Luna sabe que hay cosas que no tienen límites, su imaginación es un buen ejemplo de ello, el amor también.

También sabe sin necesidad de que nadie se lo haya explicado que hay límites que no deben cruzarse, exactamente que los mismos que luego Ginny se encarga de pasar una y otra vez, con esa sonrisa que parece decir: ¡Mírame! ¡Soy una rebelde sin causa!

Y mientras cruza los límites, mientras rebasa la paciencia de su madre una y otra vez ("Jovencita, ¡esta vez has rebasado todos los límites!"), a Ginny le brillan los ojos, y a Luna le baila una sonrisa en el rostro.

Así que, cuando Ginny decide con ese brillo familiar en la mirada que hoy no van a hacer estúpidos ensayos y que van a ir al lago, Luna no puede más que seguirla.

Para excusarse, se dice a sí misma que sólo será un rato, que luego la convencerá y subirán otra vez al castillo a terminar los deberes.

Minutos después están sobre la hierba, Ginny se recuesta contra el sauce que hay en la orilla del lago, y Luna se apoya sobre sus piernas con un libro en sus manos. Ginny no lee, tan sólo observa a Luna y le acaricia el pelo. Luna tampoco, se deja acariciar y finge hacerlo.

Cuando el sol empieza a esconderse y Luna ya ha renunciado a fingir que lee y tiene el libro en su regazo, Ginny se inclina sobre ella, le besa la mejilla y le susurra al oído que tienen que ir a cenar. Luna se sonroja y se estremece, y Ginny parece no notarlo.

Mientras vuelven al castillo Luna piensa que ha cruzado un límite, no sabe cuándo, y definitivamente tampoco sabe cómo, ni siquiera sabe exactamente cual es ese límite, pero no puede dejar de pensar en ello, no puede dejar de pensar en Ginny, y en sus labios y sus pecas acercándose suavemente, y cree que no debería haberlo cruzado, aunque no sepa porqué.