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Bajo un sol febroniano resplandecía ceremoniosamente la hermosa ciudad de San Francisco, que aún albergaba los últimos resquicios del crudo invierno. Podía sentir el frío colarse con rapidez cada que alguien abría la puerta de aquella papelería en la que me hallaba, pasando uno a uno los carteles en los que aparecían los mismos tres rostros con los que me había familiarizado ya bastante. Tenía la sensación de que aquellos dos pares de ojos marrones querían atraerme, aunque no más que el par de ojos azules cuya expresión reclamaba mi entera atención.

Elegí una foto que fue presa de mi agrado desde el momento en que mi mirada se posó en ella. Con un fondo verde, apareciendo en la parte superior el nombre de la banda, «Perfect noise», en letra cursiva en color negro, aquellos tres hombres aparecían muy bien vestidos. El muchacho que atendía el local enrolló el póster, —debo decir, con demasiado cuidado— antes de entregármelo. Salí a la calle, sintiendo la brisa revolotear mi largo cabello que no hacía menos de un mes había retocado para mantener el color chocolate. Busqué en el bolsillo de mi abrigo hasta encontrar unas llaves al mismo tiempo que me encaminaba hacia el Beetle gris de dos puertas que estaba estacionado no muy lejos de allí.

A esa hora del día había más tráfico de lo habitual, ya que todo mundo salía de sus empleos para almorzar tomando el conocido rumbo hacia la 36th de Assembly District.

Aproveché una parada en un semáforo en rojo para abrir el póster. Mis ojos marrones lo observaron detenidamente mientras me ponía a pensar en qué sitio se vería mejor. Probablemente sobre la cabecera de la cama estaría perfecto.

Estacioné mi pequeño vehículo en la esquina de la 36th minutos luego. Al bajar, verifiqué que todas las puertas estuvieran bien cerradas ya que esa zona no era segura del todo. De vez en cuando había alguno que otro robo. Entré en el enorme establecimiento, llevando en la mano el póster que había comprado. Era un vasto patio techado desde donde llegaban todos los sonidos del interior. Saludé a Faustina, una mujer que rondaba los cuarenta años y se encargaba de ayudar con la limpieza de ese sitio. Ella sonrió al verme, pero sin dejar de fregar el piso. Crucé todo el lugar hasta una amplia puerta de madera gastada que estaba abierta de par en par. De inmediato me vi invadida por docenas y docenas de niños correteando de un lado a otro, riendo y jugando. Miré alrededor, reconociéndolos a casi todos y fui hacia la siguiente habitación, que era un grandísimo comedor, atravesado por una mesa larga y tosca, rodeada de varias sillas y bancos desiguales. Todo en ese sitio parecía gris y triste, pero las risas y las jugarretas de los niños lo alegraban un poco. Caminé, mirando el parque lleno de columpios por la ventana, con el césped mal cortado. En el fondo del lugar, sobre el extremo más alejado de la mesa, había tres niñas, inclinadas sobre unos papeles y con varios lápices de colores en la mano. Sonriendo, me aproximé.

— Hola —dije, al fin. Levantaron la mirada hacia mí. La que estaba a la derecha abrió los ojos azules desmesuradamente con alegría y saltó hacia mí.

— ¡Kari! —exclamó con su vocecita aguda. La abracé y luego la dejé de nuevo en el piso, sin dejar de mirarla. Era una preciosa niña de cinco años, con el cabello castaño rozándole los hombros. Tal vez era demasiado pequeña para su edad pero eso no hacía que se viera menos adorable.

— ¿Qué están haciendo? —pregunté, sentándome entre ellas y mirando las hojas de papel llenas de dibujos.

— Hacemos cuadros, como tú —respondió, apoderándose de un lápiz verde y trazando un par de líneas.

— Ya hace mucho tiempo que no pinto, Mandy —repuse suavemente. Ella lo sabía, pero seguía insistiendo con el tema, como si quisiese incentivarme a retomar mi vieja pasión—. Pero ustedes lo hacen muy bien —agregué, sonriente, contemplando los graciosos monigotes—. Ahora bien, yo tengo esto —desplegué el póster de Perfect noise lentamente ante la atenta mirada de las tres niñas. Abrió la boca, haciendo un gesto que me pareció exageradamente emocionado—. Ah, bueno, si no te gusta puedo llevármelo —me apresuré a apartarlo de su vista, haciéndome la ofendida.

— ¡No! —dijo enseguida, extendiendo sus manitas hacia mí—. ¡No, me encanta! —reí, cediéndoselo. La vi escrutar, extasiada, los rostros de los tres hombres de la fotografía. Empezó a saltar repentinamente.

— ¿Podemos pegarlo? ¿Podemos, podemos? —farfulló, ansiosa.

— Por supuesto que sí —contesté, poniéndome de pie.

Me tomó de la mano y me llevó hacia la habitación como si yo no hubiese recorrido ese camino ya una decena de veces. Entramos al largo cuarto lleno de camitas por doquier. Los acolchados rosas indicaban que allí dormían las niñas. La habitación de los hombrecitos quedaba del otro lado del pasillo.

Había muchos niños en el San Francisco Children's Orphanage. Niños abandonados, olvidados o maltratados. O todo eso al mismo tiempo. Me partía el alma saber que gran parte de ellos se quedarían allí hasta que la mayoría de edad les permitiera hacer su propia vida, fuera de esas austeras paredes.

Quizás había sido el destino quién me había guiado allí hacía ya algo más de un año, o quizás había sido un corazón roto que no había podido repararse.

Mientras miraba cómo Mandy se paraba en su humilde camita maltrecha y ubicaba el póster donde quería ponerlo, recordé muchas cosas, como si los pensamientos me inundaran a golpes. Hacía casi dos años me había comprometido con Ken Ichijouji, el chico con el que había salido toda mi adolescencia y el candidato perfecto de mis padres. Ambos pertenecíamos a excelentes familias, de buena reputación en la ciudad de San Francisco y era casi imposible que no termináramos juntos. Lo había amado con locura y, durante al menos un tiempo, él a mí. Cuando me pidió que nos casáramos, no me importó ser muy joven para ello. Él me llevaba cuatro años, acababa de recibirse de cirujano y lo esperaba una carrera brillante. Estaba segura de que era el amor de mi vida y, además, no había mucho más que la soltería pudiera ofrecerme. En plena preparación de la boda tuve la sospecha de que podía estar embarazada, así que se lo comuniqué. No confiaba demasiado en esas pruebas caseras, de modo que pedimos cita con un médico y allí fuimos, ambos ilusionados por la familia que estábamos a punto de empezar.

Tener un bebé a los veintidós años no había estado en mis planes pero no me desagradaba en absoluto. Tras un par de exámenes y análisis, volvimos a ver al médico para que nos diera los resultados. Nos sentamos, tomados de la mano, esperando con sonrisas de felicidad en nuestros rostros. Estábamos tan convencidos de que íbamos a tener un hijo que cuando el doctor nos dijo todo lo contrario, no pudimos creerlo.

— De hecho… —comenzó a decir, dubitativo. Veía las ganas de ser padres que demostraban nuestros ojos, las ansias con las que habíamos esperado un resultado positivo y no le agradaba lo que debía decir a continuación—. Encontramos una anomalía en su útero. Su estructura.

— ¿Qué quiere decir eso? —pregunté de inmediato, deseando que fuera al grano porque ya me había asustado.

Hizo un segundo de silencio y luego todo cayó sobre mí como un trágico argayo.

— Me temo que no podrá tener hijos, señorita.

Sentí cómo Ken soltaba mi mano y se erguía en la silla.

— ¿Está seguro? —quiso saber, alarmado.

Mientras el médico asentía yo me había quedado muda. No podía creerlo. Hacía sólo dos minutos había creído que iba a tener un bebé y ahora me enteraba que no era capaz de hacerlo. El doctor explicó el problema que tenía, pero yo no lograba asociar las palabras.

Deseé que Ken me abrazara. ¡Cuánto lo necesitaba! Lo miré y me di cuenta de que él también me miraba muy serio.

Salimos del consultorio sintiéndonos aturdidos. Ya en el auto, me acerqué a él, buscando consuelo.

— Kari… —susurró. Supe qué era lo que iba a decir. Querría reanimarme diciéndome que no todo estaba perdido, que aún teníamos otras opciones—. No creo que pueda seguir adelante con esta relación.

Mis sollozos pararon en seco por la impresión. Pensé que había oído mal.

— ¿Qué?

— Deseo tener hijos. Hijos propios y «respetables» —dijo, bajando la mirada, perdido en sus pensamientos—. No me gusta la idea de adoptar o de alquilar el vientre de otra mujer. No sería nuestro, ¿entiendes? Y si no puede ser nuestro, entonces será mío y de alguien más.

Incrédula, traté de comprenderlo. ¿Acaso me estaba dejando por el simple hecho de que no era capaz de concebir un embarazo? Y la respuesta era sí: era un ser egoísta, egocéntrico, que se fijaba demasiado en las críticas ajenas y desechaba todo aquello que pudiera perjudicarlo en su naciente carrera.

Jamás me sentí tan inútil, tan poco mujer, porque, ¿cuál es el propósito de ser una mujer? Tener hijos. Y yo no podía hacerlo.

La manera en que mi vida cambió a partir de ese instante fue completamente abrupta. Después de muchos años me encontré sola, sin nadie a quién amar. La amargura me llenó por completo y olvidé el sentido de vivir.

Hasta que un día, como por arte de magia, me equivoqué de camino. Empecé a merodear con mi auto por las calles de San Francisco, hasta que me encontré totalmente desorientada y me detuve para no empeorar la situación. Miré alrededor buscando puntos de referencia y lo vi: el orfanato. Se erguía frente a mí, reclamando mi atención, como una enorme cura a mi dolor. Entré y observé el entorno. Niños solitarios, niños golpeados por la vida. Niños que no tenían padres, así como yo no tenía hijos, ni jamás los tendría. De modo que, dejándome llevar por mis impulsos, me ofrecí de voluntaria. Trabajé allí unos cuantos meses ayudando en las cocinas y haciéndoles compañía a los niños. Un lugar completamente inaceptable, según mi madre.

Desde mi primer día conocí a Mandy. Llevaba viviendo ahí toda su vida. La habían dejado abandonada en la puerta pocas horas después de su nacimiento. Y ahí seguía, como muchos otros. Me cautivó por completo, por su dulzura y su suspicacia, por sus risas y sus lágrimas, por lo bien que me hacía sentir. Seguíamos juntas y nos queríamos muchísimo. Yo iba casi todos los días a verla y pasábamos largas horas jugando y hablando.

— ¿Está torcido? —preguntó, sacándome de mi ensimismamiento. Caminé unos pasos para apreciarlo mejor.

— Mmm, no. Está bien así —contesté. En la pequeña mesita de luz que tenía a su lado, donde guardaba sus muy escasas posesiones, tenía algo muy parecido a un santuario. Sólo que no eran estampitas de santos y vírgenes lo que Mandy juntaba, sino fotos de Perfect noise.

Esa banda era lo que más alegría le daba a su vida. Yo creía que la música era un poco fuerte para una niña de su edad pero no había manera de quitárselos de la cabeza. Suspiraba cada vez que los veía.

— Eres muy pequeña para que te gusten esas cosas —le decía yo de tanto en tanto.

— Nunca se es lo suficientemente pequeña para algo. El amor, la pasión y la devonición no tienen edad. Sólo sientes que te hace cosquillitas en el corazón —solía responder y me hacía sonreír la forma en que hablaba, con ese tono soñador y chillón.

— Devoción —me limitaba a corregirle, pacientemente.

Lo cierto era que esos tres músicos a los que admiraba incansablemente lograban llenar el vacío que había en su vida, llena de penurias y necesidad. Y yo la tenía a ella para llenar el mío. Sólo que aún me sentía incompleta. Sin embargo, no tenía ánimos de buscar nada más.


Hola chicos!

Bueno pues, esta historia a la había publicado, es la de Ella, para quien la haya leído, y por razones personales tuve que eliminar u_u y ya que había recibido varios mensajes donde pedían que la posteara dije: why nooot? Jajaja así que aquí la tienen; para quien haya leído la versión anterior se dará cuenta que la he modificado ya que la inscribí en varios concursos y guess what? No ganó... pff ya no entiendo a esa gente de los concursos, me he llevado cada disgusto! En fin... espero que vuelvan a disfrutarla, tanto si ya la conocen como si no :p