-En Gales -replicó sin alterarse lo más mínimo.

El hombre me explicó que el vestido que tenía en mis manos era para la acompañante (eufemismo educado para «prostituta de lujo») de un empresario. Y ella tenía mi vestido. En Gales. O sea que no había manera de recuperarlo a tiempo. El hombre me ofreció como compensación un vale que no me servía de mucho. Colgué el auricular de un porrazo y le eché, a aquel tipo y a todos sus antepasados, una maldición diarreica.

De pura desesperación, me probé el vestido azul y comprobé, muy a pesar mío, que la joven «acompañante» estaba bastante más delgada que yo.

Me contemplé en el espejo y vi que aquel vestido estrecho me realzaba el pecho y también el culo. Y, la verdad sea dicha, tenía su gracia. Estaba más sexy que nunca y el vestido me quedaba incluso mejor que el que tenía pensado ponerme. Puesto que mi única alternativa eran los vaqueros y un jersey de cuello alto, ahora lleno de pelillos gracias al corte de pelo de Padma, decidí llevar el vestido a la gala. Con la estola negra que completaba el conjunto bastaría.

Sólo tenía que evitar los movimientos bruscos.

Ya vestida, bajé en ascensor al vestíbulo del hotel y el efecto que produje no estuvo nada mal: todos los hombres me miraron. Y ninguno perdió ni un solo segundo en echar un vistazo a mi cara.

En la puerta del hotel me esperaba Zabini, que se quedó muy impresionado:

-Cariño, ese vestido me corta la respiración.

Yo notaba que el vestido me segaba el tórax, y jadeé:

-A mí también.

Una limusina BMW negra paró delante de nosotros. El chofer me abrió la puerta y la mantuvo abierta durante los dos minutos y medio que necesité para meterme en el fondo del automóvil, yo y el vestido, sin que este último se rasgara por culpa de un movimiento torpe.

Bajo la lluvia vespertina nos dirijimos al recinto donde se entregaban los Premios TV Distinguí. Y entonces volvió a invadirme la soledad.

Para luchar contra ella, cogí el móvil y llamé a casa, pero nadie contestó. La pandilla del cumpleaños seguramente arrasaba por última vez nuestra casa como un tornado. Harry los habría incitado con su buen humor. Y todos se divertirían. Y yo no estaba allí. Me sentí mal. Fatal.

Sólo cuando la limusina pasó por tres cordones de seguridad y se detuvo junto a la alfombra roja, la adrenalina ahuyentó mis tristes pensamientos, y es que allí había más de doscientos fotógrafos.

El chofer me abrió la puerta, yo luché por salir de la limusina lo más deprisa posible embutida en mi vestido (es decir, torpemente y a cámara lenta) y me encontré en medio de la lluvia de flashes más deslumbrante de toda mi vida. Los fotógrafos gritaban: «¡Aquí, Hermione», «¡Mírame!», «¡Qué sexy!».

Fue una pasada. Fue emocionante. ¡Fue una auténtica borrachera! Hasta que detrás de mí se detuvo la siguiente limusina. Los doscientos objetivos se apartaron en bloque de mí y se pusieron a fotografiar a Pansy Parkinson. Me habían dado de baja, y oí: «Aquí, Pansy», «¡Mírame!», «¡Qué sexy!».

Blaise y yo nos sentamos en nuestras butacas. La gala empezó y tuve que escuchar un montón de discursos de agradecimiento hipócritas hasta que el periodista Fred Weasley anunció la categoría de «Mejor presentador de programas informativos». ¡Por fin! ¡Al ataque! Mi corazón empezó a latir con fuerza. Así deben de sentirse los pilotos de aviones a reacción. Cuando rompen la barrera del sonido. Y el asiento de eyección los catapulta fuera del avión. Y descubren que se han olvidado del paracaídas.

Tras un breve discurso, del que no entendí nada por la emoción, Weasley leyó los nombres de los nominados: Draco Malfoy, Cho Chang y Hermione Granger. En las pantallas de la sala se nos veía a los tres en primer plano, esforzándonos por sonreír tranquilamente. Y el único que resultaba convincente era Draco.

Weasley retomó la palabra:

-Y el ganador en la categoría de «Mejor presentador de informativos» es... Abrió el sobre y luego hizo una pausa teatral. El corazón se me aceleró aún más. A velocidad récord. Hacia un paro cardíaco. Era insoportable.

Finalmente, finalizó la pausa teatral y dijo:

-¡Hermione Granger!

Fue como si me hubiera golpeado un martillo enorme, pero sin dolor. Me levanté eufórica y abracé a Blaise, que una vez más me pellizcó en la mejilla.

Me entregué a los aplausos. No debería haberlo hecho. Quizás entonces habría oído el «rrrrrras». O me habría sorprendido que mi enemiga íntima, Cho Chang, sonriera. Porque tendría que estar echando espuma de rabia por la boca.

Pero no sospeché nada hasta que oí la primera risita camino del escenario. Luego, la segunda. Y la tercera. Cada vez se reía más gente. Y las risitas fueron aumentando poco a poco hasta convertirse en grandes carcajadas.

Al llegar a la primera escalera del podio me detuve y me di cuenta de que me notaba algo diferente. Como airoso. Y no tan apretado por detrás. Me toqué discretamente el trasero con la mano. ¡El vestido se había roto!

Y eso no era todo: para caber en el vestido, no me había puesto bragas.

¡Estaba enseñando el culo a mil quinientos famosos! ¡Y a treinta y tres cámaras de televisión!

¡Y a seis millones de espectadores frente al televisor!

-oOo-

En ese segundo momento más miserable del día tendría que haber subido como si nada al escenario.

Una vez allí, tendría que haber hecho un buen chiste sobre mi percance, algo así como «Hoy en día no hay otro modo de salir en portada» y, acto seguido, tendría que haber disfrutado de mi premio.

Desgraciadamente, ese plan no se me ocurrió hasta que no estuve encerrada en mi habitación del hotel.

Aullando, tiré al váter el móvil, que no paraba de sonar. Seguido por el teléfono de la habitación, que sonaba sin cesar. No estaba en condiciones de hablar con los periodistas. O con Harry. Ni siquiera quería hablar con Lily, que seguramente se avergonzaba horrores por culpa de su madre. Y yo me avergonzaba aún más de que ella tuviera que avergonzarse.

Y los próximos días aún serían peores, estaba garantizado. Ya veía los titulares: «Premio Trasero para Hermione Granger», « ¿Ya no están de moda las bragas?» o «Las estrellas también tienen celulitis».

Llamaron a la puerta. Interrumpí mis pensamientos. Si era un periodista, también lo tiraría al váter. O me tiraría yo.

-Soy yo, Draco. - Tragué saliva.

-Hermione, ¡sé que estás ahí!

-No estoy -repliqué.

-No eres muy convincente -contestó Malfoy.

-Pero es la verdad -dije.

-Anda, abre. Dudé.

-¿Estás solo?

-Pues claro.

Lo consideré y, finalmente, me dirigí a la puerta y la abrí. Traía una botella de champán y dos copas. Me sonrió como si nunca hubiera existido mi Waterloo culón. Y eso me reconfortó.

-Vamos a brindar -dijo, mirándome a los ojos llorosos.

Yo no dije ni pío y él me secó las lágrimas de las mejillas. Sonreí. Entró en la habitación. Y no llegamos a abrir el champán.

-oOo-

Fue el mejor sexo que había tenido desde hacía años. Fue maravilloso, fantástico,

¡supercalifragilisticoexpialidoso!

Luego me quedé en sus brazos, me sentía bien. Y eso era terrible. Era maravilloso. Pero era terrible. ¿Cómo podía sentirme tan bien? Acababa de engañar a mi marido. Y también a mi hija.

No podía seguir allí tumbada. Me levanté y me vestí. No con el vestido rasgado, claro; pensaba tirarlo a la basura por la mañana. Cogí los vaqueros y el jersey rasposo de cuello alto.

-¿Adónde vas? -preguntó Draco.

-A tomar el aire un momento.

-Abajo están apostados los reporteros -dejó caer preocupado.

-Voy a la azotea.

-¿Te acompaño? -preguntó él comprensivo.

Lo miré a los ojos y me sorprendí: parecía sincero. ¿Sentía realmente algo por mí? ¿O sólo tenía miedo de que saltara?

-Sólo será un momento -dije.

-¿Prometido?

-Prometido.

Me miró. No me quedó claro qué estaba pensando. Y le pregunté: -No quiero preguntarte nada y por eso no te pregunto, pero... me...

-Sí, te esperaré –respondió antes de que yo terminara de formular cualquier pregunta.

Me alegré. No estaba segura de si podía creerle, pero me alegré. Me puse los zapatos y salí de la habitación.

Fueron mis últimos pasos como Hermione Granger.

-oOo-

La estación espacial Foton M3 estaba en órbita desde el año 1993, realizando experimentos de medicina, biología y ciencia de materiales para los rusos. El día de la entrega de los Premios TV la vieja estación tenía que ser conducida a la atmósfera terrestre para que se desintegrara. Pero los ingenieros del centro de control constataron que el ángulo de incidencia se desviaba de sus cálculos. En vez de desintegrarse por entero en la atmósfera, sólo se destruyó un noventa y ocho por ciento de la estación.

El dos por ciento restantes fue a parar en forma de fragmentos a Europa.

¿Que por qué explico estas tonterías? ¡Pues porque el puto lavabo de esa puta estación espacial cayó sobre mi cabeza!

Me encontraba en la azotea del hotel, sola con mis pensamientos confusos y mirando la ciudad de Gales, que centelleaba en la noche. ¿Hablaba en serio Draco? ¿Debería divorciarme de Harry? ¿Cómo reaccionaría Lily? ¿Seguirían enseñando mi trasero desnudo dentro de cuarenta años en los programas de zapping de todo el mundo?

Entonces vi una cosa fulgurante en el cielo. Era increíble. Como una estrella fugaz. La miré, cerré los ojos y pedí un deseo: «Que todo vuelva a ir bien.» A través de los párpados cerrados noté que cada vez había más luz. Como de un faro.

Y se oía mucho ruido. Un ruido ensordecedor. Abrí los ojos de golpe y vi una bola de fuego candente precipitándose sobre mí.

Enseguida comprendí que era imposible evitarlo. Así es que sólo pensé: « ¡Qué manera más absurda de morir!» Siguió el obligatorio «Mi vida pasa delante de mis ojos».

Lástima que no pasen únicamente los buenos momentos. Con mi ojo espiritual, vi lo siguiente:

• Mi padre me mece de niña sobre sus rodillas. Yo estoy llena de confianza innata.

• Papá me mece en el parque. Sigo estando llena de confianza innata.

• Papá huele a panecillos.

• Papá nos deja por una panadera. Demasiado para la confianza innata.

• Le preparo el desayuno a mamá. Tengo siete años.

• En la escuela soy un bicho raro.

• Conozco a Ginny. Es como yo. Ahora somos dos bichos raros.

• Ginny y yo apostamos a ver quién pierde antes la virginidad. Tenemos dieciséis

• Un año después. He ganado la apuesta. Ojala la hubiera perdido.

• Mi padre se va de casa. Ni idea de adónde.

• Ginny y yo nos vamos de casa. Mucho alcohol. Un poco de éxtasis y mucho dolor de cabeza.

• Por fin la universidad. Ginny y yo nos abrazamos.

• Harry y yo nos conocemos en Venecia. Lo amo.

• Harry, Ginny y yo pasamos juntos las vacaciones. Lo constato: ella también lo ama.

• Él también siente algo por ella.

• Se decide por mí. Uf.

• Le grito a Ginny que no quiero volver a verla nunca más.

• Harry y yo nos casamos en la iglesia de San Vincenzo en Venecia. Estoy a punto de estallar de felicidad.

• Nace Lily. Siento su piel sobre mi barriga. El mejor momento de mi vida. ¿Por qué no puede durar eternamente?

• He olvidado nuestro aniversario de boda.

• Harry y yo discutimos. Le ha comprado a Lily una conejilla de Indias preñada.

• Le prometo a Lily que pronto pasaremos un día juntas.

• Fred Waesley anuncia: «Hermione Granger.» • Enseña el culo a seis millones de personas.

• Draco y yo nos acostamos juntos.

• Deseo que todo vuelva a ir bien.

• El lavabo al rojo vivo de una estación espacial rusa se precipita sobre mí.

Después de ese recorrido rápido por mi vida, de repente vi la luz. Igual que siempre se oye decir en los reportajes de televisión a las personas que sufrieron un paro cardíaco durante unos minutos y luego volvieron a la vida.

Vi la luz.

Cada vez más clara. Era maravillosa. Me envolvía. Dulce. Cálida. Amorosa. La abracé y me fundí en ella. Dios, me sentía tan bien. Tan protegida. Tan feliz. Volvía a estar llena de confianza innata.

Pero entonces la luz me rechazó. Perdí el conocimiento.

Cuando volví a despertar me di cuenta de que tenía una cabeza enorme. Y un abdomen tremendo.

Y seis patas.

Y dos antenas larguísimas.

¡Y eso ocupó el número uno en los momentos más miserables del día!


Hola!

Bueno este es un nuevo proyecto de adaptación como verán, el personaje principal es Hermione, esta historia tiene un poco de todo, pero sobre todo moralejas. Tendrá momentos, Harmione y Dramiones. Y un coprotagonista un tanto particular. Denle una oportunidad a la historia! Dejen sus comentarios, seran mas que bien recibidos.

Espero que su lectura sea amena y de agrado un beso Anthares.

Próxima Actualización: sábado 23/01 o puede que antes...

Sprint: esfuerzo máximo que realiza un atleta para recorrer el último tramo de la competencia. Correr a mucha velocidad.

Stronzo: Que es excesivamente tonto, estúpido o lelo