Akano 00.1 - A legend is born

Ha llegado el momento de tomar el libro y abrir sus sellos, el momento en que los secretos son revelados, en el que historia y leyenda se confunden y se hacen una para siempre iluminando el futuro con el esplendor de las glorias pretéritas. Ha llegado el momento de retroceder en el tiempo para conocer la historia detrás de las historias.

00.1 A Legend is born

El verano parecía llegar a su fin. Los árboles habían dado ya sus frutos y la temperatura había comenzado a bajar, aunque muy despacio. De entre las sombras del bosque, emergió un joven de pelo castaño peinado en una larga melena y complexión atlética, seguida por una chica de menor estatura que él, con el pelo oscuro y unos brillantes ojos verdes que parecían reflejar el color de los campos.

– ¡Llegamos! – exclamó triunfal aunque jadeante el muchacho.

Ante él se alzaban las blancas murallas de la ciudadela de la que sólo había oído hablar en las lejanas leyendas que su padre y Heimdolf se empeñaban en hacerle memorizar desde su niñez. Se inclinó hacia delante, apoyando sus manos sobre las rodillas, y trató de recuperar el aliento después de contemplar extasiado como, al fin, había llegado al final de su viaje.

– Llegamos – repitió, mirando a su compañera con una mueca de total felicidad.

– Kumhard… – murmuró ella en un tono que parecía llamar a la calma. – ¿Estás seguro de esto?

– Kumaru – sonrió él, levantando su índice derecho en señal de corrección. – Ya te lo he dicho, es mejor que no sepan nuestros nombres… No querrás que nos encuentren…

– Han pasado cuatro años y medio… ¿De veras crees que…?

– No – se anticipó, meneando la cabeza. – Probablemente hayan dicho que morimos o algo así, para amedrentar a los que quieran hacerlo de ahora en adelante… pero más vale prevenir que curar, ¿no crees?

El joven de ojos plateados volvió a sonreír mirando fijamente a la chica, esperando una respuesta que no llegó.

– Así que los hermanos Kumhard y Lilliandra Åska son ahora los hermanos Akano, Kumaru y Rin, ¿vale?

– Vale – resopló ella.

La noche se cernía ya sobre la Sociedad de Almas, así que decidieron pasar allí, al amparo de los muros, símbolos de un sueño que, al fin, conquistarían, la última noche de su viaje. Habían recorrido muchos kilómetros aquel día, y no compensaría forzar más la marcha. No conseguirían nada hasta que llegase el amanecer.

Habían partido del Bosque de Midgaard hacía ya cuatro años y medio y al fin habían llegado a su destino, aunque en el momento de su partida no supieran que era aquel. Kumhard estaba harto de la cerrazón de su pueblo. Sabía por las Escrituras que había estudiado como parte de su educación que todo lo que hubiera más allá del bosque era un peligro para el bosque, pero quería confirmarlo por sí mismo.

Quería saber, también, si aquella profecía era cierta. Si eran ellos los poseedores de la verdadera sabiduría, del conocimiento que haría cambiar al mundo si alguna vez los extranjeros consiguieran arrebatárselo. Su estudio le había llevado a la conclusión de que si quería encontrar una respuesta a todas sus dudas tenía que emprender el viaje.

La muerte de su padre lo había impedido. Durante varios meses el viejo Heimdolf, el Gran Druida, y el resto de miembros del Consejo de Ancianos le habían insistido a tiempo y a destiempo para que ocupase la cátedra que había dejado libre su progenitor. Pero él era demasiado diferente. Su mente era libre, no pertenecía a aquel lugar. Tenía que volar.

Tras meses de meditación y un profundo dilema interior, una noche había cogido a su hermana y ambos se habían ido. Estaría profundamente agradecido a Lil… Rin por haberse embarcado con él en aquella odisea, aunque nunca hubiera reunido el valor para decírselo.

Pasaron bastantes penurias durante el comienzo de su viaje en aquellas tierras hostiles y desconocidas. Afortunadamente, el destino puso en su camino a un anciano llamado Simenop que los había acogido durante varios años, hasta el día en que, cansado ya de vivir, había entregado su espíritu a la magnanimidad de los dioses.

Él les había enseñado las costumbres de aquellas tierras extrañas y a leer aquellas extrañas letras que en nada se parecían a las runas en las que había aprendido a escribir. Pero también les había enseñado a manejar la magia de los ancestros, algo que él llamaba reiatsu y que componía la energía de todo lo existente, aunque Lilliandra nunca había mostrado tanto entusiasmo como él al aprenderlo.

Había sido también aquel peculiar anciano quien les había hablado de la Ciudadela de las Almas Puras, el Sereitei, donde habitaban los mayores guerreros del orbe: los shinigamis. Sin saberlo, Simenop acababa de concretar en la realidad lo que Kumaru había soñado de pequeño, volando con la imaginación por las viejas leyendas, y el joven inmediatamente supo que aquel era su destino.

Estaba convencido de que aquello había sido lo que secretamente le había impulsado a abandonar todo lo que conocía y comenzar aquella loca aventura, arrastrando a su hermana en un viaje que no tenía un rumbo fijo, cuya única meta era un borrón blanquecino en su imaginación.

Mientras él velaba, Lilliandra, ahora Rin, se revolvía en sueños. Ella nunca había querido abandonar el bosque. Era feliz allí, en su casa, con sus amigos… con su hermano. Disfrutaba de la paz más absoluta en aquel rincón de todo; pero su confianza irracional en su hermano le había empujado a seguirlo sin pensarlo dos veces.

Era mejor eso que estar sola, sin él ni su padre, se decía. Aquel, aunque su hermano no lo supiera, había sido su consuelo durante los dos largos viajes que les habían llevado hasta el Distrito 57 Oeste, donde se habían encontrado con Simenop, aquel anciano tan agradable, y desde allí al Sereitei, donde esperaba encontrar un lugar en la nueva vida de su hermano.

No compartía el sueño de Kumhard (ella nunca podría renunciar aquellos nombres que les habían otorgado los dioses) de ser un shinigami, pero no soportaría separarse de él, así que, haciendo de tripas corazón, había decidido ir con él a enfrentarse a su destino sin poner ninguna traba, sin quejarse. Le bastaba con que su hermano fuera feliz y si eso era así, ella seguramente también podría encontrar la felicidad.

Ella no sería shinigami, estaba convencida de ello. Nunca le habían atraído los relatos de batallas con los que soñaba su hermano. ¿Habría sitio para ella más allá de aquellas murallas? ¿Cómo sería su nueva vida?

La mañana llegó entre la agitación del sueño y ambos reanudaron la marcha. La puerta Oeste, por la que pensaban entrar, estaba cerrada por alguna razón que no entendieron, así que encaminaron sus pasos, tal y como le habían indicado los habitantes de la pequeña aldea que se alzaba junto a la muralla, hacia la puerta Norte en un trayecto que ocupó la mitad de su jornada.

Tal y como les había advertido Simenop, la entrada estaba custodiada por un gran gigante vestido de negro que procuraba que nadie la cruzara sin la debida autorización. Kumaru y Rin carecían de ella, así que tuvieron que dar media vuelta. Precisamente en ese momento, se les acercó un joven de la misma edad que Kumaru.

Era un poco más bajo que él. Tenía un cabello plateado que relucía al sol, no muy largo y peinado hacia atrás de forma que quedara de punta. Unas cejas bastante pobladas y una barba de chivo, que sólo le cubría el mentón, cubrían su rostro, en el que destacaban dos ojos carmesíes de mirada aviesa y unos relucientes colmillos que asomaban por debajo de su labio superior. Todo el conjunto le daba la impresión de ser una bestia salvaje, aunque en aquel momento parecía relajado y hasta inofensivo.

Había salido de su tierra para conocer el resto del mundo que, según decían los ancianos, tenían la obligación de proteger. Añoraba las Montañas del Aullido, su verdadero hogar, pero en aquel largo vagar había conocido a un hombre que le habían cambiado su vida: un shinigami. Fue él quien le mostró que su verdadera vocación era aquella y le impulsó a darse cuenta de que, si realmente quería ser el guerrero fuerte y el líder sabio que su pueblo necesitaba, aquel era realmente el camino que debía seguir.

Algún día sería el Caudillo, sucediendo a su padre, el viejo König, en la cabeza de todo el clan. Esperaba que aún quedasen muchos años para eso, pero sabía que llegaría el día, tarde o temprano, en que debería asumir semejante cambio. Estaría preparado para entonces.

– ¿Por qué no le has dicho que vienes por el examen? – se interesó, sin entrar en más preámbulos.

– ¿Examen? – preguntó desconcertado Kumaru.

– ¡Claro! ¡El de ingreso en la Academia! – exclamó el recién llegado. – ¿Estás aquí por eso no?

– Sí, sí – asintió.

Al viejo Simenop se le había olvidado mencionar algo tan importante como aquello. Había sido una suerte encontrarse con aquel chico de aspecto casi animal que ahora se había acercado al gigante para presentarse a sí mismo y a sus dos acompañantes, de quien el guardia, en un alarde de capacidad mental, se había olvidado ya.

– Mi nombre es Kaiser – les dijo despreocupado al pasar la puerta y comenzar a caminar por las blancas callejuelas. – Kaiser Wolf.

– Kum… Akano Kumaru – contestó él. – Esta es mi hermana Rin.

– Rin… – murmuró él a la vez que tomaba la mano de la muchacha sutilmente por los dedos y la besaba. – Un placer.

Aquel gesto, entre lo ridículo y lo romántico, había provocado una risita nerviosa en Lilliandra. Era el arma mágica de Kaiser Wolf, aunque no siempre daba el resultado esperado. No es que a Kumhard le hiciera mucha gracia, pero se lo tomó bien al ver la sonrisa de su hermana, que hacía días que había desaparecido de su rostro.

La Academia era un edificio imponente, mayor que cualquiera que pudieran haber visto en sus pueblos natales o durante sus viajes. Era una gran construcción blanca, como todo allí, con unas grandes puertas de madera ante las que se agolpaba ahora una gran multitud.

La afluencia de gente para, supuestamente, realizar el examen de ingreso había obligado a formar un dispositivo especial que contuviera a los aspirantes. Por eso había allí dos profesores y varios shinigamis académicos, según averiguarían más tarde cuando comprendieron qué signigicaban los distintos uniformes que llevaban.

Ya estaban a punto de entrar cuando los empujones de una marea de gente que avanzaba bruscamente, que casi consiguieron tirar a Rin, les apartaron del camino bruscamente. Indignados, se giraron para dar con la causa: un hombre bastante alto y corpulento que abría paso a gritos y manotazos para un grupo de tres personas que le seguía.

Kumaru estiró la cabeza, poniéndose de puntillas, para ver de quién se trataba. El grupo correspondía, probablemente a una familia, un hombre, su mujer y su hijo, a juzgar por las edades que parecían tener. Eran todos bastante altos, especialmente los varones, aunque la mujer sobrepasaba por mucho la media de su sexo.

Los dos adultos miraban por encima del hombro, despectivamente, a la chusma que los rodeaba y sus vestidos eran lujosos y distinguidos. Aunque el hijo, que caminaba discretamente en la retaguardia del grupo, compartía en lo global aquella misma imagen de sentirse superior a los demás, había en él una expresión un poco más humilde que la de sus progenitores.

– ¿Quiénes son? – preguntó Rin, que había trepado por la espalda de su hermano y se había subido a caballito para poder alcanzar a ver mejor.

– ¿Me lo preguntas a mí? – respondió su improvisada montura, a quien también le había picado la curiosidad.

– ¡Abran paso! – bramaba aquel grandullón que encabezaba la marcha. – ¡Paso a los Ashartîm!

– ¿Ashartîm?

– Una de las familias más poderosas del Sereitei – explicó Kaiser. – Les corresponde por derecho la Capitanía de la Sexta División. Ese – señaló al hombre que semejaba ser el padre – es Farés Asharet, cabeza de familia y Capitán del Sexto Escuadrón del Gotei 13.

– ¿Por eso lleva esa capa con el seis en la espalda? – intervino Rin.

– Exacto – sonrió Kaiser, con cierto gesto de galán de película.

– Capitán… – murmuró Kumaru impresionado.

Tardaron casi una hora en poder entrar en el edificio. El salón al que los condujeron era un inmenso dojo en el que, casi milagrosamente, cabían todos los asistentes y debían mostrar sus habilidades en el manejo del reiatsu y con la espada.

Los nervios le atenazaban, pero Kumaru, tras ver al resto de examinandos, se convenció de que el entrenamiento al que Simenop le había sometido durante años había sido suficiente como para superar aquel examen. Y así fue, la superó sin dificultades y pronto fue a ocupar una plaza entre el grupo de los admitidos, bastante más reducido que el de los que ya habían sido rechazados.

Le siguió Rin, que se debatía entre su convencimiento de no querer ser una shinigami y el orgullo que le impulsaba a no hacer el ridículo delante de tanta gente. Ella también había seguido el entrenamiento de aquel que les había tratado casi como si fueran sus propios hijos. Aunque no compartiera el sueño de su hermano, estaba dispuesta a hacer lo que fuera por seguirle y eso implicaba aquella nueva prueba.

Una vez más, la confianza ciega que ponía en Kumaru le hizo decidirse por demostrar lo mucho que había aprendido de Simenop. No dejaría que él pasara aquella prueba solo, ya descubriría más tarde una manera de poder mantenerse siempre cerca sin tener que ejercer aquella profesión que, no sabía por qué, pues tampoco había tenido contacto con los shinigamis antes de aquel día, sabía que no estaba hecha para ella.

Ocupó su lugar en el grupo de los elegidos junto a su hermano, y tuvieron que esperar hasta el último turno para que Kaiser, con una prueba excelente, se les uniera. Estaban celebrándolo los tres junto cuando un estrépito inesperado les anunció la irrupción en la sala de un nuevo grupo de gente.

Un silencio, sólo roto por un tímido murmullo, sucedió al estrépito cuando vieron que los que habían llegado al dojo no eran otros que los todopoderosos Ashartîm, acompañados por un hombre que vestía el uniforme negro y blanco que a esas alturas ya habían identificado con los shinigamis, aunque por encima vestía una prenda que parecía una bata o una chaqueta larga de color anaranjado.

Las miradas persiguieron al heredero de la casa nobiliaria mientras precedía a su padre hacia el centro del salón. Era muy alto, como ya habían podido comprobar en el encontronazo que habían tenido a la entrada de la Academia, aunque ahora pudieron comprobar lo largo que parecía. Llevaba el pelo oscurísimo no muy corto, aunque tampoco podría considerarse melena. Iba exquisitamente peinado y una finísima barba bien recortada cubría su rostro en el que destacaban dos pequeñas gafas de montura dorada sobre sus ojos.

Farés Asharet le seguía varios metros por detrás, con una expresión de no muchos amigos. Su imagen la dominaba una espesa barba salpicada tímidamente por las canas. El pelo, liso y menos atacado por aquellos pelos blancos, lo llevaba recogido en una coleta que recogía en un coletero plateado que llamaba bastante la atención.

El Capitán se detuvo en un margen del círculo destinado a los exámenes, en el que se había adentrado su hijo. Ante la expectación de todo el mundo, el examinador jefe juntó el valor necesario para adelantarse y preguntarle qué hacía allí.

– Soy Sadoq Asharet – informó el joven. – Me presento a la prueba de ingreso.

– P… per… pero…

Aquello cogió por sorpresa a buena parte de los presentes. Los nobles estaban exentos de la instrucción. Habían nacido para ser shinigamis y se graduaban inmediatamente llegada la edad, pues durante toda su vida habían preparado para ello. Estaban por encima de aquellos requisitos exigidos a la plebe a la que, en el caso de muchos de ellos, detestaban.

Sin embargo, Sadoq Asharet era diferente. Desde que era un niño había visto en comportarse como las almas inferiores un gesto de rebeldía ante las estrictas normas de su padre. Aquella se le antojaba como la rebeldía definitiva, que dejaría a su familia en evidencia. Simplemente estar allí era una victoria.

– ¡Hágale caso! – bramó el Capitán del Sexto Escuadrón. – Si mi hijo quiere rebajarse al nivel de esta escoria… que lo haga.

El desprecio de alto mandatario no pareció surgir mayor efecto en la adormilada masa que bastante hacía con conseguir mantenerse en pie ante semejante presencia. Muchos de ellos notaron que les costaba respirar e incluso hubo quien se desmayó ante la imponente energía que desprendía el Capitán en aquel momento.

– ¡¿Quiere obedecerme?!

– S… Sí, Señor…

Una hora después, cuando el sol caía ya tras las montañas del Oeste, los nuevos académicos salían de nuevo al aire libre tras recibir las instrucciones necesarias de cara al comienzo de las clases, la semana siguiente. Lo primero que debían hacer era encontrar un lugar donde vivir, preferentemente en los primeros distritos del Sereitei, los más próximos a la Academia, pues en aquel tiempo aún no se facilitaba residencia para los estudiantes.

Habían resuelto que se alojarían en una casa situada en el Distrito 7 Oeste, a una hora de caminata desde el lugar donde realizarían sus estudios. Kumaru y Rin la habían descubierto en la última jornada de viaje. Estaba abandonada, aunque parecía que había quedado vacía hacía bien poco. Aunque ella había propuesto pasar allí la noche, su hermano tenía una especial ansia por ver aquella noche ya las murallas del Sereitei, así que habían seguido caminando. Sí, aquel sería un buen refugio para los tres.

Mientras tanto, en la increíble mansión de los Ashartîm, Sadoq Asharet se refugiaba sonriente en su cuarto, donde los gritos de su padre, que aún no se resignaba a la humillación que habían padecido aquella tarde, no podrían perturbar su paz. Había vencido. Había entrado en la Academia, como uno más, y allí se relacionaría con el resto de estudiantes de su edad, futuros compañeros.

En el bosque, Rin trataba de mostrarse tan satisfecha como su hermano y su nuevo amigo, que charlaban animadamente. Aunque había seguido fiel a su promesa, era consciente de que había entrado en un círculo del que sería difícil salir. ¿Merecería la pena?

A medida que el sol caía sobre el Sereitei y el Rukongai, aquellos tres jóvenes se vanagloriaban de la hazaña que habían realizado aquella tarde, mientras la chiquilla trataba de idear una forma de seguir aquel camino sin traicionarse a sí misma ni a la promesa que se había hecho. Comenzaba una nueva etapa, una nueva vida y ellos lo sabían. De lo que no eran conscientes era de que, en aquel mismo día, había comenzado a forjarse la mayor de las leyendas.