HOLA no estoy muy segura si logre subir esto bien o como se supone que voy a colocar mas capitulos me imagino que lo averiguare mas tarde y si funciono y logre cargarla espero que les guste. no puedo decir que es de mi original pensamiento, no solo agrego las cosas como me hubieran gustado que fueran ni la historia ni los personajes que a qui aparecen son de mi propiedad, pero si lo van ha ser los giros que pretendo darles. solo lo hago por mera diversion.
Siempre desaparece gente. Preguntad a cualquier policía. Mejor aún, preguntad a cualquier periodista. Las desapariciones son moneda corriente para los periodistas. Las jóvenes escapan de sus casas. Los niños se pierden y jamás vuelven a verse. Las amas de casa llegan al límite de sus fuerzas y cogen el dinero de la comida y un taxi a la estación.
Financieros internacionales cambian sus nombres y se desvanecen en el humo de cigarros
importados. Algunos de los desaparecidos son encontrados, vivos o muertos. Después de
todo, las desapariciones tienen explicaciones. Casi siempre.
Nuevo, nuevo comienzo
No era un lugar dado a las desapariciones, al menos a primera vista. El establecimiento de la Sra Cyrene era igual a miles de pensiones en toda escocia en 1945. Limpio y tranquilo, con empapelado de flores y una hermosa vista a las montañas. La Sra Cyrene era regordeta y de carácter amable y nunca paraba de hablar de sus tres hijos a la pobre mujer no le molestaba que Robin le llenara la pequeña salita decorada con rosas, de desenas de libros y papeles con los que siempre viajaba.
Me encontré con la Sra Cyrene en el vestíbulo. Me detuvo sujetándome el brazo con su regordeta mano y me atuso el pelo.
-¡ Pero, Sra Hood ! no puede salir asi. A ver déjeme peinarle el mechon. Listo ¡asi esta mejor! ¿Sabe? Mi prima se ha hecho una permanente nueva que queda muy bien
y se mantiene perfecta. Tal vez deba probarla la próxima vez.
No me anime a decirle todo lo que se me cruzo en ese momento por la mente solo por que decidi ser una persona mas amable durante este viaje, y que mi cabello en punta era culpa de la naturaleza y no se debía a un descuido de los peluqueros.
—Sí, lo haré, señora Cyrene —mentí—. Voy al pueblo a reunirme con Robin.
Regresaremos a la hora del té. —Salí y emprendí el camino antes de que ella pudiera
detectar más defectos en mi desordenada apariencia. Después de cuatro años de enfermera
del ejército, disfrutaba de la ausencia de los uniformes y del racionamiento permitiéndome
el placer de usar vestidos de algodón de colores sobrios, totalmente inadecuados para
caminar por los pastizales.
En realidad, tampoco había planeado hacer muchas caminatas. Mis ideas se
acercaban más a dormir hasta tarde por las mañanas y pasar largas y tranquilas tardes en la
cama con Robin, sin dormir. No obstante, era difícil mantener un espíritu romántico y
lánguido con la aspiradora de la señora Cyrene zumbando al otro lado de la puerta.
Debe de ser la alfombra más sucia de toda Escocia —había señalado Robin esa
mañana mientras yacíamos en la cama escuchando el rugido feroz de la máquina en el
pasillo.
—Casi tan sucia como la mente de su dueña —convine—. Tal vez deberíamos
haber ido a Brighton. —Habíamos elegido las tierras altas de Escocia para disfrutar de
unas vacaciones antes de que Robín ocupara su puesto de profesor de historia en Oxford; el
norte de Gran Bretaña se había conservado apartado de los horrores físicos de la guerra y
era menos susceptible a la frenética alegría de posguerra que infectaba otros sitios de
veraneo más populares.
Nos habíamos casado y habíamos pasado una luna de miel de dos días en Escocia, poco antes del estallido de la guerra siete años atrás. Un plácido refugio para redescubrirnos mutuamente, supusimos, sin darnos cuenta de que si bien el golf y la pesca son los deportes al aire libre preferidos de los escoceses, el deporte bajo techo predilecto es el chismorreo. Y en un país tan lluvioso como Escocia, la gente pasa mucho tiempo dentro de casa.
—¿Adonde vas? —pregunté cuando Robin bajó los pies de la cama.
—No me gustaría desilusionar a la pobre señora —respondió. Se sentó en el borde
de la vieja cama y comenzó a rebotar suavemente para producir un agudo y rítmico
chirrido. La aspiradora del pasillo se detuvo de pronto. Después de saltar durante uno o dos
minutos, Robin emitió un fuerte gemido y se dejó caer hacia atrás con un estruendo de
resortes. Sin poder contenerme, me eché a reír bajo la almohada para no quebrar el azorado
silencio del corredor. Robin enarcó las cejas.
—Se supone que debes suspirar extasiada, no reírte —me reprendió a media voz—.
Va a pensar que no soy un buen amante.
—Si quieres suspiros de éxtasis, tendrás que tardar más —respondí—. Dos minutos
no merecen más que una carcajada.
—Qué mujer tan desconsiderada. He venido aquí a descansar, ¿recuerdas?
—¡Vago! Jamás llegarás a la próxima rama en el árbol de tu familia a menos que
demuestres un poco más de entusiasmo.
La pasión de Robin por la genealogía fue otra de las razones por las que elegimos
las montañas de Escocia. Según uno de los ajados papeles que siempre llevaba de un lado a
otro, un aburrido ancestro suyo había tenido que ver en algo que había pasado en esta
región allá por el siglo dieciocho... ¿o diecisiete?
—Si termino siendo un tocón sin hijos en el árbol familiar, será, sin duda, por culpa
de nuestra incansable señora Cyrene. Después de todo, hace casi ocho años que nos
casamos. El pequeño Robin será legítimo sin necesidad de ser concebido en presencia de
un testigo.
—Si es que lo concebimos —apunté con pesimismo. Ya habíamos sufrido otra
desilusión la semana anterior al viaje.
—¿Con todo este aire puro y comida sana? Aquí deberíamos lograrlo. Estate tranquila mi amor — dios realmente amaba a este hombre solo el puede hacer que todas mis dudas y demonios desaparezcan y no tiene nada que ver con sus hermosos ojos azules y esa sonrisa picara, si no fuera un respetado profesor hasta pensaría que tan solo es un ladron que robo todo de mi.
—A menos que planees un bis para la virtuosa señora Cyrene —aventuré—, sería
mejor que te vistieras. ¿No tienes que encontrarte con ese sacerdote a las diez? —El padre
Marcos, vicario de la parroquia local, le iba a enseñar unos fascinantes registros
de bautismo para que Robin los inspeccionara, sin mencionar la apasionante
posibilidad de que hubiera encontrado unos añejos despachos del ejército o algo por el
estilo que mencionaban al notable antepasado.
—¿Cómo se llamaba ese tataratatarabuelo tuyo? —pregunté—. El que anduvo por
aquí durante uno de los Levantamientos... No recuerdo si era killy o Walter.
De hecho, se llamaba Killian. —Robín aceptaba con placidez mi completa indiferencia en la historia familiar, pero se mantenía siempre alerta, presto a aprovechar la más leve expresión de curiosidad como excusa para contarme todos los datos conocidos
hasta el momento sobre los primeros Hood y sus conexiones. Los ojos se le iluminaron
con el ferviente brillo del fanático profesor mientras se abotonaba la camisa—. Killian Jones Hood, Sin embargo, se le conocía con el llamativo apodo Capitán Hook, que adquirió en el ejército, probablemente durante su estancia aquí.
Me tiré boca abajo en la cama y fingí roncar. Robin me ignoró y prosiguió con su
exégesis académica.
—Compró su grado a mediados de la década de los treinta, del siglo dieciocho,
claro. Fue capitán de dragones. Según esas antiguas cartas que me envió la prima Marian, le
fue bastante bien en el ejército. Una buena elección para un segundo hijo, pero todavía no he averiguado mucho sobre él. De todos modos, el duque de Sandringham alabó las
actividades de Killian J. Hood antes y durante el Levantamiento Jacobita del cuarenta y cinco..., es decir, el segundo —especificó para su ignorante público, o sea, yo—. Ya sabes,
el príncipe Carlos y sus amigos.
—No estoy muy segura de que los escoceses sepan que perdieron entonces —le
interrumpí al tiempo que me sentaba para arreglarme el pelo—. Oí que el cantinero de la
taberna de anoche nos llamaba Sassenachs.
—¿Y por qué no? —dijo Robin—. Sólo significa «ingleses» o, en el peor de los
casos, «extranjeros». Es precisamente lo que somos.
—Sé lo que significa. Lo que me molestó fue el tono.
—Estaba fastidiado porque le dije que la cerveza era suave. Le expliqué que para
obtener la verdadera cerveza escocesa hay que agregar una bota vieja a la cuba y colar el
producto final con un calzoncillo viejo.
—Eso explica el monto de la cuenta.
—Bueno, se lo dije con un poco más de tacto, pero sólo porque el idioma gaélico
no tiene una palabra específica para calzoncillos.
Intrigada, busqué mi propia ropa interior.
—¿Por qué no? ¿Acaso los antiguos celtas no usaban ropa interior?
Robin me miró de reojo.
—¿Nunca has oído esa vieja canción que habla de lo que un escocés se pone debajo
de la falda?
—Seguramente no calzoncillos —dije en tono cortante—. Tal vez vaya a buscar a
algún escocés que use falda y le pregunte mientras tú te diviertes con tus párrocos.
—Bueno, trata de que no te arresten, Regina. Al rector del St. Giles College no le
gustaría nada.
Sali sin mucha convicción de la vieja pensión para dar un paseo por la vieja ciudad y Dado que no tenía casa propia, no necesitaba comprar mucho. De todos modos, disfruté mirando las estanterías, nada más que por la alegría de ver muchas cosas en venta otra vez. El racionamiento había sido largo y habíamos pasado mucho tiempo sin las cosas más simples, como el jabón y los huevos, y mucho más sin los lujos menores de la vida,
como la colonia L'Heure Bleu.
Durante los años de guerra, había vivido en los alojamientos para enfermeras, primero en el Hospital Pembroke y luego en un hospital de campaña en Francia. Pero incluso antes de eso, jamás habíamos estado en un sitio el tiempo suficiente como para justificar la compra de algo muy grande o inútil como un jarrón pensé, el tío Henry lo hubiera llenado con restos de cerámica antes de que yo hubiera tenido tiempo de poner un ramo de flores.
Henry Mills. Sus alumnos de arqueología y sus amigos lo llamaban «H». En los círculos académicos en los que se movía y daba conferencias, lo conocían como el «doctor Mills». Pero, para mí, siempre había sido el tío Henry.
Único hermano de mi padre y mi único pariente con vida en aquel entonces, había
tenido que hacerse cargo de mí, con cinco años de edad, cuando mis padres murieron en un
accidente de coche y se convirtió en la persona mas amada para mi enseñándome todo lo que podía sobre la vida Y lo había acompañado a Oriente Próximo, a
Sudamérica y a docenas de lugares de estudio en el mundo entero. Había aprendido a leer y
escribir con los borradores de sus artículos, a cavar letrinas y a hervir agua y a realizar una
cantidad de cosas nada apropiadas para una jovencita de buena cuna... hasta que conocí al
apuesto historiador de cabello rubio que vino a consultar al tío Henry sobre la relación de
la filosofía francesa con las prácticas religiosas egipcias.
Al llegar a la posada me encontré con mi esposo, quien se peleaba de forma majestuosa con la vieja puerta de la entrada cuando note que justo bajo sus pies había sangre.
—¡Sangre! —Di un paso atrás hacia la entrada—. ¿De quién? —Eché una mirada
nerviosa hacia la casa—. ¿Crees que la señora Cyrene ha tenido algún accidente? —No
podía imaginar que nuestra inmaculada anfitriona dejara que unas manchas de sangre se
secaran en la entrada de su casa a menos que hubiera ocurrido una catástrofe mayor. Por un
instante me pregunté si el vestíbulo no albergaría a un enloquecido asesino con un hacha,
listo para abalanzarse sobre nosotros con un grito escalofriante.
Robin meneó la cabeza y se puso de puntillas para espiar el jardín vecino por encima de la
valla.
—No lo creo. Hay una mancha igual en la entrada de los Collins.
—¿En serio? —Me acerqué a Robin, tanto para ver por encima de la valla como
para buscar apoyo moral. Escocia no me parecía un sitio apropiado para un asesinato
múltiple, pero tampoco creía que los asesinos utilizaran el sentido común para elegir sus
lugares—. Es bastante... desagradable —comenté. No había señales de vida en la casa
vecina—. ¿Qué piensas que ha ocurrido?
—¡Me parece que ya lo sé! Espera un momento. —Salió disparado por el portón y
trotó por el camino dejándome sola en la entrada de la casa. Volvió enseguida, radiante
ante la confirmación—. Sí, es eso. Debe de serlo: todas las casas lo tienen.
—¿Qué tienen? ¿Un asesino loco? —Hablé con dureza, todavía un poco nerviosa
por haber sido dejada en la sola compañía de una mancha de sangre. Robin rió.
—No, un sacrificio ritual. ¡Fascinante! —Se arrodilló en el césped para escudriñar
la mancha sumamente interesado.
Esta alternativa no era mucho mejor que un maníaco homicida. Me acuclillé junto a
él y arrugué la nariz por el olor. Era temprano para que hubiera moscas, pero un par de
grandes moscardones escoceses revoloteaban alrededor de la mancha.
—¿Qué quieres decir con «sacrificio ritual»? La señora Cyrene es muy religiosa, al
igual que todos los vecinos. No estamos en la Colina Druida ni nada por el estilo, ¿sabes?
Se irguió y se sacudió los pantalones.
—Te equivocas, querida. No hay un lugar en el mundo con más supersticiones y
magia incorporadas a la vida cotidiana que las tierras altas de Escocia. Religiosa o no, la
señora Cyrene cree en las viejas leyendas, igual que el resto del vecindario. —Señaló la
mancha con la punta del zapato bien lustrado—. La sangre de un gallo negro —explicó con
expresión de triunfo—. Las casas son nuevas, ¿ves? Prefabricadas hasta no hace mucho, se acostumbraba a matar algo y enterrarlo bajo los cimientos para apaciguar a los espíritus locales de la tierra. Ya sabes: «Echará los cimientos sobre su primogénito y sobre su hijo menor levantará la entrada.» Más viejo que las colinas.
La cita me produjo escalofríos.
—En ese caso, supongo que son muy modernos y civilizados al usar gallinas.
¿Acaso quieres decir que, como las casas son bastante nuevas, no hay nada enterrado
debajo y los habitantes están remediando ahora esa omisión?.
—Sí, exactamente. O acaso no crees en la magia, amor mio —Robin parecía feliz con mi progreso y me miraba con esa sonrisa socarrona.
—Las fiestas antiguas —precisó, perdido aún en sus apuntes mentales—.
Hogmanay, que es Año Nuevo, el día de San Juan, Beltane, que se celebra el uno de mayo,
y el día de Todos los Santos. Por lo que sabemos, los druidas, los pueblos prehistóricos, los
primitivos pictos, todos observaban las fiestas del sol y del fuego. De todos modos, los
fantasmas se liberan en las fechas sagradas y pueden andar con libertad para hacer el bien o
el mal, como les plazca. —Se frotó la barbilla con aire concentrado—. Falta poco para
Beltane... cerca del equinoccio de primavera. Conviene estar alerta, en especial la próxima
vez que pases por el cementerio. —Le brillaron los ojos y me di cuenta de que el trance
había terminado.
Me reí.
Se estaba levantando viento y el aire de la habitación estaba cargado de
electricidad. Me cepillé el cabello y las puntas se encresparon hasta unirse en furiosos
enredos. Decidí que el pelo tendría que pasar la noche sin sus cien cepilladas.
Considerando el clima, me conformaría con lavarme los dientes. Algunos mechones se me
adherían a las mejillas y se pegaban con insistencia cuando intentaba acomodarlos hacia
atrás.
No había agua en la jarra. Robin la había utilizado para arreglarse antes de ir a su
reunión con el párroco y yo no me había molestado en rellenarla con agua del
baño. Cogí la botella de L'Heure Bleu y volqué una generosa cantidad en la palma de la
mano. Me froté las manos con rapidez antes de que se evaporara la fragancia y me las pasé
por el pelo. Eché otro poco de colonia en el cepillo y estiré más mi lacio cabello hacia atrás.
Bueno. Así estaba mejor, pensé, mientras movía la cabeza de un lado a otro para
examinar el resultado en el espejo. La humedad había disipado la electricidad estática del
pelo, de modo que me caía en asta los hombros y brillantes. Además, al evaporarse el alcohol, había dejado un perfume agradable. A Robin le gustaría, seguro. L'Heure Bleu era su colonia favorita. De pronto, hubo un relámpago, seguido casi de inmediato por un poderoso trueno. Las luces se apagaron. Mientras protestaba entre dientes, busqué a tientas en los cajones.
En algún lugar había visto velas y fósforos. Los cortes de luz eran tan frecuentes en
las montañas de Escocia que las velas eran parte necesaria del mobiliario de todo cuarto de
hotel o posada. Las velas de la señora Cyrene eran mucho más prácticas: blancas y rústicas, pero había muchas en la habitación, acompañadas por tres cajitas de fósforos. En aquellas
circunstancias, no estaba de humor para ser exigente. Con el destello del siguiente relámpago, coloqué una vela en el candelabro de cerámica azul que había sobre la cómoda. Caminé por la habitación prendiendo otras velas hasta que todo el cuarto quedó iluminado por un tenue y vacilante resplandor. Muy romántico, pensé. Con cierta presencia de ánimo, cerré el interruptor de la luz para que un repentino regreso de la electricidad no arruinara el ambiente en un momento inoportuno.
Las velas se habían derretido un centímetro cuando se abrió la puerta y Robin entró
en la habitación como una ráfaga de viento. Literalmente, porque la corriente que lo siguió
apagó tres de las velas. La puerta se cerró a sus espaldas con un golpe que apagó otras dos. Robin escudriñó la súbita penumbra y se pasó la mano por el cabello desordenado. Me levanté y volví a encender las velas mientras comentaba sus bruscos métodos de entrada en los cuartos. Sólo cuando hube terminado y me di la vuelta para ofrecerle una copa observé que estaba pálido y agitado.
—¿Qué te ocurre? —pregunté—. ¿Acaso has visto un fantasma?
—En realidad —dijo despacio—, no estoy seguro. —Con aire distraído, cogió mi
cepillo y lo alzó para peinarse. Un soplo fugaz de L'Heure Bleu llegó a sus orificios nasales
y arrugó la nariz. Dejó el cepillo y optó por su peine de bolsillo.
Miré por la ventana y vi que los olmos se sacudían como látigos. Un postigo suelto
golpeaba con fuerza al otro lado de la casa y se me ocurrió que tal vez debiéramos cerrar
los nuestros, aunque la tormenta que se estaba desarrollando tenía un aspecto muy
excitante.
—Es una noche un poco violenta para fantasmas —comenté—. ¿No les gustan más
las veladas tranquilas y brumosas en los cementerios?
Robin rió con un poco de vergüenza.
—Bueno, supongo que es culpa de las historias de la cantina y de un exceso de
jerez. Nada, seguramente.
Ahora sentía curiosidad.
—¿Qué has visto exactamente? —inquirí mientras me sentaba en la silla de la
cómoda. Le señalé la botella de whisky con una ceja enarcada y Robin fue enseguida a
servir dos copas.
—En realidad, era una mujer —comenzó al tiempo que servía una medida para él
y dos para mí—. Estaba parada fuera, en el camino.
—¿Fuera de casa? —Me reí—. Entonces, debía de ser un fantasma. No creo que
haya ningún mortal fuera en una noche como ésta.
Robin inclinó la jarra de agua sobre su copa y me miró con ojos acusadores al ver
que no caía nada.
—No me culpes —atajé—. Has gastado toda el agua. No me importa tomarlo así.
—Bebí un sorbo para demostrárselo.
Robin pareció tentado con la idea de ir al baño a buscar más agua, pero descartó la
posibilidad y prosiguió con su historia. Bebió con cuidado, como si la copa contuviera
vitriolo en lugar del mejor whisky de malta Glenfiddich.
—Sí, estaba en el borde del jardín, a este lado, junto a la valla. Creí —vaciló y miró
su copa—, creí que miraba hacia tu ventana.
—¿Mi ventana? ¡Qué extraño! —No pude evitar un escalofrío. Crucé la habitación
para cerrar los postigos, aunque ya era algo tarde para eso. Robin me siguió sin dejar de
hablar.
—Sí, yo podía verte también desde abajo. Te estabas cepillando el cabello y
protestando porque se te encrespaba.
—En ese caso, la mujer debía de estar riéndose —aventuré con descaro. Robin
meneó la cabeza, pero sonrió y me acarició el pelo.
—No, no se reía. Parecía muy triste por algún motivo. No podía verle el rostro,
pero podía notarlo en su postura. Me acerqué por detrás y al ver que no se movía, le
pregunté cortésmente si podía ayudarle en algo. Al principio, actuó como si no me hubiera
oído y pensé que quizá no me había oído por el ruido del viento. Volví a preguntarle y
estiré el brazo para tocarle el hombro. Ya sabes, para atraer su atención. Pero antes de que
pudiera tocarla, se volvió y pasó junto a mí en dirección al camino.
—Más parece una maleducada que un fantasma —señalé, y vacié mi copa—. ¿Qué
aspecto tenía?
—Era una tipa alta —respondió Robin con el entrecejo fruncido—. Una escocésa,
con el típico atuendo completo con morral y un hermoso broche en la falda me parecio sumamente interesante ya que habitualmente las mujeres no llevan ese tipo de ropa. Quería
preguntarle dónde lo había comprado, pero se marchó antes de que pudiera hacerlo.
Fui hasta la cómoda y me serví otra copa.
—Bueno, no es una vestimenta muy rara en estos lugares, ¿no? He visto hombres
así en el pueblo algunas veces.
Exacto hombres no mujeres, eso es extraño hasta en esta época de modernismo.
—Robin parecía confundido—. Pero no, no fue la ropa lo que me llamó la
atención. Cuando pasó junto a mí, podría jurar que estuvo tan cerca que tenía que haber
sentido su roce. Pero no fue así. Me intrigó tanto que me volví para mirarla mientras se
alejaba. Caminó por la calle Gereside y cuando llegó a la esquina... desapareció. Fue
entonces cuando sentí un escalofrío en la columna.
—Tal vez te distrajiste un segundo y élla se perdió entre las sombras —insinué—.
Hay muchos árboles cerca de la esquina.
—Podría jurar que no le quité la vista de encima —masculló Robin. De pronto,
levantó la mirada—. ¡Ya sé! Ahora recuerdo por qué me pareció tan extraña, aunque no me
di cuenta en aquel momento.
—¿Por qué? —El fantasma estaba empezando a cansarme. Quería pasar a un tema
más interesante, como la cama, por ejemplo.
—El viento soplaba muy fuerte, pero ni su falda ni su capa se agitaban, excepto con
el movimiento de sus piernas al caminar.
Nos miramos.
—Bueno —dije por fin—, suena un poco fantasmagórico.
Robin se encogió de hombros y sonrió de repente, como quitándole importancia.
