Disclaimer: Los personajes de esta historia NO ME PERTENECEN (desgraciadamente) sino que son de la sensei Rumiko Takahashi. La historia TAMPOCO ES MÍA, es una adaptación de Reid Michelle.

Reseña:

Kagome e Inuyasha tenían tres hijos y formaban un sólido matrimonio, o al menos eso era lo que Kagome pensaba. Pero su feliz existencia se hizo añicos cuando supo que Inuyasha tenía una aventura. Entonces, se dio cuenta de que, a lo largo de los años, sus vidas se habían separado cada vez más. Quería salvar su matrimonio, pero tal vez fuera ya demasiado tarde. Si Inuyasha había llevado su infidelidad hasta sus últimas consecuencias, ¿podría perdonarlo alguna vez?

CAPITULO 1: La llamada que cambió todo

El teléfono empezó a sonar cuando Kagome, después de dejar a los mellizos acostados, bajaba las escaleras. Maldijo entre dientes, se colocó sobre la cadera al pequeño Katsu y bajó apresuradamente los últimos escalones para descolgar el teléfono del recibidor. Se detuvo paralizada al verse reflejada en el espejo que había sobre la mesita del teléfono.

«¡Dios mío, estás hecha un desastre!», se dijo con desconsuelo. El pelo, de un negro opaco y recogido en un moño medio despeinado, estaba húmedo y le caía sobre la frente. Tenía las mejillas coloradas y la camisa azul claro mojada en varios sitios, allí donde sus tres hijos, a los que acababa de bañar, la habían salpicado. Katsu empeoraba el aspecto de su madre todavía más tirando de los botones de su camisa, esforzándose por descubrir uno de sus pechos. Si ya normalmente era un niño inquieto, en aquellos momentos estaba, además, cansado e impaciente.

-No -le dijo Kagome con dulzura pero con firmeza, quitándole la mano de la camisa- Espera.

Besó su cabecita y descolgó el teléfono, sin dejar de fruncir el ceño ante lo que veía en el espejo;

-¿Diga? -dijo distraídamente, sin darse cuenta de la pequeña pausa que hizo la otra persona antes de responder.

-¿Kagome? Soy Kykio.

-¡Hola, Kykio!

Kagome hizo un gesto de sorpresa y se relajó al escuchar a su amiga, y, al hacerla, se dio cuenta de que, hasta ese momento, había estado muy tensa, lo que hizo que volviera a ponerse tensa de nuevo. Estaba perpleja, últimamente, se había sorprendido muy tensa demasia­das veces.

-¡Katsu, por favor! ¡Espera!

El niño gruñó y ella, en broma, le devolvió otro gruñido. En sus ojos negros se reflejaba todo el amor y la alegría que sentía por su hijo. Era el más exigente de sus hijos y el de peor carácter, pero lo quería tanto como a los gemelos. ¿Cómo no iba a quererlo si tenía los mismos ojos dorados de su padre?

-¿Todavía no has acostado a esos mocosos? -dijo Kykio con un suspiro.

No se molestaba en ocultar que, para ella, los niños eran un incordio. Aunque era el modelo de mujer triun­fadora, no tenía tiempo para los niños. Era alta y pelinegra, y su vida transcurría en un nivel muy diferente al de Kagome. Kykio era la sofisticada mujer de mundo, mientras que Kagome era la abnegada ama de casa y madre de familia.

Pero era la mejor amiga de Kagome. En realidad, era la única amiga que Kagome había conservado desde los tiempos del instituto. La única que vivía en Tokio, como Inuyasha y ella. Las demás, por lo que ella sabía, seguían viviendo en Osaka.

-Dos ya están en la cama y uno está a punto -dijo Kagome-. Katsu tiene hambre y está impaciente.

-¿E Inuyasha? ¿Todavía no ha llegado?

Kagome detectó el tono de desaprobación de su amiga y sonrió. A Kykio no le gustaba Inuyasha. Saltaban chispas entre ellos cada vez que se veían.

-No -respondió Kagome, y añadió con cierta tris­teza-: así que puedes meterte con él cuanto quieras, que no te va a oír.

En realidad, era una vieja broma entre las dos amigas.

Kagome nunca se había molestado porque Kykio le manifestara su opinión acerca de Inuyasha. Siempre había permitido que le dijera a ella lo que no se atrevía a decirle a Inuyasha a la cara. Pero, aquella vez, un extraño silencio siguió su comentario.

-¿Ocurre algo? --'le preguntó a Kykio.

-Maldita sea -dijo Kykio entre dientes- Sí, la verdad es que sí. Escúchame, Kagome. No me siento muy mal por hacer esto, pero tienes derecho a ...

Justo en aquel momento, un diablillo en pijama apa­reció en lo alto de la escalera y la bajó a toda velocidad, convertido en piloto de caza y disparando la ametra­lladora de su avión.

-Necesitamos agua -informó el piloto a su madre, desapareciendo por el pasillo en dirección a la cocina. -Mira ... -dijo Kykio con impaciencia-, ya veo que estás ocupada. Te llamo después ... o mañana. Yo ... -¡No! -intervino Kagome de repente- ¡No cuelgues! Estaba distraída, pero no tanto como para no darse cuenta de que lo que Kykio quería decirle era impor­tante.

-Espera un momento que voy a ocuparme de estos mocitos.

Dejó el auricular sobre la mesa y fue a buscar a su hijo mayor.

Kagome no era alta, pero era esbelta y tenía una bonita figura. Sorprendentemente bonita, teniendo en cuenta que había dado a luz a tres niños. Sin embargo, no era del todo extraño porque, siempre que encontraba tiempo, acudía al gimnasio local, donde nadaba, y hacía aerobic,

-¡Te pillé con las manos en la masa! dijo sorpren­diendo a su hijo con la mano en la lata de las galletas. Lo miró con severidad y el niño se puso colorado- Está bien, pero llévale una a Ayumi. Y no quiero ver ni una miga en la cama -dijo viéndolo salir corriendo, con una sonrisa triunfal, por si su madre cambiaba de opinión.

-¡A que estás casada con un sinvergüenza! -exclamó Kykio-. ¡Maldita sea, Kagome, te está tomando el pelo! ¡No está trabajando, está saliendo con otra mujer!

Aquellas palabras golpearon a Kagome como un látigo. -¿Qué? ¿Esta noche? -se oyó decir, sintiéndose como una estúpida.

-No, no esta noche en particular -respondió Kykio con pesar- Algunas noches, no sé si muchas o pocas. Lo único que sé es que tiene una aventura. ¡Y todo Tokio lo sabe menos tú!

Se hizo el silencio. A Kagome se le heló el aire en los pulmones, fue como si le clavaran alfileres en el pecho.

-Perdóname, Kagome... -dijo Kykio con voz grave, tratando de hablar con suavidad- No creas que me gusta esto, no importa que ...

Kykio iba a decir qué poco le gustaba Inuyasha y cuánto le gustaría verlo caer, pero se contuvo. No era ningún secreto que no se gustaban mutuamente, y que sólo se soportaban por Kagome.

- Y no creas que te digo esto sin estar segura -añadió-. Los han visto en varios lugares. En algún restaurante ... ya sabes, demasiado intimidad para que se tratara de una reunión de negocios. Pero lo peor es que los he visto con mis propios ojos. Mi último novio vive en el mismo bloque que Kaede Hashibara, los he visto salir y entrar muchas veces ...

Kagome había dejado de escuchar. No dejaba de recor­dar ciertas cosas, indicios que convertían lo que Kykio decía en algo demasiado probable para que pudiera tomárselo como si fuera una simple habladuría. Detalles en los que debía haber reparado hacía semanas. Pero había estado demasiado ocupada, demasiado absorta en sus propios asuntos para darse cuenta. Nunca había desconfiado del hombre cuyo amor por ella y por sus hijos no había puesto en duda jamás.

En aquellos momentos, se daba cuenta de muchas cosas. El frecuente mal humor de Inuyasha, su irritación con ella y con los niños, las numerosas veces que se había quedado en su estudio en lugar de subir a acostarse n ella.

Se estremeció de la cabeza a los pies. Cerró los ojos y recordó que, otras veces anteriores, Inuyasha había querido hacer el amor y ella le había respondido que estaba demasiado cansada.

Pero ella creía que habían solucionado aquel problema. Pensaba que, desde hacía un par de semanas, desde que Katsu dormía sin despertarse en toda la noche y ella estaba más descansada, todo había vuelto a la normalidad.

Sólo habían pasado unas noches desde que hicieran el amor con tanta ternura que Inuyasha se había estre­mecido entre sus brazos al despertar.

¡Dios ... !

-Kagome...

¡No! ¡Ya no podía seguir escuchando a su amiga! -Tengo que colgar -dijo con voz grave-, tengo que dar de comer a Katsu.

En aquel momento, recordó algo mucho más dolo­:-so que el mal humor de Inuyasha. Recordó el delicado aroma de un caro perfume de mujer que una mañana descubrió en una de las camisas de su marido al reco­gerla para echarla a la lavadora. Estaba impregnado en el algodón de la camisa. En el cuello, en los hombros, en la pechera. El mismo delicado aroma que Kagome había detectado sin reconocerlo desde hacía algunas noches, cada vez que su marido volvía a casa tarde y la saludaba con un beso. En su mejilla, en el cuello, en el pelo ...

¡Qué estúpida había sido!

-No, Kagome, por favor, espera...

Colgó bruscamente y el auricular se le cayó de las manos, golpeó sonoramente sobre sus piernas y sobre el suelo y quedó a los pies de la' escalera. Imaginaba a Inuyasha. Lo imaginaba con otra mujer, teniendo una aventura, haciendo el amor, ahogándose en suspiros...

Le dieron náuseas y se cubrió la boca con una mano, apretando el puño contra sus fríos y temblorosos labios.

El teléfono sonó otra vez. Un llanto cansado que provenía de la cocina se mezcló con el sonido del teléfono. Se puso de pie. Poseída de una extraña calma, levantó el auricular y lo volvió a colgar. Luego, con la misma calma, que no era más que una manifestación del profundo choque que acababa de sufrir, lo agarró, lo dejó descolgado y se dirigió a la cocina.

Nada más terminar su cena, Katsu se durmió. Se tumbó boca abajo, hecho un ovillo, abrazado a un osito de peluche. Kagome se quedó mirándolo un buen rato, aunque sin verlo realmente, sin ver nada en absoluto.

Se le había quedado la mente en blanco.

Echó un vistazo a las habitaciones de los mellizos.

Ryu estaba dormido, con las sábanas arrugadas a los pies de la cama, como siempre, y los brazos cruzados sobre la almohada. Se acercó, le dio un beso y lo tapó. De sus hijos, Ryu era el que más se parecía a su padre, moreno y con una barbilla prominente, señal de su carác­ter decidido, como el de su padre. Era alto y fuerte, igual que Inuyasha a la misma edad, tal y como había visto fotos del álbum de su suegra.

Luego, fue a ver a su hija. Ayumi era muy diferente a su hermano mellizo. Al entrar por la mañana en su habitación, se la encontraba siempre en la misma posi­ción en que se había dormido. Ayumi tenía el pelo sedoso y negro, esparcido sobre la almohada. Era el ojito derecho de Inuyasha, que no ocultaba su adoración por su princesa de ojos negros. Y la pequeña lo sabía y explotaba la situación al máximo.

¿Cómo podía Inuyasha hacer algo que le pudiera doler a su hija? ¿Cómo podía hacer algo que pudiera rebajarlo a ojos de su hijo mayor? ¿Podía ponerlo todo en peligro sólo por el sexo?

¿Sexo? Le dieron escalofríos. Tal vez era algo más que sexo, tal vez era amor, un amor verdadero. La clase de amor por la que un hombre lo traiciona todo.

Pero, tal vez, fuera todo mentira. Una mentira sucia y estúpida, y ella estaba cometiendo con él la mayor de las indignidades con tan sólo suponerlo capaz de algo así.

Pero recordó el perfume, y las muchas noches que había pasado fuera, echándole las culpas al contrato de Yokina.

¡Maldito contrato!

Se tambaleó y salió de la habitación de Ayumi para dirigirse a su cuarto, donde, la semana anterior, se habían encontrado de nuevo y habían hecho el amor de una manera muy tierna por primera vez en muchos meses.

La semana anterior. ¿Qué había pasado la semana anterior para que él volviera a ella de nuevo? Que ella había hecho un esfuerzo, eso es lo que había ocurrido. Ella había estado muy preocupada por cómo iba su matrimonio y había hecho un esfuerzo. Había dejado a los niños con su madre y había cocinado el plato favorito de Inuyasha. Se había puesto un vestido de seda negro y habían cenado con velas,

Sin embargo, recordó la tensión del rostro de Inuyasha al estar desnudos en la cama, una tensión que él achacaba a menudo al estrés, y sintió un escalofrío.

Cerró la puerta y se dirigió al cuarto de estar. Se daba cuenta de muchas cosas, cosas que en su estúpida ceguera no había visto hasta entonces.

La fuerza con que la había agarrado por los hom­bros, en un intento desesperado, pero evidente de guar­dar distancias. La triste mirada de sus ojos grises mientras observaba su boca. El suspiro con que había reci­bido su confesión: «Te quiero, Inuyasha», le había dicho, «siento mucho que haya sido muy difícil vivir con­migo».

Inuyasha había cerrado los ojos y. tragado saliva, frunciendo los labios y apretando los puños sobre sus hom­bros hasta que ella sintió dolor. Luego, la había estre­chado entre sus brazos y había hundido el rostro en su cuello, pero no había dicho una palabra, ni una sola palabra; Ni una disculpa, ni una declaración de amor, nada.

Pero habían hecho el amor con mucha ternura, recor­daba con un dolor que recorría todo su ser. Fuera cual fuese su relación con la otra mujer, todavía lo deseaba con pasión, con una pasión que no podría sentir por ningún otro hombre.

¿O tal vez sí? ¿Qué sabía ella de los hombres? Había conocido a Inuyasha con diecisiete años. Había sido su primer amante, su único amante. Ella no sabía nada de los hombres.

Y, por lo visto, nada de su marido.

Vio su rostro reflejado en el espejo que había sobre la chimenea de mármol y lo miró fijamente. Estaba pálida y tenía un rictus de tensión en los labios, pero, por lo demás, su aspecto era el normal. Ni sangre ni cicatrices. La misma Kagome Taisho de siempre. Vein­ticuatro años, madre y esposa, por ese orden. Sonrió amargamente. Aquella era una verdad a la que nunca se había atrevido a enfrentarse.

«Lo querías», se dijo, «y lo conseguiste, en el corto espacio de seis meses. No está mal para una ingenua muchacha de diecisiete años». Pero Inuyasha tenía vein­ticuatro años, pensó con cinismo, y la suficiente expe­riencia como para dejarse atrapar por el truco más viejo del mundo.

Pero, entonces, el cinismo la abandonó. No había sido ningún truco, no tenía derecho a denigrarse a sí misma llamando truco a algo que en absoluto lo fue. Tenía diecisiete años cuando conoció a Inuyasha, y era muy inocente. Era la primera vez que iba a una discoteca, acompañada de un grupo de amigas que se rieron de su miedo a que les preguntaran la edad y no les dejaran pasar.

-¡Oh, vamos! -le dijeron- Si te preguntan cuántos años tienes, miénteles, como hacemos nosotras.

Fue consciente de la presencia de Inuyasha desde el momento de entrar. Era fuerte, delgado y moreno, y muy atractivo, tanto como una estrella de cine. Sus ami­gas también advirtieron su presencia, y se rieron ton­tamente al comprobar que no ocultaba su interés por ellas. Pero, en realidad, era a Kagome a quien estaba mirando. Kagome, con su pelo largo, negro y ondulado en las puntas, que le caía hasta los hombros y enmarcaba su preciosa cara.

Su amiga Rika la había maquillado y le había prestado una de sus minifaldas ajustadas y un pequeño top que dejaba al descubierto su ombligo cada vez que giraba al ritmo de la música. Si sus padres la hubieran visto así vestida, se habrían muerto del susto. Pero estaba pasando el fin de semana en casa de Rika, mientras sus padres se habían ido a visitar a unos parientes, así que no podían ver cómo su única hija pasaba el tiempo mientras ellos estaban fuera.

Y fue a Kagome a quien Inuyasha se acercó cuando pusieron una canción lenta. Le dio un toquecito en el hombro para que se volviera y sonrió, con gracia y con­fianza en sí mismo. Consciente de la envidia de las otras chicas, dejó que la tomara entre sus brazos sin una pala­bra de protesta. Kagome todavía podía recordar aquel hormigueo al sentir su tacto, su proximidad, su suave pero firme masculinidad.

Bailaron durante mucho rato antes de que él hablara. -¿Cómo te llamas?

-Kagome -le respondió ella con timidez- Kagome Higurashi.

-Hola, Kagome Higurashi -dijo Inuyasha con un murmu­llo-Inuyasha Tashio.

Cuando estaba absorbiendo todavía las dulces resonancias de su voz suavemente modulada, Inuyasha le puso la mano bajo el top y ella se estremeció al sentir su tacto sobre la piel desnuda de la espalda,

Inuyasha la atrajo hacia sí, pero no hizo ningún Intento de besarla, tampoco le dijo que saliera del local con ella y dejara a sus amigas. Tan sólo le pidió el número de teléfono y prometió llamarla muy pronto. Kagome pasó la semana siguiente pegada al teléfono, esperando con impaciencia su llamada.

En su primera cita, la llevó en coche. Un Ford rojo. -Es el coche de la empresa -le dijo con una sonrisa que no llegó a comprender bien.

Amablemente, pero con una intensidad que le hacía contener el aliento, Inuyasha le dio confianza para que le hablara de sí misma. De su familia, de sus amigos, de sus gustos. De su ambición de estudiar Arte para dedicarse a la publicidad. Al decirle aquello, Inuyasha frun­ció el ceño y le preguntó su edad. Incapaz de mentir, Kagome se sonrojó y le dijo la verdad. Inuyasha frunció el ceño todavía más y ella se mordió el labio porque sabía que lo había echado todo a perder. Inuyasha la llevó de vuelta a casa y se despidió con un escueto «Buenas noches». Kagome se quedó destrozada. Durante muchos días, apenas comió y no pudo dormir. Estaba a punto de tener un problema serio de salud cuando Inuyasha la llamó una semana más tarde.

La invitó al cine. Kagome se sentó a su lado en la oscuridad y no dejó de mirar la pantalla, pero no vio nada, sólo podía concentrar su atención en la proximidad de Inuyasha, en el sutil aroma de su colonia, en su rodilla a unos centímetros de la suya, en el tacto de sus hombros, que se rozaban. Con la boca reseca, tensa y con temor a hacer cualquier movimiento por no echarlo todo a perder una segunda vez, no pudo evitar un gritito cuando él le agarró la mano. Con expresión seria entrelazó sus dedos.

-Tranquila -murmuró-. No voy a morderte.

El problema era que ella estaba deseando que la mor­diera. Incluso entonces, ingenua como era, sin saber cómo debía comportarse con un hombre, lo deseaba con una desesperación que debía ser patente en su rostro. Inuyasha murmuró algo y apretó su mano entre la suya mientras volvía a concentrarse en la película. Aquella noche la besó con tal deseo que Kagome sintió cierto temor antes de que la dejara marchar.

En su siguiente salida, la llevó a un restaurante muy tranquilo y no dejó de mirarla durante la cena, mientras le contaba cosas acerca de sí mismo. Acerca de su trabajo como vendedor en una gran empresa de ordenadores que le obligaba a viajar por todo el país. Acerca de su ambición de tener su propia empresa, de cómo ahorra­ba todas sus comisiones para poder hacerlo algún día. Hablaba con tal calma y suavidad que Kagome tenía que inclinarse hacia delante para no perderse palabra de lo que decía. No dejaba de mirarla, no para observarla, sino para absorberla. Cuando la llevó a casa, Kagome estaba en peligro de explotar por la tensión sexual acu­mulada. Sin embargo, se limitaron a darse un beso. Lo mismo sucedió otra media docena de veces, hasta que un día, inevitablemente, en vez de llevarla al cine la llevó a su apartamento.

Después de aquel día, apenas iban a otros lugares.

Estar solos y hacer el amor se convirtió en lo más impor­tante de sus vidas. Inuyasha se convirtió en lo más impor­tante, por encima de sus notas, de sus ambiciones, de la opinión de sus padres, que no paraban de manifestarle su desaprobación sin menoscabar lo que sentía hacia Inuyasha.

Tres meses más tarde, y después de que Inuyasha estu­viera fuera dos semanas, ella le estaba esperando en el apartamento.

-¿Qué haces aquí? -le preguntó Inuyasha.

Sólo en el momento de recordarlo, siete años más tarde, se daba cuenta de que no le había gustado encon­trarla allí. Tenía el rostro serio y cansado, igual, pensaba Kagome sentada en el cuarto de estar de su casa, que en los últimos meses.

- Tenía que verte -le dijo, agarrándolo de la mano y arrastrándolo al interior del apartamento. Inevitable­mente, hicieron el amor, luego ella hizo café y lo bebieron en silencio. Inuyasha, que sólo llevaba un albornoz, se sentó en su viejo sillón de orejas y ella se hizo un ovillo a sus pies, y se abrazó a sus rodillas.

Entonces, le dijo que estaba embarazada. Inuyasha no se movió ni dijo nada y ella no lo miró. Inuyasha le acarició el pelo y ella apoyó la cabeza en la pierna.

Al cabo de unos momentos, Inuyasha dio un largo y profundo suspiro. Agarró a Kagome y la sentó en su regazo. Ella encogió las piernas, como una niña, como Ayumi cuando se sentaba en brazos de su padre para buscar consuelo.

-¿Estás segura?

-Completamente -dijo Kagome, asiéndose a él, asiéndose al eje sobre el que giraba su vida- Me retrasé en el período y compré una de esas pruebas que venden en la farmacia. Ha dado positiva. ¿Crees que puede ser incorrecta? ¿Voy al médico antes de que decidamos algo?

-No -dijo Inuyasha-. Así que estás embarazada. Me pregunto cómo ha ocurrido añadió pensativamente.

Kagome se rió nerviosamente.

-Es culpa tuya -le dijo- Eres tú el que tiene que tomar precauciones.

-Y eso he hecho -replicó él- Bueno, al menos tenemos tiempo de casamos antes de que toda la ciudad se entere de por qué lo hacemos.

Y aquello fue todo. La decisión estaba tomada. Inuyasha se ocupó de todo, evitando que ella sufriera cualquier pregunta indiscreta, cualquier inconveniente, ayudándola a soportar la decepción que suponía para sus padres.

Una vez más, fue siete años más tarde, cuando se dio cuenta del verdadero significado de sus palabras: «Al menos tenemos tiempo de casamos antes de que toda la ciudad se entere de por qué lo hacemos». Y, por primera vez, pensó que, tal vez, en otras circunstancias, Inuyasha no se habría casado.

Ella lo había atrapado. Con su juventud, su inocencia, con su confianza infantil y su ciega adoración. Inuyasha se había casado con ella porque creía que era lo que tenía que hacer. El amor no tenía nada que ver con el asunto.

El sonido de una llave en la puerta principal la devolvió al presente. Se dio la vuelta. Sentía una extraña calma, un extraño alivio. Miró al reloj de pared. Eran las ocho y media. Inuyasha no iba a volver a casa hasta varias horas después. Tenía una cena de negocios, le había dicho. Qué burda le pareció aquella excusa, se dijo sonriendo amargamente y acercándose a la puerta del cuarto de estar.

Inuyasha le daba la espalda. Kagome se dio cuenta de la tensión de los músculos del cuello y de la rigidez de su espalda bajo la tela de su abrigo negro.

Se dio la vuelta lentamente y sonrió. Kagome observó su rostro cansado, pálido. Inuyasha miró al teléfono des­colgado. Se acercó, dejó la cartera de cuero en el suelo, y levantó el auricular. La mano le temblaba ligeramente al dejarlo en su lugar.

Kykio debía haberIo llamado. Debía haber sentido pánico al ver que ella se negaba a contestar al teléfono y lo había llamado para decirle lo que había hecho. Le habría gustado oír aquella conversación, pensaba Kagome. La acusación, la defensa, la confesión y el veredicto.

Inuyasha la miró, y ella dejó que la observara durante unos instantes. Luego, sin decir nada, se dio la vuelta y volvió al cuarto de estar.

Era culpable. Lo llevaba escrito en su aspecto. Culpable sin atenuantes.

Notas finales: Espero les guste esta historia como lo fue para mi. El tema de infidelidad es muy delicado, sobretodo cuando hay hijos de por medio.

Dejen reviews comentando que les parece la historia. Trataré de actualizar cada semana.