Disclaimer: Los personajes de Ángeles y demonios no me pertenecen, únicamente los personajes originales incluidos en esta historia lo hace. Este fic sólo tiene el propósito de entretener, no pretende fines de lucro ni hay violación intencionada del copyright. Este disclaimer es válido para el resto de capítulos.
NdA: Este fan-fiction es una secuela de mi anterior fic de Ángeles y demonios, "Hopelessly devoted to you". Si por alguna casualidad habéis llegado a este fan-fiction sin haber leído el anterior, os recomiendo encarecidamente que lo hagáis: comprenderéis mucho mejor éste. Una última advertencia. A pesar de que en "El símbolo perdido" aparece un personaje llamado Zachary, el personaje sobre el que vais a leer no tiene NADA que ver con Zachary Solomon.
A los que leyeron mi anterior fic, es un verdadero placer veros por aquí =). Espero que os guste éste *cruza los dedos*
No se aclaraba con las notas. Todos los días apuntaba cuidadosamente los gastos de la tienda en una libreta, cuyas hojas estaban más que gastadas de tanto ser revisadas, con un bolígrafo de tinta negra; pero últimamente no lograba explicarse algunas de las cuentas que aparecían en dicho cuaderno.
En un gesto de frustración, dejó caer con enfado el bolígrafo sobre la libreta y cerró los ojos, pasándose la punta de los dedos por los párpados de forma cansada. Cuando los abrió, dirigió su mirada a un reloj de pared que había sobre una de las estanterías de la estancia, uno que le habían regalado unos proveedores como promoción de su empresa hace bastante tiempo. Marcaba las cuatro y media de la tarde, ni un minuto menos, ni un minuto más. Su mujer iba a asesinarle… Se supone que debía haber ido a casa a la hora de comer, pero se había puesto a repasar los gastos del mes y se le había el santo al cielo.
Aún sentado en una vieja silla de oficina tras el mostrador de la ferretería, miró a su alrededor, observando con cuidado todas las herramientas que allí había, conocía muy bien el nombre y la utilidad de todas ellas; todos los tornillos, sabía muy bien para qué aparato servían cada uno, podría decirlo hasta con los ojos cerrados; todas las cerraduras y tuberías, colocadas cuidadosamente en el estante que les correspondía… Cuando tenía apenas veinte años, ¿pensaba que su vida iba a ser así? ¿Que iba a dedicarse a ser el manitas del pueblo? No, probablemente no… Zachary dudaba que ése fuera el sueño de ningún niño en el mundo.
Haciendo un pequeño esfuerzo, debido al dolor de espalda que sufría desde hacía un tiempo, se incorporó del asiento y se dirigió al perchero que había tras él para recoger sus cosas, cerrar la tienda y marcharse por fin a su casa, donde más que probablemente estaría esperándole su esposa en pie de guerra por haberle dado plantón sin avisar siquiera, y podía dar gracias a Dios de que no se le ocurriera pensar que mantenía algún tipo de aventura, cosa que no hacía…
Al ponerse el abrigo, notó el peso del teléfono móvil en el bolsillo, pero no lo tomó porque sabía lo que iba a encontrar si lo hacía: quince, quizá veinte mensajes en el contestador de Lizzie y ya le diría que se había liado un poco con las cuentas cuando llegara a casa. Al principio siempre se enfadaba mucho, pero siempre acababa pasándosele, más cuando la impuntualidad de Zachary se convirtió en uno de sus peores hábitos. Se miró brevemente en el espejo para eliminar posibles manchas que pudieran convertirse en un motivo más por el que su mujer pudiera asesinarle. Aunque había tenido tiempo de sobra para acostumbrarse, seguía sorprendiéndose levemente cada vez que se miraba al espejo: podía reconocer sus rasgos, pero quedaba muy poco del joven que había sido. No sabía si se trataba del fruto de los largos años de trabajo duro o de los recién estrenados cincuenta, pero en cualquier caso no le estaban tratando bien.
Se estaba quedando calvo, ya sólo le quedaba cabello entre rubio y canoso en la parte posterior de la cabeza, sus ojos estaban adquiriendo ese brillo de la experiencia de vida que tanto caracterizaba a las personas que ya tenían cierta edad, por no hablar de las arrugas que surcaban su rostro... La gente no solía acertar con la edad que realmente tenía, siempre acababan echándole por lo menos diez años más de los que en realidad tenía. Realmente odiaba hacerse viejo.
Finalmente, echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que todo estaba en su lugar y avanzó a grandes zancadas a través del pequeño local hasta alcanzar la puerta y salir por ella al mundo exterior. Nada más cerrar la puerta tras de sí, el sol le dio de pleno en el rostro, haciendo que tuviera que entrecerrar los ojos mientras bajaba la reja de la tienda y cerrarla de una vez hasta el día siguiente. Cuando finalmente echó el cierre, se sintió liberado, de repente todo parecía ser considerablemente menos estresante que en el habitáculo en el que se encontraba anteriormente. Aspiró con cuidado el suave aire de otoño que inundaba el pueblo desde hacía unas semanas y contuvo una leve sonrisa.
La vida era algo más que trabajo, eso era algo que siempre había tenido más que claro: debía trabajar para vivir, y no lo contrario. Su familia y el precioso lugar donde vivían seguían ocupando el número en su lista de prioridades, y cuando esas dos cosas se unían en una… Aquello era casi como el cielo para él. Saliendo de sus ensoñaciones, miró el reloj de pulsera: las cinco menos diez. Debía marcharse ya.
Hogganfield no era un lugar muy grande, así que no tenías que caminar mucho para encontrar lo que hacía ese distrito tan hermoso. Calles con hileras de viviendas unifamiliares con su respectivo jardín cada una y una plaza donde se reunían todos los comercios del lugar, y de donde precisamente ahora salía, componían casi el total de la zona urbana de Hogganfield. Y luego estaba el lago… Ah, el lago… En estas ensoñaciones se hallaba cuando vio venir a la señora Higgins, y no había posibilidad de hacer como que no la había visto. Bien.
- ¡Oh, Zachary! Ahora mismo iba a tu tienda a verte - exclamó la señora Higgins cuando llegó al encuentro del ferretero. Esa señora era probablemente, una de las más longevas que había en el lugar, Zachary casi podría jurar que compró su casi centenaria vivienda cuando apenas era un solar. Era entrañable y simpática sí, pero también hablaba muchísimo, por eso no tenías la mejor suerte del mundo cuando te la tropezabas con prisa por llegar a alguna parte. Como era su caso en ese momento.
- Acabo de cerrar, Agnes - dijo él, con toda la amabilidad del mundo, al ver la cara de decepción que no había podido ocultar la señora: en el fondo le daba pena que hubiera salido justo después de comer un sábado de otoño sólo para ir a su tienda - Pero si es muy urgente, puede decirme lo que necesita y se lo acerco más tarde a su casa…
La expresión de la anciana cambió por completo de una desilusión palpable a un agradecimiento más notorio aún, gesto que hizo que el manitas esbozara la primera sonrisa del día.
- ¡Qué bien! - exclamó la señora Higgins alegremente - Se lo agradezco mucho, cuando venga a mi casa tendrá preparada una estupenda tarta de cerezas…
Las tartas de cerezas de Agnes Higgins eran ya casi como un icono en Hogganfield: no había vecino que no hubiera recibido al menos en una ocasión uno de estos deliciosos postres, incluso también la tuvieron una pareja que sólo vivió en el pueblo durante dos semanas, y por no hablar de su propia casa… Zachary muchas veces se preguntaba cómo sus hijos no pesaban más de cien kilos gracias a esas tartas de cerezas, incluso ahora su nieto también las adoraba.
- No hace falta que se moleste, de verdad… - dijo el ferretero, aún sabiendo que nada evitaría que al llegar a casa de la señora tuviera una flamante tarta encima de la mesa - ¿Qué ha ocurrido en su casa?
Gracias a Dios, las tartas parecieron desaparecer de la mente de la anciana de una forma instantánea, a juzgar por la cara de disgusto que había puesto la señora Higgins de repente.
- El cuarto de baño de nuevo, no sé qué le pasa… ¿Cree que debería cambiar la instalación? - inquirió la anciana.
El ferretero se pasó los dedos por los párpados de forma cansada, en cuanto había oído de la habitación que se trataba ya había adivinado qué hacía que las cosas no fueran como tenían que ir. Hacía unas dos semanas que los hijos y los nietos de la señora Higgins estaban en Hogganfield, mucho había aguantado la instalación… Aún seguía sin entender cómo era posible que la anciana siguiera atrancando de esa manera las tuberías del cuarto de baño, y mira que le había dicho muchas veces que no dejara que sus nietos tiraran canicas por el inodoro: pues nada, los cinco nietos de la anciana parecían seguir con sus cosas de niños y la mujer se veía demasiado ocupada como para darse cuenta de ello.
- No, no creo que deba cambiar nada, al menos eso espero… - dijo finalmente él - Pero no vuelva a dejar que sus nietos entren con canicas a la casa, y mucho menos que se bañen con ellas…
La señora se llevó la mano a la frente, en una evidente muestra de disgusto. Negó con la cabeza y murmuró:
- Esos niños se van a enterar de lo que vale una zapatilla cuando llegue a casa…
De ancianita adorable a abuela de armas tomar, la señora Higgins estaba llena de sorpresas.
- Son niños, se aburren… Deberían llevarlos al lago más a menudo - dijo Zachary, intentando disuadir a la viuda de darle una paliza de muerte a golpe de zapatilla a sus nietos, aunque la idea del lago, ahora que lo había dicho, tampoco le parecía una idea excelente: con lo inquietos que eran esos niños lo más probable es que, antes de que se diera cuenta la señora Higgins, uno de ellos apareciera flotando bocabajo con los patos. - Y dígale a sus hijos que le echen una mano con ellos…
- Ya me ayudan mucho con las tareas de la casa, déjeme mis nietos a mí - hizo saber la anciana - Bien… ¿Cuándo cree que podrá pasarse por mi casa?
Lo malo de vivir en un sitio tan pequeño era que todos se conocían de sobra, y todos se tenían demasiada confianza. Por eso, el hecho de que hubiera cerrado la tienda hasta el lunes siguiente no significaba que se hubiera liberado del trabajo.
- Puede que sobre las ocho o algo así de esta tarde, no creo que tenga que recoger mucho material de la tienda… - dijo finalmente él.
- Perfecto, muchas gracias, a esa hora le espero… - contestó la anciana de muy buen humor - ¿Cómo se encuentra su familia?
- Todos están bien, gracias, a estas horas estarán preguntándose dónde demonios estoy… - contestó a su vez Zachary.
La mirada de compasión que le sostuvo la anciana creó una situación, cuanto menos, incómoda. Hace unos pocos años su familia pasó unos momentos muy difíciles, las pocas veces que salía a la calle no podía dar un paso sin que todo el mundo le dirigiera esa clase de mirada… Y ahora la señora Higgins le estaba recordando una sensación que nunca se había ido, pero con la que estaba empezando a aprender a vivir… O sobrevivir, como fuera. Cuando Zachary empezaba a sentir el familiar nudo en la garganta y los ojos más vidriosos de la cuenta, la señora Higgins chasqueó la lengua:
- En fin, la vida… Dé recuerdos a su familia de mi parte… - dijo la señora Higgins en apenas un susurro, girándose y volviendo por donde había venido: seguramente sólo había salido de casa para acudir a su tienda.
- Descuide… - murmuró el ferretero, quien tragó saliva levemente y dirigió la aguada mirada al lago que había mencionado hacía tan poco tiempo.
El parque Hogganfield era el principal (por no decir único) atractivo turístico que poseía el pueblo en que vivía. Era extensísimo, natural, siempre tan lleno de verde… Tenía un gran santuario de pájaros, dado la gran cantidad de aves que eran vistas allí en la época de migración en invierno, también contaba con diversas mesas para hacer picnic sobre el siempre verde césped del lugar. Por no hablar del lago… El lago del parque Hogganfield parecía un pequeño mar en medio de la nada, por esa razón el parque era considerablemente más grande que el pueblo en sí. Las orillas del lago eran arenosas, por lo que daban una leve sensación de playa en verano, y el agua era tan limpia y brillante cuando el sol se reflejaba en sus aguas...
Podía decirse que la vida de los habitantes de Hogganfield giraba, al menos en parte, alrededor del lago. Él había llevado en incontables ocasiones a su familia de picnic a ese lugar tan lleno de naturaleza, a pescar o darse un baño con los niños en verano. Y fue en el lago Hogganfield donde empezó su vida con mayúsculas… Ahora que lo recordaba le parecía mentira que hubiera pasado tanto tiempo y que hubieran pasado por tanto. El día diez de noviembre de 1976 conoció allí a Elizabeth Northrop, estudiante de Filología Inglesa y, desde hace varios años, su Lizzie.
Ahora que miraba el lago aún le parecía verla allí: con sus dieciocho años de entonces, sentada charlando animadamente con sus amigas en el césped, mirando con sus ojos azules el cielo del atardecer, haciendo que sus rizos castaños cayeran por su espalda… En ese momento, de una manera u otra, supo que ella era su destino. Dios, no podía ser de otra forma… Podría haber ido en ese mismo momento y haberle dicho que la quería, antes incluso de saber su nombre. En fin, cosas que sólo se les ocurre hacer a los adolescentes con las hormonas a flor de piel pero que, en su caso, había funcionado.
Saliendo de sus ensoñaciones y apartando la vista finalmente del parque, Zachary miró una vez más su reloj de pulsera: iba a hacer casi cuarenta minutos que había salido de su tienda, y apenas estaba unos pasos lejos de ella. Sería mejor que se diera prisa o su destino realmente le liquidaría.
Prosiguió su marcha, esta vez sin echarle ni una sola mirada al parque que tanto cautivaba a los turistas que ya divisaba por la zona, inconfundibles con esos sombreritos de verano en pleno otoño, la cámara de dos kilos echada al cuello, pantalones cortos y unos calcetines blancos que llegaban hasta la rodilla. Cualquiera que los viera pensaría que iban a cazar un oso en vez de a dar un paseo por uno de los parques más tranquilos y apacibles del mundo.
Finalmente, tras unos quince minutos de marcha a través de las calles prácticamente desiertas del lugar, llegó a las puertas del jardín de su casa: era como todas las demás de la zona, uniforme en cuanto a su construcción y pintura, pero era su hogar, y lo reconocería entre mil casas iguales. La suya fue la primera de una series de urbanizaciones que nunca llegaron a construirse debido a la quiebra de la empresa en los años noventa. Así que esas veintitantas casas unifamiliares de dos plantas que rodeaban el parque Hogganfield eran las únicas que componían ese diminuto distrito a cinco millas de Glasgow. Las inmobiliarias se las rifaban, pero Zachary sabía que no cambiaría su hogar por ningún otro, ni tampoco se iría de Hogganfield, el lugar donde había nacido y crecido, él y sus hijos…
Conservaba tantos recuerdos de sus padres caminando juntos en el parque central o yendo a una pastelería del centro del distrito, cerca de donde él tenía ahora instalada la ferretería. Además, el centro de Glasgow podría tener todos los lujos y comodidades que la nueva generación pudiera desear, pero nunca se equipararían en lo más mínimo a su tierra natal: a sus amaneceres reflejados en las cristalinas aguas del lago, sus campos siempre verdes, sus silencios por la noche o la felicidad de una vida sencilla. Veía en ellos un orden, un equilibrio natural que le hacían sentirse parte del entorno del bello paraje en que vivía. No, esas cosas no se compraban con dinero, lo tenía muy claro: Hogganfield siempre había sido su hogar, lo sería hasta el final de sus días.
Atravesó el jardín que precedía a la vivienda, cerrando la verja negra tras de sí. Miró a su alrededor, observando con atención todas las flores que Lizzie y sus hijos habían ido plantando en el jardín. Aunque su esposa era la más aficionada a la jardinería que ninguno de sus dos hijos, se fijó en un jazminero que había plantado su hijo mayor. Había situado dos largas cañas a los lados para que la planta tuviera donde irse enredando conforme fuera creciendo y desarrollándose: él siempre había tenido iniciativa para esas cosas. Se fijó en que no estaría de más añadir un par de varas más, ya que la enredadera y sus flores blancas se habían apoderado totalmente de las dos cañas iniciales, y se encontraban prácticamente haciendo malabares para sostenerse en las mismas. Se pondría manos a la obra mañana, le entristecería mucho que esa planta se muriese.
Había también un árbol solitario en medio del jardín familiar, del cual pendía un viejo neumático en que sus hijos solían columpiarse cuando eran niños. Pero para Zachary era el recuerdo permanente de que nunca llegó a construirles esa casa en el árbol que durante un tiempo sus hijos tanto le pidieron.
Finalmente llegó a la puerta de su vivienda y la abrió, cruzando el umbral con cuidado al no oír actividad dentro de la casa, de hecho estaba mucho más silenciosa de lo que había imaginado: sólo la voz de la presentadora de los informativos de la televisión rompía el silencio que habitaba en la casa. Cerró la puerta tras de sí y echó un vistazo a su alrededor: la primera planta se componía casi en su totalidad del mismo salón en que ahora se encontraba. Era lo bastante grande como para que pudieran sentarse en el sofá o sillones a ver la tele, o a la mesa de comedor que había justo detrás para comer allí. También había una chimenea, pero sólo la usaban en invierno, así que durante el resto del año, su protagonismo era robado por la televisión que habían colocado justo enfrente de la misma.
Se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero, asomándose levemente a la cocina: todo estaba inmaculado, el sol que entraba por la ventana de la misma hacía que los platos tuvieran un brillo digno de un anuncio de lavavajillas; normalmente cuando llegaba tarde a comer no se le hacía tan tarde cómo para que hubieran fregado ya los platos… Pero estaba visto que esa vez había tardado en llegar mucho más de lo que le hubiera gustado y mucho más de lo que admitiría Lizzie por un retraso común.
En cuanto su nombre llegó a su mente, la vio. Estaba sentada en el sofá que había tras la mesa de comedor y entre dos sillones del mismo tono beige. En su regazo dormía el nieto de ambos, ella misma dormitaba pero con un sueño aparentemente bastante más ligero que el del pequeño. Zachary se acercó con cuidado y se acuclilló al lado del sofá donde se encontraba Lizzie, quien pareció darse percatarse del movimiento y abrió esos ojos azules que tanto la caracterizaban. Tras unos momentos de sorpresa y alivio, la expresión de ella se endureció:
- ¿Se puede saber dónde has estado? - le reprochó Lizzie irguiendo la cabeza para ver mejor el rostro de su marido.
Al contrario que él, Lizzie sí aparentaba la edad exacta que tenía. Su cabello castaño claro conservaba esa tonalidad, aunque nada había impedido que perdiera brillo y empezaran a aparecer las primeras canas. Con las arrugas justas y esos ojos claros, su esposa llevaba lo que se llamaban "unos cincuenta bien llevados".
- En la tienda, se me ha ido el santo al cielo con las cuentas… - se disculpó él en un tono no demasiado creíble.
Ella le sostuvo la mirada, observándole de forma interrogante: sabía que, aunque fuese verdad, hacía mucho que no le creía; y la verdad es que no la culpaba: últimamente procuraba quedarse en la tienda mucho más tiempo del necesario, necesitaba pasar horas fuera de casa. Seguramente Lizzie ya estaría analizando en su mente a todas las mujeres de Hogganfield que podían estar teniendo algo con su marido, y eso provocó que frunciera el ceño con una clara expresión de disgusto en el rostro:
- Te hemos guardado las sobras… Están en el horno para que no se enfríen… - dijo Lizzie volviendo otra vez su mirada hacia la pantalla de televisión.
Zachary asintió y dirigió su mirada hacia su nieto, que dormía en el regazo de su abuela. En septiembre había cumplido dos años, era rubio - pero empezaba a temer que con el tiempo su cabello se volviera castaño - y nunca sabía decir de qué color tenía los ojos, ya que debido a un capricho de la naturaleza el pequeño tenía cada iris de un color distinto. Era como todos los niños a su corta edad, la alegría de la casa, (excepto si se trataba de alguno de los salvajes nietos de la señora Higgins) pero también podía ser un verdadero incordio cuando le ponías un balón en sus manos. De hecho, ya había sufrido varias bajas de jarrones y cristales de ventana en esos dos cortos años de vida. Estaba dormido, ¿cómo era posible? Era muy difícil conseguir que un niño tan activo se durmiera, era algo que de momento sólo lograban hacer las mujeres de la casa. Eso le hizo darse cuenta de algo… Su hija no estaba allí.
Miró a su alrededor con aire confundido y luego se volvió hacia su esposa:
- ¿Dónde está Claire?
- Ha ido a Riddrie Park… - contestó su mujer sin apartar la mirada de la televisión: estaban mostrando, una vez más, las imágenes de la última audiencia general del nuevo y joven Papa, quien tenía todas las papeletas para convertirse en un icono del siglo XXI, como había sido Juan Pablo II en su día. Lizzie le profesaba una gran admiración - Se ha llevado tu bicicleta y algunas flores del jardín…
Su hija menor llevaba ya unas semanas en casa y no dejaba escapar la oportunidad de ir a Riddrie Park cada vez que podía, ya fuera sola o con él, pero él retrasaba la visita lo más que podía… En el fondo se culpaba un poco de no querer ir con Claire tanto como se sentía obligado moralmente a ir, pero todo se le estaba haciendo muy cuesta arriba. A Claire también desde luego, pero o era más fuerte o necesitaba mucho más realizar esas visitas.
- ¿Ha dicho cuándo volverá? - preguntó Zachary, incorporándose finalmente y dirigiéndose a la cocina a por lo que quedaba de comida.
Su esposa negó con la cabeza, una vez más sin apartar la vista de la pantalla, y murmuró:
- Conociéndola volverá cuando no tenga más remedio que hacerlo…
Era curioso que tanto padre como hija volvieran a casa ese mismo día cuando no tenían más remedio que hacerlo. Zachary quería pensar que el motivo por el que evitaban permanecer en casa no seguía siendo Lizzie; después de todo, habían pasado casi dos años, las heridas se iban curando poco a poco… El ferretero negó con la cabeza: sabía muy bien que hay heridas que el tiempo no puede curar, sentía en lo más profundo de su ser que la muerte de su hijo mayor era algo con lo que tendría que vivir el resto de sus vida. Al poco de morir Eddie, toda la familia había hecho lo imposible por evitar a Lizzie, pero a la vez les parecía cruel dejar a una madre sola con el dolor de la pérdida de su hijo, y poco a poco volvieron a la normalidad. Sabían que no toda la culpa había suya, Lizzie había estado influenciada por mucha gente y esa gente era el motivo por el que la familia Dilthey no pisaba una iglesia desde hacía dos años; es más, su nieto ni siquiera estaba bautizado.
No, el motivo no debía de ser Lizzie, sino puras coincidencias. Hacía mucho tiempo que nadie le echaba en cara lo ocurrido con Eddie, y mucho menos él o la hija de ambos, tampoco nadie del pueblo. No debería pensar tanto en esas cosas…
Zachary chasqueó la lengua y sacó del horno lo que había sobrado de la comida del mediodía: un poco de trucha con patatas. El pescado frío o recalentado sabía horrible, pero en el fondo sentía que se lo merecía por haber tardado tanto en volver de la tienda, haciendo que su mujer empezara a tener más claro que nunca que mantenía una aventura con alguien.
Salió de la cocina con el plato entre las manos y se sentó en el sofá, junto a Lizzie. Bueno, casi junto a ella, ya que en medio de ellos se encontraba el nieto dormido de ambos. Miró a su esposa por el rabillo del ojo: ya no parecía enfadada, sino cansada. Los años también estaban pasando por ella, con todo lo que eso conllevaba: las arrugas, los ligeros achaques que irían a más… A pesar de tener ambos cincuenta y tantos, Zachary sentía que últimamente había envejecido mucho, él mismo ya no aparentaba la edad que tenía, pero ése no era aún el caso de Lizzie.
Debió notar que la estaba mirando porque giró la cabeza hacia él y, tras unos instantes, esbozó una leve sonrisa con los ojos ligeramente enrojecidos y murmuró:
- ¿Cómo está Edmund, le has visto hoy?
Esa pregunta hizo que el corazón de Zachary se encogiera hasta dolerle agudamente dentro del pecho. No era la primera vez que Lizzie hablaba de Eddie como si estuviera vivo, como si alguna parte del mundo estuviera él de vacaciones y no viniera a verles. Eso le devastaba, pero tenía que ser fuerte por ella si Lizzie no era capaz de serlo por sí misma. Su esposa siempre había tenido debilidad por su primogénito, y creía firmemente que era la que peor había llevado su desaparición hace unos años: la prueba de ello era que ahora cada cierto tiempo perdía el sentido de la realidad, sólo esperaba que ese trastorno no fuera a más con el tiempo.
Dejó el plato a un lado y alargó su mano hasta alcanzar la de Lizzie, entrelazando con cariño sus dedos con los de ella. Apretó su mano en señal de ánimo y murmuró:
- Es muy feliz… Créeme, lo es…
Ella esbozó una triste sonrisa y asintió lentamente cerrando los ojos, como si se hubiera dado cuenta de la realidad en ese mismo instante. Suspiró y devolvió el apretón de mano a su marido, quien se inclinó y la besó en la frente tratando de calmarla. Conocía muchas relaciones que se rompían tras la muerte de un hijo, pero la suya no iba a ser una más de esa lista: ellos siempre habían estado juntos, habían construido con mucho esfuerzo y sacrificio una vida en común, habían llegado a un punto en que no imaginaban la vida el uno sin el otro, por mucho que su relación hubiera cambiado con el paso de los años y el devenir de los acontecimientos. Estaban afrontando esto juntos, y lo harían hasta el final. Lizzie pareció calmarse y murmuró, mirando de nuevo a su marido con preocupación:
- Espero que Claire vuelva pronto…
La idea de que Claire se había marchado a Riddrie Park volvió de golpe a la mente de Zachary, como si por un momento, debido a los recuerdos que había compartido con su esposa, se hubiera olvidado de que su hija no estaba en casa… Y se había llevado su bicicleta.
El ferretero dejó escapar un suspiro de fastidio: más le valía a Claire Dilthey volver con la bicicleta pronto, por nada del mundo quería atravesar Hogganfield a pie hasta llegar a casa de la señora Higgins.
Ya no estaba tan joven como antes.
