I. Allegro

Callado se ríe, ladeando su cabeza
te acecha de cerca
se aproxima al pie de tu cama y más suave
que una sombra
más rápido que las moscas
sus brazos alrededor mío y su lengua en mis ojos
dice calma precioso, no luches o solo te amaré más
ya es demasiado tarde para prender la luz
el hombre araña te cenará esta noche
...el hombre araña siempre está hambriento..."

(Lullaby / Canción de cuna – The cure)

o0o0o0o0o

Alice siempre había sido demasiado obstinada para su propio bien. Mucha gente se lo había dicho incluido Benjamín Jones, su marido, quien le había rogado que fuese cuidadosa y que no saliera sin compañía porque los chicos todavía no contaban como tal, por mucho que ella los llamara "sus hombrecitos".

Pero Alice Jones era joven, algo salvaje y bastante impulsiva, todo lo contrario al carácter pasivo y cuidadoso de su marido que siempre parecía estar examinando el ambiente antes de tomar una decisión.

Alfred, el más energético de los gemelos, salió corriendo hacia la caballeriza, Alice le persiguió entusiasmada mientras Mathew se esforzaba por seguirles el ritmo. La joven madre se devolvió a tomarle en brazos y siguió el rumbo que tomara su hijo mayor. Afortunadamente los caballos se habían mantenido dóciles aun con los constantes movimientos de Alfred, que ya estaba subido en el coche nuevo.

-Mami, mami, vamos a dar un paseo! -

-Oh cariño, no podemos. Papá dijo que estrenaríamos el coche para ir a la cena del tío Jacques -

-Mami por favoooooor solo una vuelta! – lloriqueó juntando las manos

El otro gemelo se agarró a las faldas de su madre en una súplica más silenciosa, pero igualmente eficiente.

-Son unos manipuladores -

Dicho esto, se agarró las faldas, recogiendo el falso y las capas de encaje rechazando la ayuda del mozo para luego instalarse en el asiento del conductor. Solo sería una vuelta a los alrededores de la casona, no podría ser tan difícil. Los niños se acomodaron cada uno a su lado, uno sonriente y ruidoso, otro ansioso y callado. Uno pendiente de la ventanilla y del mundo que se le pintaba frente a los ojos a medida que Alice hacía andar el carruaje; el otro pegado a ella, pendiente del movimiento de sus brazos y de la forma en que ella describía los alrededores.

La tierra estaba húmeda por la lluvia, la madera suave y reluciente de las ruedas nuevas se deslizaba con demasiada facilidad por las laderas y su alfombra de hierba. Feliz, embriagada en aire fresco y en la risa de sus hijos, inexperta al mando del carruaje, no pudo notar el cambio en el terreno, no vio el peligro en la forma irregular en que el vehículo saltaba hasta que ya hubo perdido el control. No notó la sombra alargada que apareció de repente y se confundía con el espeso follaje.

Los caballos encabritaron de repente y se fueron por el desfiladero directo al río. Los árboles se volvieron nubarrones verdes y el pequeño Mathew comenzó a sollozar, asustado. Alice, temeraria, quiso convencerse de que podría controlar la situación, así que se puso de pie intentando imponer su dominio sobre las bestias, sobre la fuerza de lo inevitable. Aun en una situación como esa, tuvo tiempo de sopesar las posibilidades.

Su brazo derecho con el que sostenía las bridas estaba entumecido, con el izquierdo rodeaba los hombros de Alfred que a su vez tomaba con fuerza la mano de Mathew.

Necesitaba ambos brazos si quería intentar detener a los caballos… no podría protegerse ella misma, no podría proteger a los dos.

Cuando llegó a la conclusión, a esa terrible conclusión, no le quedó más que implorar silenciosamente

Por favor solo a mí, que sea solo yo! No mis hijos! Ellos no, por favor!

En esos eternos segundos, durante la escalofriante lucidez que le proporcionó esos instantes, notó por primera vez la sombra entre el ramaje que se hizo más nítida ante ella aun a través de las lágrimas. Terriblemente nítida.

Solo puedes escoger a uno

¿Qué harás, mujer?

Y fue cosa de milésimas de segundo en que ella tuvo una visión de lo que sería la vida de cada uno sin su presencia, sabiendo cuál de los dos no podría soportar el abandono, así que aprovechó su último instante para apretar a uno de ellos contra su pecho, obviamente no pudiendo sostener con la misma fuerza al otro aun cuando soltara las bridas, mientras seguían su camino al abismo. El coche se estrelló contra una de las rocas de la orilla despidiendo a sus ocupantes hacia adelante, a la corriente. La sombra se fue haciendo más y más grande, y las bestias, como sintiendo su presencia, huyeron despavoridas.

El mozo que había visto partir a la joven señora y después la loca carrera, corrió a avisar al patrón pero ya era demasiado tarde. Cuando Benjamín Jones llegó solo encontró escombros de lo que había sido su familia.

Mathew y Alfred solo tenían ocho años, Alice ni siquiera había llegado a los treinta.

Les costó gran trabajo al señor Jones y al mayordomo arrancar a los pequeños de los brazos rígidos de su madre y separar sus manos, que se encontraban con los fríos dedos firmemente entrelazado, negándose a separarse. Eran una familia después de todo, nada podría apartarlos.

Mucho tiempo después Alfred no tendría más que recuerdos borrosos de lo sucedido, pero lo que siempre estaría presente era esa última mirada de su madre cuando se precipitaban al vacío, el lecho sobre el cual su hermano se había quedado con esa apariencia, tan tranquilo, como si durmiera. Las copas de los arboles cubriendo la luz del sol, alimentando esa sombra que se fue haciendo más y más grande hasta cubrirlo todo por completo.

Todo era verde.

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-Creo que tiene usted dos pies izquierdos, señor Jones- le reprendió burlonamente la señorita Steinmeyer; una mujer solterona, rígida, implacable, que aparte de torturarle con clases de piano, ahora intentaba volverle loco repitiendo infinitamente una secuencia de pasos mientras sonaba incesante el vals desde el gramófono.

El muchacho resopló, obteniendo a cambio una mirada aún más severa. Alfred Jones era un niño demasiado grande, con su metro ochenta y ocho, su contextura amplia y varonil, sus rasgos cuadrados; hacía un contraste dramático con el tono aniñado de su voz, sus traviesos ojos azules, la sonrisa que siempre prometía una trastada y su mente demasiado inquieta para ser contenida en un uniforme y cuatro paredes.

Normalmente odiaba la escuela, pero esta vez la animadversión iba más allá del hecho de sentirse encerrado; a eso se agregaba el tener que realizar algo que no quería. Tal vez todo hubiese sido más agradable si en vez de practicar con una vieja amargada pudiese bailar con una chica de verdad, o con un compañero. En realidad con cualquier otra persona. Aunque claro, no era como si el baile fuese algo apasionante para él; el vals era demasiado lento.

Una vez, en una escapada que hicieron con sus compañeros del internado a la parte periférica de la ciudad, había tenido la oportunidad de entrar en una taberna, donde había mujeres que no tenían miedo de sentarse a la mesa, saludar o incluso invitar a un baile. Esa vez una mujer joven de unos veintitantos lo había sacado de la mesa en que él estaba compartiendo una cerveza con sus condiscípulos, puso la mano del muchacho en su cintura y le había enseñado el galope (1). Habían saltado en círculos por el salón y eso había sido divertido.

Las fiestas en las que participaba su familia o que se hacían en su escuela eran aburridas porque solo servían una copa de champagne, jugo a los menores, y se deslizaban apenas suavemente en una música insípida. Alfred creía que todo era demasiado aburrido para él y además no era justo que le dieran jugo en las veladas; después de todo él ya había comenzado a usar sus pantalones largos hacía un año.

Un poco empujado por esa frustración y por un instinto maléfico, tomó a la mujer con fuerza – sin poner la mano en su talle, porque, verdaderamente ¡qué asco! - la arrastró consigo en un galope sin sentido por el salón de clases. Sus compañeros, anonadados al principio, pronto se unieron al ánimo bromista del joven Jones y comenzaron a aplaudir y dar ánimos a los bailarines. La señorita Steinmeyer, rígida, germana e implacable, se quedó tiesa a los pocos segundos, jalando al chico con fuerza – pese a que era más alto que ella en una cabeza – y lo detuvo con brusquedad.

-¡Qué cree que está haciendo!- enfatizó dándole un golpe en la mano que acababa de soltar. - Con esta insolencia a usted colmado mi paciencia y la paciencia de esta institución. - Dicho esto lo agarró de la patilla, jalando cruelmente, haciendo que el adolescente se doblase del dolor y lo llevó a la oficina del rector.

Horas después, Alfred F Jones estaba en la estación de abordaba el tren rumbo a Boston. En la carta dirigida a su padre se explicaba que "La directiva en conjunto ha tomado la difícil resolución de expulsar definitivamente del curso a su pupilo debido a su insistencia en insultar a nuestra planta docente y transgredir las normas que han ayudado a construir la tradición de nuestro honorable institución". Luego se explicaba en detalle la situación en que el joven Jones había dado muestras de "una conducta escandalosa en la clase de Etiqueta" y se recomendaba al señor Jones, "contratar tutores privados para concluir la formación de su hijo ya que se estima difícil su adaptación a un instituto honorable para concluir los tres meses que restan de su formación escolar".

El señor Jones, sabía que no podía ser nada bueno tener a su hijo parado en la sala de estar con una maleta y ese rostro de "yo no rompo un plato" en pleno noviembre. Apenas se le extendió la carta supo de qué iba el asunto, así que la leyó con rapidez, confirmando sus sospechas y luego hizo lo que todo padre de la época y de su clase haría. Le propinó una cachetada, le surtió con una serie de amenazas y le hizo entender que era una desgracia para la familia.

A esas alturas de su vida, Alfred ya era indiferente. Estaba completamente consciente de su inhabilidad para cumplir las expectativas de la gente. Tal vez Mathew se hubiese adaptado mejor. Tal vez su madre le hubiese defendido.

Se sentó en su cama a mirar por la ventana ese mundo exterior que aún no se le permitía explorar. Los sabuesos de su padre corrían por el jardín, desde la puerta de la casa hasta el muro, miraban por la rejilla, se devolvían, olían las plantas, miraban a los otros perros que pasaban por fuera, ladraban, olfateaban la calle desde dentro. Alfred puso sentir cierta empatía por ellos.

Luego del accidente, Benjamín Jones había querido dejar atrás cualquier señal que le recordase ese evento terrible, cambiando la campiña inglesa por una ciudad americana. La mansión enorme con hectáreas que iban hacia el río, por una casona de menor tamaño, tres pisos, quince habitaciones, un patio amplio, pero limitado entre muros y rejas. Un trozo de mundo seguro y controlado que el niño sobreviviente podría explorar bajo la atenta vigilancia de dos niñeras. Donde el mismo señor Jones tuvo que refugiarse para evitar derrumbarse. Fue incapaz de subir a un carruaje en un tiempo considerablemente largo.

Apenas tuvo edad suficiente para ir al colegio, Alfred fue enviado a un internado de caballeros a las afueras de Cambridge. La mayoría de sus compañeros eran niños ricos hijos de ingleses que querían construir un sucedáneo de su patria en esa ciudad. Alfred pronto, y contradiciendo lo esperado, adoptó el acento y modismos americanos, el gusto por su música, moda, historias y tradiciones. Cambió el té de la tarde por una taza de café y los scones por el pastel de manzana; del mismo modo nunca se unió a los equipos de criquet o rugby pero si mostró gran entusiasmo por el Polo, que le permitía correr libremente en un campo más amplio. Por supuesto, cuando Benjamín Jones se enteró, había puesto el grito en el cielo con tal estruendo que en la escuela se le dictaminó la prohibición permanente de subirse a un caballo.

Lamentablemente para el muchacho, su deseo de pasar el resto de la tarde jugando con los perros en el patio fue interrumpido por la aparición de su cuidadora e institutriz Eliza. Era una mujer de unos treinta y cinco, casada con un profesor de piano; ella solía hacerse cargo de todos los chicos difíciles, como él. Durante su presencia en el internado, se encargaba de otros jóvenes herederos y seguro, apenas su padre lo había visto cruzar la puerta de la mansión, la había mandado llamar. Ella siempre había tenido una secreta predilección por el joven Alfred, más vivaz, más inteligente y más insurgente que el resto de sus pupilos, pero su posición de "dama" no le permitía aceptarlo abiertamente.

-Alfie!- le llamó la mujer desde la puerta que daba al jardín.

El muchacho se volvió hacia ella y de pronto volvía a tener ocho años, desvalido, expectante.

-Señorita Eliza!- contestó poniéndose de pie y quitando a Max, su sabueso favorito, de su regazo. La mujer se acercó a él apreciando que ahora la superaba en altura por una cabeza; pero eso era solo la altura. Alfred seguía siendo el mismo niño de antes en muchos aspectos; no por nada era el único de sus pupilos que la llamaba por su nombre aunque solo fuera cuando estaban solos y no por el apelativo más formal, señora Eldenstein.

-Mírate, estas todo desarreglado- comentó ella pasando las manos por su cabello intentando peinarle y sacudir las hojas que habían quedado atrapadas en el -No hay tiempo de cambiarte, vamos, te lavaré la cara para decentarte ¿dónde has dejado el resto de tu traje?

El muchacho se encogió de hombros y ella simplemente suspiró en un gesto de infinita paciencia mientras le tomaba la mano – ahora también más grande que la suya – para guiarlo a su cuarto.

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Tuvo que escoger algo de lo que ya estaba en el guardarropa en vez de mandar confeccionar algo nuevo. Le habría gustado probar una de esas nuevas prendas de moda como las que vio en su última visita al teatro, pero el viejo mayordomo, extrañado, le había disuadido diciendo que no habría tiempo suficiente para que el sastre cumpliera con su pedido.

Al fin se decidió por un traje de franela lisa a tres piezas, completamente negro. La camisa blanco perlado perfectamente almidonada; debía reconocer que le resultó bastante incomoda al principio pero luego de unos días logró acostumbrarse. Añadiendo por ultimo un plastrón de seda verde esmeralda a juego con el pañuelo y sus propios ojos, escandalizando al mayordomo que no se creía el ver a su señor usando una de esas prendas de novedad(2). Hasta llegó a preguntarse si no estaría sufriendo algún tipo de secuela de su reciente enfermedad.

Pasó las manos un par de veces por sus cabellos rubios consiguiendo solo alborotarlos más. Una vez se encontró solo en la habitación se colocó frente al gran espejo del tocador y observó su rostro con detenimiento. La tez pálida, los labios delgados apretados en una línea recta. Ojos vidriosos enmarcados por gruesas cejas, la frente amplia, medio cubierta por mechones de cabello opaco, los pómulos algo remarcados debido la larga convalecencia.

Ante esta imagen, su cuerpo realizó un movimiento involuntario. Las comisuras de sus labios se alzaron un poco y pudo ver el marfileño de los dientes asomándose entre ellos; las cejas se arquearon, los músculos alrededor de sus ojos se contrajeron y la mirada se afiló.

Una sonrisa.

Estaba sonriendo.

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El señor Arthur Kirkland, hombre joven distinguido y admirado en los selectos círculos de la burguesía del estado de Massachussets había logrado mantener en vilo la estabilidad económica del lugar, pues desde hacía más de cuatro meses se le declaró gravemente enfermo por lo cual terminó encerrándose a piedra y lodo en su casa sin posibilidad de que nadie le viese o al menos tener noticias de su estado; e influyente como era, todos temían un colapso de las operaciones financieras en la ciudad si es que llegaba a morir de improvisto, sin nadie que se hiciese cargo de los negocios con la maestría con la que solo él podría hacerlo.

Soltero, sin hijos ni familia cercana, vivía solo en su mansión apenas acompañado de unos cuantos sirvientes. Aunque joven, pues apenas si rozaba los treinta, era descrito como un hombre amargado, gruñón y remilgado, más bien simplón; típico burgués de la época cuyas únicas cualidades parecía ser su gran cultura y, por supuesto, su enorme fortuna.

Como toda persona influyente en la ciudad, era constantemente perseguido por las habladurías. Desde cómo se las arregló para arrebatar a sus hermanos mayores la parte correspondiente de la herencia paterna hasta dejarlos en la ruina, de cómo estaba inmiscuido en tratos con comerciantes de opio, de cómo tuvo que huir de su natal Inglaterra por los constantes intentos de asesinato en su contra. Nada pasó más allá de los rumores por supuesto, pero todo eso junto a algunas excentricidades como su excesiva reclusión, el abierto desagrado por la vida social y frecuentes excursiones nocturnasa lugares de dudosa reputación le valieron su –al parecer- desagradable sobrenombre.

El vampiro de Boston, le llamaban. Los rumores no hicieron más que intensificarse luego de que, cuando más de media ciudad ya lo daba por muerto, envió aquella carta confirmando su asistencia al baile de año nuevo que se celebraría en casa del señor Jones en poco menos de dos meses, la cual le había sido enviada en un gesto más bien de puro protocolo pues no se creyó que pudiera, ni aun que quisiera, presentarse.

Pero ahí estaba ahora, recargado sobre su bastón mirando a los mozos preparar el carruaje para dirigirse a la residencia del noble señor Benjamín Jones, a fin de concretar ciertos asuntos urgentes que habían quedado pendientes debido a su larga convalecencia.

Como si esto no fuera suficientemente extraño, había un motivo más que aumentaban los cuchicheos de la gente a su alrededor. Y es que el señor Kirkland no solo se hubo recuperado milagrosamente de golpe, sino que parecía haber renacido por completo, resurgiendo como una persona totalmente diferente. Aun había resquicios de su anterior carácter por supuesto, pero ahora era de lo más común verle visitar las casas de ópera, las librerías, los teatros, las exposiciones de arte e incluso hacer acto de presencia en algunas reuniones sociales aunque no fuera más que para quedarse en una esquina del salón observando interactuar a los convidados, como si estudiara sus movimientos, eso sí, despidiendo con comentarios ácidos y sarcásticos a aquel que se acercara a intentar entablar conversación.

Dentro de las muchas de estas visitas de cortesía que realizó luego de su asombrosa recuperación se incluyeron algunas cenas en la mansión de Benjamín Jones, una de las poquísimas personas con la que mantenía lo que podría llamarse una amistad. El señor Jones, de carácter más duro y objetivo, como todo buen descendiente anglosajón protestante debiese ser, hacía oídos sordos de los rumores y nunca quiso ver nada sospechoso en el renovado carácter de su joven amigo. Los temas de conversación eran siempre en torno a los negocios y nunca se aventuró a querer saber más allá de lo que el mismo Kirkland llegaba a comentarle.

Una vez en la sala de estar, compartiendo un scotch, hablaron de sus negocios, exportaciones, de sus intereses en la expansión de su mercado hacia puertos sudamericanos, y ante el son de la complicidad y el compartido amor por el dinero, toda suspicacia pasaba a segundo plano.

En el comedor, Benjamín hizo una seña al criado que entendió enseguida, dirigiéndose a la planta alta donde se hallaban las habitaciones del joven de la casa. Luego de unos instantes, se le vio bajar las escaleras con desgano y una mueca de evidente fastidio que fue imitada por el señor Jones al ver el aspecto de Alfred. Se había mudado a un traje de casimir color arena, solo que la chaqueta y la corbata seguro estaban olvidadas en un rincón de su habitación ya que apenas si llevaba puesto el chaleco. Llevaba la camisa arremangada y el pantalón estaba algo arrugado, delatando que había estado tumbado sobre la cama o peor aún, en la alfombra como era su costumbre.

Tomó asiento al lado de su padre sin prestar demasiada atención a su alrededor, hasta que al fin dirigió su mirada al frente. Y se encontró directamente con los ojos de aquel hombre.

Tan verdes.

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Alfred llegó a sentarse a la mesa cuando ya todo estaba servido. El mayordomo explicó al dueño de casa que el chico debió asearse y cambiarse de ropa porque se había agitado corriendo por el jardín con los perros. Saludó breve y vulgarmente al invitado, sin siquiera una reverencia y se sentó a atacar sin piedad a la pierna de pavo asado.

No quiso molestarse con cortesías, no solo porque estaba cansado y hambriento – y porque además sentía un profundo desprecio por las formalidades- sino porque Kirkland nunca le había caído bien. Ese joven empresario con alma de viejo siempre le pareció aburrido y pusilánime. Su niñera, Eliza, le daba la razón en esto. Cuando Arthur Kirkland había visitado la casa anteriormente, toda la charla giraba alrededor de cuentas, cobros y sosos manifiestos a la moral y las buenas costumbres de algunos pecadores y sodomitas – centro del escándalo de la ciudad – que intentaban corromper todo lo sagradao de este mundo con sus impulsos demoníacos. Eliza le había dicho que el carácter agrio del hombre se debía a que era inglés y a los ingleses se les avinagraba el seso desde niños como consecuencia de crecer con tanta lluvia, tanta nube y tanta oscuridad.

Alfred hubiera querido decirle que creía más bien que Kirkland era desagradable por su propia naturaleza; pues su madre, también inglesa, nunca cargó con esos nubarrones de tormenta en la mirada ni aun en los días más malos. Pero él no hablaba nunca sobre su madre en voz alta. Como una especie de penitencia por un crimen que no estaba seguro haber cometido, pero cómo le pesaba en la conciencia.

Ahora Arthur Kirkland, el moribundo resurrecto, estaba en su mesa hablando animada – aunque aún, seriamente - de la ópera a la que había asistido el otro día y las maravillas que presenció en el museo de Bellas Artes de la ciudad, recomendando encarecidamente a su anfitrión visitar esas alegres novedades a lo que este, contrariado, respondió con un escueto "Lo tomaré en cuenta".

Luego, como si hubiese notado de pronto su presencia, volvió los ojos verdes – y perturbadoramente brillantes – hacia él y preguntó.

-Y usted, joven Jones, ¿por qué no se encuentra en el colegio?, tengo entendido que aún faltan algunos meses para su egreso definitivo.

Alfred se sorprendió ante el cuestionamiento, no tanto por la pregunta en sí, más bien porque Kirkland nunca antes se había dignado a dirigirle la palabra directamente. Tardó un poco en responder

-Así es, pero pasa que ya no estoy para eso, el colegio no tiene nada más que enseñarme -

-Oh, encuentro lamentable que piense eso, siempre podemos aprender algo nuevo de cualquier lugar- comentó el inglés con un cínico sentimentalismo.

-No le haga usted caso, Arthur, sucede que ha sido expulsado del internado; muy hijo mío será, pero siempre ha tenido problemas para cumplir las normas, pero no se preocupe, eso será corregido en seguida.

El muchacho volvió la atención hacia su comida e intentó ignorar lo mejor posible a los adultos que, eventualmente, se cansaron de hablar de él y comenzaron a compartir sus impresiones sobre los últimos artículos publicados en el periódico. Y fue como si se sintiera llamado, o como si le apuntaran con algo invisible, pero al levantar la mirada se encontró con el flash de los ojos verdes que nuevamente estaban sobre él, esbozaron una sonrisa y se volvieron hacia su padre. Su estómago entonces sintió un inusual malestar. Alfred no era una persona nerviosa- y en ese momento no lo estaba – pero de pronto había perdido el apetito, como si le hubiesen disparado una enfermedad.

Debía ser el tedio, la amargura pegadiza de compartir espacio con esos dos vejestorios. Se excusó entonces alegando tener asuntos que atender – imitando el tono que su padre utilizaba para poder dejarle solo en virtud de sus propios asuntos – y se retiró de la mesa. Desde el tercer piso de esa cárcel de sedas y mármol, Alfred vio encenderse los faroles de la ciudad. Imaginó el aire fresco de la noche, la música saliendo de las tabernas portuarias, las cuantiosas comidas, los hombres ebrios de libertad caminando por las calles empedradas y sintió lástima de su opulenta condición. Luego vino la molestia. Porque eso de tenerse lástima y no hacer nada era de cobardes y él no podía, bajo ninguna circunstancia, ser un cobarde. Tal vez no pudo ser el héroe de su hermano y su madre hacía diez años, pero al menos se daría el lujo de salvarse a sí mismo del encierro, de la apatía y la oscuridad.

Sigilosamente, salió por su habitación y se colpó por los corredores menos transitados. Ocupando un pasadizo que era de uso exclusivo de la servidumbre, llegó a la despensa de donde pudo salir al patio. El muro se extendía sobre él como una barrera insondable, pero la libertad va más allá del cielo, pensó y se dispuso a descalabrarse si era necesario con tal de poder agarrar algo de ese mundo que ansiaba conocer.

Arthur Kirkland se había despedido del señor Jones y atravesaba el enorme jardín siguiendo la senda hacia el portón, cuando un ruido sutil y vertiginoso llamó su atención. El chico estaba tentando su suerte encaramándose por el muro empedrado y entonces- más por malicia que por preocupación real- el mayor se acercó silenciosamente y le interpeló.

-¿Qué se supone que intenta conseguir joven Jones?

-¡Maldición!

El chico se tropezó de la piedra en que su pie descansaba y fue a caer al pasto, amortiguando en parte el golpe gracias al señor Kirkland que le sostuvo de los brazos.

-No me parece sensato intentar salir a hurtadillas cuando su padre parece tan molesto con tu conducta en el colegio.

-No es de su incumbencia – se apresuró el muchacho con un tonito insolente y vivaz que en vez de molestar al mayor, le suscitaron un repentino interés.

-Desde luego que no, pero dado a que soy un viejo amigo de su padre y que acabo de disfrutar de su hospitalidad, sería una descortesía de mi parte si hiciese vista gorda y dejara que su primogénito incurriera en un peligro.

-Entonces va a ir a "soplarle" todo a mi padre... maravilloso... Seguro ahora le pondrán barrotes a mi habitación - Alfred bufó caminando de un lado a otro, siendo observado por Kirkland con un deje de diversión

- Pongámoslo así- dijo el hombre de pronto sacando distraídamente un reloj de bolsillo para comprobar la hora - o vuelves, te quedas en cama y le ahorras un disgusto a tu padre o… -Alfred traga saliva, augurando que lo que seguía no sería nada bueno para él - O me llevas contigo… -

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Alfred consideró MUY seriamente el devolverse pacíficamente a su habitación, pero la expresión socarrona de ese sujeto lo había irritado tanto que dejarlo salirse con la suya habría sido una humillación demasiado grande para soportarla.

Y fue así que se encontró paseando por las oscuras calles de la ciudad con Arthur Kirkland. Cuando cruzó la puerta de la reja pudo suponer, resolutivamente, que se venía una soporífera noche por adelante, grande fue su sorpresa al comprobar la disposición del joven aristócrata a tomar los rumbos que él le indicó, no sin un poco de aprehensión, y que tenían por objetivo verdadera distracción. Prácticamente se mantuvieron en silencio y es que Kirkland parecía más interesado en observar a su alrededor, viéndolo todo como si fuera una tremenda novedad, por su parte a Alfred no se le ocurría algún tema con el cual pudiera mantener conversación con semejante personaje.

El establecimiento al que ingresaron estaba lleno de algunas mujeres y muchos hombres de todas las edades, algunos adinerados, otro no tanto. La algarabía llenaba el lugar, el cual, en definitiva, no era de esos que seguramente el señor Kirkland acostumbraba frecuentar. Todo abrigándose al calor del licor, las tonadas del piano y las mujeres que se paseaban por las mesas rellenando los vasos y alegrando con su liviana conversación. Kirkland fue saludado por una voluptuosa muchacha francesa que le guiñó el ojo sugestivamente, casi con descaro, y que ni siquiera se molestó en comprobar la edad de Alfred antes de traerle su orden de bourbon.

Este, esperaba ver al otro hombre incómodo o al menos extrañado del ambiente, pero Arthur, quien no ponía mayor atención a la mujer, parecía maravillado con la bulla, el movimiento e incluso con las peleas que se estaban desatando a viva voz en otras mesas.

De pronto la francesa, molesta por la indiferencia del hombre mayor, tomó la mano de Alfred y de un tirón lo llevó al centro del lugar, donde las parejas se disponían a comenzar el baile. En medio de las volteretas podía ver en un rápido borrón la figura de Arthur, que destacaba por sobre la muchedumbre aun en el discreto rincón en el que se encontraba. Le miraba fijamente y con una expresión tan extraña que de pronto se sintió un poco mareado; aunque le pareció ridículo atribuirlo a la intensidad de aquella mirada, apartó el malestar apretando un poco más a la chica contra su cuerpo dejando que su suave risa le llenase los oídos. Sin duda había sido la bebida, a la que aún no estaba bien acostumbrado.

Cuando la música cesó y la mujer le soltó después de dejar un suave beso en su mejilla, Alfred se acercó a Kirkland, quien parecía absorto en sus pensamientos. Sostenía con indecible interés el vaso frente a su rostro haciendo girar el líquido ambarino que refulgía a la luz del lugar. Dio con ánimo un sorbo de licor. Cerró los ojos mientras lo saboreaba con lentitud.

-Delicioso. Esto es delicioso- le escuchó murmurar para sí mismo y Alfred estuvo a punto de soltarse a reír por la expresión de puro éxtasis en el rostro del otro hombre ante algo tan trivial. Como si acabase de tener una autentica epifanía.

Recordando súbitamente que tenía compañía, el mayor abrió los ojos de golpe y sin más propuso salir a caminar, alegando que el mejor divertimento de una ciudad tan grande como esa por las noches, estaban afuera, en el correr de los coches, en el andar de la gente, en los personajes que a esa hora se atrevían a ir a la calle.

Alfred, andando un par de pasos tras él, pensó que se encontraba ante un perfecto extraño. El Arthur Kirkland, el vampiro que él conocía y del que había oído hablar se pasaba los días y noches en su ermita con la esperanza de nunca cruzar palabra con nadie. Aunque, tal vez por eso mismo es que las reacciones de Arthur no eran tan extrañas; es decir, luego de haber dedicado toda la vida a formarse esa reputación de viejo de veintitantos que rara vez salía, se entendía de lo más normal que pasear, beber licor barato y ver cosas divertidas le parecieran toda una experiencia. Como si en verdad nunca lo hubiera hecho en su toda vida.

Esa noche Kirkland le dejó con discreción frente a su casa despidiéndolo con una sonrisa enigmática y agradeciéndole la velada. Alfred pudo darse el lujo de llegar tarde a su habitación y pasar inadvertido; no obstante, no tuvo mucho tiempo para sopesar lo que acababa de suceder ni aun de descansar, ya que fue interrumpido en la cúspide de su sueño por el ruido ajetreado de los decoradores y organizadores de lo que sería el magno evento social del nuevo siglo.

Nunca el joven Alfred sintió tanto desprecio por la pompa y el escándalo que en su clase ponían por la llegada del nuevo año, como en ese instante en que se vio arrojado de su cama por el ensayo de los músicos, el choque de las losas y el ir y venir de los mueblistas tomando medidas.

Debió tomar desayuno en la cocina con Eliza; y si la mujer estaba al tanto de sus correrías nocturnas, había decidido flamantemente hacerse la desentendida. Le tenía listo un humeante café, rebanadas de pan, huevos y un trozo de tarta. Alfred, haciendo gala de su gula habitual, sopló el contenido de los platos en unos segundos y luego se quiso tapar los oídos al escuchar a los violinistas desde el salón, acompañados en el piano por el propio señor Eldenstein

-No seas tan escandaloso, tocan maravillosamente.- comentó la mujer tirando suavemente de la oreja del chico

-¿Tendremos que oír esto todo el mes que queda?, ¡Aún faltan semanas para la fiesta!-

-Lo sé, pero tu padre quiere que todo salga perfecto, esta es tu presentación en sociedad, querido, una bastante espectacular si consideramos que será a la entrada del nuevo siglo y que además te hemos conseguido una compañerita adorable -

-¿Qué?- Jones no cabía en su asombro. -¿Por qué han hecho esto sin avisarme?... bueno, cuándo me han avisado de algo – se lamentó. Eliza no pudo evitar sentir simpatía por él y acaricio su cabello amablemente – Ni siquiera conozco a esta niña! -

-En realidad si la conoces, solo que quizá no te acuerdes de ella porque hace mucho tiempo que no se ven. En ese entonces era una niña preciosa y ahora se ha vuelto una verdadera princesa, Alfred. Parece que aprovecharán la fiesta para introducir también a la señorita Braginski en sociedad. Ustedes solían jugar juntos de pequeños, seguro se divertirán recordando los viejos tiempos-

A Alfred ese nombre se le hizo vagamente familiar. Recuerdos borrosos de una niña ciertamente preciosa, de largo pelo rubísimo y ojos violetas le llegaron a la mente.

Recordó cuanto detestaba que fuera más alta que él, aunque solo fueran unos cuantos centímetros, como se divertía tirando de su cabello a la menor oportunidad para que luego ella lo culpara de sus propias travesuras riéndose a escondidas cuando era castigado.

La perspectiva de un reencuentro no lo entusiasmaba para nada.

-El problema es que todo mundo intenta tomar mis decisiones como tuvieran derecho- resopló el muchacho y se puso de pie caminando hacia el estudio. Lo de los libros no era lo suyo, pero al menos allí había silencio. Si no escuchaba los violines ni veía a los sirvientes enloqueciendo, tal vez podría olvidar que había sido predestinado a encontrarse con su futura consorte en un elegante evento social que no era más que otro despliegue inequívoco de despilfarro de cinismo y arrogancia.

Alfred nunca pudo ni quiso comprender los códigos de su clase y de su mundo en general , ¿A qué venía tanto alboroto?. No es como si al cambiar los dígitos de un nuevo siglo fuese a modificar en algo la vida, o la forma de vivirla. Él seguiría siendo el hijo único de un viejo rico, condenado a seguir sus pasos; seguiría siendo el superviviente de una tragedia, igualmente seguiría decepcionando a su padre en todo por no poder cumplir sus expectativas. Aun así... ¿qué se sentirá? ¿Será el aire distinto en el nuevo siglo? Alfred no creía que el paso al mil novecientos fuese a cambiar algo en él, pero tenía la impresión de que sí habría una diferencia en su forma de pararse y pensar cuando cumpliese los dieciocho años. Y ya faltaba menos de un año.

Al llegar al segundo piso, se sorprendió al escuchar la voz de su padre y de Kirkland - ¡Tan temprano Kirkland ya visitando! ¿Es que ese hombre no dormía? - desde uno de los salones que estaba siendo acomodado para los invitados. Alfred se aproximó a la puerta y alcanzó a oír cómo su padre le indicaba que dispondrían mesas y asientos en ese balcón para que todos pudiesen observar los fuegos artificiales que se lanzarían desde el estrecho. Arthur le había comentado que se estaba haciendo cargo a la perfección de unas labores que normalmente corresponden a la señora de la casa a lo que Benjamin contestó, sombríamente, que no necesitaba una mujer. Que estaba perfectamente bien solo. Y Elizabeta era capaz de encargarse de lo que hiciera falta.

Benjamín se había negado rotundamente a casarse de nuevo pese a las insistencias de la familia y su círculo social para hacerlo alegando que no era necesario. En el fondo, por más que pareciera que había dejado el pasado atrás, por mucho que su carácter serio y abstraído hicieran que lo juzgaran como un hombre frio, cualquier alusión a lo ocurrido aun dolía casi como el primer día, pues en su alma se había instalado el amargo sentimiento de la culpabilidad. Prueba de ello eran la cantidad de recuerdos que se hallaban distribuidos por toda la casa y que le impedían sumirse en el olvido. Los adornos, las pinturas las mismas flores que ella solía colocar en los jarrones. El enorme retrato de Alice y los niños que colgaba de una de las paredes de su habitación.

Ahora le explicaba a su invitado que el baile se haría en el salón, que la señora Eldenstein se encargó de contratar al banquetero, que se estaban mandando a hacer muebles nuevos y que probablemente deberían redistribuir la casa para esa noche. Alfred bajó las escaleras sigilosamente tratando de escabullirse al patio pero fue visto por Kirkland que lo saludó con entusiasmo. Alfred supo que lo había hecho a propósito adivinando sus intenciones y le dedicó una mirada cargada de rencor.

-Señor Jones, si no es abusar de su confianza, quisiera pedirle que permita al joven Alfred acompañarme en algunas diligencias; los trámites de rutina siempre son más amenos en compañía y más aún si esta es joven y entusiasta- soltó Kikland en cuanto Alfred se acercó a ellos.

Benjamín sintió iluminarse su ánimo ante la propuesta y el muchacho, leyendo las intenciones de su padre contestó apresuradamente.

-Lamento tener que declinar su oferta… ehm, - ¿Cómo llamar a este tipo? Era como mucho diez años mayor, un poco por insolencia agregró -...señor Kirkland pero tengo algunas cosas de las cuales ocuparme aquí en casa, así que me temo que tendrá que ser en otra ocasión-

-Tonterías Alfred - refutó Benjamín - Pasas quejándote todo el día sobre lo aburrido que estas, interrumpiendo siempre las labores de Elizabeta. Ella es tu institutriz, no tu niñera y está ocupada con los preparativos. Es bueno que te familiarices con los alrededores lo más pronto posible después de estar tanto tiempo lejos de la ciudad-

El joven Jones intentó suplicarle en silencio a su padre, pero el hombre ya había tomado una resolución. Su padre siempre tomaba por sí mismo y sin preguntarle, las decisiones que consideraba mejores para él. Esta vez, Benjamín se estaba dejando guiar por la suposición de que la compañía de Kirkland sería beneficiosa y que al estar distraído en distintos trámites y bajo la severa tutela de su amigo, su hijo no podría cometer alguna imprudencia.

Así las cosas, un rato después se encontraban bajando del carruaje en el centro de la ciudad y comenzaron a recorrer diversas tiendas, caminando él siempre detrás del mayor. Luego de unos minutos en que el señor Kirkland comentaba sobre los escaparates y atracciones que deseaba visitar en la avenida principal, Alfred comprendió que no había trámites de ninguna urgencia y que este solo era un paseo ocioso. Se sorprendió nuevamente. El Arthur Kirkland que se codeaba con los ancianos amigos de su padre no parecía dado a ese tipo de distracciones. Y sobre todo a que venía esa insistencia a que le acompañase?

No obstante, Alfred no iba a rechazar una oportunidad de andar libremente entregado a nada más que a buscar su entretención, así que poco a poco fue mutando su ánimo a medida que recorrían la ciudad, entrando a las tiendas. Incluso vieron unos de esos espectáculos de imágenes que se mueven en el cinematógrafo, luego se metieron a una librería donde Arthur compró un ejemplar de "Las flores del mal" y una revista de historietas de "The Katzenjammer Kids" para el chico haciendo que dejara definitivamente ese gesto enfurruñado que tenía al salir. Al caer la tarde, luego de comerse un buen estofado en un restaurante de un hotel, vieron los barcos salir desde el puerto, en donde un grupo de artistas de circo cargaban sus animales y baúles. Alfred estaba extasiado con toda esa muestra del mundo y no podía evitar hacer atropelladamente cientos de preguntas que Arthur respondía con la mayor de las paciencias.

La tarde se fue como un suspiro y Arthur terminó por quedarse a cenar esa noche. Y así, sin darse cuenta, Alfred había pasado del desagrado inicial por la presencia de aquel hombre a una ligera curiosidad.

Las visitas de Arthur pasaron a ser cotidianas hasta el punto que se consideraba un puesto para él en la mesa durante el almuerzo y a veces durante la merienda. La mayor parte de las veces se la pasaba encerrado en el despacho junto al dueño de la casa, pero de vez en cuando también se daba el tiempo de intercambiar unas cuantas palabras con Alfred, las cuales ya no eran tan secas y forzadas como al principio, llegando incluso a tener destellos de confianza en los que olvidaban la etiqueta y conversaban informalmente, con completa soltura y hasta llamándose por sus nombres de pila. Al muchacho le encantaba oírle hablar sobre tiempos lejanos, historias y lugares exóticos al otro lado del mar que él se moría por visitar. Era como si ese hombre conociese todo el mundo y todas las épocas.

Benjamín observaba esta interacción sumamente complacido y fue así como uno de esos días mientras tomaban el té de la tarde hizo audible su deseo.

-Arthur, buen amigo, sé que eres un hombre ocupado y que probablemente no hayas reparado en el beneficio de tus visitas a mi hogar; yo por mi parte no he podido evitar notar que Alfred parece más tranquilo y centrado y estoy seguro de que se debe a tu buena influencia, me preguntaba si sería posible que entre tus múltiples labores encontraras el tiempo de hablar con él o de llevarle contigo, que vea como trabajas, que se dé cuenta que un joven inteligente con un poco de voluntad puede amasar una gran fortuna y reputación. Elizabeta ha estado realmente ocupada y no puede encargarse de él debidamente, no quiero que se acostumbre y se entregue al ocio y la vagancia.

-Benjamín, siento que me halagas enormemente y no sé si alcanzo a dar la talla para todo eso que me atribuyes, pero ciertamente sería un placer contar con la compañía de Alfred; al menos sería algo de distracción más allá de concentrarme solo en los negocios-

-Excelente, no sabes la tranquilidad que me da que estés de acuerdo. Si gustas, ahora él está en el estudio seguramente perdiendo el tiempo-

Y a falta de otra distracción, Arthur pensó que sería una buena forma de pasar la tarde, así que luego de la merienda uno de los criados le guió hacia el cuarto donde se encontraba el joven Jones. Golpeó la puerta ancha de madera recibiendo un gruñido como respuesta y al entrar descubrió al chico tirado sobre la alfombra, despeinado y hojeando distraídamente un libro de geografía.

-¿Soñando de nuevo con lugares exóticos?-

-Planeando mis futuros viajes – contestó el chico entusiasta al descubrir que no era su padre quien había entrado a la habitación y sin la cortesía de levantarse de su sitio - Estaba pensando que en unos meses cumplo dieciocho años y ya que vivimos en un puerto, creo que me quiero embarcar a un lugar lejano... podría ser China, Australia ¿qué te parece mejor?

-Al menos en Australia hay ingleses, ahí no echaras de menos el idioma y no se siente un caballero tan extraño-

-Entonces debiera ir a China-

El mayor no pudo sino encontrar hilarante su insolencia y la hizo patente en su gesto, arqueando levemente los labios.

-Pero aún falta para eso, creo que debieras preocuparte de algo más inmediato, como el baile del año nuevo, ¿Ya has pensado en alguna muchacha que te acompañe?- preguntó mientras observaba la hora en su reloj de bolsillo.

El chico se tensó y entonces Arthur comenzó a suponer, que había dicho algo que tocase un tema sensible. Tomó notas mentales para una próxima situación similar.

-No me interesan esas fiestas... además mi padre ya ha dispuesto todo por mí, yo solo debo ir e intentar ser bueno...-

-Y bailar... es un baile, Alfred, se supone que eso debes hacer-

-¡Pero si no me gusta!, además, esos bailes son tan aburridos... y no sé, y no quiero aprender, menos para bailar con alguien que ni conozco-

Entonces el mayor comenzó a chasquear la lengua, burlón y repuso:

-No me parece adecuado u honorable que no sepa bailar un vals, joven Jones, creo que necesita alguien que lo asista en esto-

-Oh, no gracias, no volveré a sufrir lecciones de baile en lo que me queda de vida- respondió Alfred ligeramente molesto por el lenguaje formal. Pues ahora Arthur lo usaba solo cuando quería demostrarle que era solo un niño comparado con él.

-Insisto – espetó el inglés ignorándole mientras alistaba el gramófono y buscaba un disco. -No es un vals, tu padre no tiene discos de ese tipo...

-Creo que eso es porque en esta casa nunca hay nada divertido...- dijo levantándose de la alfombra sacudiendo un poco sus ropas.

-...pero creo que el tempo y el ritmo nos permitirán hacer lo mismo- siguió el hombre hablando consigo mismo sin prestarle atención-

De pronto las notas de un piano llenaron la habitación. "Sonata luz de luna" era algo demasiado lóbrego y triste como para bailarse. Alfred quiso apuntar eso, no obstante el joven amigo de su padre ya estaba enfrente suyo tomando su mano e indicando con una asertividad desconcertante.

-Tu mano en mi cintura, se supone que debes dirigir - El chico se vio acalorándose de un modo inesperado, aún tieso, indeciso sobre si era correcto o no estar en una situación así con otro hombre.

-Vamos chico- insistió Arthur, que parecía no darse cuenta de lo inapropiado de la situación - me niego a creer que ni siquiera sepas hacer la postura inicial -

-Ni siquiera yo soy tan estúpido – contestó el muchacho tomándolo con impulsiva brusquedad. El inglés esbozó una sonrisa torcida y contestó.

-Ahora haz lo que yo. Dando giros con este paso, un, dos, tres, un dos, tres... -

Si bien nuevamente estaba siendo forzado a bailar de mala gana, ahora había un desafío, era un juego de poderes, una cosa de honor. No podía fallar en esto o sino nunca le borraría esa expresión maléfica a ese tipo que recién conociendo las diversiones mundanas de la vida ya se creía un experto en esas artes.

No obstante Kirkland era hábil, no tenía ese temple cansado de la señora Steinmeyer, no parecía querer torturarle; había un fuego juvenil y al mismo tiempo milenario en sus ojos verdes, un deseo ardiente por dominar pero sin saber cómo hacerlo. Entonces cuando comenzaron a girar de verdad, graciosamente por la habitación, Alfred pudo notar la verdadera diferencia. Se estaban dejando llevar en un remolino de notas musicales y podría jurar que en un momento, vio a Arthur Kirkland sonreír cerrando los ojos.

Por su parte Arthur empezaba a sentir que algo en su cabeza estaba mal. Comenzó levemente, en el momento en que el chico colocó la mano en su cintura. El calor corporal del otro, su aroma, la cercanía que le permitió ver el reflejo de la luz rebotar en sus ojos azules, estaban provocando reacciones en su cuerpo. Pulso acelerado, la fuerza en sus piernas disminuyó, permitiendo a Alfred tomar el control del movimiento por unos momentos, incluso llegó a sentirse algo mareado. Notó como sus manos sudaban y una extraña presión en el abdomen lo atacó. El chico soltó una exhalación que lo golpeó en el rostro provocándole una especie de choque que le recorrió todo el cuerpo.

-Que… que es esto?!-

Entonces uno de ellos, el único que podía recuperar la cordura, se alejó, soltando la mano del muchacho bruscamente, como si le quemase y para alejar su influjo sobrenatural, se apresuró fuera de la habitación, fuera de la casa, lo más lejos posible de esa persona. El lugar más cercano que encontró para esconderse fue el invernadero y allí reposó sus humores y ánimos. Alfred en tanto, súbitamente sacado de su sopor, miró la puerta por donde se había ido el amigo de su padre sin comprender su reacción. Lo estaba haciendo bien, no se había tropezado, no le había pisado, no había hecho nada para que Kirkland le apartara y le dejara de ese modo sin explicaciones.

Tardó todo el trayecto desde el salón al primer piso en dejar atrás el estupor y comenzar a enfurecerse. Para cuando llegó al jardín, su mente venía tejiendo una belicosa determinación. ¿Dónde estará ese desgraciado?, se haría oír, nadie le trata así en su propia casa. Ya bastante tenía con que otros decidan todo por él para que encima este veniese y le dejase en ascuas de esta manera. Entonces vio su sombra en el invernadero.

-En algunos lados se considera de pésimos modales eso que has hecho- comenzó el chico, interrumpiendo los pensamientos del mayor. Arthur se volvió hacia él y lucía lejano, casi como si se estuviese suspendiendo sobre la tierra. Alfred pensó entonces en lo contradictorio de todo lo que rodeaba este hombre: un joven viejo, un aristócrata salvaje, alguien que irradiaba una especie de luminosidad oscura. Desconcertándolo.

-Necesitaba tomar aire- respondió secamente irritándole más.

-Me hubiese dicho que lo estaba molestando- escupió molesto. Herido.

Y entonces más silencio, Kirkland parecía incómodo con su propia piel, ajeno al espacio, al jardín. Tal vez no quería compañía; tal vez se sentía molesto fuera de la seguridad de su ermita.

-Debo atender mis asuntos, he estado demasiado tiempo aquí - anunció Arthur con voz acartonada después de comprobar la hora en su reloj y pasó al lado del muchacho, dirigiendo un soso gesto facial como despedida. Alfred siguió con la mirada al hombre que se alejaba por el jardín hacia el portón donde su carruaje le esperaba, hasta que el coche se perdió de vista por completo. Salió entonces del invernadero a paso lento, pensando en qué podría ocupar su tarde para olvidarse de este molesto incidente y de la ígnea sensación de la mano del otro entre sus dedos.

Absorto en sus pensamientos, no fue capaz de notar que los rosales se encontraban totalmente marchitos.

El inquietante aullar de los perros rasgó la tranquilidad de la tarde, pero tampoco le prestó atención.

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(1) El Galope o Gallopade es una pieza musical rápida que se fraguó en las salas de bailes francesas a finales del siglo XVIII y se llama así porque su ritmo rápido imitaba al galope de los caballos

(2) Fueron aquéllos los años en los cuales la corbata se difundió en todo el mundo. Las más típicas eran el nudo (o corbata larga), la galla (o papillón) y el plastron (ascot, o bufanda a la inglesa).

Notas: Este es un proyecto que iniciamos Lady Orochi y Kastiyana por nuestro deseo de ver algo oscuro y decimonónico en este fandom. Será una historia de 3 capítulos, los dos siguientes están casi listos pero deben presionar a Lady Orochi para que escriba más rápido y a Kastiyana para que ejerza más presión (y también escriba más rápido). Desde ya gracias por leer.