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APNEA.
"Solo tener la mitad, ser la sombra entre las tinieblas de algo sin nombre que trataba justificarse como amor. Casi sin respirar, con los pulmones quemándole, soportando la presión. Hay mil razones por las que le dejo, aunque no lo recuerde."
Prólogo.
17 de julio, 2010.
Mañana será otro día en que no seré.
Veo su silueta a lo lejos.
El día en que no me encontraré.
El humo me asfixia y nubla mi visión.
La vida me dejará.
Pero sé que es él.
Indolentemente, me juzgará.
El miedo crece dentro de mi pecho.
Sé que ha llegado el fin.
No hay escapatoria.
Siento como escurre el carmín.
El dolor de mis huesos y de todo mi ser, es lo único que me recuerda que sigo viva. Y que mi único arrepentimiento es no poder haberle amado más.
Adiós, vida infeliz.
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Siete años después, después de "aquel" día.
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Hoy era el gran día.
Hoy volvía a casa.
El reloj en su muñeca marcaba cuarto para las seis cuando arribó en la acera el vehículo que la conduciría al aeropuerto. Con decisión, tomó su maleta con las pocas pertenencias que no habían sido enviadas a Francia, aún. En un momento de flaqueza, antes de abrir la puerta y no volver jamás, contempló lo que había sido su pequeño departamento de universitaria.
Podía recordar los rincones en donde se la había pasado por casi más de cinco años quemándose las pestañas entre los libros de su ciencia básica, y también la lengua por las mañanas, gracias al café bien cargado de receta familiar que solía prepararse para mantenerse despierta durante el resto del día. Aún sentía el dolor de los dedos, había tomado tantos apuntes y dado tantos repasos durante todo este tiempo que aún podía sentir aquellas interminables tardes en el suelo, aún tenía la sensación de su mano deslizarse por el papel, página tras página.
A pesar de haber estado tanto tiempo en ese pequeño departamento… a pesar de todos los recuerdos que había creado, a pesar de haber sido su refugio en los incontables días nublados de Londres y de la sociedad misma… No era su hogar.
Pero hoy podía rozar la libertad. Al final, sin ataduras a días de exámenes, al fin dueña y señora de su tiempo. Se sentía dueña de sí. El gran sacrilegio había llegado a su fin, y se podía jactar que todos los sacrificios y todos los sentimientos de desfallecimiento de estos últimos años habían valido la pena. Cada maldito segundo que había transcurrido desde su llegada.
Desde que llegó a la Facultad de Ciencias, con el propósito firme y certero de estudiar la carrera de Ing. Químico, bajo el acojo de una beca, parecía que su vida siempre estuvo escrita y resuelta por la divina providencia. Todo pareció tan fácil desde el momento en que comenzó a desempacar sus pertenencias para hacer suyo aquel refugio, localizado tan solo a unas cuantas cuadras del Campus, pero negada totalmente a tener contacto humano más allá de lo que se permitía para vivir en él. Incluso durante la época de los exámenes, con el estrés de mantener la racha de sobresalientes a nivel superior, con la presión de los profesores, de sus padres y hasta de la empresa que financiaba sus estudios… incluso así, se sintió la más afortunada.
Desde su infancia, los profesores describían a los jóvenes inteligentes como seres brillantes que tenían un propósito en esta vida, como si fuese un don que solo a ellos, ya nadie más que a ellos, se le fue brindado para manejar y gozar la vida a su antojo; por lo tanto, los jóvenes inteligentes se distinguían de los demás, siempre, por tener su rumbo bien definido, saber perfectamente a dónde llegarán, sin titubear un momento, sin apartar nunca el dedo del renglón sin antes haber luchado en cuerpo y alma para conseguirlo.
Los profesores la consideraban perteneciente a esa raza de jóvenes brillantes, confiando plenamente en sus capacidades y con la poca esperanza de un reconocimiento a futuro. Aunque ella más bien se sentía como una niña bruta e impulsiva, pero nadie se tomaba la molestia de revisar su tan trastornada cabecita y ella tampoco hacia nada por dar luces de pensar lo contrario.
Todo en su vida parecía perfecto, como si nunca hubiese habido ningún obstáculo para ella.
Pero durante gran parte de su adolescencia ella se la pasaba compareciente en su habitación, a la deriva de su vida, sin ánimos de comer o levantarse. Llegó el punto en donde es que no desease hacer algo con su vida, simplemente no tenía fuerzas, emocionales y físicas, para buscar el coraje suficiente para levantarse y continuar con sus metas. Padeció depresión, depresión mayor, y poco después los indicios de tener trastorno bipolar.
Diagnosticada y tratada por el médico de cabecera; con la leve sospecha que se había sacado el título de psiquiatra de la manga. Hasta que los estragos del tiempo le obligaron a empezar un tratamiento. Tratamiento que la ayudo a sentirse aún más como una enferma senil, a la orilla entre la vida y la muerte estando totalmente sana mentalmente. Pero ese pequeño tropiezo de su salud la ayudó a renunciar la consideración de la carrera de Medicina como una opción al sentir como su poca energía se iba consumiendo entre su padecimiento y la medicación. Juraba, y se cagaba, en Dios que Leigh era un inútil, porque un médico cuyo juramento, creía haber entendido, constaba en estar al servicio de la salud no parecía tener consideración con sus dolencias mentales al no poder aliviar sus faltas de… ¿de la vida misma, tal vez?
En cualquier caso, las atenuaba con aquellos medicamentos nauseabundos y aquellas citas perdidas en donde ella tenía la sospecha de estar siendo vigilada con la alerta de una posible esquizofrenia.
Pero aun así, se mantuvo tan firme y tan ella tanto como se lo permitió su propia mente y sus sentimientos. Pero en el fondo, todo gritaba una desgarradora y aburrida monotonía: vivía una vida normal en París, hasta que por sugerencia del médico se mudaron a Marseille para la comodidad del tratamiento; sintiéndose como una joven idealista pero racional, casi siempre con faltas de ganas de vivir y constantes ataques de ansiedad.
A pesar de ello, siempre intentaba manejar con todo el optimismo y alegría que le fuese posible en su condición a cualquier situación de la vida.
Hasta que llegó él.
O bueno, ella legó a él.
Tras mudarse a Marseille, y trasladarse al Instituto Sweet Amoris, le conoció: atractivo, altivo… fuerte. Y las pocas oraciones o argumentos inteligentes, o por lo menos medianamente racionales, que salían de su boca eran muy recompensados por sus músculos bien definidos y su mirada mordaz pero seductora. Sin omitir que a pesar de su pinta de rebelde incomprendido, tenía una maravillosa habilidad con la guitarra.
Ella cayó rendida ante él y sus simples encantos.
Aprendió a quererlo. A él y a sus defectos y virtudes, con más defectos de por medio, pero lo hizo sin importarle cuán ciega estaba siendo. Aprendió a soportar al joven inmaduro y atolondrado que se colaba en su habitación cada sábado a medianoche para verla, al joven que le incitó a escaparse de casa para asistir a un concierto suyo, al joven que le llevó mil y una rosas y estableció una buena relación con su familia…
Aprendió a quererlo, aún sin quererse a sí misma.
Pero jamás sopesó cuán riesgoso era enamorarse sin amarse a sí mismo.
Y así, se embarcó en una relación de poco más de dos años. Semejante a una montaña rusa, con más caídas libres que altos. Soportó el dolor de no sentirse correspondida, se conformó con las migajas de amor que él le otorgaba, pero obligándose a creerse feliz y saciada, cayendo en su propia mentira para creerse completa al fin.
Hasta que sin darse cuenta, se vio en la penosa necesidad de no solo soportar el hecho de no ser querida, sino también las humillaciones y burlas que el pelinegro constantemente profanaba hacia ella. Soportó arranques de ira y episodios de celos sin razón.
Aprendió también a no respirar cuando el dolor agonizante aparecía. En esos momentos cuando los estragos de su enfermedad le cobraban factura atenuando las heridas que él le dejaba, casi aniquilándola, destrozándola sin piedad, porque cada vez las medicinas ya resultaban inútiles, porque cada vez resentía más el maltrato psicológico. Aprendió a soportar la presión, a sentir el dolor como descender a doscientos metros bajo el nivel del mar, a sentirlo como si tus pulmones quemasen y tu cuerpo fuese inerte a las sensaciones: como si fuese apnea.
Aprendió a justificarlo: "tal vez él nunca se dio cuenta que estaba siendo cruel, tal vez nunca se percató de cuánto calaban sus palabras en mí".
Soportó todo eso y más, porque se creía a la deriva sin él, porque juraba que todo su vida se había reducido a él… porque no era más que una tonta e ilusa enamorada que no podía permitirse amarse a sí misma gracias a su propia mente.
Hasta que ocurrió.
Recordaba vagamente la sangre escurriendo entre sus piernas, el dolor punzante de su cabeza y la sensación constante de estar entre un punto irreversible: a la orilla de la muerte, hasta que todo se volvió oscuro y despertó en la habitación de un hospital.
Ese día fue en que sus padres tomaron cartas legales del asunto, aún sin saber lo que realmente había ocurrido, con el único propósito de salvarla de una tragedia mayor.
Ese día quedó borrado de su memoria. Ese y muchos más a lado de él se volvieron borrosos e inciertos, retazos sin sentido, una voz que se oía como cientos de voces irreconocibles. Pero podía recordar que nadie podía hacerla sentir como un objeto; ella era un ser vivo, que sentía y latía con fuerza, era Lynnette Darcy. Y nunca iba a permitir que nadie la hiciera sentir menos que nada.
Ni si quiera Castiel Docete.
Aunque ella no lo recordara.
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Vaya que es algo nuevo para mí publicar una historia en esta plataforma, cuando siempre soy una "lectora fantasma", pero en fin, siempre hay una primera vez. Espero sea de su agrado.
