Thomas se despierta con una sacudida. Está atardeciendo y el grupo de chicas sigue durmiendo, descansando para caminar de noche. Se refriega el rostro con las manos y apoya la espalda contra la seca corteza del árbol al que lo han atado.
Mueve la cabeza y le da un cabezazo al árbol muerto. Suena hueco. Hace fuerza con la espalda y trata de empujar el árbol, de arrancarlo del suelo, pero está bien arraigado y no se inclina. Suspira abatido. No puede huir, su vida está en manos del Grupo B.
Se siente impotente, frustrado y, raramente, rabioso. CRUEL les ordenó matarle,y parece que van a cumplir con su misión. Quiere gritarles a la estúpida organización y al grupo de chicas por querer matarle. Quiere gritarse a sí mismo por no ser capaz de hacer nada por su vida. Es tan frustrante. Y sobretodo, quiere gritarle a Teresa por lo que le está haciendo. Por el numerito de la lanza, por lo del saco, por sus afiladas frasecitas y, ante todo, por "lo que se supone que él le hizo". Jamás le hizo daño, ni sabe a qué viene esa supuesta historia, pero le cabrea y le duele.
Pasea la mirada por los bultos que forman las chicas dormidas, esparcidas aquí y allá. Vislumbra a Teresa a lo lejos, como si quisiera apartarse de él todo lo posible. Parece la cabecilla de todo, pero por lo que ha observado, Sonya y Harriet mantienen cierta autoridad en el grupo. Quizás fueran las líderes antes de que llegase Teresa, así que podría hablar con ellas, convencerlas y conseguir que no le matasen. No parece un buen plan, pero es mejor que sentarse a esperar.
Busca a las dos chicas. Sus catres están a pocos metros de su árbol, por lo que no le cuesta mucho distinguirlas en la tenue penumbra.
Se le escapa un gritito nada varonil y da un respingo al descubrirlas. Abre los ojos como platos, como si quisiera parecer un búho acechando un ratón al verlas. No puede ser.¡No! Thomas no recuerda haberse sorprendido tanto. Debe de estar soñando. No puede estar sucediendo de verdad, pero parece tan real.
Parpadea y las observa. Sonya está tumbada sobre las mantas de su catre, con Harriet a su lado. Thomas jamás ha visto lo que ve. Prácticamente están pegadas, manoseándose febrilmente, con una suavidad que le sorprende. Oye un vago gemido que se lleva el viento, pero no sabe cuál de las dos lo ha soltado.
Harriet se tumba completamente de espaldas y Sonya la sigue hasta quedarse sobre ella, como si repitiesen pasos de un baile muchas veces danzado. Sus bocas se separan y Harriet posa un mechón tras la oreja de Sonya con suavidad. Se miran y se sonríen. Thomas se sorprende al reconocer, incluso en la distancia, los sentimientos cándidos que reflejan los ojos de las chicas. Sonya se inclina y los labios de ambas vuelven a fundirse en un delirio de pasiones.
Thomas llega a la conclusión de que ni él está alucinando ni ellas actuando y, además, se convence de que para él las chicas son raras.
