Disclaimer: los personajes originales de House MD le pertenecen a David Shore.
Capitulo uno
La persecución
"[…] Esta vez me alegró dejar esa casa, no me imaginaba los negros días que me esperaban"
Charles Dickens
David Copperfield
Una chica subía las escaleras del subterráneo casi desierto de la ciudad de Wilmington, Estados Unidos. Los pocos transeúntes que pasaban ni la miraban. Era alta, escuálida, vestida con una chaqueta azul, mugrienta y gastada, un pantalón gris oscuro y zapatillas blancas con azul, en el mismo estado que su abrigo. Una bufanda gris y la capucha de la chaqueta le cubrían casi toda la cara, excepto sus ojos. Nadie sabía qué demonios hacia sola a las diez de la noche y, para la niña, era mejor así.
Salió a la calle y comenzó a caminar, algo apresurada. Vislumbró por encima del hombro. Como se lo imaginaba, los hombres continuaban tras ella.
La mochila negra que llevaba a sus espaldas le hacía doler. En parte, porque estaba cansada y en parte porque la mochila no estaba rellena de plumas. Se la acomodo y siguió con su camino. La voz de una vieja vendedora ambulante le puso la piel de gallina:
—¡Flores, flores para los muertos! —vociferó, cuando paso al lado de la mujer, mientras mostraba una sonrisa desdentada y le ofrecía una flor.
La mochila seguía molestándola. Se sentía muy cansada y con la cabeza hecha un embrollo. Pero no quería demostrar miedo. Era lo último que necesitaba en ese momento. Miro otra vez y los hombres continuaban tras ella. Eran tres.
Estaba en un mal momento y le constaba que ellos lo sabían. La chica estuvo a punto de detenerse y darse vuelta, pero no le convenía en la condición en que se encontraba. Tenía que ser inteligente.
Disimuladamente, echó una mirada hacia atrás. Estaban más cerca. Un sudor frío le recorrió la espalda. Si ellos sospechaban que su cuerpo dejaría de obedecer las órdenes de su cerebro en cualquier momento, luego estaría en problemas.
La seguían desde New Casie. Cuando vio que ese maldito tipo la miraba fijamente, intuyó algo raro y bajó al subterráneo. Pero ya la había visto y el resultado estaba a la vista.
Necesitaba un poco de suerte, tan solo un poco. Pero, cuando su pie se atascó en una rejilla, cambió de opinión. Ahora deseaba a la suerte. Tironeó la pierna hacia arriba, pero no cedía. Sospechó que los hombres aprovecharían la situación y no lo iba a permitir. Siguió forcejeando, pero era inútil. Los hombres estaban más cerca.
Al fin logró zafarse y volvió a la marcha. La gente ni la miraba, pero no la tranquilizaba. Necesitaba descansar aunque sea unas pocas horas.
Vio un camión de reparto estacionado, por la luz roja del semáforo. Un idiota había dejado la puerta corrediza abierta. Corrió a treparse a la caja y, un instante después, el semáforo cambió de color y el vehículo arrancó.
Detrás de ella, los hombres dejaron de disimular y se echaron a correr.
—¡Detente! —gritó uno de ellos— ¡Somos de la policía!
La chica sólo los miró, esperando ver lo que ocurría a continuación.
—¡Deténgase, camionero! ¡Policía!
Los hombres corrían tras el camión, desesperados. Casi lo alcanzaron, pero cuando uno de ellos se acerco demasiado, la niña le propino una patada en la mandíbula. Tomado por sorpresa, el tipo rodó sobre sus propios compañeros y terminaron en el suelo. Ella se los quedo mirando hasta que el camión doblo la esquina. Vio, desde lejos, como uno de ellos sacaba un handy del cinturón y decía algo en dirección al aparato.
La niña lanzó un suspiro de alivio y fue hasta el fondo. Se sentó encima de una de las cajas de galletitas que transportaba el vehículo, intentando pensar con la mayor claridad posible. ¿Qué le había dicho a ese hombre en el intercomunicador? ¿La matricula del camión, quizás? Seguramente. Pero de todos modos, guardo la esperanza de que le llevaran días encontrarla.
Tenía sueño y le dolía el pie, a causa de quedar atrapado en la rejilla y al golpear a aquel policía. Tenía el cuerpo cargado de adrenalina. No se sentía bien. Abrió la mochila y saco una manzana, la última que tenia. Le dio un buen mordisco, a ver si con algo de comida llegaba a sentirse mejor. Luego de terminar de comer, se acostó en el suelo, semioculta por las cajas, mirando las estrellas a través de la persiana abierta. No se detuvo a pensar a dónde diablos iría el camión. No le interesaba mucho el sitio; por lo tanto no le importaba mucho el camino, siempre que la llevara lejos de la policía. Realmente estaba harta del jueguecito. ¿Qué más querían? La culpa era de ellos. Pedir un poco de paz significaba pedir que la luna cantase en alemán, si de ella se trataba.
Pero no quería pensar en eso. Y menos en lo que le esperaba en manos de ellos.
Si la atrapaban.
Y se quedó dormida profundamente.
Cinco horas antes de todo ese embrollo en Wilmington, un medico caminaba por los pasillos del hospital escuela de Princeton Plainsboro, en el condado de Mercer, Nueva Jersey. Iba a hablar con el padre de una paciente. Generalmente no lo hacía, ya que odiaba hablar con ellos, sean pacientes o sus familiares. Pero su equipo estaba ocupado y tenía que ir a hablar él. Era un hombre alto, delgado, atractivo. Debajo de su cabello castaño, con algo de gris (que delataba que ya había entrado en la cuarentena) se destacaban sus ojos azules. Un infarto muscular lo había dejado lisiado de la pierna derecha, por eso siempre usaba un bastón. Empujo una puerta corrediza de vidrio e ingreso en la habitación.
—Kayla ya puede irse —anunció el médico, sin entusiasmo, dirigiéndose a un padre de aspecto ojeroso, que estaba sentado al lado de la cama de su hija. El hombre sonrió, aliviado.
—Gracias a Dios —murmuró, levantándose de la silla—. Pero… ¿Quién es usted?
—Un psicópata que se hace pasar por medico —le respondió sarcásticamente—. Soy el doctor Gregory House.
—Usted es el doctor de mi hija. ¿Por qué nunca vino a verla? Solo tres doctores la visitaron y ninguno era usted.
— Era yo, pero sufro de metamorfosis junto con cambios de personalidad: a veces soy un negro responsable, una chica dulce o un rubio tonto de acento raro.
—Si usted es médico, ¿Por qué no usa bata, como los demás? —intervino Kayla. Tenía siete años y un aspecto mucho más saludable del que había entrado, con un cuadro de la enfermedad de Lyme
—Porque me confundían con un heladero. O peor: con un medico. Ahora no te vuelvas a enfermar. ¿Prometido?
—Prometido —juró Kayla. Sus ojos se fijaron en su bastón— ¿Qué le paso en la pierna?
—Una pelea a muerte contra el monstruo del armario.
—No existe el monstruo del armario. Papá me lo dijo.
—Porque yo lo maté. Pero su alma en pena se desquita molestando a mis pacientes" la chiquilla se replegó sobre sí misma. Se dirigió al padre—. Pueden irse hoy —se marchó de allí y caminó hacia el ascensor. Pulsó el botón de la planta baja. El aparato ronroneo y comenzó a bajar. Era una preciosa tarde de jueves, que ya había sido arruinada por Mark Warner, el marido de su abogada y ex mujer, Stacy. Los jueves era el día que Mark iba a terapia para personas con discapacidad. Y lo último que hubiera deseado en la vida era cruzarlo con su cara de idiota, montado en su silla de ruedas, empujado por Stacy y con una sonrisita burlona que decía, clara e infantilmente "yo tengo la tengo a ella y tú no". Era un desagradecido. ¿Acaso se había olvidado que, hacia unos meses, le había salvado la vida?
Se bajó del ascensor, se dirigió a la farmacia y pidió un frasco de Vicodin, sus analgésicos para el dolor. Se tomó dos pastillas y siguió su camino hasta llegar a la cafetería del hospital. El lugar estaba repleto de familiares de pacientes y médicos, pero logro detectar en una mesa a la persona que buscaba. Estaba sentada de espaldas a él, con una bandeja de comida. Se acerco sigilosamente por detrás y, con un movimiento rápido, le robo una bolsa de frituras. El hombre se dio vuelta
—Ah eres tú. ¿Cómo haces para caer justo cuando estoy comiendo? —le preguntó James Wilson, su mejor y único amigo, ligeramente fastidiado.
—Te vigilo con cámaras, vayas a donde vayas. Sé que miras películas porno mientras fantaseas con Cuddy
—Soy hombre ¿no?
—Tengo mis dudas… —se sentó delante de él—. Todos mienten. Siempre —suspiró—.Tengo el día arruinado…
—Te has cruzado con Mark ¿verdad?
House no contestó nada. Se limito a comer el contenido de la bolsa.
—Déjalos tranquilos, House. Stacy es feliz con su vida y con su marido. Deja ya de intentar reconquistarla.
—No es así. Solo quiero demostrarle que, tarde o temprano, se despertará una mañana y se dará cuenta que está desperdiciando su vida al lado de Mark.
—Ajá. Y volverá corriendo a tus brazos. No te hagas ilusiones. Sabes que eso no pasara.
—Ella aun me ama, solo que no lo sabe todavía.
Wilson meneó la cabeza, como si no pudiera creer lo iluso que era su amigo. Pronto cambiaron de tema.
—El próximo fin de semana serán los autos chocones. Ya reserve un par de entradas. ¿Iras? —le preguntó House.
—Sí, iré.
House lo miró, extrañado.
—¿Lo dices en serio?
—Por supuesto —luego agregó con una pizca de tristeza—. Lo que sea para estar lo menos posible en mi casa.
—¿Va muy mal la relación con tu tercera esposa?
—Ni siquiera me habla.
—¿Le pedirás el divorcio?
—No. Tal vez las cosas se arreglen.
—Ajá. Y volverá corriendo a tus brazos. No te hagas ilusiones. Sabes que eso no pasara.
—A veces, tengo ganas de matarte ¿lo sabías?
House se agachó repentinamente bajo la mesa. Kayla y su padre estaban entrando a la cafetería.
—¿Qué pasa? ¿De quién te escondes?
—De mi paciente y su padre. No quiero que me vean.
—¿Por qué?
—No quiero desperdiciar diez minutos de mi vida escuchando un discurso lacrimógeno del hombre sobre como seria su vida si su hija se hubiese muerto; que la niña es la luz de sus ojos y tonterías así.
Alzó la vista. El hombre llevaba en hombros a su hija. Compraron un helado y se alejaron, jugando y divirtiéndose. Se los veía muy felices.
—¡Qué ridículo! —exclamó House, una vez que desaparecieron por la puerta de vidrio.
Wilson, que también había observaba la escena, replicó:
—No, no lo es. Así se comportan los padres con sus hijos. Si hubieras tenido uno, te comportarías igual que él… Aunque lo dudo.
House soltó una carcajada carente de humor.
—¡Ja, ja! ¡Qué buen chiste!
—¿Jamás has pensado en tener hijos?
—No, nunca.
—¿Por qué? ¡Debe ser lo más lindo! Aunque no me imagino un pequeño vástago merodeando por tu casa.
—A ver, déjame pensar… —se froto las sienes—. Lo tengo: de bebes son insoportables, solo duermen, lloran, comen, babean y ensucian a cualquier hora del día; cuando son mas grandes tienes que asistir a aburridas reuniones del colegio donde te informan lo mal que se portan o lo pésimo de sus calificaciones. Y de adolescentes son peor: los varones duermen todo el día y tocan la guitarra toda la noche, vuelven de fiestas ebrios o drogados. Y las mujeres son detestables: solo aparecen para comer, se quejan de que todo engordan, cambian de novios como de canal y quedan embarazadas a los catorce años ¿comprendes?
Wilson quedó boquiabierto ante el discurso.
—Jamás conocí a alguien que odiara tanto a los niños —comentó.
—Dije que eran molestos, no que los odiaba —aclaró House—. Menos mal que nunca he tenido hijos.
—Nunca digas nunca —le advirtió Wilson.
—Eh, niña, despierta… niña… ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has subido?
Una mano la sacudía por el hombro. La chiquilla abrió los ojos y luego volvió a cerrarlos, cegada por la luz de una linterna. Cuando se acostumbro a la luz, vio a un hombre corpulento y melenudo inclinado sobre ella y se despabilo de golpe, crispándose a la defensiva.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó el hombre, con voz grave.
Ella asintió. Por un momento, no supo donde estaba ni como había llegado allí. Pero enseguida lo recordó, con total claridad. Se incorporo súbitamente, pero la brusquedad del movimiento la hizo tambalearse del mareo. El hombre la tomo del brazo para impedir que se cayera.
—¿Segura que te encuentras bien? —insistió el hombre, mientras le apuntaba con la linterna.
La niña volvió a asentir.
—Fantástico, porque tengo algunas preguntas que hacerte. ¿Cómo te llamas?
—Eh… mi nombre es… Dafne —mintió la chica. No iba a arriesgarse diciéndole a ese desconocido su verdadero nombre.
—Bien, Dafne, ¿qué haces aquí? —siguió interrogándola el hombre, sin soltarla. No le creía ni una sola palabra.
—Buscaba un transporte para viajar.
—¿Por qué?
Tenía que inventar algo. Urgente.
—Me escapé de mi casa —musitó.
El hombre aflojó la presión en su brazo, apago la linterna y la sacó afuera. La niña bajó del camión y se encontró en una ruta desértica. Ni un árbol, ni una casa, se destacaban en aquel lugar, a excepción de la gasolinera donde el camión se había estacionado. El hombre entró con ella al negocio y le compró a un hombrecito pálido, de gafas gruesas, un refresco, pan y unas fetas de jamón. Luego de cargarle gasolina al vehículo y comer, subieron al camión. La niña sacó la mochila de la parte de atrás y se sentó en la cabina. Mientras manejaba, el hombre le preguntó:
—¿Por qué escapase de tu casa, Dafne?
La niña tardó un poco en responder. Tenía que improvisar.
—Mi padrastro es un golpeador —dijo al fin—. Es un maldito borracho. Mi madre murió hace dos meses y yo, cansada del maltrato, me escapé. Y ahora… y ahora… —la niña se cubrió la cara con las manos y fingió llorar. El hombre le dio unas palmadas en la espalda, consolándola.
—Ya, ya. Tranquila. Entonces eran a ti a quien buscaban los policías, ¿no?
—¿Qué policías? —preguntó la niña, tensa.
—Había algunos en Dover. Me mostraron una fotografía tuya… eso creo —agregó, mirando con curiosidad su rostro cubierto.
La chica no dijo nada. Estaba aterrada, por más que lo negara. ¿Y si el hombre de buena voluntad, la llevaba con la policía? No lo iba a permitir.
—Tal vez deberías denunciar a tu padrastro, Dafne…
—No —contestó secamente ella—. Iré a casa de unos amigos de mi madre para que me ayuden.
—¿En Nueva Jersey?
—Exactamente
—¿En qué condado?
La niña dijo lo primero que se le vino a la mente:
—Mercer. En la ciudad de Princeton, para ser más precisa. ¿Podría llevarme hasta allí? —sabía que no estaría lo suficientemente lejos de los policías, pero debía conformarse con eso. Había llegado hasta el límite de sus fuerzas.
—Está bien, te llevaré… ¿Te sientes bien? Te veo muy mal.
—Si, si —mintió ella. Se sentía muy débil.
—Debes estar muy cansada. Ahora duerme. Yo te avisare cuando lleguemos.
—De acuerdo —la niña se acurrucó en el asiento y cerró los ojos, abrazando a su mochila, mientras recordaba.
Veintitrés de enero, dos meses antes del día en que la familia se mudara en busca de un futuro mejor. Era su cumpleaños, el sexto aniversario de la llegada de una niña al mundo. Esa pequeña que en el futuro estaría en Lansdowne, Philadelphia, durmiendo en un camión, abandonada a su suerte, jugaba a la ronda con sus amigas. Los niños varones, invitados de su hermano, no parecían entender que tenía de divertido tomarse de las manos y girar mientras cantaban canciones sin sentido.
Casi todo el cumpleaños fue perfecto. Los Fabulosos Cadillacs tocaban a través de un equipo de música "Matador, te están buscando" cantaba el músico. La canción encajaba perfectamente con la situación en la que viviría, pero en su sexto cumpleaños no podía saberlo nadie. El sol estaba precioso y brillante, sobre los tejados de las casas. Era una suerte que su cumpleaños hubiera salido bien, porque había comenzado mal. Cuando se levanto de la cama y se dirigió a la cocina, vio a su hermano mayor escuchando detrás de la puerta cerrada.
—Víctor, ¿qué pas…? —empezó a decir la pequeña
—¡Shhh! —la calló él —¡Déjame oír, tonta!
Ella no comprendió en ese momento, pero le pareció escuchar unas voces dentro de la cocina. Unos segundos después, su hermano irrumpió violentamente en el lugar, haciendo cesar la discusión.
—¿Cómo que vamos a mudarnos? —preguntó, furioso.
La niña entró detrás de Víctor. Sus padres, que estaban parados al lado del lavamanos, contemplaron a ambos niños, sorprendidos. Luego, su madre les pidió que se sentaran y su padre comenzó a explicarles:
—Este… su mamá y yo pensamos… que sería mejor mudarnos —su esposa frunció la nariz en señal de disgusto—. No nos encontramos muy bien económicamente… y yo creo que sería mejor marcharnos.
—Jonathan, ¿no sería mejor que…? —empezó a decir su mujer, con voz triste. Hacía tres días había asistido al funeral de un compañero del trabajo.
—No dejaré pasar esta oportunidad. Me ofrecieron un buen trabajo y…
—¡No me importa! —gritó Víctor— ¡Yo quiero quedarme aquí!
—Aun no estamos seguros, cariño —lo consoló su madre—. Lo más probable sea que no viajemos.
—Hijo, escúchame —suplicó su padre—. Económicamente no estamos bien y no lo estaremos a menos que nos vayamos. Recibirán una buena educación, en un buen colegio… Mamá y yo tendremos un buen trabajo para darles lo mejor.
—Pero… ¿Y mis amigos? ¿Y el torneo de fútbol?
—Harás nuevos amigos y participaras de torneos allí. Los sacrificios deben hacerse —le respondió su padre, de manera cortante.
Durante ese día y los que le siguieron, Víctor se mostró muy triste. Seguramente pensaba en todo lo que dejaría atrás y a su padre le importaba un comino si estaba de acuerdo o no; su opinión era la única que valía. Así era Jonathan: se tentaba mucho con el dinero y no le importaba lo que tenía que hacer o a donde tenía que ir para conseguirlo.
El patio trasero de la casa estaba lleno de niños que corrían, jugaban, reían y hacían bromas. A las seis de la tarde, su madre llevó a la mesa, llena de bandejas casi vacías de bocadillos, un pastel de cumpleaños con las velas encendidas. Todos los invitados rodearon el mueble y a la niña y cantaron el "Feliz cumpleaños", batiendo palmas. ¿Qué habría pasado con ellos? ¿Qué sería de sus vidas?
Después de que la niña apago las velas, Jonathan llevo a Víctor aparte, dentro de la casa. Estaba dispuesto a convencerlo de que mudarse sería lo mejor para su futuro. Cuando volvieron a salir, su rostro era el mismo. Una vez más, seguía reticente.
A la media hora, su madre colgó en un árbol una piñata multicolor que, luego de reventar, cayó sobre las cabezas de los niños una lluvia de harina, papel picado, caramelos y juguetes. Los chicos se abalanzaban como bestias sobre la mezcla…
De repente, todo comenzó a distorsionarse. Ya no estaba en el patio trasero de su casa, sino dentro de una habitación completamente ajena a su hogar. Un hombre alto, de unos cincuenta años, de ojos claros, se recorto en la puerta. Sus ojos eran fríos y le dio miedo.
—Ven conmigo, pequeña —le habló el hombre con mucha dulzura—. Acompáñame. Vinieron a buscarte.
Ella obedeció y lo siguió. Pero, cuando entró en una puerta que daba a un despacho, sintió un pinchazo en el cuello y solo alcanzo a ver el diabólico rostro del hombre antes de sumergirse en la más completa oscuridad.
—Dafne… Dafne… ya llegamos.
La niña se despertó, alterada. El hombre la miro, preocupado.
—¿Está bien? —le preguntó
—Si —mintió ella—. Solo… una pesadilla. ¿Dónde estamos?
—En Princeton. ¿Es aquí, verdad?
—Si —la niña se apeo del vehículo—. Muchas gracias.
—Oye, ¿no quieres que te acompañe? Es más de medianoche.
—No, muchas gracias, señor…
—Steve Morrison
—Gracias, Steve —cerró la puerta y comenzó a caminar. Las calles estaban oscuras y casi desiertas. Muy pocas personas transitaban. Necesitaba un lugar para pasar la noche. Encontró un callejón vacío y sucio. Se acurrucó detrás de unos cubos de basura y se durmió, a dos manzanas de distancia del hospital Princeton Plainsboro.
