Concordia Discors

armonía en discordia

Summary: Armonía en discordia, se suponía que eso fueran; así como se suponía que aquel fuera un torneo. (Oh, pero el abismo que se extendía entre aquellas cosas que debían ser y lo que en realidad terminaron siendo casi terminó tragándoselos a todos ellos.)

Advertencias: Pues, ¿beyblades? ¿Incoherencias? ¿Dosis malsanas de violencia no completamente justificadas, así como menciones no del todo positivas a instituciones y figuras religiosas/míticas, y las religiones mismas? Personajes originales por montones y al menos un par de elementos tomados de otras obras (las cuales se mencionaran cada vez que aparezcan estos elementos, para evitar problemas de plagio).

No digo que haya reescrito toda esta porquería, pero, wow, ciertamente me acerque. Quiero volver en el tiempo y darle de zapes a mi yo de catorce años por no tener idea de lo que hacía entonces. Ugh. Pero aquí estamos, otra vez, y aquí vamos, una vez más.

(Porque, ¿por qué no?)


A lo largo de la historia las fuerzas gemela de la Luz y las Tinieblas se manifestaron de muchas maneras diferentes: el Día y la Noche, el Bien y el Mal, el Orden y el Caso; y, en muchas de las antiguas religiones de nuestro mundo, estuvieron personificadas en formas, a veces humanas, a veces no humanas, de deidades en guerra: Osiris y Set, Ahura-Mazda y Ahrimán, Marduc y Tiamat y muchos más. Cada personificación tiene sus seguidores, cada personificación es única; pero todas ellas toman su verdadera naturaleza de la misma fuente universal: las fuerzas eternamente conflictivas de una dualidad manifiesta.

Los señores de estos reinos gemelos, sean cuales fueren los nombres bajo los cuales son adorados o vilipendiados, son dueños de las fuerzas de la Naturaleza; esas fuerzas que los humanos han llamado 'magia'. Manipuladores del Tiempo y el Espacio, su influencia trasciende el mundo mortal, y su eterna lucha por la supremacía mantiene un equilibrio inestable en las muchas dimensiones que forman la estructura del Universo. Pero a veces, cualquiera de estas dimensiones, la balanza se inclina demasiado hacia un lado y una fuerza triunfa y reina a expensas de la otra. Pero sin un adversario que la contrarreste, ninguna fuerza puede perpetuarse; la relación es simbiótica, y el Orden sin el Caos, o el Caos sin el Orden, conducen irremediablemente a la entropía.

Louise Cooper, El Iniciado


01. Principios (re: finales)

Esta historia daba inicio diez años atrás:

Lo primero que pensó fue que podía escuchar la lluvia, pero no podía sentirla.

Lo segundo fue que estaba agonizando.

La superficie sobre la que yacía tendido era fría y lisa, ¿mármol, tal vez? Aunque en realidad a aquellas alturas no importaba; aquel mismo lugar que lo mantenía seco y a salvo también le drenaba las fuerzas, algo que resultaba mucho peor que el aguijoneo helado de las gotas de lluvia. Todo el cuerpo le dolía mil infiernos, no era ni siquiera capaz de abrir del todo sus ojos e incluso se le dificultaba pensar con claridad en esos momentos; era hasta cierto punto afortunado que la certeza de que iba a morir en aquel lugar desconocido no necesitara de mucho esfuerzo mental.

Y entonces una voz interrumpió su escena de muerte, exclamando:

—¡Deus Miserere!

No reconocía la voz, pero si el lenguaje, las palabras; aquello bastó para que el instinto de supervivencia animal en lo profundo de su ser le urgiera a salir corriendo. Morir abandonado en el piso era un cosa, lo que aquella voz probablemente le deparaba… era otra muy diferente y con toda seguridad mucho menos placentera; un jadeo salió de su garganta en lo que luchaba por incorporarse y abrir los ojos, ¡si tan sólo pudiera levantarse!

Casi como si le hubieran leído el pensamiento, una mano lo tomó por el hombro, incorporándolo de una manera que no podía evitar ser más brusca que gentil; el niño contuvo la respiración, pero nada podía hacer para acallar el latido casi doloroso contra sus costillas. En el estado vulnerable en que se encontraba hubiera sido mejor que lo hubiesen dado por muerto pero no era una táctica que pudiera usar en sus circunstancias actuales, no cuando el hombre que había lanzado la exclamación anterior lo había apoyado contra su cuerpo en un esfuerzo por ayudarlo a mantenerse erguido.

—¿Te encuentras bien? —Inquirió aquella voz, grave y serena, restregándole la cara con un pedazo de tela demasiado grande para ser un pañuelo, tal vez fueran las ropas del mismo hombre.

Poco a poco fue recuperando la vista y finalmente pudo ver el lugar en donde se encontraba, su cuerpo se estremeció involuntariamente, culebreando a pesar del crujido desagradable de sus huesos en un ataque mudo de risa; una iglesia, se encontraba en una condenada iglesia. Más aun, a juzgar por el tamaño del interior y los ornamentos, debía de tratarse de una catedral. Los ojos se le llenaron de lágrimas nacidas de la histeria y la desesperación.

—¿En dónde estoy?

El hombre que lo había ayudado hasta entonces lo miró con sorpresa en su rostro de edad indefinible, la preocupación que había brillado en sus ojos dio paso a una expresión de frío raciocinio.

—¿Acaso no lo sabes? Estas en el Vaticano.

El Vaticano. El mármol, la piedra, que había llamado a su cuerpo a regenerarse, lo había conducido al interior mismo de uno de los lugares más sagrados del judeocristianismo; pues bien, al menos sería una existencia compasivamente corta, si tal sentimiento le era permitido al hombre que lo había encontrado. Allí estaba, deseando una muerte rápida y sin dolor a manos de aquel hombre, y todavía no sabía su nombre.

De no haber sido por el cuchillo que ya tenía apoyado contra la yugular, se hubiese volteado a verlo para confirmar si sus ojos reflejaban la convicción del material del que estaba hecha su arma; al menos eso siempre había admirado de esos llamados soldados de Dios. Su propia respiración se acompasó, al igual que el palpitar de su corazón: una tranquila resignación.

—¿He de suponer que serás mi ejecutor, entonces? —Preguntó, dejando que su cuello se apoyara contra el filo del cuchillo apenas lo suficiente para hacer manar sangre.

—Sólo si no me dices qué eres —fue la contestación que recibió, aunque, como había esperado, el hombre no pudo evitar alejar el cuchillo de su piel.

Bien, una existencia no tan corta tal vez. Y, en un movimiento violento, se deshizo del agarre de su antes salvador, poniéndose de pie, a pesar de que en realidad no tenía fuerzas para permanecer así mucho tiempo; era la iglesia, la condenada iglesia, se sentía como si estuviera tratando de respirar entre un montón de algodones empapados en whisky y lodo.

—¿Y no me matarás si te digo qué soy? —Su voz aguda, apenas una hebra quebradiza, no podía disimular el deje de sarcasmo en su tono.

—Te mataré, me digas lo qué eres o no, si decido que eres una amenaza —contestó el hombre, también levantándose, con los puños cerrados con fuerza, como si se estuviese preparando mentalmente para sesgar la vida del chiquillo frente a él.

No obstante, no estaba preparado para lo que vio; el niño, que hasta entonces no le había parecido más que un amasijo de temor palpable, se irguió, orgulloso y desafiante, ante la amenaza que acababa de recibir, casi como si la crueldad fuera la fuente de su valor. Aquel hombre, un cazador por naturaleza, debería de haber sabido cuán peligroso podía resultar dejarse llevar por las apariencias, pero no pudo evitar sentirse impresionado; en su larga, larga vida había visto a hombres, demonios y ángeles que no habían tenido en ellos una fracción de la entereza que poseía aquel niño-que-no-era-tal.

—Y ni siquiera me has dicho tu nombre… —El niño rió bajo su aliento, tambaleándose, decidido a echar a correr hacia la salida; si no podía escapar, al menos eso le aseguraría una muerte rápida. Eso último se veía más y más probable, considerando la manera en que sus piernas parecían doblarse ante su peso, pero aun así era mejor que las alternativas presentes.

Cuando finalmente le volvió la espalda al hombre y comenzó a correr hacia las enormes puertas que asumía tenían que ser la entrada, tal como había pensado, no llegó muy lejos; sin embargo, el hombre no había hecho más que detener su caída. Mentalmente maldijo su suerte y al hombre que había alcanzado a decirle su nombre antes de que perdiera la conciencia: Abraham.

Cuando volvió a despertar, el radical cambio de escenarios le hizo pensar por un momento que de verdad había muerto: se encontraba en un cuarto caldeado por una chimenea encendida, arropado hasta la barbilla en algo que no se decidía a ser una cama o un camastro, y a su lado había otro muchacho a quien, a todas luces, no le habían dicho exactamente qué estaba cuidando. El muchacho dio un respingo cuando finalmente se dio cuenta de que la persona a su cuidado acababa de despertar y casi tiró la silla en la que había estado sentado cuando se incorporó abruptamente.

—¡Ah! Estás despierto —le dijo, casi demasiado alegre de estar señalando lo obvio, mientras sus manos se retorcían nerviosamente en el hábito que llevaba puesto—. El señor Abraham… quiero decir, yo… mi nombre es Drustanus. Me asignaron a ser tu cuidador.

De alguna manera, el comportamiento nervioso del muchacho consiguió tranquilizar un poco al niño. Se incorporó, cuidando de no realizar movimientos bruscos y de mantener sus manos a la vista en todo momento; si alguien los vigilaba en esos momentos, sería preferible no darles más razones para disponer de él. Después de todo, no quería asustar a su recién designado cuidador; una posición que, sin duda, significaba que tenían intención de mantenerlo con vida por el momento y pensaba sacarle todo el provecho que pudiera. Todo lo que pudiera…

Deus Miserere. El muchacho cerró los ojos, dejando que las palabras, que sabía que nunca olvidaría, se asentarán en su corazón.

—Drustanus —repitió, esbozando una sonrisa alrededor de la palabra, una obscenidad enviciada en el rostro infantil—, puedes decirme Goldier.

Si cerrara los ojos, despertándome,

O tal vez había empezado mucho antes, hace más de un siglo:

No había nada, nada más que un mundo nocturno de nieve; negrura y frío y terror. El aire helado punzaba en su rostro descubierto, en su boca abierta y en sus pulmones cada vez que jadeaba para recuperar el aliento; era una noche espantosa para correr, o intentar hacerlo, a través de los cúmulos de nieve que le llegaban a las rodillas, pero era una opción preferible a aguardar quietamente a que lo asesinaran como a un animal.

Era un esfuerzo entendible, pero inútil.

El muchacho siguió corriendo.

En el mundo existen varias supersticiones sobre el número siete: siete días de la semana, siete colores del arcoíris, siete virtudes, siete pecados capitales, siete sacramentos, siete mares, siete chakras, siete notas musicales; en algunos países se cree que el séptimo hijo del séptimo hijo nace con poderes mágicos, en otros, que es un vampiro.

Mientras tanto, el muchacho corría; su respiración era demasiado ruidosa, prácticamente el único sonido aparte del ulular del viento en aquella noche que parecía congelada en el tiempo.

Nadie, sin embargo, decía nada sobre el primer hijo de la séptima generación de séptimos hijos de séptimos hijos; usualmente porque no había mucho que decir, de los pocos que habían nacido en el mundo, magos y vampiros por igual, muy pocos habían alcanzado una edad adulta.

El muchacho—corría.

Ya fuera por superstición o mérito propio, los séptimos hijos siempre conseguían ganarse más enemigos de los que podían manejar, una suerte (o maldición) que también heredaban a sus descendientes. El muchacho era uno de ellos. Desafortunadamente.

Y corría.

Hasta que, de pronto, de entre la oscuridad se alzó una voz, tan fría y cortante como el aire a su alrededor. No dijo mucho, porque no había mucho que decir, no todavía, no hasta que el muchacho estuviese demasiado quebrado como para mantener cualquier semblanza de albedrío; no hasta que lo hubieran forjado en lo que necesitaba convertirse.

Sin embargo, serían las últimas que el muchacho escucharía en vida, así que no era posible simplemente dejarlas en el olvido; lo que dijo fue:

—Tendrás que ser tú quien lleve ésta carga; te hemos escogido a ti.

Y si aquello había sido una disculpa o una condena, en realidad nunca alcanzaría a saberlo. Nunca sería capaz de recordar el tono en el que aquellas palabras habían sido pronunciadas, amortiguado como había estado por el doloroso retumbar de su pulso en los oídos; aunque nunca dejaría de intentarlo, sin importar cuan terribles fueran las memorias que habían seguido.

Un par de manos heladas se habían cerrado sobre su cuello, aplastando su tráquea y mandándolo de bruces contra la nieve, y después había intentado gritar, cuando sintió que unos dientes demasiado afilados para pertenecer a un ser humano se hundían con violencia en su carne, desagarrando piel y músculos y robándole toda esperanza. El golpe de gracia, sin embargo, fue el súbito calor en su boca, los dedos que le habían dislocado la mandíbula para verter dentro un líquido viscoso y pútrido que le quemaba la garganta; así que se dio por vencido. Dejó de moverse, de forcejear contra su atacante, simplemente… se quedó quieto, esperando que pasara lo que tuviera que pasar.

No pasaría un día después de eso en el que no se arrepintiera de haber hecho tal cosa.

me encontraría, como siempre, muerto.

Antes de eso, incluso, mucho antes, casi cuatro siglos atrás:

El terror había llegado a Zugarramurdi, una ciudad situada en la montaña de Navarra que desde tiempos medievales había sido vista con recelo por creer que era territorio de brujas, al igual que el País Vasco en donde hacía muy poco ochenta personas habían muerto en la hoguera en nombre de la caza de brujas. La histeria se había extendido como el fuego que había quemado y algunas personas habían sucumbido a ella de una manera que aseguraba que las cosas no terminarían bien para muchos de los habitantes.

La familia Yriart se había vuelto loca; la madre, sus hijas, los esposos de éstas habían ido a ver al vicario de la comunidad en cuanto las noticias de las ejecuciones de brujas habían llegado a oídos de los habitantes y se habían declarado en liga con el demonio, efectivamente logrando que la mirada de la inquisición se centrará en su pequeña comunidad. Los habían llevado a Logroña y, si bien ellos no habían vuelto, un inquisidor había viajado hasta aquel lejano poblado en la montaña de Navarra, y las cosa no habían hecho más que empeorar.

Había sido una locura, todo aquello; un sabueso rabioso incapaz de controlar su ira y su terror, ciego a todas las súplicas y razones de los demás, y azuzado por el olor de la sangre. No se había detenido ante nada, ante nadie, no había descansado hasta que todos hubieran comparecido ante él, mandando a más de medio centenar de personas a que se sometieran a los interrogatorios de la Iglesia; hasta que la única manera de evitar que los señalara con el dedo de la justicia, de la sospecha, había sido unirse a sus filas y ofrecer a sus vecinos, a sus hermanos e hijos como chivos expiatorios.

La multitud enardecida, embriagada de terror y del súbito poder que se les había concedido sobre las vidas de otros, había irrumpido en una treintena de casas aquella noche; había sacado a rastras a hombres, mujeres y niños chillando y pataleando, para someterlos a un último juicio. Algunos de ellos ni siquiera alcanzaron a llegar a la plataforma improvisada en donde habían preparado los postes para las hogueras, aunque el inquisidor de todas formas había decidido quemar los cuerpos, destrozados como ya estaban, como una muestra de…

El hombre joven cerró los ojos y pasó saliva, no quería pensar la palabra "fé" en asociación con nada de lo que hacía aquel demente; ya bastante malo era tener que escuchar las cosas que decía, la manera en que mancillaba las palabras, las escrituras, la religión en la que él mismo había creído. Había, hasta hace muy poco. Hasta el momento mismo que lo habían atado de manos y pies como a un animal.

Había doce postes de madera, pero, gracias a él, solamente utilizarían once; sus padres habían decidido que era mejor perder un hijo que dos, en realidad no podía culparlos por eso. Pero lo haría, lo haría, lo haría, cuando lo quemaran, en sus venas herviría bilis en lugar de sangre. Cuando lo quemaran, los maldeciría a todos: a su hermano, a sus padres, al inquisidor y a sus seguidores, a Dios, incluso.

Estaba temblando de rabia y terror cuando le ataron las manos a la espalda, alrededor del poste; cuando las primeras chispas hicieron contacto con la paja, chamuscándola un poco, ennegreciéndola, hasta que se comenzó a consumirse para alimentar las llamas, ya había comenzado a gritar, ni siquiera eran palabras, sólo un sonido inarticulado que salía de garganta, brotando a borbotones. Ni siquiera el humo lo hizo callar, para el horror de todos los presentes, a pesar de las lágrimas en sus ojos causadas por el escozor, a pesar de que tenía que detenerse a jadear, a luchar por algo de oxígeno que llenara sus pulmones en lugar del veneno aquel que, seguramente, acabaría con él antes que el fuego mismo.

Si es que acababa con él.

El pensamiento surgió de súbito en su mente al mismo tiempo que una pesada cortina de oscuridad y silencio caía entre él y el resto del mundo, como una barrera protectora; como las paredes de una prisión inescapable. Y el fuego habló dentro de su cabeza, cada palabra ardía como un atizador a rojo vivo hundiéndose en su cráneo, como si se estuviera derritiendo por dentro, pero lo que le ofrecía era salvación.

Por un precio.

(Uno que no sólo tendría que pagar él.)

El fuego se salió de control, fuera de la barrera protectora que lo había envuelto; como un ente vivo, culebreó y se extendió por todo el lugar que había sido su hogar, reduciendo a carbón y cenizas todo a su paso: las casas, las personas, hasta los animales, en una escena que a él le parecía muda; lo único que podía escuchar era su propia voz, las carcajadas que cada vez estaba más y más seguro que no provenían de él, pero sí de su garganta.

Era demasiado tarde para arrepentirse, para deshacer el trato que había hecho; el primer precio, la primera víctima, ya se había cobrado.

Pero no importaba, fuera cual fuera la manera en que hubiera empezado esta historia, lo cierto era que su final estaba escrito en los huesos del mundo; el principio era lo de menos.


Okay, okay, okay, así que reescribí este capítulo, pero porque era el primero y, por lo tanto, una verdadera abominación; probablemente tenga que "arreglar" de esta manera al menos los primeros cinco, pero creo que, a partir de allí, ya la cosa será más leve. Espero. Pero bueno.

Así que, si piensan seguir leyendo esto (o en caso de que sean de las pocas personas que hace diez años empezaron a leer esta cosa), tengo que avisarles que los cambios más prominentes serán, aparte de una buena revisión ortográfica y gramatical: cambios de nombres de equipos/personajes, eliminación de escenas que consideré "paja" (inútiles para la trama); er, también, muchísimos personajes originales, tomados prestados de varios autores, porque esto era un fic interactivo cuando empezó, así que habrá súbitas desapariciones y apariciones de personajes, porque son un montón y me causa conflicto, e idas y venidas en cuanto al "punto de vista" (aunque eso sí, todo será en tercera persona). Y ya, para que se vayan preparando. Uf.

Entonces, ¿hasta la próxima?

Si cerrara los ojos, despertándome,

me encontraría, como siempre, muerto.

Gilberto Owen, "Libro de Ruth"