Capítulo uno
La Venganza y el Comienzo
Sobre una cama se distingue el cuerpo de un hombre, parece dormir plácidamente. A su lado una mujer lo mira fijamente; las manos, sobre su regazo, sostienen una daga.
La mortecina luz de la luna que entra por una rendija apenas ilumina la habitación y, así, entre sombras, las manos de la mujer se alzan amenazadoras sosteniendo la daga.
Sus ojos muestran determinación, frialdad; ni rastro de locura. Su pulso no tiembla antes de descargar un único golpe mortal sobre el pecho del hombre. La sangre se extiende imparable sobre las sabanas blancas. Los bordes no son fronteras y cae manchando el suelo.
La mujer se aleja del cuerpo y abre la ventana. Mira al cielo, a la luna llena. Ya está hecho, se dice.
Se sorprende al notar que no siente nada. Se ha quedado vacía. Nunca pensó que al liberar su odio le quedaría un espacio en blanco en su alma; en realidad nunca pensó en el futuro, más allá de su venganza.
Saberse vacía la desequilibró durante unos minutos y sus manos comenzaron a temblar ligeramente, pero enseguida recuperó la compostura y tomo su decisión.
Se sentó en el suelo junto a la ventana y espero mirando al cielo. No tardaría mucho en amanecer.
-¡Minas Tirith! – gritó alguien, seguramente uno de los más adelantados del grupo de refugiados que atravesaban el bosque. Debía haber llegado a la linde.
Inconscientemente todo el grupo apretó el paso, incluso los heridos evitaron las muecas de dolor con el fin de llegar lo antes posible.
El camino, desde lo que habían llamado su pueblo hasta las puertas de la Ciudad Blanca, había sido largo y angustioso. Muchos dejaron atrás recuerdos y el hogar; otros tuvieron que dejar parte de sus familias también.
El horror de la masacre les venía a la mente constantemente. Por la noche acampaban sin preocuparse por el lugar y encendían un fuego, imaginando que estaban en su hogar. Los gemidos de los heridos y los aullidos de los lobos los sacaban de sus ensoñaciones.
Un día después de salir del bosque, llegaron a las puertas de la ciudad. Se abrieron las grandes puertas a su paso y un cortejo de Curadores de la Ciudad salió a recibirlos.
La cara del Mayoral de las Casas reflejaba el dolor de ver a los nuevos refugiados. En los últimos meses esta escena se había repetido demasiadas veces: aldeas arrasadas, gente asustada con la mirada perdida pidiendo ayuda y acogida. Cada uno tenía una historia, todas terribles, algunos eran los únicos supervivientes de su familia. Las incursiones de los hombres del sur eran más violentas cada vez.
Al Mayoral le preocupaba, además de los refugiados; su ciudad. Y no era por un problema de espacio, Minas Tirith era una ciudad grande y con recursos, aun cuando el número de ciudadanos aumentaba cada semana; si fuera necesario los gondorianos acogerían a los refugiados en su misma casa. No, lo que le preocupaba era la tristeza y la angustia que desde hacia algún tiempo se había instalado entre ellos. Justo en el momento en que, desde los niveles más altos de la ciudad, vieron como el Orodruin recuperaba una actividad que anunciaba tiempos oscuros y con el despertar comenzaron los ataques de los hombres del sur y de los orcos.
Nada más ver el humo salir del Monte del Destino, la ciudad supo que tenía que prepararse para la guerra, no en vano habían luchado largos años contra la oscuridad de Mordor. Y, sin embargo, el Senescal no había dado ninguna orden al respecto.
El Mayoral suspiró tristemente mientras levantaba una camilla ayudado por otros hombres y subieron despacio las cuestas hasta las Casas de Curación.
La Ciudad estaba ahora esperanzada y sus habitantes esperaban ante las puertas de las Casas de Curación la aparición del Rey en el exilio; cuando horas antes la batalla se sabía perdida: las hordas de Mordor superaban en número a los defensores, los Nueve sobrevolaban la ciudad sitiada y el Senescal había sucumbido a la locura. El ánimo se mantenía a duras penas mientras todavía veían el blanco manto de Mithrandir, que ahora había tomado el mando, pero se les oscurecían los corazones de miedo cuando se iba a atender otros niveles de la ciudad. Así, con el corazón encogido y desesperados, vieron amanecer un nuevo día. Los mismos Rohirrim se lo trajeron, lucharon con bravura. Con ellos llegó también el fin del Rey Brujo a manos de una mujer que ahora yace, enferma, junto al hijo del Senescal. Pero los fieros guerreros de Rohan, hijos de Eorl el Joven, sólo son hombres y sus fuerzas comenzaron a desfallecer.
Sin embargo, el día aún guardaba otra sorpresa, desde el río llegó el Rey exiliado; no a reclamar lo que es suyo, sino a salvarlo. Los siervos de Sauron conocieron entonces el miedo y huyeron.
Un rumor había ido creciendo de casa en casa: el Rey había regresado y sus manos así lo demostraban. Piedra de Elfo lo llamaron y le pidieron que curase a sus parientes.
Antes de que saliera de las Casas de Curación, el Mayoral con preocupación le pidió a Su Señor consejo: tenía a su cargo una joven doncella herida y refugiada allí desde lo primeros ataques al llegar la oscuridad. La muchacha llegó con una herida en la cabeza que sano enseguida, pero parecía dormir. No sufría pesadillas, no hablaba ni gritaba como otros pacientes. No había sabido, pese a sus conocimientos cómo despertarla.
Aragorn pidió ser llevado ante ella y lo guiaron hasta una habitación con una única cama. Tendida estaba la doncella, el pelo negro como el azabache caía por los bordes de la cama. La cara y pálida era hermosa, a pesar de tener en uno de los lados una cicatriz que desde el nacimiento del cabello llegaba hasta la sien.
Parecía dormir placidamente, pero el gesto de su rostro y los puños apretados hacia suponer que muchos horrores poblaban su mente.
Antes de tocarla, Aragorn, pidió más Athelas y pronto su olor llenó la estancia. La mueca de horror de la doncella se suavizó un poco. Aragorn le cogió suavemente una de las manos y le acarició la frente. Estuvo bastante tiempo así, hasta que al fin miró al Mayoral, las lagrimas le caían por el rostro.
– Su madre, su padre, sus hermanos; muertos. Es tanto el horror que ha visto, que las fuerzas le han abandonado. No quiere despertar al mundo. Ella no tiene nada, no tiene esperanza. – dijo.
El Mayoral vio como Su Señor se giró y habló a la muchacha dulcemente, palabras élficas olvidadas hace mucho tiempo. Pudo ver como su rostro pálido se relajaba todavía más, aunque los puños de las manos seguían apretados.
No abrió los ojos, ni lo llamó Señor como los anteriores enfermos. A pesar de eso, Aragorn se levantó. Le dijo al Mayoral que la doncella tardaría en despertar unos días más y que cuando lo hiciera, al igual que a la Dama Eowyn, no la dejara marchar.
Aragorn no le dijo al Mayoral que había visto al asesino de la familia de la chica en su mente, y que era lo único que la mantenía con vida.
El último en dejar la estancia fue Legolas, nada más ver a la muchacha había sentido un gran dolor, el dolor en el corazón que dejan las personas cuya vida se ha truncado. Tenía la certeza de que al despertar ella tomaría el camino equivocado.
Antes de abrir los ojos, se quedó quieta notando el calor de los rayos de sol en su cara. Se la calentaban como cuando, después de comer, se tumbaba junto con sus hermanos en la colina cerca de la aldea a dormir la siesta. Eso hacían aquel día cuando unos gritos les llegaron a través del viento, las casitas de madera estaban ardiendo.
Aquellos recuerdos, le hicieron incorporarse bruscamente. No había conseguido dormir mucho, tal y como le aconsejó el Mayoral.Hacia un día que había despertado y tres desde que El Señor Piedra de Elfo le había dicho tan dulces palabras. Con ellas brotó en ella una esperanza, aunque no la que esperaba su Curador.
- Entré en el río y la barca avanzó hasta mi, dentro estaba mi hermano...-Faramir hablaba bajito y había tristeza en su voz. Eowyn lo escuchaba a medias mientras miraba al este. Entendía el dolor de Faramir por la muerte de Boromir. El dolor de una pérdida suele ser parecido, da igual de que tipo sea. Eowyn sacudió la cabeza cuando notó que una lágrima corría por su mejilla y prestó más atención a lo que decía Faramir.
-Ahora sé que, cuando Boromir partió de la ciudad hacia Rivendel, su esperanza era poca; su pueblo sufría y él quería evitarlo. Era sabio y noble, pero ¿qué puede hacer la sabiduría contra la desesperación? Ese debió ser su error, un hombre desesperado corre siempre hacia su perdición.- Faramir calló sumido en sus propios pensamientos.
Eowyn notaba como el viento movía sus cabellos y las lágrimas corrían por sus mejillas, con las últimas palabras de Faramir ya no intentó impedir el llanto.
-Las mujeres desesperadas también corren a su perdición- se dijo a sí misma y en ese momento vio a una pequeña figura a caballo atravesar la llanura arrasada por la reciente batalla. Distinguió el color de una capa roja y largos cabellos negros al viento; aquella muchacha misteriosa había conseguido escapar de la vigilancia del Mayoral. No le sorprendía mucho, lo había visto en sus ojos un día que se cruzaron en los pasillos de la casa.
Las palabras de Faramir resonaron en su cabeza, -corre hacia su perdición- e instintivamente lo miró. El seguía pensativo y ausente; de repente como respondiendo a una llamada sus miradas se encontraron y, aún sin saberlo, Eowyn dejó de perseguir una sombra.
La muchacha desapareció detrás de una colina.
Tal vez continue...
