MUDBLOOD
Por Cris Snape
Disclaimer: El Potterverso es propiedad de J.K. Rowling.
Esta historia participa en el reto anual "Long Story" del foro "La Noble y Ancestral Casa de los Black"
Advertencia: El fic contendrá ciertos detalles gore, pero estoy segura de que podréis soportarlos con total entereza.
PRÓLOGO
De libertad y muerte
Prisión Mágica de Azkaban. Mar del Norte. 5 de mayo de 1998.
Kingsley Shacklebolt encabezaba la comitiva de aurores que había acudido a Azkaban aquella fría mañana del mes de mayo. Apenas habían pasado cuarenta y ocho horas desde la caída definitiva de lord Voldemort y el mundo mágico era un caos. Muchos mortífagos huyeron despavoridos tras la Batalla de Hogwarts y las fuerzas del orden trabajaban con ahínco para poder arrestarlos a todos. Kingsley, nombrado ministro de magia en funciones en la mismísima escuela de magia, sabía que era primordial no permitir que los seguidores del Señor Tenebroso abandonaran Inglaterra, pero los prisioneros que languidecían en Azkaban también era muy importantes.
Nada más llegar a la prisión, Kingsley descubrió que los carceleros, en su mayoría nombrados por el antiguo ministro Thicknesse, habían abandonado a los presos a su suerte, huyendo de la misma forma que lo hicieran el resto de mortífagos y carroñeros. El aguerrido auror sintió un escalofrío subiéndole por la columna vertebral cuando comprendió que los prisioneros debían llevar más de dos días sin comida ni agua. Y eso con suerte, porque no confiaba en que los guardianes hubieran sido en absoluto generosos respecto a la nutrición de los reos.
No sólo se trataba de los delincuentes. En Azkaban había ladrones, estafadores, violadores y asesinos que llevaban allí desde antes de que Voldemort se hiciera con el poder en la Inglaterra mágica. Kingsley creía que todos ellos debían ser tratados con un mínimo de dignidad, eso por descontado. Por ese motivo siempre se opuso a la presencia de los dementores en Azkaban y por ello no pensaba permitir su regreso ahora que era el líder del gobierno. No obstante, existían otros presos que le preocupaban más que aquellos, gente que fue enviada allí de forma absolutamente injusta y que llevaba meses languideciendo entre los fríos muros de piedra de la cárcel.
Debían identificar a todos los prisioneros, comprobar su estado de salud y proporcionarles los cuidados que fuesen necesarios para garantizar su bienestar. Los que cumplían condena por diversos crímenes, serían puestos bajo custodia. Los que estaban allí por ser hijos de muggles, serían trasladados al Ministerio de Magia de inmediato. Kingsley ya había advertido al personal del Hospital Mágico de San Mungo que debían estar preparados para recibir a un buen número de pacientes y, aunque realmente deseaba que no fuera necesario recurrir a los servicios de los sanadores, sabía que sus esperanzas eran vanas. Los mortífagos no habían tenido piedad con sus odiados sangresucias.
Kingsley ordenó a los aurores que formaran varios equipos y que cada uno se encargara de una zona de Azkaban. Él mismo encabezó uno de los grupos, contando con la compañía del veterano Williamson y de Miranda Taylor, a quien había tutelado justo cuando abandonó la Academia de Aurores, un lustro antes. Williamson era un tipo tozudo e inflexible y recordaba que Taylor se había caracterizado por confiarse demasiado en determinadas situaciones, pero ambos eran de fiar. Los dos se habían opuesto al régimen de Voldemort y ambos estaban ansiosos por hacer justicia.
Kingsley tenía la sensación de que lo peor que podrían encontrarse en la prisión mágica estaría en los sótanos, así que decidió reservarse para sí mismo el mal trago. Con determinación y prudencia, comenzó a descender las estrechas y empinadas escaleras que llevaban hasta las zonas más profundas del edificio. La roca de las paredes eran negras y la humedad y el frío se acentuaban aún más que en el exterior. Kingsley creyó que podrían encontrarse con un dementor en cualquier momento y evocó de inmediato su mejor recuerdo, pero no fue necesario conjurar ningún patronus. Si el ambiente era tan estremecedor se debía a que esas horrorosas criaturas habían dejado grabada su impronta en los muros que les rodeaban, pero ya no había dementores en Azkaban. Se habían ido junto a los mortífagos.
Aún así, el auror pidió a sus compañeros que permanecieran alerta. Pensó en el difunto Alastor Moody y esbozó una sonrisa cargada de tristeza. Su asesinato fue un episodio absolutamente descorazonador. Durante un par de días, Kingsley estuvo a punto de sucumbir ante la desesperación porque, si Ojoloco estaba muerto. ¿Qué no sería de los demás? Tal vez fuera un hombre un tanto paranoico, pero esa misma paranoia le había llevado a sobrevivir a decenas de enfrentamientos con enemigos terribles y le había convertido en leyenda. Pasaría mucho tiempo antes de que los jóvenes aprendices de auror se olvidaran de quién fue aquel brujo poderoso y malhumorado.
Una vez terminaron de bajar la escalera, Kingsley se encontró frente a un pasillo estrecho y oscuro, con el suelo encharcado por el agua sucia. El hedor que inundó sus fosas nasales le hizo retroceder un paso y escuchó como Williamson ahogaba una arcada antes de convocar un hechizo para aislarles de semejante mal olor. Kingsley apretó las mandíbulas y se encaminó hacia la primera celda. Estaba a solo tres pasos de distancia, protegida por un portón de acero mágico y con hechizos que podría deshacer sin más problemas por ser el nuevo ministro.
Sintió cierta decepción cuando descubrió que no había nadie tras la primera puerta. La celda era diminuta, con un catre mohoso en el que dormir y los techos tan bajos que una persona alta ni siquiera podría mantenerse erguida. Kingsley ordenó a sus compañeros que buscaran en el resto de celdas, confiando en que tal vez no hubieran mandado a nadie a ese lugar tan horrible. Un segundo después, la voz de Taylor le devolvió a la realidad más cruda.
— ¡Señor! Venga aquí.
Kingsley no esperaba encontrarse un cadáver. La mujer que yacía en el suelo debía llevar varios días muerta y era evidente que la causa de su fallecimiento había sido la malnutrición. Tendría unos cincuenta años y sus ojos, abiertos como platos, miraban sin ver el techo de su celda. El auror no sabía quién era, pero pensaba averiguarlo en cuanto terminara aquel infierno. Bien podría haber levitado el cuerpo hasta el patio, pero ella estaba muerta y era posible que encontraran supervivientes en las demás celdas, así que le cerró los ojos y suspiró.
— Más tarde nos encargaremos de los cadáveres. Debemos encontrar supervivientes.
Taylor asintió y prosiguió con su trabajo. Kingsley llenó los pulmones de aire e hizo lo propio. Cuando Williamson alzó la voz, temió un nuevo desenlace fatal.
— ¡Señor! ¡Aquí hay alguien!
Kingsley se apresuró porque Williamson había entrado corriendo en la celda. Estaba en la parte media del pasillo y no era muy diferente a las demás. Hecho un ovillo en un rincón, un hombre tembloroso y famélico murmuraba incoherencias. Kingsley pensó que era un anciano porque el poco pelo que conservaba era completamente blanco, pero al acercarse a él y ponerle una mano en el hombro, comprendió que aquel chico no debía tener ni veinte años.
— ¡No! —El prisionero rechazó el contacto físico de inmediato y Kingsley se apartó un poco—. Por favor, seré bueno. Por favor, por favor.
El auror apretó los dientes e intercambió una mirada con Williamson, quien estaba más pálido que Taylor después de haber encontrado el cadáver de la otra mujer.
— Yo me hago cargo. Sigue comprobando las otras celdas.
Su subordinado obedeció y Kingsley centró su atención en el reo. No necesitaba más que verlo para saber que estaba allí por las razones equivocadas. De hecho, en su brazo podía leerse claramente la palabra sangresucia, seguramente grabada en la piel mediante un hechizo. Kingsley intentó hallar las palabras adecuadas para calmar al joven pero, en tantos años de profesión, jamás se había encontrado con un horror semejante. Durante un instante, no se sintió preparado para afrontar esa situación. Por fortuna, no tardó en sacar fuerzas de flaqueza.
— Escúchame, hijo. No debes tener miedo. No quiero hacerte daño. He venido para sacarte de aquí.
No hubo reacción alguna. El prisionero se cubría la cabeza con sus brazos delgados como palillos, y Kingsley vislumbró dos ojos azules repletos de terror. Ignoraba qué le habían hecho exactamente durante los últimos meses, pero no había que ser muy listo para comprender que no fue algo demasiado agradable.
— Voldemort está muerto. Harry Potter lo derrotó hace dos días y el régimen mortífago ha caído. Podrás volver a casa enseguida. Eres libre.
El chico se estremeció y, esa vez sí, alzó la vista y miró fijamente a Kingsley. Su mente parecía trabajar muy despacio y era evidente que no se fiaba en absoluto de sus palabras, pero habló. Antes, su voz había sido un grito desesperado y repleto de miedo. Ahora, sonaba patéticamente esperanzado.
— Libre…
— Eso es, hijo. Eres libre. Puedes irte a casa. Se acabó.
— ¿Se acabó?
— Para siempre —Kingsley sonrió y estiró una mano en su dirección—. ¿Puedo ayudarte a levantarte?
El chico se encogió un poco más, pero finalmente asintió. Kingsley hubiera pagado una fortuna por saber qué estaba pasando exactamente por la cabeza del joven. Se preguntó si estaría aliviado, feliz incluso al saber que podría abandonar ese lugar de pesadilla. En cualquier caso, no tenía forma de saber que el prisionero pensaba que se estaba entregando a la muerte. No era la primera vez que los carceleros acudían a su celda con la promesa de la libertad. Una libertad que se transformaba en burlas y torturas que le dejaban destrozado durante días. En ese momento, para su mente agonizante, cruzar el velo supondría una auténtica liberación.
Kingsley no tardó en comprender que el muchacho apenas podía sostenerse en pie. Sus rodillas flaquearon hasta casi hacerle caer. Si no lo hizo fue únicamente porque él le sostenía. Cuando traspasaron el umbral de la puerta y se encontraron de nuevo en el pasillo, el auror comprobó que, de momento, Williamson y Taylor habían encontrado a otra persona viva. Por fortuna, parecía llevar menos tiempo allí encerrado porque, al menos, podía mantenerse en pie.
— Dime, hijo —Dijo mientras convocaba un hechizo calefactor sobre el reo—. ¿Cómo te llamas?
El chico se lo pensó y, al cabo de unos segundos, respondió con gravedad.
— Sangresucia.
Cabeza de Puerco. Hogsmeade, Escocia. 24 de diciembre de 2007.
— Me retiro, Hagrid. Pasaré el tiempo que me queda en el Valle de Godric.
— ¿Habéis oído, amigos? —Rubeus Hagrid se puso en pie y alzó su jarra de cerveza, captando la atención de todos los parroquianos—. Nuestro querido Aberforth se retira. ¡Un brindis por él!
Habían sido muchos años sirviendo copas y aguzando el oído en su querida taberna y Aberforth Dumbledore deseaba jubilarse y descansar. Sabía que no tardaría demasiado en reunirse con sus padres y sus hermanos y necesitaba un poco de tranquilidad. Echaría en falta Cabeza de Puerco porque había dedicado media vida al local, pero sabía que no se arrepentiría de su decisión. Sintiéndose bastante incómodo porque Hagrid acababa de derramar un par de lagrimitas y el resto de clientes amenazaba con ir a darle palmadas en la espalda a modo de despedida, Aberforth compuso una sonrisa de circunstancias y barrió con la mirada cada rincón de la taberna.
Siempre había aceptado en el negocio a brujos y brujas de lo más variopintos. Muchos de ellos nunca habían sido respetuosos con la ley, pero a Aberforth eso no le había interesado demasiado. Él prometía discreción siempre y cuando los clientes fueran discretos. Sin embargo, cuando vio a ese hombre sentado en una de las mesas, las tripas se le revolvieron. No porque el tipo no hubiera pedido nada, sino porque se trataba de Peredur Parkinson.
No había un solo brujo en Inglaterra que no supiera que ese desalmado había ido a Azkaban después de la guerra. Durante años, fue un colaborador de Voldemort y el Wizengamont le condenó a treinta años de prisión. Sin embargo, a principios del otoño había sido puesto en libertad por motivos humanitarios. Supuestamente, Parkinson sufría una enfermedad terminal y el gobierno había accedido a liberarle para que se muriera en su casa.
Aberforth no estaba en absoluto de acuerdo con la decisión. Había participado en las dos guerras contra Voldemort, había visto morir a un montón de magos y brujas decentes y sabía perfectamente la clase de monstruos que eran los mortífagos. Ciertamente no podía hacer nada para evitar que el Wizengamont tomara decisiones absurdas, pero que le partiera un rayo si pensaba consentir que esa clase de escoria se refugiara del frío en su taberna. Ni aunque fuera Navidad y su último día al frente de Cabeza de Puerco.
Sin pensárselo dos veces, Aberforth se subió las mangas de su vieja túnica color verde botella, echó mano de la varita y rodeó la barra para acercarse al hombre. Apenas prestó atención al brujo que prácticamente se chocó contra él y, por supuesto, no se dio cuenta de que salía al exterior. Estaba demasiado concentrado en ese desgraciado como para hacer caso de nada más. Una vez frente a él, dio un puñetazo sobre la mesa. El mortífago, que un instante antes había estado un poco encogido sobre sí mismo, se llevó un buen sobresalto.
— ¡Ey, escoria! ¡Sal de aquí ahora mismo!
Parkinson, que no podía dejar de darle vueltas a lo que había pasado en su casa un par de horas antes, miró a Dumbledore fijamente. Últimamente se sentía bastante cansado porque su vida era un cúmulo de desdichas y desilusiones constantes, pero el hecho de que ese tipo le estuviera hablando así, con tanto desprecio, le hizo sentir rabioso. Si las cosas hubieran sido como debían ser, ese maldito Dumbledore no estaría allí, mirándole como si se creyera un ser superior.
Peredur lamentaba diariamente que se hubiera perdido la guerra. Había pasado casi una década de su vida encerrado en Azkaban mientras el mundo mágico se degradaba y contaminaba con la presencia de indeseables como Dumbledore. La larga lucha de toda su vida no le había llevado a ningún sitio y, para colmo, Pansy, su propia hija, le había dicho que lo mejor que podían hacer, dadas las circunstancias, era aceptar la realidad y adaptarse a los nuevos tiempos.
Aquella noche deberían haber estado celebrando el Solsticio de Invierno, pero habían discutido y Peredur había abandonado la casa familiar. Aunque estaba enfermo y seguramente le quedaran unas pocas semanas de vida, prefería estar solo antes que ser testigo de la rendición de Pansy. Él no la había educado para que se comportara de aquella manera. Estaba muy decepcionado, entristecido y, ante todo, enfadado.
El hecho de que Aberforth Dumbledore le alzara la voz, sólo acentuaba todas esas emociones. Él, que jamás había puesto un pie en ese antro de mala muerte, se había visto obligado a refugiarse allí de la tempestad de nieve que arreciaba cada vez más. Había esperado poder pasar desapercibido durante un rato, mientras pensaba en algún sitio en el que pasar la noche, pero ese cretino acababa de interrumpir sus pensamientos. Consciente de que, seguramente, llevaba todas las de perder, no se resignó a ser vilipendiado de nuevo. Estaba harto de ese maldito mundo al revés.
— No estoy haciendo nada. Déjame en paz.
— ¿Quién te crees que eres para decirme que te deje en paz? ¡Vete ahora mismo, Parkinson!
Dumbledore estaba rojo como un tomate y Peredur sintió como empezaba a pasárselo bien. Era ridículo porque el resto de brujos le miraban como si estuvieran ansiosos por despellejarlo, pero era la primera vez en mucho tiempo que se sentía tan liberado. Una buena pelea siempre le había llenado de satisfacción y, enfrentarse a ese patán, le llevaba de vuelta a los buenos tiempos, cuando las cosas eran como debían ser.
— ¿Y si no me voy, Dumbledore? ¿Me hechizarás?
— Si no te vas, llamaré a los aurores y les recordaré todos los motivos por los que deberías pudrirte en Azkaban en lugar de morirte en tu casa, calentito y tranquilo en tu cama.
Azkaban. Esa mención no le hacía la menor gracia porque, aún sin dementores, era un infierno. Peredur había pensado que agonizaría allí, solo y tirado como un perro, pero el Wizengamont se había apiadado de él y, aunque con condiciones, le dejó salir. El brujo no deseaba volver allí bajo ningún concepto, así que se puso en pie y, estirándose la túnica con dignidad, encaró a Aberforth.
— ¡Qué te jodan!
Sin añadir nada más, se fue. En buena hora había cedido meterse en ese tugurio. Ni siquiera era un lugar merecedor de contar con su presencia.
Afueras de Hogsmeade, Escocia. 25 de diciembre de 2007.
John y Joanne Johnson se habían instalado en Hogsmeade a principios del verano de ese mismo año. Ambos eran jóvenes y prometedores brujos que, tras conocerse en una fiesta en el Londres muggle, se enamoraron y en poco tiempo unieron sus destinos. Pronto recibirían a su primer hijo y se sentían increíblemente felices, sobre todo después de que John consiguiera una plaza como profesor de pociones en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.
Aunque muchos de los maestros acostumbraban a dormir en el castillo, John siempre se reunía con su esposa una vez terminada su jornada laboral. Esa mañana de Navidad, ambos habían salido muy temprano de su casa porque la directora McGonagall había autorizado a John para que llevara a Joanne a hacer una visita al legendario castillo, aprovechando que estaban de vacaciones y había pocos alumnos en la escuela.
Caminaban cogidos de la mano, bromeando y contemplando con fascinación el colegio. Aunque habían vivido el régimen de terror de los hermanos Carrow, recordaban sus años estudiantiles con gran afecto. Joanne estaba ansiosa por volver a recorrer esos pasillos y soñaba con el momento en que su propio hijo sería seleccionado para una de las casas. Estaba embobada por los grandes torreones pero, entonces, John se detuvo y llamó su atención.
— ¿Qué es eso?
El rojo destacaba sobre el blanco de la nieve, no cabía duda. Joanne entornó los ojos y quiso ir hacia allí, pero John no se lo permitió porque parecía creerse que una embarazada era, además, una inválida. Vio como su marido avanzaba con cautela sobre aquel montículo de nieve y estuvo a punto de caerse al suelo cuando le escuchó gritar.
— ¡Oh, joder!
— ¡John! ¿Qué pasa? ¿Qué es?
— No vengas, Joanne.
El brujo corría de regreso junto a ella y, pese a sus instrucciones, la joven hizo ademán de encaminar sus pasos justamente hacia donde él le había indicado que no fuera. Por suerte, John la detuvo justo a tiempo.
— Tenemos que avisar a los aurores.
— ¿Por qué, qué pasa?
— Es un… Es un muerto, Joanne. Y es espantoso.
John Johnson no exageraba al calificar el cadáver como espantoso. No debía llevar allí mucho tiempo porque la nieve no lo había cubierto por completo. Sus articulaciones estaban retorcidas como si lo hubieran torturado durante horas y tenía el vientre abierto en canal. Junto a él, y escrita con sus propias tripas, la palabra sangrelimpia resultaba ser el centro de atención.
Unas horas después, cuando los aurores hicieron acto de presencia, descubrieron que el difunto no era otro que Peredur Parkinson.
Hola, holita :)
He aquí el prólogo de la historia. Esta idea llevaba algún tiempo rondándome por la cabeza y me alegra tener una buena excusa para llevarla a cabo. He de decir que la idea general está inspirada en, evidentemente, Harry Potter, y en los respectivos argumentos de una novela romántica que leí hace un tiempo y un capítulo de una serie de televisión procedimental.
Comentar también que el prólogo tiene, si no me equivoco, 3.167 palabras y que procuraré actualizar periódicamente. Para cualquier comentario que queráis hacer, ya sabéis de sobra el procedimiento.
Besetes y hasta el próximo.
