El pasillo se extiende de forma continua. Es angosto, conformado por murallas blancas y una serie de focos de intermitente luminiscencia. El gélido vaho nocturno entumece mis músculos, desencadenando unos sutiles tiritones. Por otra parte, percibo un aroma que me resulta bastante familiar… Una especie de hedor a desierto, a cementerio y a cadáver.
A pesar de mis recurrentes visitas a «La casucha de M» —apodo que uso por simple socarronería—, nunca deja de embelesarme la atmosfera lúgubre que esta logra transmitir a quien osa pasearse por sus desolados pasillos… Por el exterior su fachada de edificio pobretón la cubre de miradas curiosas, permitiéndole mantener sus bizarros negocios ocultos de visitas indeseables. Su interior, privado de ventanas a excepción del gran salón de entrada, se ramifica en un sinfín de albos callejones techados los cuales llevan a secretos que pese a ir en contra de mis propios principios, dejo pasar; un tanto por dudas, otro tanto por respeto y forzada lealtad.
Avanzo algo desconcertado al pensar en el latente sosiego —contradictorio con la sombría y ruidosa naturaleza de aquella cimentación oculta en los rincones más recónditos de la ciudad de Baltroit—. Una puerta de mayúsculas dimensiones se posa ante mis ojos, liberando un aire desafiante y aplastador. Tras el umbral… Melsebar, gran amo y señor de La casucha de M, encargado de cuidar a los «suyos» para cometer cuestionables artimañas. Un ser caprichoso, meticuloso, cínico y sumamente y cortés cuando cuentas con el monto a pagar por sus fructíferos servicios. Por fortuna, el tiempo y la lealtad me dan ciertas regalías, las cuales no alivian en lo más mínimo la tensión. Conocido o no, Melsebar no es alguien que inspire mucha tranquilidad.
Abro la puerta y se presenta ante mis ojos la amplia y singular oficina de mi curiosa «amistad». Suelo reluciente, paredes de la más fina madera, una gigantesca lámpara de frágil cristal…, entre un montón de otros objetos estrafalarios. Dentro, un reconfortante calor comienza a opacar las bajas temperaturas del exterior.
—Bienvenido seas nuevamente… —Sonríe Melsebar.
—Veo que ese escritorio es diferente al de la otra vez —digo mientras me siento en el cómodo sofá ubicado al extremo izquierdo del cuarto.
—Aparentar no tener clase no significa precisamente que sea una realidad —replica mirándome fijamente a los ojos—. Si vivo entre mundanos mínimo tener ciertas regalías.
—¿Has pensado en broncearte? Ese aspecto cadavérico no te queda de lo mejor.
—Ser cliente frecuente no te hace invitado de honor Samuel—me dice mientras juguetea con su negra y ondulada pelambrera—.
—¿Es una amenaza Melsebar? —pregunto algo fastidiado.
—Deberías agradecer que la legión le ha abierto las puertas a un fallo como tú.
—Hey… —me levanto del sofá, caminando hacía él molesto individuo— vengo para hacer un trato, no para entrar en debates sobre mi naturaleza o idioteces de ese estilo.
—Pues ve al grano y muéstrame lo que traes —dice mientras extiende su mano hacía mí, abriendo la palma con claras intenciones de recibir su jugosa recompensa.
Rápidamente y sin titubear, saco de mi negra gabardina un montón de papeles enrollados y los coloco en la mano del codicioso comerciante. Enfoco mi vista en sus penetrantes ojos carmesí, rasgo característico de aquel aborrecible guía.
—Veamos… —Abre los papeles y les da una revisada rápida—. ¡Interesante! No me esperaba que esos bastardos aún mantuvieran sus ojos en tal tontería… —Me mira con cierta desconfianza sin soltar los documentos—. ¿Dónde conseguiste esto?
—Ciertos opositores bastante prudentes no tuvieron ningún problema en compartir información confidencial con un rebelde…
—Esos fanáticos de fuerzas que no comprenden jamás se rinden… son perros capaces de matar por un maldito hueso … —Se levanta de su silla para darme una palmadita amistosa en el hombro—. No es extraño que algunos cuantos no sepan en qué creer dentro de esta distopía.
—No es mi problema realmente —digo desinteresado—, solo soy un peón marginado.
—No me vengas con la idiotez de no tener identidad propia —me dice cambiando abruptamente su tono de voz a una más autoritaria—. Negro o negro; no hay más.
—Sé que pretendes Melsebar…
—No pretendo nada —me dice riéndose un poco mientras se vuelve a sentar—. La legión te abre las puertas, pero no es de mi incumbencia la senda que elijas.
Desvío mi vista hacía la resplandeciente y voluptuosa lámpara que cuelga del techo intentando relajarme un poco, introduciéndome en la ensalada de reflexiones que fluyen por mi mente. Desde los inicios de mi vida callejera que la «legión» había mantenido sus codiciosas miradas puestas sobre mis acciones. Comenzó con espionaje, elevando la interacción hasta el punto de darme apoyo a cambio de uno que otro favor, siendo el principal mediador entre ellos y mi persona el veterano Melsebar. A pesar de todo, sus actos los mantienen en mi lista de amistades las cuales son más agradables mientras más lejos se encuentran.
—Y bueno… —interrumpe al notar mi silencio— ¿me vas a decir que es lo que deseas?
—Pesadillas… —respondo—. Demasiado vívidas como para tratarse de una simple racha de malas noches.
Melsebar sonríe al escuchar mis palabras, acto seguido, arranca una hermosa rosa roja de un florero variopinto ubicado en el amplio escritorio de caoba en conjunto con un montón de papeles y otro tipo de objetos.
—Imagínate que tú eres esta rosa —me dice mientras aprieta con firmeza la agraciada flor—. Hermosa sin duda, pero…
—No necesito clases de botánica ni acertijos innecesarios Melsebar —interrumpo mientras despejo mi rostro de los negros y escurridizos pelos que se desvían de los extremos.
—No hay cosa que la muerte no pueda aplastar… —Continúa, ignorando por completo mis quejas.
La flor comienza a encorvarse mientras adopta un tono grisáceo y apagado, los pétalos se arrugan y el tallo empieza a perder toda firmeza y verdor. Ante este acontecimiento, guardo silencio y decido escuchar al codicioso aliado de ojos escarlata.
—Sin embargo, tampoco existe cosa que de la muerte no pueda escapar —dice con seriedad—. Nosotros, miembros de la legión obscura somos prueba de ello… Basta un poco de avaricia y eres capaz de torcer las reglas del juego siempre y cuando estés dispuesto a aceptar las consecuencias.
—¿Consecuencias?
—Háblame un poco acerca de tus extraños sueños… deseo corroborar mis dudas antes de seguir.
Preocupado y sumamente acalorado, me saco la sofocante gabardina y la cuelgo en un reluciente perchero dorado —de indudable valor— instalado en medio de una de las murallas de la ostentosa oficina.
—Todo es oscuro, es como estar en una especie de cubo repleto de oscuridad…. Independiente de mi voluntad, una extraña fuerza me obliga a desplazarme a través del misterioso lugar.
—¿Algún elemento en particular que recuerdes? —pregunta Melsebar mientras se ajusta su corbata.
—Gritos, lamentos… —tomo una rápida bocanada de aire— pero no de los que haría una persona en situaciones corrientes, es como si…
—¿Cómo si sus almas fueran las que estuviesen gritando? —interrumpe mi atento oyente.
—Sí… no son alaridos normales…
—¿Alguna otra cosa?
—Sí. Llega cierto momento en donde el cielo se torna rojo… ahí es cuando los gritos cobran más fuerza y soy capaz de ver lo que me rodea… Un mar de cadáveres putrefactos —Realizo una mueca expresando lo asqueroso que me parece—. Algunos despellejados, uno que otro desmembrado. Todos bañados en sangre, contrastada aún más por ese maldito resplandor rojizo…
—Comprendo… —Melsebar dirige su mirada fugazmente hacía los arrugados papeles que le facilité— y pensándolo con detenimiento, en realidad resulta bastante lógico.
Me quedo callado, esperando atento la explicación, sin quitarle los ojos al posible sanador de mí incertidumbre.
—Residuos de memoria.
A pesar de ser una aclaración simple y vaga, dentro de mi cabeza, esta resulta ser más que suficiente; pero para mí infortunio, no es más que un escalón dirigido hacía un mar de dudas existenciales…
—Pe…
—Una pregunta por pago —me interrumpe Melsebar con determinación—, no dos ni tres… así que si tienes alguna otra cosa por descubrir tan solo debes traer algo que sea de mi interés… Ahora esfúmate, que el tiempo es oro y no deseo malgastarlo.
—Por milenios ustedes y los humanos han estado peleando por la soberanía de este mundo… ¿Es mucho entonces darme unos míseros minutos extra? —pregunto fastidiado.
—Mientras más próxima esté nuestra victoria, más cercano estará el día en donde pueda por fin librarme de deberes. Además… ya cumplí con informarte sobre lo que te aqueja.
Mi respiración se detiene de golpe y siento como una sofocante llama comienza a hervir por mis venas. Repleto de dudas, perdido en el inmenso espacio-tiempo y marginado tal como leproso se tratase, poco a poco la ira empieza a materializarse en un impulso descontrolado —y impulsivo— digno de un bárbaro o fiera salvaje. Sin siquiera premeditar posibles consecuencias, arremeto en contra del desagradable sujeto de pulcro traje y ojos carmesí. Mí puño derecho a medida que se acerca fugazmente a su objetivo, se enrojece al punto de parecer un llamativo mitón completamente discordante con el resto del brazo.
—¡Deja ya tus berrinches! —exclama Melsebar agarrando con una precisión increíble mi muñeca, evitando hacer contacto con el rojizo puño.
Tomando consciencia de mis actos relajo mi cuerpo. Melsebar al notar esto suelta mi muñeca y reincorpora su actitud calmada y férrea.
—Cuento con más de un recipiente de carne y hueso si llegas a destrozar este —me dice mientras me observa con displicencia—. No te conviene empezar una disputa aquí, mucho menos considerando tu posición…
Guardo silencio y clavo mi mirada en las relucientes baldosas que cubren el suelo, apretando mis manos con fuerza para así intentar suprimir la furia que alberga dentro de mí. Bien conozco los riesgos relacionados con perder el control de mis propias emociones y considerando las circunstancias en las cuales me encuentro… callar y aceptar la derrota en el infructífero debate entre mi ser y el inamovible pensamiento de Melsebar es la opción más viable.
Doy la media vuelta y sin decir siquiera una palabra me dirijo hacía la salida. Para mi asombro, un estruendo ensordecedor me toma por sorpresa.
—Parece que has llamado la atención de algunos buitres —dice el antipático amo de la casucha de M sin siquiera inmutarse.
—Viene de los pas…
Una gran explosión destroza por completo la aparatosa entrada a la oficina, haciendo volar trozos de madera, algodón, cuero y otros materiales irreconocibles a lo largo y ancho de la hermética habitación. Con dificultad logro cubrirme y evitar ser comprometido por el inesperado ataque. Una nube de polvo envuelve el cuarto, acompañada de unos pasos firmes y ruidosos ; pero a pesar de la desventajosa situación, tomo coraje y me abalanzo sin pensar hacia las siluetas de los atacantes.
Ya a unos centímetros de una de las distorsionadas figuras, dirijo un golpe fugaz el cual acierta de lleno. El incognito contrincante cae al suelo acompañado de un quejido que a oídos de sus acompañantes, de seguro tiene el mismo sentido que un cuerno rugiendo a la hora de empezar una sanguinaria batalla.
«¡Mico Infernis Detracto!», grita una voz entre la polvareda. Acto seguido, un gran resplandor anaranjado y crepitante aparece frente a mis ojos. Tal como si se tratase de una bomba, su potencia es capaz de despejar todo rastro de polvo a su paso. Sin tiempo siquiera para reaccionar, me cubro con mis brazos, recibiendo el devastador ataque flamígero. Un brusco ardor empieza a expandirse por mis extremidades mientras el mortal destello explota, lanzándome sin piedad hacia el muro. El impacto con la solida superficie lleva la sensación de dolor a su más indeseable clímax… Un fuerte pito irrumpe en mis oídos, acompañado de una ceguera producida por la gran luminiscencia del fulgor.
A pesar de la sordera, por mágico que pueda parecer, logro percibir un timbre de voz muy especial: «¿Y se supone que esto era una misión de alto riesgo? Una flama y quedo hecho una plasta de mierda», dice la voz. Grave, socarrona, soberbia, cruel, etc., un sinfín de adjetivos pasan en estampida por mi mente al escuchar ese irritable guarrido de cerdo moribundo. Mi vista se enrojece, transformando la oficina en un rojizo campo de guerra, en donde el principal blanco es aquel maldito animal de sonidos tan agobiantes. Mi cuerpo tirita de la rabia y noto como mi vista y audición se agudizan, logrando oír y ver con gran lujo de detalle…
«Esto es malo, si no mantengo la calma volverá a pasar…», pienso. Comienzo a ralentizar mi acelerada respiración; pero al darle un ojo a mis brazos, logro apreciar dos extensiones de carne humeante mezclada con rojos fluidos en una especie de sustancia semejante a un montón de vomito. Al contemplar tan inquietante situación, pierdo por completo los estribos, dejándome llevar por el más primitivo y puro instinto salvaje.
Corro a increíbles velocidades, directamente hacía el causante de mis heridas. En el proceso, del montón de agujeros que atraviesan las carnes quemadas de mis brazos y de donde la sangre escurre, comienzan a formarse un sinfín de gruesas y solidas púas rojas, las cuales en cosa de milisegundos, convierten mis malheridas extremidades en un montón de cuchillos alargados y filosos. Los 3 acompañantes de mi principal blanco siquiera lograron notar mi contra ataque, reaccionando demasiado tarde… En frente mío, una figura alta, de cabellera negra un poco canosa y ojos perdidos en el horizonte, se encuentra con el cuello perforado y desgarrado, enganchado a mis mortales brazos. Sus facciones poco se pueden apreciar debido a la cantidad desmesurada de sangre que cubre su rostro. Al ver como el rojo liquido escurre a caudales por su garganta y boca, una sonrisa se talla en mi rostro, acompañada de una misteriosa excitación atribuible al exquisito olor que desprende el moribundo y desafortunado brujo. Su negra túnica poco a poco se enrojece y entre una breve secuencia de espasmos nerviosos, logro apreciar como mi presa cae irremediablemente muerto.
Al notar que el saco de carne se encuentra completamente inerte, mis ojos realizan una rápida observación del entorno. Detrás de mí, tres sujetos vestidos de grandes y oscuras túnicas me apuntan con pequeños objetos esféricos negruzcos semejantes a perlas. Noto que se tratan de aquellos característicos artilugios usados por los magos practicantes de las artes oscuras… «perlas del alma». Las perlas del alma son pequeñas esferas las cuales pueden atrapar ánimas para usarlas como combustible para realizar magia; actúan como varitas mágicas, siendo necesario un simple juego de palabras y uno que otro tatuaje en particular para liberar cantidades absurdas de energía. En los rostros —en su mayoría cubiertos por capuchas— de los atacantes se logra apreciar la furia y odio que guardan en contra del bestial homicida que acaba de matar a sangre fría a uno de sus colegas… Suelto el cadáver clavado en los pinchos que rodean mis extremidades y este cae acompañado de un seco impacto al empolvado suelo, y forzado por una necesidad extrema de derramar más y más sangre, me preparo para continuar con el festín.
«¡Que poca cortesía caballeros!», exclama la inalterable voz de Melsebar.
Nadie, absolutamente nadie mueve un dedo. Las palabras del sujeto hasta ahora ajeno a la disputa, hace que todos nos congelemos, atentos a la inesperada interrupción. ¿Qué se supone pretende hacer?
—Destrozan parte de una oficina repleta de artilugios sumamente caros y ni siquiera son capaces de saludar al anfitrión y amo de casa… —dice el formal ser mientras se sacude el polvo.
—Melsebar… conocido entre los Hijos del Eclipse como el «Amo de los parásitos» —dice uno de los atacantes—. ¿Qué pasaría si un relámpago se acercara a ti…? No creo seas capaz de superar la velocidad de la luz en ese recipiente humano —Apunta a Melsebar con su perla.
—Mejor será te preocupes de la bestia que tienes al frente… —responde Melsebar mientras gesticula una perversa y fugaz sonrisa.
Tirito de la ansiedad… mi cuerpo me exige derramar más sangre; pero es un ciclo de nunca acabar. Cuando esta aterradora e insaciable sed fluye, es capaz de encerrar la moral y la propia personalidad en una jaula indestructible, la cual, no se deshace hasta que el cometido se da por concluido…
«¡Ictu Fulminis Deflagravit!», «¡Perforantem 'Auram Post Mortem!», exclaman dos de los contrincantes al unísono.
Uno de ellos, con el rostro descubierto y sus azules ojos enfocados en mi persona, se acerca a mí, apretando su pequeña perla en la mano derecha, la cual debido al poder del artilugio, comienza a rodearse de un montón de minúsculos rayos los cuales en su conjunto transforman el puño del furioso brujo en un destello que a simple vista, se nota destructivo. En cambio, el otro sujeto, cubierto por una negra capucha que a duras penas permite apreciar su rostro, extiende su brazo hacía arriba, apretando firmemente en la palma de su mano la ya tan conocida esfera energética. En cuestión de milisegundos, una gran cantidad de aire comprimido se dirige directo hacía mí.
—¡Esto te dolerá hijo de perra! —exclama el individuo del puño de rayos.
Ya estando mi primer obstáculo frente a mí, acompañado a sus espaldas de la corriente de viento, comienzo a recordar mi reciente asesinato… despertando por una vez más —y para mi infortunio— aquel sanguinario anhelo. La eléctrica puñada se acerca a mi abdomen; pero logro evadirla, aprovechando esa fugaz brecha para agarrar de la túnica a mi contrincante. Con el golpe de aire ya a tan solo instantes de llegar a su destino, acerco a mi enemigo con fuerza, abrazándolo firmemente para así utilizarlo como escudo humano.
—¡Hijo de… —Una fuerte ventisca semejante a un montón de cuchilladas callan al colérico enemigo de ojos azules.
El golpe me estampa nuevamente contra la pared; pero poco y nada logro sentir. Al darle una revisada a mi forzado protector, noto como cuantiosas gotas de sangre caen por sus desgarrados harapos. Ante tal espectáculo, observo rápidamente a Melsebar, este me mira con cierta satisfacción, sentado en su escritorio repleto de polvo y trozos de madera. Acto seguido, aprovechando las profundas heridas de mis anteriores quemaduras —cuyas púas ya se encontraban diluidas—, bajo cierto proceso de difícil explicación, dejo salir gran cantidad de sangre, la cual tal como si se tratara de una abeja sometida por su reina, se mueve en base a mi voluntad, formando en cosa de segundos una larga y filosa espada escarlata.
Sin decir palabra alguna, en un ágil e instantáneo movimiento de mi sangrienta arma, la pequeña cabeza del costal de huesos que reposa en mi torso cae al suelo, acompañada de un geiser carmesí al nivel del cuello, el cual empapa mis ropas en sangre.
—¡Bastardo! —grita con ira uno de los brujos— ¡Mico Infernis Detractos!
Sediento de más y más sangre, dejo en el suelo el cadáver del decapitado y corro a velocidades inverosímiles hacía la próxima presa… Una potente flama destructiva me encara de frente, y en un movimiento en sus totalidad instintivo, me deslizo por las baldosas eludiendo por muy poco el inminente ataque; acto seguido, empuño mi espada directo hacía el corazón del anonadado y desconcertado enemigo… La tensión cesa con la mortífera estocada carmesí entrando por carnes erradas. Un hombre fornido y de buen tamaño, recibe la fina puñalada en su propio pecho, salvando heroicamente a su acompañante.
—¡Pero qué hermoso espectáculo! —Ríe Melsebar—. Los homicidas de su propia gente sacrificándose por el bien de otros.
Una risa desmesurada y enérgica escapa de mi garganta, resonando en toda la maltrecha oficina.
Ya carente de consciencia y sometido por completo a mis endemoniadas necesidades, hundo más y más mi filosa arma en las frágiles paredes carnosas del pobre hombre, escurriendo finos y minúsculos chorros de sangre por su lisa y eclipsada túnica. Una ráfaga de gemidos, lamentos y maldiciones se apoderan del entorno, acompañada de las últimas palabras del osado guerrero quien salvó a su compañero de la muerte.
—R…respondiéndote a ti… «demonio»… N…nuestro objetivo es salvar a t…
—No gastes aliento ni sangre en ese tonto código de honor que ya todos bien conocemos —interrumpe la desinteresada entidad—. Poco importa a quien se supone desean salvar, de todos modos… la vía que utilizan es anti moral y aún más depravada que la que suelen utilizar seres de mi clase… —Ríe con picardía—. Bueno, puede que no.
—¡Cierra la asquerosa boca ser del averno! —responde el camarada del mortecino.
Descontrolado e impaciente, desentierro el estoque del pecho del agonizante «muerto viviente», clavándolo con fuerza en su cabeza y estampándolo al suelo con brío. Frente a mí, el superviviente me contempla con una mezcla entre ira y pavor. Retrocede lentamente y logro escuchar como su respiración se acelera de sobremanera. Lo observo con gracia mientras libero mi destructiva arma de la crisma de su difunto acólito. En un perecedero movimiento asesino, dirijo el acero carmesí hacía su cuello; pero al acercarse el sangriento desenlace me detengo en seco… Una mirada perdida, confundida y suplicante, proyecta el sucio reflejo de un asqueroso diablo, uno empapado en sangre y cuyos ojos reflejan el mismísimo infierno. La horripilante figura me hace entrar en pánico y mi solida espada se transforma en un simple charco diluido. Me arrodillo en el suelo y cubro mi rostro, intentando ignorar la masacre que me rodea, gritando desde mi más profunda pesadumbre.
Mi desesperación es interrumpida por un crujido seguido de un acartonado impacto en el piso. Al descubrir mi rostro, aprecio al sujeto restante tendido en las losas, con sus ojos mirando a la nada. Un escalofrío recorre mi espalda, seguido de un increíble cansancio que si no fuera por la adrenalina de seguro terminaba conmigo pegado a las maltratadas baldosas.
—Bueno, pero mira nada más el desastre que has dejado… —me dice Melsebar tras acabar con la vida del último superviviente.
—Esto… —balbuceo entre jadeos—. ¡Que mierda es todo esto!
—No es la primera vez que pasa según lo que anteriores veces me has contado —responde indiferente—. ¿Qué hace que esta sea tan especial y dura para ti?
—Lo que la hace especial… —digo mientras observo con furia y displicencia al indolente ser—. ¡Es que esta vez no solo fue una, sino tres malditas personas!
—He de admitir que es sorprendente verlo en persona… Tus instintos y habilidades regenerativas cuando entras en «ese» trance superan por completo a las de cualquier mundano —dice observando fijamente mis quemaduras.
Desconcertado y sin llegar a asimilar del todo el comentario del malicioso y frío espectador de mis deplorables actos, doy una mirada a mis brazos. A pesar de lo rojo que estos están producto del acelerado y desgraciado combate recientemente librado, logro contemplar como lo que en un principio eran quemaduras gravísimas pasan a ser simples cicatrices de intermedia profundidad. Abro mis ojos ante la sorpresa; pero instantáneamente libero un pesado suspiro.
Ya pasada la pequeña sorpresa de aquel «milagro» repleto de misticismo y bizarra naturaleza, mi atención se centra en mis harapos. Mi camisa negra y de áspera textura es irreconocible, un rojo sangre la tiñe por completo, al igual que mis grises pantalones, repletos de polvo y manchas por todos lados. La figura de una máquina asesina, con una facilidad natural para acabar con quien se le cruzase hace acto de presencia al darme una pequeña mirada…
—No soy humano… —balbuceo en voz baja— maté a esos sujetos con la misma facilidad que uno de ustedes…
—En tus venas fluye esencia corrupta, proveniente de la misma impureza de Oseth, Amo de la Locura y gran monarca de los desventurados que en vida han decidido morir —explica Melsebar—. ¿Acaso crees entonces que la misma no es capaz de distorsionar tu alma?
—¿Tengo siquiera un alma…? —pregunto desganado, sin deseos de escuchar una respuesta.
—Tu excepcional caso jamás se ha visto antes… —se dirige al sucio escritorio y toma los papeles que anteriormente le había entregado— por ende, dudo poder saber si tienes tal basura o no.
Tras las palabras de Melsebar, ya sea por morbo o castigo, observo los alrededores de la habitación con lentitud. En un extremo, yacen cercanos los dos primeros desdichados que perdieron la vida en combate. El primero, en el suelo, con el rostro cubierto de rojos fluidos y con la garganta maltrecha a tal punto, que con tan solo un delicado movimiento podría llegar a perder «literalmente» la cabeza; el segundo es irreconocible… un manto empapado en sangre y desgarrado de variados lados, deja entrever profundos cortes que permiten apreciar las chillonas carnes del decapitado; al lado de su cuerpo, una cabeza reposa en el suelo, echada en un copioso charco de horror, con los ojos abiertos de tal manera, qué llega a transmitir el pavor y sufrimiento de aquellos últimos instantes en arrebatada vida.
Destrozado por dentro por la caótica colisión entre la culpa y mis obscuros deseos, cierro los ojos con fuerza y grito sin control alguno, liberando mis escasas energías con lágrimas que se pierden entre mis oscuras mejillas. Siendo incapaz de terminar mi penitencia, camino sin sutileza alguna hacía la devastada salida, con los ojos sellados, ignorando al último sujeto cuya vida arrebaté…
—¡No te vas a largar sin antes pagar!
Sin rotarme siquiera a responder a semejante amenaza, me detengo en seco.
—Si deseas que pagué… lo haré a su debido tiempo.
—Para cuando un vagabundo como tú reúna la cifra necesaria de seguro ya habrán pasado un par de siglos… Hay otra forma con la cual puedes pagar los daños —dice Melsebar.
—Ve al grano —replico cortante.
—El equipo que irrumpió la noche de hoy te estaba siguiendo precisamente a ti…
—Menuda novedad —digo apagado.
—¿No te parece curioso que conscientes del hurto de estos confidenciales papeles ni siquiera les hayan prestado importancia? Te han estado observando, no hay duda de eso; pero no precisamente por estos garabatos que me has otorgado, sino por lo que «tú» significas para ellos…
—¿Quieres decir que esos papeles son falsos? —pregunto desconcertado y algo inquieto.
—Exacto … los conservaré por si las dudas; pero dudo tengan real valor.
—Me los han facilitado testigos de confianza…
—Samuel, Samuel, Samuel… Basta un simple chantaje y los que crees aliados se vuelven tus peores enemigos. No busques honor en eras tan individualistas.
—Debo largarme… Dime que es lo que buscas…
—Necesito investigues más a fondo el tema del que hablan estos papeles —me ordena con suma tranquilidad—, a pesar de ser falsos no dudo que estén lejanos a la realidad.
—Como quieras…
—Ante cualquier necesidad de contacto, enviaré a algún mensajero a darte la respectiva información ya sea para indicarte que hacer o por si llega a ser menester realizar una reunión entre nosotros —Melsebar suspira profundamente—. Con todo el caos que trajiste contigo, deberé empezar a trasladar el equipo cuanto antes y buscar algún nuevo lugar… y claro, un maldito traje de cambio; este quedo hecho basura.
Sin ánimos de responder ante las frías quejas del destartalado «demonio» de negocios, continúo avanzando, abandonando la ya seguramente destrozada gabardina y saliendo de la escena de la matanza lo antes posible. Ya en el níveo y tétrico pasillo, me sumo en la más completa obscuridad. Los focos, en su mayoría hechos añicos; las baldosas, trisadas o repletas de polvos y escombros. A la lejanía logro divisar un sinfín de ojos rojizos acercándose con velocidad. Por la negrura, poco y nada han de poder distinguirse, pero a medida que se acercan logro contemplar rostros variopintos y diversidad de figuras corporales, las cuales, tal como si estuvieran corriendo de la misma muerte, me ignoran por completo, dirigiéndose directamente hacía la oficina del pulcro señor de la Casucha de M.
Ya alejado del epicentro del conflicto, busco la salida y me preparo para largarme cuanto antes. «Un equipo de novicios a una zona de latente peligro… Bien sé que los Hijos del Eclipse ya tenían conocimientos sobre este lugar. El ataque fue directo, no se detuvieron en otras puertas… Yo era el objetivo; pero un equipo de tal nivel jamás hubiese tenido oportunidad…», pienso para mis adentros. Poco a poco calzo las piezas y me entero de la realidad: El plan era estudiar mis habilidades y naturaleza. Mi garganta se comprime y siento como una gran presión sellada en mi interior revienta mi cuerpo intentando fugarse. «Cerdos enviados al matadero tan solo para estudiarme…», me digo a mi mismo. Con magia, inclusive es posible ver mediante los ojos de otros… espiar y analizar a distancia es sencillo. El intenso calor del odio sofoca mi cuerpo, y el peso de haber caído nuevamente en las trampas de los más ingeniosos me hace tan solo desear correr a por mí tan anhelada meta: «Ir hacia donde nadie me encuentre, a lo alto de un frondoso pino en donde el cálido Sol me haga olvidar la cruel paradoja de la lucha entre el monstruo y la bestia, desvaneciendo de mis recuerdos el hecho de que… yo he de ser en esta metáfora, el mismo demonio».
