Capítulo 1

Era un espectáculo fantástico y centelleante. El teatro St. Charles deslumbraba con la luz de gas que emitían las grandes arañas góticas de hierro forjado, con sus globos de opalina. El suelo de madera estaba encerado de tal modo que reflejaba no sólo cálidos charcos de luz, sino también las columnas de yeso blanco, con su decoración de hojas doradas, el terciopelo carmesí del telón, las balaustradas de los palcos y el diseño en forma de lira del techo. Desde la bóveda se habían suspendido cintas de seda roja, verde y dorada, hasta los palcos altos. Se mecían suavemente en el calor ascendente que despedían las luces de gas, como si se movieran al compás del vals cadencioso que ejecutaba la orquesta.

Los bailarines giraban en la pista, vestidos de seda, terciopelo y encaje, con sus ojos chispeantes de placer bajo las ranuras de las máscaras. Aquí, una muchacha vestía de dama medieval, con un sombrero en punta, envuelto en velos, bailaba en compañía de un beduino de túnica flotante. Allí, un monje con una cruz balanceándose sobre sus rodillas, formaba pareja con una mujer vestida de vestal. Del brazo de un soldado dragón iba una dama de peluca empolvada y cinta roja al cuello, proclamando su pertenencia a la época de la Revolución Francesa. Centellaba el paño de oro. Las plumas flotaban y se mecían en los sombreros. Falsas piedras competían en fulgor con el brillo discreto de las joyas auténticas. El aire olía a perfume con un dejo de alcanfor, pues muchos de los disfraces habían permanecido almacenados hasta ese martes de carnaval. Se oía un rumor de alegría y conversaciones, que a veces se imponían a la música. En el ambiente flotaba un aire de osadía, de placer audaz, mientas se coqueteaba discretamente tras el anonimato de los disfraces protectores.

Hinata Hyuga, que observaba a la multitud desde su puesto, contra una de las grandes columnas que sostenían en el círculo de palcos, ahogo un bostezo. Bajo sus oscuras pestañas de puntas azuladas. El humo y el olor del gas parcialmente quemada le estaban causando dolor de cabeza; o tal vez era el lazo fuertemente atado que sostenía su antifaz. La música era demasiado estridente, combinaba con el parloteo de voces, que casi la ahogaban. Apenas comenzaba la velada, pero Hinata había trasnochado mucho en las últimas semanas. Ese era su quinto baile de máscara desde que llegara a Nueva Orleans, poco después de navidad, y no le habría molestado que fuera el último, aunque bien sabía que faltaban dos semanas de festejos semejantes para que llegara el bendito alivio del miércoles de Ceniza.

El Mardi Gras había sido, en otros tiempos, una festividad pagana en honor de fertilidad y los ritos de primavera. Llamado Lupercalia en aquellos tiempos, por las cuevas en que se llevaban a cabo los festejos relativos a la adoración del Dios Pan, deidad de la tierra de los amantes o Arcadia, se había convertido en una excusa para la conducta licenciosa durante el tiempo de los romanos. Los primeros padres cristianos trataron de suprimirlo, pero al fracasar rotundamente lo incorporaron a los ritos de Resurrección. Por lo tanto, se declaró que el martes de carnaval seria el último día de festines antes del miércoles de Cenizas, que anunciaba los cuarenta días de ayuno precedente a la Pascua. Los sacerdotes llamaron a esta festividad con la palabra latina carnelevare, que se podría traducir, libremente, como adiós a la carne, fueron los franceses quienes le dieron el nombre de Mardi Gras, literalmente "martes gordo", por la costumbre de desfilar por las calles con un toro enorme, como símbolo del día. También fueron los franceses, en el reinado de Luis XV, quienes popularizaron la costumbre de realizar opulentos festejos antes de la última celebración, así como la tradición del baile de máscaras.

Por último, Hinata sentía cierto rencor contra el pueblo galo. No porque le disgustaran los bailes de disfraces. Por el contrario, siempre disfrutaba con uno o dos, los primeros de la temporada invernal, el espectáculo de visitas, como se la conocía en Nueva Orleans. Pero no comprendía porque Madame Tsunade y Sakura tenían que ir a todos aquellos para los cuales recibían invitación. Tal vez era su herencia anglosajona la que deploraba esos festejos prolongados. Para ella, eran aburridos, pero por encima de todo, agotadores.

-¡Despierta, Hinata! La gente te está mirando!

Hinata levanto sus pestañas con cierta ironía tras la calidez de sus ojos, que tenían el perlado de los mares septentrionales. Giro su cabeza para mirar a Sakura, su hermanastra.

-Creía que la gente se había pasado la noche mirándome los tobillos, por lo que has dicho.

-¡Y es bien cierto! No comprendo cómo puedes quedarte tan tranquila, mientras todos los hombres que pasan devoran con los ojos la parte inferior de tus piernas.

Hinata echo una breve mirada a su compañera, disfrazada de pastora, deliciosamente voluptuosa, cuyo escote descubría una buena porción de redondo seno, y bajo la vista a su silueta, completamente cubierta, descontando los tobillos, que asomaban escasos cinco centímetros bajo el ruedo de una prenda de piel de gamo, que la convertía en una princesa india. Tomo una de sus gruesas trenzas, que tenía el brillo y el rico tono negro con destellos azules. Mientras agitaba la punta, en un gesto desdeñoso, dijo:

-Escandaloso, ¿verdad?

-Ya lo creo. Lo que me extraña es que mamá lo permita.

-Voy enmascarada.

Sakura soltó un femenino resoplido.

-Con antifaz. Poca protección.

-Una india con las faldas hasta el suelo habría sido algo ridículo, bien sabes. Si había que ponerse un disfraz, he preferido que fuera autentico. En cuanto a Madame Tsunade, es demasiado buena para tratar de oponérseme.

-¡Más bien di que no tienes jamás en cuenta sus deseos ni los de nadie! Hinata sonrió a su hermanastra, apaciguadora.

-Mi querida Sakura, estoy aquí, ¿verdad? No te enfades o te saldrán arrugas.

De inmediato se aliso la frente de la menor. Eso no le impidió proseguir:

-Sólo me preocupa lo que dirán de ti las ancianas.

-¡Qué amable de tu parte, querida! –Dijo Hinata, dedicándola la otra el término cariñoso que, entre los criollos, se oía mil veces al día -. Pero temo que llegas demasiado tarde. Ya llevan un rato dándole a la lengua. Sería una pena privarlas de la diversión.

Sakura miro a su hermana mayor; estudio el suave ovalo de su cara, el chisporroteo de sus ojos detrás de la máscara, la nariz recta y la calidez de la sonrisa que curvaba su boca, perfectamente dibujada. Con la preocupación reflejada en sus ojos jades, aparto la vista para contemplar el salón.

-Hasta ahora sólo tratan de excéntrica. Hasta ahora. – De pronto se puso tiesa-. Mira a ese hombre. ¿Vez cómo te observa? ¡A eso me refería!

Hinata volvió su cabeza para mirar en la dirección indicada. El hombre al que Sakura se refería estaba de pie en la primera hilera de palcos, al otro lado del salón, con una mano apoyada en la columna y la otra en su cadera. Era alto y de hombros anchos, impresión que se acentuaba por su disfraz negro y plateado, que representaba al caballero negro, con manto hasta el suelo y yelmo con visera, que le cubría la cabeza y los hombros. Era una figura poderosa y romántica, aunque con aire peligroso. Tan completo era su disfraz que ocultaba por entero su identidad, pero, aun así, la rejilla centelleante de su yelmo estaba vuelta hacia ella.

Resultaba inquietante; esa contemplación firme, sin rostro, casi parecía ocultar una amenaza. Hinata sintió escalofrío inquieto, y al mismo tiempo una extraña coincidencia de ser mujer. Su pulso se aceleró, lanzando un cosquilleo a los largo de sus nervios. Eso fue en aumento hasta que ella, aspirando bruscamente, aparto su mirada.

-¿Me está mirando? No estoy segura- mintió.

-Hace media hora que te está observando.

-Hechizado por mis tobillos, sin duda alguna.- Hinata adelanto su pie, exhibiendo un tobillo que, si bien esbelto y bien torneado, revelaba demasiada fuerza para dar la debida impresión de fragilidad-. Oh, vamos, Sakura, estas imaginándotelo. De lo contrario, es que te gusta ese caballero, pues tienes que haber estado observándolo para saber que él me observaba. ¡Escandaloso! Se lo diré a Sasori.

-¡No se te ocurra!

-Sabes que no lo hare, aunque la oportunidad es perfecta. Aquí viene.

Por detrás de Sakura, Hinata había divisado a un joven fresco. Iba vestido de Cyrano de Bergerac, pero había quitado la máscara de nariz larga, para dejarla colgando de su cuello. Era de mediana estatura, pelo espeso y rizado, ingenuos ojos de avellana y dueño de una sonrisa que arrugaba sus mejillas bronceadas formando hoyuelos de consumo encanto. En ese momento, se abría camino por el borde de la pista de baile, llevando, con cierta precariedad, dos tazas de limonada.

-Siento haber tardado tanto –dijo, entregando su carga a las damas-. Junto al cuenco de limonada había una aglomeración increíble. Es por el calor. Les aseguro que nunca hemos tenido nada así en Illinois, en pleno mes de febrero.

Hinata probo su limonada, resistiéndose a mirar hacia el palco donde había visto al caballero negro; en cambio, fijo su atención en la pareja que la acompañaba.

Murray Sasori era el prometido de Sakura. Las relaciones previas habían sido largas, pero el periodo de compromiso se prolongaba, por una vez, Madame Tsunade había abandonado su natural indolencia para imponer su punto de vista. No le parecía bien casar a dos desconocidos. El amor era una emoción que necesitaba tiempo para revelarse y establecerse con firmeza, no una tormenta sentimental que llegara como los huracanes de otoño arrasándolo todo a su paso. Los jóvenes debían tener paciencia. Y ellos habían tenido paciencia, por cierto. Hacía más de ocho meses que Sakura lucia su anillo de compromiso, pero aún no se hablaba de fijar fechas para la boda, aunque el ajuar, donde todo se contaba por docenas, desde las sabanas a los camisones, estaba casi listo.

En opinión de Hinata, formaban buena pareja. Sakura, como su madre, era de pelo y ojos claros, con suaves cutis blanco, realzado en esos momentos con polvo de perlas blancas. Tanto su rostro como su silueta eran redondas, y su expresión, gentil, cuando no se inquietaba por obra y gracia de Hinata. Era dulce y sentimental; necesitaba un marido amable, suave al hablar, pero provisto de sentido del humor para que pudiera sacarla de sus ocasionales melancolías y periodos tristones, Murray Sasori parecía poseer todos los requisitos adecuados, además de un buen grado de inteligencia y razonables perspectivas de progreso en el despacho de abogados donde trabaja, preparándose para su propia práctica profesional. Costaba comprender por qué Madame Tsunade insistía tanto en esa demora.

Hinata reconocía, con irónica franqueza, que su propia actitud aprobadora se originaba en el parecido entre Murray y Naruto Usumaki. Naruto, su difunto novio, había sido igualmente sincero y fresco, encantador y alegre; por entonces habría tenido aproximadamente la edad de Murray; veintiocho o veintinueve años. Tal vez Naruto era algo más delgado, y de menor estatura, pues solo media dos o tres centímetros más que ella (claro que Hinata no era menuda, pues le llevaba una cabeza entrara a Sakura, que era de estatura normal). También se diferenciaban por los ojos; los de Naruto habían sido de un azul intenso y aterciopelado. Pero el pelo era el mismo, así como los modales desenvueltos y el aire de alegría contenida

Esa misma alegría había sido el fin de Naruto. Su muerte fue una insensatez que Hinata jamás podría perdonar. Se produjo en un duelo, pero no en enfrentamiento solemne en defensa del honor, si no por una broma de borrachos.

Cierta noche, ya tarde, Naruto regresaba con cinco amigos de jugar a las cartas, cerca del lago Pontchartrain. Habían pasado largas horas sentados alrededor de una mesa de juego, en un cuarto lleno de humo, apostando con aburrido abandono y bebiendo mucho. Era una noche de luna llena; al pensar por la pradera donde se elevaban los árboles que la gente llamaba "los robles de los duelos", el claro de luna los encanto con un diseño bailarín de luces y sombras en la hierba, bajo los árboles. Alguien sugirió que midieran las espadas, ya que el escenario era tan bello. Bajaron del coche y desenvainaron, en temerario jubilo. Al terminar el combate, dos de ellos yacían muertos, manchado la hierba con su sangre. Uno de ellos era Naruto.

Termino el vals que estaban tocando y se inició una contradanza. Sakura acabó su limonada y echo un vistazo a Murray, dando golpecitos en el suelo con su fina zapatilla. Hinata alargo una mano para coger su taza.

-Yo me encargo de esto; id a bailar.

-¿No te molesta quedarte sola? –pregunto Sasori.

-Creo que iré a dormitar con Madame Tsunade y el resto de las carabinas.

-¡Que desperdicio! –dijo él, con una sonrisa deslumbrante.

-Eres demasiado amable –se burló ella, suavemente-. Id vosotros dos.

Un negro con uniforme de camarero apareció con una vendeja para llevarse las tazas. Hinata le dio las gracias con una sonrisa y el hombre volvió a alejarse silenciosamente. Ella no se movió de su sitio, observando a su hermanastra, quien bailaba con Murray Sasori entre otras parejas. Aunque ella, con sus veinticinco años, tenía sólo siete más que Sakura, a veces se sentía anciana a su lado, aún más vieja que Madame Tsunade.

Mito por encima de su hombro; su madrastra seguía sentada en su palco, casi al nivel de las parejas que bailaban, atendida por Jiraya Freret, su fiel caballero. Era un hombrecito pulcro, tan delgado como robusta su dama escogida, crítico de teatro y ópera y fuente de últimos rumores. Desde hacía varios años, Hinata y Sakura lo miraban con divertida tolerancia.

Sim embargo, Hinata había llegado a pensar que no era tan poca cosa como parecía. Para empezar, era un maestro en el arte de la esgrima y excelente con la pistola, habilidades necesarias para cualquier caballero en una ciudad donde el duelo era una institución y uno podía ser retado en cualquier momento. Por otra parte, parecía tener considerable influencia entre funcionarios de la cuidad y sus instituciones comerciales; había dado excelente asesoramiento a Hinata en varias ocasiones con respecto a posibles inversiones. En los últimos tiempos, Hinata comenzaba a sospechar que Madame Tsunade había decretado la demora en el casamiento de su hija con Sasori por consejo de Jiraya y con su apoyo.

La pareja mayor se había disfrazado de Antonio y Cleopatra, aunque la reina de Egipto, representada por Madame Tsunade, lucia luto riguroso, sin duda, pensó Hinata con ácido humor, por la muerte de César. Madame Tsunade no había abandonado el negro desde que la muchacha tenía memoria, tras la muerte de sus hijos gemelos, medios hermanos de Hinata, en plena infancia, mucho menos tras la muerte de su esposo, varios años atrás.

Madame Tsunade era la segunda esposa de su padre, Hiashi Hyuga. La primera, la madre de Hinata, era hija de un plantador de Virginia. Él la había conocido en un viaje al sur, desde Boston, donde vivía, para buscar tierras donde establecerse como comerciante y plantador. Descubrió que Virginia era enclave cerrado de familias orgullosas que Vivian de tierras agotadas, pero también encontró allí a la mujer con la que deseaba casarse. Después de la boda, trato de mantenerse explotando unos terrenos que su suegro le había regalado, pero no obtuvo ganancias. Tras varios años de esfuerzos y contra los deseos de su suegro, los vendió para mudarse a Nueva Orleans con su esposa y su hija de cinco años.

A lo largo del Mississippi y sus afluentes la tierra era fértil, debido a las frecuentes inundaciones que dejaban tras de sí el humus; pero las mejores parcelas ya tenían dueños. Sin embargo, mientras recorría el país en un barco de vapor, Hiashi participo, por casualidad, en una partida de póquer. Cuando se levantó de la mesa era propietario de seiscientos acres de magnificas tierras en el delta, a menos de tres horas de viaje desde Nueva Orleans, junto con ciento setenta y tres esclavos y una casa llamada Beau Refuge. Su felicidad duro poco tiempo. Cuando tomo posesión de las tierras, su esposa estaba enferma de cierta fiebre. Murió poco después.

El padre de Hinata, hombre práctico y sensual, no tardo en buscar, pasado el periodo de luto, una mujer que pudiera manejar su hogar y servir de madre a su hijita. Se decidió por Tsunade; era una joven que, a los veintidós años, pasada ya frescura de su primera juventud, aún seguía soltera. La cortejo contra la oposición de su familia. Él tenía fortuna, pero la familia era muy importante entre los criollos franceses. ¿Y que se podía saber sobre la familia de un americano de ojos perlados, proveniente de un sitio bárbaro como Boston?

Demasiado voluptuosa para atraer a pretendientes menos decididos, Madame Tsunade fue una madrastra perfecta. Dio a Hinata amor y calidez; la envolvió en el lujoso consuelo de su amplio pecho, y creo un hogar para ella y su padre. A veces, con los años, se quejaba un poco por la conducta de Hinata, pero jamás la regaño ni hizo, por cierto, intento alguno de disciplinarla. En parte sus tácticas se basaban en la indolencia, pero también en una innata astucia. Hinata, al perder a su madre y a sus encantadores abuelos, había quedado afectada al punto de tener violentas pesadillas. La indulgencia que se le prodigaba por ellas, combinaba con el tratamiento principesco que le que le concedían los esclavos de la plantación, la hicieron caprichosa e impetuosa. Madame Tsunade calmada sus miedos y le daba seguridad; hacia lo posible por convertirla en una señorita obediente. Lo que estaba logrando bastante bien cuando se produjo la muerte de los dos hombres que Hinata mas amaba: Naruto y su padre.

Hiashi Hyuga murió como consecuencia de una caída de su caballo, solo dos meses después del fallecimiento de Naruto. La doble tragedia impulso a Hinata hacia una feroz rebelión. Tenía solo dieciocho años, pero su vida parecía terminada. Si vivir y amar podían tener un fin tan inesperado, tan ilógico, era preferible usar las horas a voluntad. Si a las personas que obedecían las sofocantes normas dictadas por la iglesia y la sociedad les sucedían cosas tan terribles, mientras que hombres como Sasuke Uchiha, que había matado a su novio, seguían tranquilamente desafiando todas las reglas de la decencia, ¿Qué sentido tenia obedecer? Ella no seguiría haciéndolo.

Entonces abandono las enaguas y la silla de amazona para recorrer la plantación de su padre con una larga falda pantalón de cuero blando, montaba a horcajadas, con camisa de hombre y sombrero de ala ancha. Leía libros y periódicos sobre métodos de cultivos: cuando el capataz de su padre no quiso escuchar sus propuestas de mejoras, lo despidió para encargarse personalmente de la dirección. A veces discutía con sus vecinos sobre las teorías de la cría de cerdos y caballos, tema del que una dama no habría debido saber nada, mucho menos mencionarlos en presencia de los caballeros. Aprendió a nadar con los niños negros, afrontando las tradiciones corrientes del rio, y no entendía por que se pensaba que, para una mujer, era preferible ahogarse antes de practicar semejante actividad. Atendía a los esclavos enfermos, tanto hombres como mujeres; ayudaba a la anciana que servía de enfermera a entablillar miembros, coser heridas, atender partos y auxiliar a las mujeres que habían intentado deshacerse de embarazos no deseados. Y escuchaba los escalofriantes relatos de los esclavos, que hablaban de amor y deseo, odio y violencia, todo ocurría en los alojamientos de los negros, después del oscurecer. Las esclavas le enseñaron muchas cosas interesantes, además de varios trucos de autodefensa.

En esos años, estando en Nueva Orleans formo parte de un grupo compuesto, en su mayoría, por jóvenes matrimonios, muchos de los cuales eran norteamericanos, eran personas audaces, a quienes les parecía sumamente divertido navegar a la luz de la luna por el lago Pontchartrain, visitar los cementerios a medianoche o galopar por la calle Gallatin, el sábado por la noche, observando a las prostitutas que adornaban los balcones y las ventanas abiertas o pregonaban su mercancía por la calle. En esos peregrinajes no se atrevían a circular de prisa, debido al peligro, pues en esa corta calle se producían asesinato cada noche, sin contar los cadáveres que no se descubrían. Era un hecho aceptado que muchos acababan en el rio, pues la única norma de la calle era que cada hombre debía deshacerse de sus víctimas.

Con ese grupo de amigos, Hinata pasó muchas noches comiendo en los restaurantes más elegantes de la ciudad, bebiendo con prodigalidad vinos distintos según el plato. A veces asistían a algún baile o, cuando otras diversiones no les parecían atractivas, se entretenían ideando apuestas ridículas. En cierta ocasión, convencieron a Hinata de que robara el gorro de dormir de un tenor de ópera.

La costumbre mandaba que las compañías de ópera llegaran a la ciudad contratadas para tres o cuatro semanas de representaciones. El tenor de la compañía que estaba en esos momentos en Nueva Orleans era futo y vano; se daba aires de gran conquistador. También se sabía que era bastante clavo. Entre bromas, se inició a apuesta sobre el tipo de gorro de dormir que podía usar semejante Lotario para ocultar su deficiencia capilar, siempre disimulaba, en el escenario, con distintas pelucas.

El hombre estaba hospedado en los apartamentos Pontalba, recién terminados, primeros de ese tipo en Estados Unidos. Los ornamentados balcones de hierro forjado daban a la plaza Jackson, vieja plaza de armas de los regímenes francés y español. Para efectuar su incursión, Hinata convenció a su cochero de que la llevara hasta debajo del balcón del tenor, ya avanzada la noche. Vestida con ropas masculinas, trepo al techo del carruaje y se colgó del balcón que daba a las habitaciones del caballero. Era una noche calurosa, y su aventura dependía de que las ventanas estuvieran abiertas. Lo que no había calculado era que él podía no estar dormido o tener compañía en su cama.

Hinata, sorprendida pero sin dejarse acobardar, entro subrepticiamente en la alcoba y le arrebató el gorro de dormir, una espléndida pieza de terciopelo y encaje de oro, mientras el forcejeaba en los estertores de la pasión. Girando en redondo con su botín, corrió para salvar su vida.

El tenor, aullando, la persiguió. Su capacidad pulmonar era tan estupenda que sus gritos despertaron a todos los ocupantes del edificio. Mientras Hinata huía en su coche, a toda velocidad, tendida en el techo del carruaje, el balcón del edificio Pontalba se llenó de espectadores. No fue reconocida, por suerte, pero la anécdota circulo con tanta prontitud que, en la siguiente representación, el tenor debió retirarse del, escenario, debido a las risas del público. Hinata se había sentido tan culpable por el bochorno sufrido por el artista que, tras poner fin a esas aventuras, se había apartado definitivamente del grupo.

Hinata se volvió hacia los que bailaban en la pista del teatro. El ruido era cada vez mayor, por efecto del champan helado, que servía junto a la limonada. Se trataba de un baile público, en beneficio de un orfelinato, con una entrada por suscripción. Como resultado, la lista de invitados no era muy exclusiva; incluía a cualquiera que tuviera dinero para pagar su ingreso. El aire licencioso parecía crecer al avanzar la noche, lo cual no era sorprendente.

La contradanza llego a su fin; uno o dos momentos después se inició otro vals. Al parecer, Sakura y Sasori permanencia en esta pista dispuesta a bailarlo. Hinata se apartó de la columna, abriéndose paso hacia Madame Tsunade y Jiraya, con la esperanza de hallar alguna excusa para volver a casa.

Por encima de ella hubo un rápido movimiento. Una sombra oscura se extendió en vuelo, y desde el palco superior, salto un hombre disfrazado, para aterrizar con elástica liviandad ante ella. El manto se aposento alrededor de él, meciéndose en pesados pliegues contra sus talones.

Hinata, con los nervios en tensión, irguió su espalda y clavo los ojos en el Caballero Negro. Su yelmo era autentico, así como la coraza que le moldeaba los músculos de cuello, pero el resto de la armadura, para facilitar los movimientos, estaba construida en la tela metálica negra, cosida de un modo muy ingenioso que parecía real. El manto era de terciopelado negro forrado con paño plateado.

-¿Me permite este vals, señorita salvaje?

Su voz levantaba ecos vacíos en el interior del yelmo. Ese timbre grave tenía una sonoridad familiar, aunque ella no creía conocerlo muy bien. Pareció vibrar a través de ella, tocando un acorde resonante en su interior. No le gusto la sensación ni que la tomara por sorpresa. Cuando respondió, su voz tenía la frialdad del fastidio.

-No, gracias. Estaba a punto de retirarme.

Como ella se alejara un paso, el tendió una mano enguantada para sujetarla por el brazo.

-No se niegue, se lo ruego. Estas oportunidades se presentan rara vez. A veces, solo una en toda la vida.

Su contacto, aun atreves del grueso guante, hizo que la piel del brazo de Hina se erizara. Lo miro fijamente, tratando de atravesar su disfraz, perturbada por una sensación de alerta, peculiar e involuntario.

-¿Quién es usted?

-Sólo un hombre que desea una única pieza.

-Eso no es respuesta –observó ella, ásperamente.

Tenía la sensación de que él había vacilado, como escogiendo las palabras para responder. Y eso daba a la frase una especie de significado oculto. Trato de penetrar tras los barrotes que componían la visera de su yelmo, pero sólo distinguió un destello azabache allí donde debían estar los ojos.

-¿No se da cuenta? Soy un caballero pintado de negro, un maldito enemigo del bien y el maestro de todos los pecados, un descastado. ¿No me compadece de mí? Permítame regodearme en la calidez de su voz. ¡Baile conmigo!

Su tono era ligero, igual que su contacto. Ella descubrió que no intentaba retenerla, aunque habría jurado un momento antes que era imposible apartarse. Durante un sofocante segundo, la invadió la sensación de una intimidad sobrecogedora, ineludible. Tanto la perturbo eso que libero su brazo de un tirón, volviéndole la espalda una vez más.

-Creo que eso no sería prudente.

-pero ¿Cuándo ha sido usted prudente, Hinata?

Ella se volvió hacia él con tanta celeridad que sus gruesas trenzas le golpearon suavemente, resonando contra la coraza metálica.

-¿Me conoce usted?

-¿Le parece extraño?

-Me parece muy extraño que usted me reconozca estando enmascarada, mientras que usted me es desconocido.

-Sin embargo, en otros tiempos me conocía.

Era una respuesta evasiva.

-Si se trata de un juego de adivinanzas, tendrá que disculparme. Esas cosas no me atraen.

Se adelantó apresuradamente para dejarlo atrás, pero él alargo su brazo una vez más para sujetarla por la muñeca, y esta vez no lo hizo con suavidad. Hinata se sintió arrojada contra él; su hombro choco con fuerzas contra el metal que cubría su pecho. Levanto la vista tras la ranuras del antifaz, con los ojos dilatados, reconociendo la fuerza superior con que él la mantenía a rienda corta, la fuerza pura y radiante de su masculinidad. Su pulso comenzó a palpitar. U suave rubor de albaricoque le subió a los pómulos. Sus ojos se oscurecieron lentamente, llegando al cobalto más intenso por el enojo creciente y la extraña inquitud que lo centuplicaba.

El hombre de negro la miro fijamente, con su pecho oprimido. Su mirada se prendió, por un largo instante, del delicado rubor de aquel rostro, de los adorables contornos de la boca. Era un tonto; si hasta entonces lo había ignorado, ya lo sabía.

Su voz sonó ronca al decir:

-Lo que le pido es tan poco… ¿Por qué no tiene la bondad de otorgármelo sin provocar este ridículo forcejeo?

-Me alegro de que usted aprecie su ridiculez.- La ira de Hina no era menos mordaz por lo discreta-. Lo sería menos si usted me soltara inmediatamente.

Antes de que él pudiera satisfacerla, antes de que pudiera responder, se produjo un movimiento detrás de ellos. Unos pasos se acercaron con rapidez. Murray Sasori, arrebatado y con los puños apretados, apareció junto a ellos. En tono rígido, pregunto:

-¿Acaso este hombre te esta molestado, Hinata?

El caballero negro soltó una leve imprecación antes de liberar la muñeca de Hinata, echándose hacia atrás.

-Mis más sentidas disculpas –dijo. Inclinando la cabeza en una reverencia, se volvió para marcharse, con un revoloteo de su manto.

-un momento- lo llamo Sasori, áspero, imperativo-. Le he visto a usted molestando a Hina y creo que me debe una explicación.

-¿A usted?

La voz del hombre vestido de negro era dura como el granito.

-A mí, puesto que pronto seré casi su hermano. ¿Prefiere que salgamos para discutir esto en privado?

Sakura, que estaba a poca distancia, emitió un ruido de espanto, que sofoco llevándose sus manos a los labios. Hinata le echo un vistazo, tan consiente como ella de los que significaban las palabras intercambiadas por ambos hombres. Se habían concertado duelos por mucho menos de lo que acababa de ocurrir.

Hola, este historia es otra adaptación de unos de mis libros favoritos, espero que a ustedes les guste tanto como me gusto a mí.