Eh, que se me olvidaba el disclaimer. Los personajes de Hetalia no me pertenecen, salvo el resto de la historia que nada tenga que ver con el anime o manga.
N. de A.
Hola a todos, aquí mi primera historia de Hetalia con mi pareja favorita: ¡España y Romano! De momento los he llamado así por que no estoy acostumbrada a llamarlos por sus nombres humanos, además de que Romano me gusta mucho más que Lovino, pero puede que cambie de idea a lo largo de la historia. Me resulta muy raro llamar a Antonio España en vez de Supein XD.
Bueno, no os distraigo más, aquí el primer capitulo muy cortito, ¡espero que os guste!
España, Andalucía.
España se secó la frente sudorosa y miró con orgullo la colección de armas que guardaba en su finca. Se había pasado todo el día limpiando las espadas y hachas que colgaban de las paredes y, tras horas de ardua tarea, por fin veía el fruto de su trabajo.
Sus ojos verdes brillaron al posarse en una de las espadas que tenía en frente. Era larga y de un solo filo. Con ella no había luchado en batallas importantes, pero aún así era un objeto muy preciado para él. Blandiéndola, se había presentado ante Turquía para evitar que secuestrase al pequeño Romano.
—Como pasa el tiempo –murmuró sin apenas darse cuenta.
Unos golpes en la puerta lo sacaron de sus pensamientos.
—Señor, ¡señor!
Veloz, España se dirigió a la puerta y la abrió. Uno de los empleados de su finca apareció atemorizado en el umbral.
—¡Señor, tenemos un problema en el campo!
—¿Qué ocurre? –preguntó España algo nervioso.
—¡Un hombre ha entrado en al finca y nos está robando los tomates!
—¡¿Qué, los tomates?!
Sin pensárselo dos veces, España cogió una larga espada de una pared y salió corriendo por los pasillos.
—¿Se ha ido el ladrón? –preguntó a su empleado, que lo seguía detrás.
—¡No, sigue allí fuera!
España llegó al vestíbulo de la casa y de una patada abrió la puerta de roble de la entrada. Salió a los huertos y se encontró con todos los trabajadores arrinconados en un extremo del campo.
—¿Dónde está? –preguntó.
—¡Allí!
Entrecerrando los ojos, España distinguió una silueta en medio de las tomateras.
¿Cómo diablos se atreve a tocar mis tomates?, pensó furioso mientras iba con paso decidido hacía el ladrón.
—¡Cuidado señor, lleva una pistola!
¿Una pistola? Con razón los trabajadores estaban tan asustados. Aún así, siguió caminando hacía el ladrón. No había conquistado casi toda America y derrotado a la Francia de Napoleón para asustarse ahora por un simple ratero que quería robarle los tomates.
Cuando apenas estaba a unos metros del ladrón, que estaba semioculto tras las plantas, alzó la espada y le habló con voz clara y grave.
—¡Eh tú, como te atreves a tocar mis tomates! Es el tesoro más preciado de España, así que te aconsejo que huyas cuanto antes. Los que ya hayas cogido te los puedes quedar. No soy tan malo como para negar a alguien unos magníficos tomates españoles así que…
—Oh, ya está aquí el idiota…
—Pero qué…
—¿Ya te has quedado a gusto después de soltar esa parrafada, idiota?
Romano se irguió de entre las tomateras con un puñado de tomates en un brazo y uno mordisqueado en la otra mano.
—¡¿Romano, qué haces aquí?!
—Pasaba por aquí y me apeteció comer algo, ¿acaso pasa algo malo?
—Eh, no, claro que no, pero…¡Has amenazado a mis empleados con una pistola, eso es ir demasiado lejos!
Romano se comió el resto de tomate que tenía en la mano y se sacó de debajo de la camisa una pistola negra. Con una sonrisa macabra en los labios apuntó a España y sin esperar a que este hablara apretó el gatillo.
—¡Romano!
—¿Qué pasa ahora idiota?
—¡Deja de jugar con esa maldita pistola de agua!
—Así que te piensas quedar aquí unos días –dijo España mientras se secaba la cara con una toalla.
—Exacto, me aburría en mi país y decidí venir aquí.
Demasiado precipitado todo, pensó España, aunque no lo expresó en voz alta.
—¿Te aburrías en Italia?
—Sí, me aburría en Italia –repitió Romano de mala gana—. Aunque creo que aquí me va a pasar lo mismo.
—Bueno, estás en el reino del sol, seguro que encontrarás aquí multitud de cosas que te van a encantar –respondió España totalmente feliz ante la idea de que Romano se quedara unos días en su casa.
—Ya veremos. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Pues pensaba arar un poco el campo ahora por que me he pasado todo el día limpiando y…
—¡Ay, como me duele el brazo! –dijo Romano quejumbrosamente—. Esto es por el viaje que me he pegado. Creo que no voy a poder ayudarte, mejor me encargo de vigilar la casa mientras estoy dentro.
—Claro que sí –dijo España intentando contener su enfado—. Aunque ya que te quedas en casa puedes preparar la cena mientras estoy fuera trabajando.
—¿La cena? –preguntó de malos modos Romano, aunque al ver la expresión en la cara de su amigo cambió su tono de voz—. ¿La cena? Va bene, va bene. Déjame la comida a mí.
Mientras hundía la azada y removía la tierra, España no dejó de pensar en la visita de Romano a su país. No era raro que se vieran de vez en cuando y se quedaran un tiempo a dormir en casa del otro, pero esta vez España notaba algo raro en el carácter de su amigo. Se había mostrado más arisco de lo habitual cuando le preguntó los motivos de su visita y apenas quería hablar nada de su casa ni de su país. No era extraño que Romano se mostrará casi siempre malhumorado, pero habían pasado mucho tiempo juntos y España sabía identificar cuando su amigo estaba preocupado. Algo raro pasaba y Romano no quería confesárselo.
Bueno, quizás necesite tomarse un tiempo para ponerse las ideas en orden, pensó España mientras descansaba un rato del trabajo. Una de las campanas de la finca sonó y avisó a los trabajadores de que ya eran las nueve.
Ah, ¿que importa los motivos de la visita? Lo que de verdad importa es que Romano está aquí.
Totalmente feliz, España corrió por los pasillos de la casa hasta llegar a la cocina. Un olor familiar se filtraba por la rendija de la puerta.
—¡Ya estoy aquí Romano! –dijo al entrar.
—¿No has podido llegar antes? He puesto yo solo toda la mesa.
—Pero todo esto es…
—¿Qué pasa, no te gusta?
España se sentó a la mesa junto a Romano y observó la comida sin saber muy bien que cara poner. No es que le repugnase aquella comida pero Romano debía de controlarse un poco la adicción al fruto rojo de su tierra. De entrante había ensalada de tomate y lechuga, el plato fuerte era pasta con salsa de tomate e incluso el postre…el postre también tenía tomarte…
—¿Sabes Romano? En España también tenemos otros ingredientes que saben estupendamente –dijo en voz baja mientras asimilaba su cena.
—Ya, pero no hay nada mejor que el tomate. Boun appetito España!
—Ya…
España cogió un tenedor y pinchó un trozo de tomate de su plato. Quizás esos días no iban a ser tan magníficos como había imaginado.
