Capítulo 1
Londres, 1889
El verano estaba llegando a su fin. Para celebrarlo, la familia Bonnefoy había decidido celebrar una fiesta en su casa de campo. Como no podía ser de otra manera, los Williams, con quienes mantenían una estrecha relación, habían sido invitados los primeros, y allí se presentaron temprano aquella mañana de finales de agosto. El joven matrimonio estaba ansioso por saber qué les depararía la fiesta. Sin embargo, no opinaba lo mismo su joven hija, Madeleine. Las fiestas al aire libre en el campo no solían ser de su gusto. No podía alejarse de los mayores para irse a jugar con sus muñecas en alguna habitación vacía, sino que tenía que estar ahí, con los demás niños de su edad y esperar a que el evento llegase a su fin y volver a casa con su familia. Conocía a los hijos de los Bonnefoy, Francis y Monique, pero no tenía mucha relación con ellos. El primero le sacaba tres años, y aunque era amable con ella y siempre se aseguraba de que estaba bien, acababa yéndose con chicos de su edad y la dejaba olvidada. Por otra parte, Monique, únicamente un año mayor que ella, era bastante pesada. Demasiado, opinaba Madeleine. Y siempre le tocaba a ella ser su compañera de juegos ya que las demás chicas eran ya demasiado mayores para jugar.
Aquel día ocurrió lo mismo. Monique le explicó un nuevo juego que se había inventado bastante lioso, pero Madeleine no le prestó apenas atención. Estaba más entretenida mirando desde la distancia a Francis, quien estaba jugando en esos momentos al tenis con varios de los chicos grandes. Quiso acercarse y jugar ella también, pero era demasiado tímida como para atreverse. No sólo tenía miedo de que le dijeran que no, sino que sabía con certeza que no la dejarían jugar por tener solo seis años, y encima ser chica.
―¡Maddie! ¡Presta atención cuando te hablo!
Monique estaba cruzada de brazos, mirando enfadada a su compañera de juegos.
―L-Lo siento―apresuró a disculparse la menor―. Pero es que este juego…
―Este juego es muy divertido, sólo que tú eres una sosa y no lo disfrutas.
Madeleine suspiró. Sabía muy bien que cuando algo no le gustaba a Monique rápidamente se ponía a la defensiva.
―Mira, preferiría estar jugando al tenis, ¿vale?
―Pues no te van a dejar.
―Lo sé… ¿Y si jugamos tú y yo solas?
―Solo dos personas es aburrido. Además, no me gusta mucho el tenis. A quien le gusta es a Francis.
―Me he dado cuenta―repuso Madeleine, echándole otro rápido vistazo a Francis, quien seguía jugando entusiasta al juego.
Al final, Madeleine tuvo que tragarse una mañana entera jugando al extraño juego de Monique, y esperaba que a la tarde la cosa no fuese igual.
Cuando llegó la hora del almuerzo Madeleine se animó, a sabiendas de que durante un tiempo no tendría que soportar los deseos egoístas de Monique. Como en cada fiesta, a Madeleine la asignaron a la mesa de los niños, en la que había un gran número de chicos y chicas cuya edad iba desde la suya hasta más o menos la de Gilbert, uno de los amigos de Francis con los que había estado jugando, que estaba a punto de cumplir los doce.
La mesa estaba dispuesta a lo largo, y a Madeleine le tocó sentarse junto a Monique cerca de un extremo, dónde había más gente de edades similares a la suya, entre ellos Francis, quien hizo berrinche al ver que le habían separado de sus amigos mayores.
―¿Lo estás pasando bien, Madeleine?
La pregunta del chico de ojos azules le pilló por sorpresa. Alzó la mirada hasta la suya y asintió, sonriendo sinceramente por primera vez desde que había llegado a la casa de los Bonnefoy.
―Me alegro―respondió Francis, devolviéndole la sonrisa―. ¿Quieres venir luego a jugar con nosotros?
Madeleine quiso responder que sí, que le encantaría ir a jugar con él y sus amigos al tenis en vez de tener que soportar a Monique y sus tonterías (bueno, eso último solo internamente). Sin embargo, se vio interrumpida cuando un chico sentado varios asientos más lejos de ella exclamó que no, dejándose el pulmón en el grito. Regañó a Francis, alegando que Madeleine era demasiado pequeña para poder jugar con ellos al tenis, además de que era una chica. Francis intentó que el otro chico entrase en razón, pero fue en vano: Madeleine no podía jugar con ellos. El de ojos azules se encogió de hombros, derrotado, mirando a Madeleine con cara de "al menos lo he intentado". La chica le sonrió, triste, aunque agradecida por su esfuerzo.
―No te preocupes―dijo Francis―. Seguiré insistiendo, y si aun así siguen sin dejarte, yo iré a buscarte para jugar contigo.
―Gracias―sonrió Madeleine, dejando de lado su tristeza, con las energías renovadas.
―Después de todo, sé muy bien que jugar con Monique siempre acaba siendo un rollo total―rio travieso, llevándose las manos a la boca para acallar las carcajadas.
Madeleine se rio disimuladamente, antes de que la otra chica saltara, enfadada.
―¡Oye! Jugar conmigo no es un "rollo total"―se quejó, haciendo comillas con los dedos―. ¿A que no, Maddie? ¡Dile que no!
Madeleine se vio en un compromiso, sin querer decirle eso a Francis, porque sabía que el francés llevaba la razón, pero tampoco quería contradecir a Monique…
―Obviamente lo es―continuó riéndose Francis―. Si Maddie te dice que no será solo para darte la razón y que te calles.
―¡No es cierto!―rabió Monique, con lágrimas de rabia asomando por los ojos.
―Yo…―susurró Madeleine, quien no quería ninguna disputa en la mesa.
Francis y Madeleine la miraron, el primero con una sonrisa altiva, de superioridad, sabiendo que estaba en lo cierto, mientras que la chica estaba a nada de empezar a llorar, mirando expectante a Madeleine.
―Deberíamos empezar ya a comer, ¿no creéis?
―Maddie tiene razón. Es una niña madura, no como tú―dijo Francis, comenzando a comer, al igual que Madeleine, quien se llevó una mano a la cara con resignación, viendo como otra pelea comenzaba por culpa de Francis.
―Chicos, dejadlo ya, por favor―pidió Madeleine, pero fue ignorada completamente por el par de hermanos, que siguieron con la disputa hasta que una chica de unos trece años les regañó y ambos se callaron, aunque se echaron miradas de odio durante el resto de la comida, sobre todo Monique a su hermano, quien le ponía caras y se reía.
El resto del día fue a mejor. Después de comer, Francis cumplió con su palabra e intentó que los mayores dejaran a Madeleine jugar, pero esa vez tampoco obtuvo ningún resultado. Estuvo un rato jugando al tenis con los mayores, para después ir a salvar a Madeleine de las garras de su hermana Monique, quien esta vez estaba simplemente jugando a las casitas con la otra chica, que resignada le seguía el juego.
―Maddie―las interrumpió Francis, con un par de raquetas en la mano. Las chicas cesaron en lo que estaban haciendo, sentadas en el césped, y levantaron la mirada para mirar al niño―. He conseguido que me den una raqueta de más. ¿Quieres jugar conmigo?
Madeleine asintió, sonriendo, y se levantó del suelo con cierta dificultad a causa de su vestido. Francis le ofreció la mano libre y la chica la tomó, agradecida, poniéndose en pie.
―Toma―Francis le tendió una raqueta que Madeleine tomó sonriente.
Monique por su parte rabiaba viendo cómo su hermano le quitaba a su compañera de juegos y se iban corriendo a una zona desierta en la que poder jugar al tenis sin molestar a nadie.
Madeleine se lo pasó bastante bien jugando con Francis. El chico era cuidadoso de no mandarle la pelota demasiado fuerte, y no fue hasta que Madeleine se cansó que dejaron de jugar (y eso no ocurrió hasta una hora después de haber estado jugando, aproximadamente).
El resto de la tarde Madeleine se lo pasó jugando con Francis a diferentes juegos, muy distintos a esos que Monique le hacía jugar, y cuando la fiesta llegó a su fin con el ocaso, Madeleine no se quiso ir. Por primera vez en su vida había disfrutado de una fiesta en el campo, y todo gracias a Francis, en quien había descubierto un gran compañero de juegos. Este tampoco quería que Madeleine se fuese. A pesar de que ambos sabían que se seguirían viendo durante el resto del año, no quisieron separarse.
―Nos veremos pronto, ya verás―dijo Francis, abrazando a Madeleine como despedida.
―¿Me lo prometes?―preguntó la chica, al borde de las lágrimas. Nunca se lo había pasado tan bien como esa tarde junto a Francis, y no deseaba ser separada del chico que tantas sonrisas le había sacado aquel día.
―Te lo prometo―le aseguró Francis, dándole un beso en la cabeza.
Se separaron, con esa promesa presente. Y ninguno de los dos sabía que ésta se cumpliría dentro de poco, pero no de la manera en la que ambos esperaban… El destino quiso que estuvieran juntos, pero pagando un alto precio, sobre todo Madeleine.
Los barcos con destino a España salían casi todos los días. Era un día de principios de octubre cuando el matrimonio Williams embarcó en uno de ellos, con el fin de ir al país de la pasión a realizar un pequeño viaje. Decidieron dejar a su hija en Inglaterra, con su única tía por parte de madre; una solterona a la que no le gustaban los niños, pero que hizo un esfuerzo por su hermana.
―¿Volveréis pronto?
La pregunta de Madeleine fue algo que el matrimonio Williams se esperaba.
De pie, a punto de embarcar en el navío, la joven pareja se estaba despidiendo de su única hija. Madeleine, en brazos de su madre, miraba con preocupación a sus progenitores, quienes no parecían compartir ese sentimiento.
―En pocas semanas estamos de vuelta aquí, Maddie―respondió su madre, recolocándole a la pequeña un mechón de pelo que se le había salido de la trenza.
―El tiempo vuela, cariño―le dijo su padre, haciéndole una caricia en la mejilla―. Ya verás que cuánto menos te lo esperes ya estamos de vuelta.
Madeleine se mordió el labio, queriendo creer a su padre. Sin embargo, para ella el concepto de tiempo siempre había sido algo difícil de entender, y en muchas ocasiones le daba la impresión de que el tiempo pasaba muy lentamente. Demasiado, para su gusto. Pero debía ser paciente. Quizás esa era la lección que tenía que aprender de eso.
―Adiós, mi niña.
Su madre la beso en la mejilla y la abrazó fuertemente, antes de bajarla al suelo y colocarle bien el vestido que llevaba.
―No lo olvides, para Navidad como muy tarde estaremos aquí―le aseguró la mujer, guiñándole un ojo. Eso consiguió sacarle una pequeña sonrisa a la niña.
―Te echaremos de menos, Maddie―ahora era el turno de su padre. El joven hombre abrazó a su hija en un abrazo cálido, y le susurró palabras de tranquilidad al oído. Cuando se separó de ella, Madeleine estaba más tranquila, y fue así como el joven matrimonio subió al barco, viendo a su niña sonreír, tomada de la mano de su tía, despidiéndoles con la manita.
Las dos primeras semanas en casa de la Tía Rachel fueron lentas. A pesar de contar con unas cinco muñecas, Madeleine se aburría, y su tía no era la mejor compañía. Rodeada de gatos, lo único que hacía era tejer y coser mientras charlaba con sus amigas, a las que invitaba todos los días a la casa. Ninguna de estas mujeres eran del agrado de Madeleine, ya que hacían comentarios mordaces sobre todo, incluso de la misma niña.
La chica intentaba llenar su vacío con historias que se le ocurrían y posteriormente las recreaba con sus muñecas, pero no era suficiente. Necesitaba a sus padres allí, con ella. La tía Rachel era buena persona, pero no le contaba cuentos antes de irse a dormir, o no le daba el beso de buenas noches, por no hablar de las salidas. En casa de los Williams lo normal era salir cada tarde a Hyde Park, a dar un paseo y que todos se airearan. La Tía Rachel apenas salía de casa, y eso de estar enclaustrada entre las paredes de la casa de su tía no le estaba gustando nada a Madeleine.
Pasaron las semanas, y después de muchos largos días de espera, llegó el mes de diciembre, lo que para Madeleine significaba, claramente, que ya había llegado la Navidad.
Madeleine se pasó casi todo el mes esperando a que sus padres regresaran, pero a cada día que pasaba, nadie llegaba. Los primeros días se le hicieron normales. Al caer la noche se decía que al día siguiente volverían, sí o sí. Sin embargo, al ver que los días y semanas pasaban y sus padres no llegaban, empezó a preocuparse. La Tía Rachel decía que eso era normal, que a veces los barcos se retrasaban un poco. Pero para Madeleine, el retraso ya era demasiado grande. ¿Dónde estaban sus padres? ¿Por qué no volvían? ¿Se habían quedado acaso a vivir en España y se habían olvidado de ella?
El mes de enero llegó, y con él, el cambio de década. Madeleine seguía sintiéndose inquieta por sus padres, y la Tía Rachel no tardó en sentirse igual que la niña. Comenzó a investigar sobre el paradero de su hermana y su marido, y tras varias semanas de duras indagaciones, la mujer llegó al fondo del asunto. A pesar de todo, desearía no haberlo averiguado nunca.
La noticia de la muerte de sus padres había trastocado mucho a Madeleine. Cuando su tía le dijo que tenía que hablar de algo importante con ella aquella tarde de principios de febrero, la niña había esperado que fueran buenas noticias lo que tenían que hablar. Que sus padres se habían retrasado por cualquier razón y estaban a punto de llegar, o algo parecido. Pero no fue así. De hecho, fue algo que la chica jamás habría podido imaginar.
A la tía Rachel la trágica noticia también le afectó, pero más le dolió ver a la niña estallar en un llanto incontrolado que duró horas, literalmente. Nunca se le habían dado bien los niños, y no supo cómo calmar a su sobrina. Para colmo de males, la mujer no se podía hacer cargo de la niña, por lo que se vio obligada a tener que mandar a su sobrina a un orfanato. Le dolía, pero no se veía capaz de criar a una niña tan pequeña ella sola.
Esto fue lo que le rompió el corazón a Madeleine. El mundo que conocía estaba a punto de cambiar, y le frustraba no poder hacer nada al respecto. Sólo podía esperar y mirar. Con un poco de suerte una familia la adoptaría y la sacaría de allí... Pero realmente tendría que tener mucha suerte para que eso sucediera.
La última noche en casa de Tía Rachel, Madeleine la pasó llorando. Se fue a dormir con su muñeca favorita, una que su madre le había comprado hacía pocos años, y se durmió pidiendo internamente el deseo de que ocurriese un milagro y no tuviese que ir al orfanato. Lo que fuera menos el orfanato.
Y otra vez, el destino jugó a favor de Madeleine. En esta ocasión, fue de la manera en la que la niña menos se habría esperado, y la que, posiblemente, más feliz la haría, dentro de su tristeza.
Las primeras luces matutinas despertaron a Madeleine. La chica no había pasado muy buena noche. Había sido asediada por pesadillas sobre su futuro incierto en un orfanato, y por ellos se había despertado varias veces durante la noche, asustada, para después volver a dormirse y continuar con la misma condena. Aunque ya estaba despierta, Madeleine no quiso abandonar la cama. Era la última vez que estaría en una cama propia, y quería aprovecharlo. Sin poder evitarlo, se quedó dormida, y esta vez tuvo la suerte de poder soñar cosas más normales, en vez de todas las pesadillas que había tenido durante la noche.
No supo cuánto tiempo había estado durmiendo, pero debían haber sido unas cuantas horas, porque cuando Tía Rachel la despertó, ya había más claridad.
―Buenos días, Madeleine.
La mujer se sentó en la orilla de la cama, junto a la niña, quien se incorporó con cansancio.
―Buenos días―respondió Madeleine, frotándose los ojos con las manitas.
―Escucha, tengo una buena noticia.
Madeleine se quitó las manos de los ojos y la escuchó con total atención. ¿Acaso había decidido que al final sí se haría cargo de ella y no tendría que ir al orfanato?
―Acaba de llegar hace poco una familia que eran muy amigos de tus padres. Supongo que los conocerás; son los Bonnefoy.
El corazón de Madeleine comenzó a latir más rápido. Claro que los conocía, ¿pero qué hacían ahí los Bonnefoy? ¿Habrían ido a despedirse antes de que la enviaran a esa especie de cárcel?
―Claro que los conozco. Solíamos ir a sus fiestas a menudo.
―¿Y te gustan?
―Por supuesto. Sobre todo Francis, es muy bueno conmigo―dijo la pequeña sonriendo con ternura.
―Pues me alegro de que te gusten, porque han decidido que te van a adoptar. Ellos son quienes se van a hacer cargo de ti a partir de ahora.
La expresión de Madeleine fue todo un poema. Era una mezcla entre alegría, incredulidad, y alivio.
―¿D-De verdad?―preguntó la chica, sin podérselo creer, con lágrimas a punto de escapar de sus ojos.
―Sí, cariño. De verdad―respondió con dulzura su tía, quien también estaba bastante feliz de que su pobre sobrina no fuese a parar con una familia desconocida (si es que la adoptaban), sino con nada más y nada menos que con los Bonnefoy, familia de la cual su hermana le había hablado maravillas en vida.
―¿Y están ya aquí, dices?―preguntó la niña, levantándose de la cama.
―Sí, están esperando abajo―respondió la mujer levantándose también de la cama, dejando a la niña salir―. Pero no te preocupes. Van a esperar a que estés lista, y dicen que no tienes por qué darte prisa, que te tomes el tiempo que necesites en recoger tus cosas.
Madeleine se apresuró en recoger todas sus cosas, tarea que había querido postergar hasta el final, para que la hora en la que tuviera que ir al orfanato no fuese tan temprana. Sin embargo, todo había cambiado… No iría al orfanato, no tendría que esperar a que alguna familia se encaprichara con ella y decidiera adoptarla. No tendría que compartir habitación con unas cincuenta niñas, sino sólo con una, lo cual era una gran mejora en sus planes.
Una vez tuvo todo recogido en la gran maleta que se había llevado a casa de su tía se armó de valor y bajó las escaleras, dispuesta a llamar a su tía para que le bajase el bulto pesado y, por supuesto, ver a los Bonnefoy: Su nueva familia.
Madeleine bajó las escaleras con indecisión, más por los nervios que otra cosa, y a medida que iba bajando las voces provenientes del salón se volvían más fuertes, y consiguió distinguir la de Francis. Eso la llenó de alegría, y mordiéndose el labio bajó el último escalón y tímidamente se acercó al salón. Tomó aire y se introdujo en la amplia sala, dónde estaban todos reunidos.
―Ya… Ya estoy lista.
La charla cesó al hablar Madeleine. Se sintió el centro de atención de todos, lo que la hizo sentir incómoda, hasta que sus nuevos padres se levantaron y fueron a saludarla (y de paso a darle el pésame, aunque no tardaron en cambiar de tema para que la niña no se deprimiera).
―Iremos a por tus cosas―dijo el único hombre del lugar poniéndose en pie, ya que, como su mujer, se había agachado para hablar con la niña. Esta asintió, viendo como los dos adultos desaparecían por la puerta.
―Hola, Maddie―Francis se acercó a saludarla, con una sonrisa triste en sus labios―. Oí sobre lo de tus padres y lo siento mucho… Pero no estés triste. Te daremos mucho cariño, te lo prometo.
Madeleine sonrió con tristeza. Sin venir a cuento, Francis la envolvió entre sus brazos y la apretó contra sí, susurrándole al oído que estaría bien. La niña se sintió en el mejor lugar del mundo, y por primera vez desde que sus padres se fueron, se sintió realmente querida.
―¿Cómo estás, Maddie?
Monique no había querido quedarse atrás, interrumpiendo el bonito momento entre su hermano y la otra chica.
―Mejor, ahora que sé que voy a ir con vuestra familia.
―Cuando mis padres se enteraron de que hoy entrabas supuestamente a un orfanato, se pusieron a mover hilos y consiguieron convencer a tu tía de que vinieras con nosotros―explicó Francis, deshaciendo el abrazo, y fulminando a su hermana por haber tenido que aparecer en ese momento.
―¿En serio?―preguntó Madeleine, incrédula―. ¡Muchas gracias! No quería ir al orfanato, y temía que me mandasen allí desde el primer momento. Pero el que hayáis venido a por mí ha sido una sorpresa, y un cambio total de planes… Estoy muy agradecida, de verdad―se sinceró la pequeña, secándose una lágrima rebelde que se le había escapado.
Durante el resto de la mañana, Madeleine y su nueva familia estuvieron de "mudanza", trasladando todo lo de la niña de casa de su tía hasta la casa de los Bonnefoy, pasando también por su propia casa para recoger el resto de su ropa. El estar en casa y que sus padres faltasen fue algo nuevo y duro para Madeleine, quien luchó contra las ganas de llorar hasta que no pudo más. Fue en su propio cuarto, dónde vio todos los peluches y muñecos que sus padres le habían comprado cuando la joven comenzó a sollozar sin poder parar.
Madeleine había estado anteriormente en casa de los Bonnefoy, pero nunca había pasado más allá del salón o las salas de estar.
El matrimonio condujo a la pequeña escaleras arriba, hasta llegar a la habitación de Monique, que a partir de ese momento compartiría con ella. A la niña esto le pareció bien; después de todo Madeleine se iba a convertir en la hermana pequeña que nunca tuvo. Por otra parte, a Madeleine esto no le animó mucho. Monique era muy pesada, y sus juegos no solían ser de su gusto. Pero en fin, mejor era eso que tener que compartir habitación con cincuenta niñas o más en un orfanato.
Con la ayuda de los adultos, Madeleine desempacó sus cosas y colocó sus juguetes y muñecas junto a los de Monique. Elaine Bonnefoy, su nueva madre, se dispuso a guardar toda la ropa de la pequeña, mientras que su marido, Alain, la ayudaba. Los hijos de la pareja, por su parte, habían decidido ayudar a Madeleine con los juguetes. Monique estaba encantada, asumiendo que todos los juguetes serían, a partir de ese momento, propiedad de Madeleine y de ella misma. Francis fue a quien le tocó contradecirla.
Los primeros días en casa de los Bonnefoy fueron algo raros para Madeleine, y necesitó varias semanas para acostumbrarse a su nueva vida. Se acostumbró a despertar en una habitación en la que había otra persona; se acostumbró a convivir con más personas de su edad en su día a día, lo que supuso un gran cambio en su vida. Ello le hizo socializar más, y con el tiempo esto fue algo que la benefició. También se acostumbró a llamar "Mamá" y "Papá" a dos personas que no eran sus padres biológicos, que de hecho no se les parecían en nada, pero que a partir de ese momento ocuparían sus roles en su vida… Quizás eso fue lo más duro para Madeleine en su nueva vida. Sin embargo, esto se hizo más ameno gracias al trato que los Bonnefoy tenían para con ella. Pronto Madeleine se sintió de nuevo querida por personas a las que podía llamar "Mamá" y "Papá", y por primera vez en su vida, tuvo a quienes llamar hermano y hermana… Aunque la verdad era que le costó mucho ver a Francis como un hermano. Era algo más que amor fraternal lo que sentía por él. No estaba segura de qué exactamente, pero Madeleine sabía que Francis nunca podría ser su hermano...
