Esta ambientado en el siglo XVIII, no es fundamental para la historia, pero me gustaría que lo supieran.
Nada de esto es mio, todo pertenece a J.K Rowling
…
Adiós.
Por RoseWeasley13
El sentimiento agobiante de culpa le carcomía el pecho. Todo lo que había hecho estaba mal, pero como evitar hacer lo que más quieres en este mundo. Sonrió sádicamente, acariciando sus perfectos rizos pelirrojos con la daga que llevaba en mano.
La daga estaba impregnada en sangre, la cual caía gota a gota hasta el suelo, donde un charco carmín empezaba a crecer.
Frente a ella, un cuerpo yacía tendido. La joven ladeo la cabeza, haciendo que sus rizos cayeran a su costado. Se inclino hacia el cuerpo, y en cuclillas se mantuvo frente a él.
—Me encanta que estés aquí - murmuro la joven, acariciando la mejilla del hombre con la daga, dejando en el proceso un rastro de sangre desde la mejilla hasta los labios blancos del hombre —Ahora te puedo ver sin que nadie se interponga - continuo. Susurrando con aquella voz sádica, pero infantil a la vez.
La mujer soltó unas risitas, que aparentaban ser inocentes. Deseaba, con todo su ser, que ese hombre frente a ella fuera suyo. Pero eso jamás seria posible.
—Te amo - susurro después de unos segundos en silencio.
La pelirroja se inclino más hacia el hombre, y apoyando sus manos en el suelo evito caerse. Con cuidado, deslizo su pequeña y sonrojada nariz por la mejilla del hombre, llegando hasta los labios fríos. —Te amo — repitió. Y con una nueva risita deposito sus rosados y carnosos labios sobre los de él.
El roce que la mujer había creado no duro mucho, pues después de unos segundos la joven se dejo caer al suelo, sentándose. Aplaco su largo y abultado vestido para estar más cómoda.
Estaría junto a él hasta que el sol empezara a salir, y después de eso. Desaparecería. Porque le amaba, pero no era estúpida.
Había matado a su amor para que este jamás llegara a casarse con su joven prometida. Aquel hombre era de ella, y nadie jamás lo tendría.
Si estaba muerto, solo seria suyo. Su egoísmo era grande.
Tomo la daga con la que se había cometido el pecado, y con cuidado lo guardo entre sus ropas. No quería ser acusada de nada, por lo que tendría que ser muy cuidadosa con su crimen.
Su amado yacía justo en el mismo lugar. No se movía, no se movería de nuevo.
Estaba muerto. Ella le había matado.
Nunca vería de nuevo sus ojos grises centellear en la noche, ya no contemplaría sus rosados labios hablar mientras ella fantaseaba con besarlos. De ahora en adelante, aquellas manos cálidas que poseía tan solo unos minutos atrás jamás volverían a tomar su cintura, o acariciar sus largos bucles. Ni a tomarla con toda la ternura del mundo por las mejillas, y acercarse lentamente hacia sus labios.
Pero si no era de ella. No seria de nadie. Debía despedirse; era hora.
Y con un último beso se alejó de su amado. Caminando hacia el horizonte. Sintiendo la daga escondida entre sus ropas.
Adiós, Scorpius.
