Adaptacion, los personajes no me pertenecen son de la escritora Stephanie Meyer y la historia es de T, Carrington.
Capítulo 1
Era un sueño. Tenía que serlo. Isabella Swan estaba segura de que, en cualquier momento, aparecería su madre para despertarla. Se despertaría para sorprenderse a sí misma mirando el techo del dormitorio de su vieja casa de Seattle, Washington, en lugar de contemplar el gran globo del sol alzándose en el azul profundo del mar Egeo, por la ventana de su lujosa villa…
Bella respiró hondo, esperando el ligero golpe en las costillas, el cubo de agua fría que la devolviera a la realidad. Pero cuando soltó el aliento, seguía en la isla griega de Santorini. Y seguía estando a un día de distancia de casarse con uno de los solteros más codiciados del mundo.
Una sensación de ligereza llenó su pecho. Como hija única de trabajadores inmigrantes griegos en Estados Unidos, nunca había creído demasiado en los cuentos de hadas. Incluso su madre le había confesado un día que era la chica más seria y responsable del mundo: siempre solía recordar que, cuando era niña, solía ayudar en el restaurante colocando servilletas y cubiertos en lugar de jugar con muñecas.
Pero ahora estaba viviendo una fantasía. Apenas un año antes había estado preocupada por pagar el alquiler después de que finalmente tuvieran que cerrar el restaurante de su padre, recientemente fallecido. En ese momento, sin embargo, contemplaba frente a sí un futuro luminoso, sin preocupaciones de ninguna clase.
Tras levantarse y tomar una ducha rápida, se puso una corta bata de seda que destacaba su espléndida figura, de la que apenas era consciente. Deslizó las manos por la sensual tela y se estremeció de expectación. Aro y ella aún no habían dormido juntos. Haciendo gala de una exquisita delicadeza, Aro había insistido en que esperaran hasta la noche de bodas. A ella le había parecido bien. De hecho, confiaba en quedarse embarazada durante su luna de miel, prolongando así el romántico carácter de su noviazgo.
Cuando detuvo las manos sobre sus senos, el aire escapó de golpe de sus pulmones. Si bien le preocupaba levemente que no se sintiera demasiado atraída físicamente por Aro, procuraba no pensar nunca en ello. Pero los leves suspiros de alivio que soltaba cuando él se despedía por las noches con un simple beso, en vez de exigirle una mayor intimidad, se encargaban de recordárselo.
Afortunadamente, Aro no parecía notarlo.
Bella dejó de tocarse. ¿Y qué? En su limitada experiencia, el sexo estaba sobrevalorado. Enormemente sobrevalorado. Muchos gruñidos por parte del hombre, una serie de necesidades insatisfechas por su parte y un persistente vacío, sobre todo, que la dejaba preguntándose por qué todo el mundo le daba tanta importancia a aquello.
Quería a Aro, y se aseguraría de que su vida sexual reflejara ese amor. Ya había invertido lo suficiente en lencería sexy para conseguir ese objetivo.
Sonrió mientras salía a la terraza: la vista de la caldera del volcán la distrajo de sus reflexiones. Le parecía natural que el acontecimiento más importante de su vida tuviera que tener lugar en uno de los lugares más mágicos de la tierra. Si entrecerraba los ojos, le resultaba fácil imaginarse a Odiseo navegando por aquel mar azul, con Zeus y Hera guiando su rumbo desde lo alto del cielo.
De repente oyó que alguien llamaba suavemente a la puerta antes de abrir con la tarjeta. Volvió a entrar en la habitación para ver a una joven doncella griega, de uniforme gris y blanco, llevando un vestido protegido por una funda de plástico y la bandeja del desayuno.
—Buenos días, señorita —dijo en griego—. Su vestido ya está planchado —lo colgó en el armario, después de dejar la bandeja sobre la mesilla.
—Gracias —y recogió su bolso con la intención de darle una propina. Pero la doncella alzó las manos—. No, no. No es necesario. El señor Vulturi ya nos compensa debidamente el servicio.
A Bella no le sorprendía: Aro era muy generoso. Aunque él residía en su inmenso yate anclado en el puerto, se había encargado del alojamiento de las cerca de treinta personas que habían sido invitadas a la boda, incluida su madre, que se hallaba en la villa contigua, y su hermano mayor.
Sólo lamentaba que su padre no pudiera estar allí para ver todo aquello. Fue precisamente en su funeral cuando sus pasos y los del rico empresario Aro Vulturi se cruzaron, aunque el millonario había sido una presencia familiar en su vida desde hacía años. No sabía muy bien cómo lo había conocido su padre; según su madre, había sido una amistad muy antigua. En cualquier caso, el atractivo y maduro empresario había representado un firme apoyo cuando su padre sufrió un ataque que lo dejó en coma y poco después le arrebató la vida.
Aro se había dedicado a atender económicamente a la familia cuando descubrieron que el restaurante que su padre había regentado durante veinticinco años estaba fuertemente endeudado. Incluso le había conseguido a su hermano un empleo como contable en la sede de su empresa en Seattle.
Pero habían sido las amables atenciones prodigadas a Bella las que habían ganado su corazón.
También habían ayudado los comentarios de su mejor amiga, Alice, acerca de que Aro parecía una versión en griego, ligeramente más joven, de Sean Connery.
—Ese hombre se desvive por mimarte —solía decirle su madre—. Ninguna mujer se merece las riquezas que deposita a tus pies.
—Aro no deposita nada a mis pies, mamá, y mucho menos riquezas.
No le habló a su madre de los muchos y extravagantes regalos que le había devuelto a aquel hombre de corazón tan generoso. Probablemente su madre habría insistido en que se los entregara a su vez a ella, como un seguro de previsión contra futuros malos tiempos.
Bella no sabía muy bien en qué momento su entrañable amistad con Aro se había convertido en algo más. Sólo sabía que la primera vez que se dejó abrazar por él, se sintió bien. No le importó que él estuviera más cerca de la edad de su madre que de la suya propia. O que se hubiera casado dos veces anteriormente. Lo único importante era que, por primera vez en mucho tiempo, se había sentido segura. Segura y deseada.
Suspiró nostálgica mientras admiraba el delicado encaje rosa de su vestido de cóctel, de un conocido diseñador. Esa noche celebrarían una fiesta, y al día siguiente se casaría con uno de los hombres más buenos y amables que había conocido nunca.
—¿Dónde le gustaría tomar el desayuno, señorita? —le preguntó la doncella.
—En la terraza, creo yo. Sí, en la terraza.
La joven llevó fuera la bandeja y luego se movió por la habitación casi imperceptiblemente, abriendo las cortinas, ahuecando las almohadas y alisando las sábanas.
—¿Cómo te llamas? —quiso saber Bella.
—Signomi?
Bella se alegró de haberse criado en un hogar bilingüe. Le venía muy bien ahora que se encontraba en la tierra de sus padres. La doncella le había dicho «¿perdón?», como sorprendida de que le hubiera hecho una pregunta personal.
—Pos s'lene? —inquirió en griego.
La joven esbozó una sonrisa que iluminó sus rasgos. De unos veinticinco o veintiséis años, era alta y bastante atractiva; el uniforme almidonado poco hacía para disimular sus sensuales curvas y sus largas y bien torneadas piernas. Y había algo casi… real, señorial en sus movimientos. Una elegancia que la misma Bella había estado practicando, y que en aquella doncella parecía perfectamente natural.
—Afrodita.
Por supuesto, tenía que llamarse así.
—Encantada de conocerte, Afrodita. Yo soy Bella
La mirada verde de la doncella parecía traspasarle el alma de una manera extraña; si no ofensiva, sí un tanto turbadora.
—¿Se encuentra bien Zaharoula? —quiso saber Bella, preguntándose dónde se habría metido la doncella que la había estado atendiendo desde que llegó. Parecía haberse desvanecido en el aire.
—Sí, está bien —señaló el vestido—. ¿Ha venido a Santorini por alguna ocasión especial?
—Sí, mañana me caso. Con Aro Vulturi.
—Enhorabuena. ¿Es el hombre que ama?
Bella se quedó extrañada. Por su experiencia familiar, sabía que los griegos eran muy francos y directos. Pero la anterior doncella había sido poco más de un fantasma cada vez que había entrado en la habitación. Aquélla, en cambio…
¿Eran imaginaciones suyas, o Afrodita se había quedado realmente mirando por un instante la cama donde había dormido? Bella se cerró las solapas de la bata.
—Sí. Mucho.
La doncella desapareció en el cuarto de baño.
Bella salió de nuevo a la terraza y tomó un croissant de la bandeja. De repente se sentía inquieta. Quería salir. Explorar minuciosamente aquella preciosa isla. Su madre, que alegaba padecer un caso grave de jet lag(2), había pedido que no la despertaran hasta las diez. En cuanto a su hermano, sólo Dios sabía lo que podía estar haciendo. Se apoyó en el marco de la puerta, preguntándose si los nativos se habrían acostumbrado ya a la belleza de aquellas vistas. Le costaba imaginar que alguien pudiera vivir en un escenario tan exquisito sin ser realmente consciente de ello. Intentó localizar el yate de Aro, pero no consiguió distinguirlo de los demás. Desvió la mirada hacia el telescopio de bronce que se levantaba en una esquina de la terraza.
De pronto, un movimiento en el agua llamó su atención. Protegiéndose los ojos del sol, vio a alguien nadar hacia un velero. Se acercó al telescopio y enfocó la figura.
Un hombre subía con agilidad por la escalerilla del barco. El agua chorreaba por sus bronceados músculos, le pegaba el pelo brillante a la cabeza; su bañador negro subrayaba su excelente forma física. Todo un adonis personificado.
Una vez en cubierta, se sacudió el agua antes de recoger una toalla blanca. Isabella continuaba contemplándolo, arrobada. Desde que llegó a aquella isla, cinco días atrás, se había encontrado con verdaderas bellezas: no sólo los griegos nativos, sino también los turistas.
Curiosamente, el hombre del velero parecía mirarla, contemplarla también a su vez. Bella no se había fijado en sus prismáticos hasta que fue demasiado tarde: en aquel momento la estaba enfocando directamente.
Bella sintió un nudo en la garganta al verse sorprendida. El hombre sonrió y la saludó con la mano. Casi se atragantó con el croissant (3) y retrocedió un paso, apartándose del telescopio. Intentó disimular, hacer como que no lo había estado mirando.
—¿Afrodita? —llamó.
—¿Sí, señorita Isabella? —inquirió la doncella, que salía del cuarto de baño con las toallas usadas.
—Dime, si quisiera conocer bien el ambiente de la isla… ¿qué lugar me recomendarías?
¿Eran imaginaciones suyas, o había distinguido un brillo de diversión en los ojos de la doncella?
—Ha ido usted a preguntar a la persona más adecuada, señorita…
Edward Cullen dejó caer la toalla sobre la cubierta de teca del velero y recogió los prismáticos de los que había estado haciendo un buen uso, contemplando los acantilados de la isla. Esa vez enfocó el reflejo metálico que había distinguido poco antes. Y de repente giró la botavara (4) a mayor velocidad de la necesaria, con lo que poco faltó para que Jasper cayera de cabeza al agua.
Su hermano mayor lo fulminó con la mirada. Edward le sonrió mientras aseguraba la botavara.
—Dime otra vez qué diablos estamos haciendo en Grecia.
Enfocó de nuevo la terraza de la villa, esperando ver a la mujer a la que había vislumbrado con los prismáticos, pero ya se había marchado. Llevándose su corta bata de seda rosa y sus largas y bien torneadas piernas con ella.
Su hermano pasó una página del documento encuadernado que estaba leyendo. Cuando Jasper no estaba leyendo un papel jurídico de cualquier tipo, era porque lo estaba redactando. De los dos chicos Cullen se decía que, en cuestión de inteligencia, era Jasper quien había heredado todos los genes. Y que la especialidad de Edward, por el contrario, era la belleza y el encanto.
Edward esbozó una mueca, indignado por aquel rumor.
¿No insinuaba acaso que Jasper era físicamente repulsivo? ¿Y que él no era más que un tarugo?
—Estamos aquí —le dijo Jasper en el mismo tono monótono que había utilizado para responder a las dos preguntas anteriores que le había hecho su hermano—, porque Aro Vulturi nos ha invitado.
—Ah, ya. El viejo millonario que se casará mañana, y con quien contamos para que nos ayude a devolver Earnest, en Washington, a su antigua gloria.
Volvió a sentir la mirada airada de Jasper. No había querido ser tan sarcástico, pero no había podido evitarlo. Le molestaba que su pueblo natal estuviera a merced de un hombre a quien sólo le interesaba el negocio, el dinero. Por supuesto, si los prohombres del pueblo hubieran demostrado un mínimo de sensibilidad durante los treinta últimos años, Earnest no tendría en aquel momento una tasa de paro del veinticinco por ciento de la población. Ahora era una ciudad fantasma con más negocios cerrados que abiertos, como la maderería Cullen, que había cerrado sus puertas cuatro años atrás.
Ése era precisamente el motivo que había llevado a los hermanos a intentar solucionar la situación fundando un nuevo y más sólido negocio en la zona. Un negocio con potencial ecológico. Una factoría que diseñara y produjera modernos paneles de energía solar y que no sólo cubriera los puestos de trabajo perdidos, sino que creara muchos más.
Edward habría preferido, sin embargo, haber contado con otras perspectivas de financiación al margen de Vulturi. El millonario llevaba cerca de ocho meses manteniéndolos en la cuerda floja. Todavía no les había dado garantía alguna de que deseaba comprometerse con el proyecto.
—¿Qué número de esposa hace ésta? —inquirió Edward.
—La tercera. ¿Y ahora me vas a dejar leer estos documentos en paz?
Edward se le acercó, le quitó los papeles y los dejó sobre la mesa del barco.
—Hermano, llevamos dos días en Grecia y ni una sola vez has levantado la mirada de los papeles para contemplar el paisaje.
Jasper se dignó por fin contemplar las islas que bordeaban la antigua caldera del volcán, inundada de agua, en la que estaban anclados.
—Ya está. Ya he mirado.
Edward alejó los documentos al ver que su hermano intentaba recuperarlos.
—¿No te conmueve este paisaje? Es la isla de nuestros antepasados. La tierra de Atlantis, del monte Olimpo, de Poseidón y de… —miró hacia los altos acantilados de la isla que caían en picado sobre el mar, donde se asomaban las villas como la que había estado contemplando con los prismáticos—… de Eros y Afrodita.
Jasper le arrebató por fin los documentos.
—Sí, creo que los he visto a todos tomando café en alguno de los establecimientos del pueblo —suspiró—. De hecho, esta mañana conocí a un tipo llamado Platón en una tienda del puerto .Escucha, Edward, esto no son unas vacaciones. Es un viaje de negocios. Si cerramos el trato mañana, todo un año de esfuerzos habrá dado finalmente sus frutos —esbozó una de sus raras sonrisas—. A partir de ese momento podremos empezar a disfrutar un poco.
—Pero entonces… ¿por qué hemos alquilado este velero? —quiso saber Edward. El barco tenía treinta pies de eslora y estaba perfectamente equipado. Contaba incluso con una tripulación de dos hombres.
—Únicamente para guardar las apariencias.
—Ya. Como sí Vulturi no supiera ya que nuestro negocio familiar, el mayor de todo el pueblo, quebró hace cuatro años.
Vio que su hermano fruncía el ceño ante un garabato escrito en los márgenes de la página vigésimo segunda del contrato. Edward se contuvo de explicarle lo que el abogado les había aconsejado: que quizá deberían pensar seriamente en corregir el párrafo relativo a la penalización en caso de bancarrota.
Por supuesto, él conocía hasta el último detalle de las conversaciones en marcha entre Cullen Limited y el emporio de Aro Vulturi. Aunque tampoco importaba demasiado. Jasper era más que capaz de ocuparse de ese tipo de cosas.
Así que disponía de tiempo suficiente para…
¿Para hacer qué, exactamente?
Le habría gustado que su prima Rosalie los hubiera acompañado: ella sí que habría sabido disfrutar del escenario. Era una lástima que Jasper no hubiera querido pagarle el viaje.
Desvió inconscientemente la mirada hacia la terraza de la villa, una vez más. De repente detectó un movimiento, y levantó los prismáticos para descubrir a una doncella recogiendo la mesa. La joven miró en su dirección, se irguió de pronto y sonrió. Edward entrecerró los ojos, preguntándose por la bella mujer que había visto antes. ¿Dónde se habría metido?
Bien habría podido ser un sueño, porque tenía la sensación de que nunca más volvería a verla. Lo cual era una verdadera lástima. Porque solamente el simple hecho de mirarla le había llenado la cabeza de ideas acerca de cómo aprovechar el tiempo en aquella isla…
—Me voy a tierra —anunció de pronto, sin darse cuenta de lo que iba a decir hasta que ya lo había dicho.
Distraído, Jasper apenas respondió a sus palabras con un gesto. Y Edward bajó al camarote a cambiarse, con paso curiosamente decidido…
