Inuyasha © Rumiko Takahashi
1 Con altura
"—He querido odiarla, ver sus peores defectos, descreer a quienes decían que era benévola, querida, justa; deseé por tanto tiempo que fuese un monstruo, una quimera, pero no era nada de eso. Era exactamente como quería que fue alguien que pudiese, efectivamente, captar mis atenciones. Así es como me enamoré de usted, irremediablemente. Y cuánto lo lamento.
—Habría ofrecido mis disculpas a tan trágica situación pero supongo que su desdén por sus propias emociones lo ayudará a superarlo.
—Le debo mis dudas sobre mí —acusó con debilidad.
—Si tan execrable he sido, entonces no seré tan benévola y justa como le informaron en un primer momento. De todas formas, quien quiera que haya hecho tan decorativa exposición, exageró ostensiblemente.
—No —sonrió él—. Es que cuando la vi atender las heridas de un aldeano y me pregunté por qué me resultaba tan extraño llegué a la conclusión de que yo jamás me hubiese prestado a algo semejante; y otra vez me pregunté por qué y descubrí por primera vez mi naturaleza vil y egoísta. Todo lo que había creído de mí, mi altura, superioridad, grandeza, había sido una ficción. En cuestión de minutos advertí que no sabía, certeramente, quién había sido. Había vivido una mentira. Funestos defectos predominaban en mi carácter; un aldeano resultó ser más virtuoso que yo, cuando se me había enseñado que mi mero nacimiento en esta familia era una virtud en sí misma. Nuestras estructuras eran falsas, indefendibles. Su generosidad modificó absolutamente mis configuraciones."
—¡Oh! —exclamó Kagome, cerrando ruidosamente el libro— Estos malditos personajes que le dan a una estándares.
—Sí —coincidió su amiga, su voz viajando desde el baño—, deberías abandonar ese tipo de lectura. Es basura.
—Es una obra de arte —y con amor acarició la tapa.
—¿Vendrás esta noche conmigo?
Sango apareció en su campo de visión. Estaba lista para irse a trabajar y a medida que se acercaba se colocaba sus aretes.
—¿Debo?
—Me dijo que iba a ir con su amigo. Te necesito ahí.
—Ya veo —entrecerró los ojos—. Será mi noble empresa entretener al amigo mientras tú coqueteas libremente.
—Será tu noble empresa divertirte —le corrigió—. Tengo entendido que es orgulloso y que se cree demasiado para el mundo aburrido que le rodea.
—Oh —sonrió maliciosa—. ¿Puedo burlarme con altura?
—Mientras no lo ofendas —advirtió—. Es el amigo, mi primer trabajo es caerle bien a los amigos y luego a él.
—Te dejaré muy bien parada —decretó con solemnidad.
—Preferiría que no intentaras nada —rió—. Me voy.
—¡Adiós!
Kagome comenzó a moverse al compás de su silla giratoria, examinando los alrededores de su departamento. Había ropa que guardar, otro tanto que lavar, platos sucios que demandaban una especial atención y la aspiradora en aquel rincón le estaba haciendo ojitos.
Suspirando, Kagome apeló a toda su fuerza interior y puso manos a la obra. Sango era quien más horas trabajaba, la que merecía llegar a casa y encontrarse con el orden y la limpieza, o a ese acuerdo tácito habían arribado. Kagome, como ese afortunado (o no) porcentaje de la población que trabajaba desde su domicilio, se creía en la obligación moral y doméstica de alivianar la carga de actividades de su "concubina". No era muy diestra a la hora de desarrollar los quehaceres del hogar, pero ponía toda su voluntad y Sango siempre sonreía complacida y agradecida.
—¿Sango?
—¿Sí?
—¿Puedo comprar el helecho que-?
—No —le interrumpió—, era muy costoso y bajo tus cuidados todas nuestras plantas han perecido.
—Eso es un poco injusto —comentó al pasar, acariciando las hojas de su interés vegetal. Luego le hizo una seña al vendedor de que la llevaría.
—¿Ya sabes qué vas a usar esta noche?
—¿Es importante? —quiso saber, cambiando el celular de oreja para recibir su nueva adquisición, gran sonrisa anexada.
—Supongo que las primeras impresiones tienen algo de peso, sí.
—En ese caso, ¿qué tal el vestido negro que nunca usé?
—¿Cuál de todos? Te recuerdo que eres una compradora compulsiva. No habrás comprado ese helecho, ¿verdad?
—Por supuesto que no —y antes de que advirtiera por teléfono que había mentido, prosiguió:—. El vestido que hace a todos apelar a su imaginación.
—Ah, los hábitos de monja.
—El mismo.
Sango rió del otro lado de la línea.
—Me parece perfecto.
—No llegues tarde hoy. Tu vestuario será el que importe.
—De acuerdo.
Una rápida despedida y colgaron. Kagome regresó a su casa para pensar a consciencia la nueva localización de su helecho.
|º|º|º|
—¿Qué opinas?
—Muy tradicional —ofreció, reticente a ofrecer opinión en absoluto.
Miroku sonrió, mirándolo.
—Así la quería, de hecho. El alquiler me parece un poco pretencioso pero fue algo así como amor a primera vista, no pude dejarla escapar.
—Bien por ti.
—¿Cuento con tu aprobación?
—¿Necesitas mi aprobación?
—No —se encogió de hombros—, pero me gustan tus opiniones.
Sesshomaru asintió como toda respuesta y deshizo el camino que lo conducía a su vehículo.
—He de pedir algo más de ti —habló nuevamente y por la expresión que vio en sus ojos adivinó que estaba pidiendo tal vez demasiado—. ¿Me harías el honor de ser mi compañero en crimen esta noche?
—Creí que tu cita era un hecho.
—Sí, pero su amiga estará allí.
Sesshomaru quiso negarse total y absolutamente pero, otra vez, asintió. Se preguntaba con frecuencia por qué accedía siempre con tanta prestancia a las peticiones de su amigo, por aburridas, bochornosas o ridículas que fuesen. Su amistad se remontaba a los tiempos de la facultad, cuando sus ingenios se cruzaron en un debate que dejó a su profesor sumido en el estupor. Miroku era sociable en esencia y Sesshomaru reconocía un rival digno cuando lo encontraba por eso, y desde entonces, forjaron en conjunto sus carreras en leyes. Tal vez fuera eso, esa amistad vieja y sólidamente forjada, porque aunque él no hacía nada que no se atenía a sus responsabilidades o deseos, si su amigo se lo pedía, él aceptaba; luego sopesaba las implicancias y consecuencias. No siempre llegaba a resultados agradables, pero se satisfacía pensando que obraba en pos del bien. Además, siempre cobraba.
—Hola, mamá… —Kagome lavaba platos con cierta torpeza— No… Sí… De acuerdo… Sí… Está bien… Yo también te quiero, adiós.
Colgó como pudo y tuvo que pensar que esas llamadas telefónicas que pretendían imitar una buena conversación no lo eran en absoluto. Y que iba siendo hora de poner algunos límites a su madre. La Sra. Higurashi era el epítome de la preocupación materna pero si ya había pasado el cuarto de hora… Había intentado tener una vida de adulta, trabajo y vivienda propia y todas esas cuestiones, había, finalmente, logrado independizarse, encontrar su sitio en esa ciudad devoradora y competitiva, era buena en lo que hacía… Luego la Sra. Higurashi la llamaba recordándole que no mezclase ropa negra con blanca en la lavadora y cosas por el estilo.
Lo más triste era que necesitaba esos recordatorios.
—¡Ya no más! —exclamó con triunfo.
Terminó con los platos, que para estupor de ellos fueron secados y guardados inmediatamente, y la mujer buscó sus post-it y comenzó con la serenata. Regar el helecho. Sacarlo al balcón los días de lluvia. Separar la ropa por colores: blanco, negro y otros colores. Lavar ropa dos veces por semana. Revisar que los alimentos no se vencieran. No dejar cartones vacíos dentro del refrigerador.
Kagome recorrió el departamento buscando cosas para anotar durante buena parte de la mañana y tarde. Pasada las cinco de la tarde, recorrió la estancia con la vista y se descubrió más que satisfecha con aquella labor bien ejecutada.
Minutos después aparecía Sango y frente a sus ojos se desplegaban puntos amarillos de manera irregular, cada uno dando cuenta de algo de "vital importancia". Decidió pasar por alto la obra puntillista y buscar a su amiga, no sin antes encontrarse con un helecho que nada tenía para hacer en esa casa.
—Llegué —exclamó, sacándose los zapatos y dejando todas su cosas allí mismo, demasiado agotada par nada.
—¡Bienvenida! —la cabeza desordenada de Kagome apareció tras la pared de la cocina.
—¿Él quién es? —quiso saber, señalando la planta.
—El nuevo inquilino —y para apaciguar a la recién llegada, Kagome ofreció una humeante taza de té, de esas que sabía Sango adoraba después de una larga jornada laboral.
—Mm —accedió, poco satisfecha pero feliz ante el prospecto de la infusión frente a su nariz.
—¿A por lo que te pondrás esta noche? —ofreció entusiasmada.
Sango no pudo evitar sonreír y juntas fueron hasta el cuarto.
—No me has hablado de él aún —decía, a medida que separaba algunas prendas. Sango sólo observaba, su té todavía en apogeo, sentada en la cama.
—Es abogado, el amigo que estará ahí es de hecho también su socio.
—Oh —sonrió con picardía, volviéndose—, un hombre vigoroso.
Sango rió.
—No sé cómo hiciste esa conexión pero tal vez así sea.
—¿Y?
—En un principio me pareció un descarado pero tenía que conocerlo mejor. Tiene modales un tanto extravagantes pero es caballeroso. Habló muy poco de su familia ya que en realidad no tiene a nadie.
—Oh —Kagome y su empatía híper desarrollada hicieron un mohín de pena.
—Habla de cierta sensibilidad, ¿no?
—Un hombre que conoce el sufrimiento —dijo con romántica melancolía— ha de ser un sensible, sin duda.
—Dejaste de leer esa basura, ¿verdad?
—Absolutamente no —y tras una exclamación triunfal, se volvió, la elección en mano—. ¿Qué opinas?
—¿No es mucho?
—Eso depende, ¿dónde será la cita?
—En el Maduro.
Kagome ahogó una dramática exclamación.
—Sango, es uno de los sitios más exclusivos de la ciudad. Allí sólo se entra con reserva. ¿Por qué no sabes estas cosas? ¿Pensabas ir de blue jeansy una camisa leñadora?
Parecía un duro reproche pero Sango se divertía con la exposición, a juzgar por su expresión.
—Porque somos simples mortales, Kagome.
Kagome soltó una sonora carcajada y tras dejarle el vestido sobre la cama, salió rumbo a su habitación para buscar su atuendo, que finalmente no serían los hábitos de monja, no después de saber al sitio que asistirían.
Si Sesshomaru hubiese sabido la clase de mujer con la que le tocaría lidiar esa noche, habría denegado su altruista participación en es circo. Y es que era sonora, había una cuota de drama en sus palabras, una veta de suficiencia en las pocas oraciones que declamó; supo de inmediato que sus modales, casi imperiales, eran exagerados y que cuando lo saludó con una sonrisa ancha como un sol pero falsa, se estaba burlando de él.
Minutos después de las presentaciones, decidió que esa mujer era exactamente lo que quería para él.
