La Escarlata

No hay necesidad de decir, yo sé porqué te vas,

No voy a bloquear tu camino, ni a hacer un gran espectáculo

Sólo dime que no tenías hambre ese día

Sólo dime que soy la razón por la que te quedas.

De Hades a Perséfone, Lee Ann Schaffer

1

Para su padre, ella era la primavera. Alegre, encantadora, algo ruidosa, ansiosa como una flor que espera el sol para que sus pétalos se abran y pueda esparcir su colorido y su perfume por la atmósfera… una flor divina, intocada, pura, adorada por él… y codiciada por muchos otros.

La joven pasaba sus días en aquél campo hermoso lleno de flores, yendo y viniendo con la inocencia del perdido en el mundo; para ella, el exterior estaba terminantemente prohibido, pues ello podría significar su perdición, como su padre le había explicado en cientos de ocasiones. Siendo una criatura, perdió a su madre, y desde entonces su progenitor había amurallado su perfecto hogar para impedir el paso de extraños a aquél pequeño y dulce paraíso que por derecho, la pequeña poseía. Sin embargo, aquél detalle no impedía que la curiosidad de la menor fuera insaciable, y su padre, quien a fuerza de administrar los muchos bienes de su hija, viajaba a tierras que a ella se le antojaban como fantásticas y exóticas, lo acribillaba a preguntas.

-¿Algún día me dejarás ir contigo a tu casa, tajtli?

-Jovencita… -la regañaba él suavemente. -¿Qué hemos dicho de hablar en ese lenguaje? ¿Qué acaso no has aprendido nada?

-Lo siento, papá. –se rectificó ella. -¿Podré salir contigo algún día en uno de tus barcos?

-No, mi cielo. Es muy peligroso salir para ti.

-¿Pero porqué?

-Porque allá afuera hay gente mala… peligrosa… La gente del exterior sólo busca una cosa de ti, mi niña, y es tu herencia, tu belleza… tu primavera.

-¿Mi primavera? Pero… yo creí que eso…

-Tú tienes una primavera, María, si la pierdes entonces no quedará nada y… -el hombre de los ojos verdes se estremeció. –Y entonces quién sabe qué sería de ti.

-Ah… comprendo, papá.

-Entonces prométeme que bajo ninguna circunstancia saldrás de aquí. ¿Acaso quieres que me muera del susto?

-No, papá, nunca. –aseguró la niñita de todo corazón, dibujando una feliz sonrisa en el rostro de su padre.

-Bien hecho, mi princesa.

A pesar de todo, la pequeña no cedió, y buscó de un modo o de otro ponerse en contacto con el exterior, le gustara a su padre o no. La vigilancia extrema y cercana de aquéllos hombres que él le había puesto, como los Inquisidores (unos tipos silenciosos y vestidos siempre con túnicas negras que rezaban en latín) y por supuesto, el Virrey, le impedía escabullirse más allá de los límites donde chocaban las olas que bañaban las costas de su casa, pero descubrió que había un modo más práctico y menos arriesgado de viaja cierta tarde que entró a la biblioteca. Era un lugar silencioso, frío y algo oscuro, pero los libros que había en ella le bastaron para alimentar su curiosidad; cartas marítimas, grabados, lenguas que no conocía, dibujos, pinturas, poesía… todo lo que hubiera soñado y aún más se le presentaba gracias a ésas páginas, y así llenó su soledad y su desilusión con letras y trazos que la ayudaron a conocer el universo que le estaba vedado.

Pasaron así muchos años, en los que la seguridad de la biblioteca dejó de ser un santuario para convertirse en un estudio permanente, del cual se preocupaban los Inquisidores por temor a que ciertas lecturas pudieran confundir a la joven, como aquéllas donde se hablaba de mitos y de religiones distintas a la que su padre le había impuesto, pero dado que aquél torrente de conocimientos se los guardaba para ella misma, jamás se enteraron de la gran cantidad de cosas que a su corta edad ya había logrado entender sin ayuda de nadie. Su padre, sin embargo, pretendía dejarla en un limbo infantil, y la trataba aún como si fuera una criatura cuando ya era obvio que se había convertido en una dama.

Una mañana, el sol cayó a raudales por la gran ventana de su habitación. Unos golpecitos en la puerta la desconcertaron y abrió los ojos.

-¿Quién? –preguntó con un hilo de voz.

-Soy yo, princesa. –replicó su padre.

-Antonio… -murmuró ella. -¡Ya voy! ¡No estoy visible!

A pesar de su protesta, la puerta se abrió, dando paso a su sonriente padre que llevaba una gran caja de oropel.

-¡Feliz cumpleaños, mi pequeña princesa! –saludó muy animado, depositando la caja al borde de la cama, donde la joven se había apresurado a cubrir su pecho con las sábanas.

-Papá, ¿podrías por favor no entrar así cuando estoy en pijama aún?

-No seas ridícula, mi cielo, al fin y al cabo yo he cuidado de ti toda tu vida. –repuso con calma el hombre, entregándole con ceremonia la caja. –Ten, quiero que lo uses.

La joven abrió la caja y soltó un gritito de sorpresa. Era un vestido, y uno muy hermoso, de un delicado color amarillo que contrastaba con lo moreno de su piel.

-Caray… gracias, papá. –murmuró ella como respuesta, acariciando el vestido. –Aunque…

-¿Qué? ¿Pasa algo malo, princesa?

-No, nada… pero este estilo ya no se usa. Parece un vestido de…

-De princesa, tesoro. Tal y como debe ser. –añadió él con un dejo de orgullo en la voz. –Anda, póntelo.

-Hmm… -María lo observó con cierta dulzura. No deseaba lastimar sus sentimientos, pero aquéllos constantes regalos la agobiaban, más a sabiendas que su padre no tenía el dinero suficiente para pagar aquéllos lujos; fingiendo una despreocupada alegría, la joven saltó de la cama y se ocultó tras su viejo biombo hermosamente bordado al estilo colonial, y se cambió ahí el camisón por el vestido; le quedaba justo, y un aire de vanidad le llegó al apreciar, en el espejo que topaba con la pared, su figura de mujercita.

-Apresúrate, María, quiero verte. –la apremió Antonio, que paseaba distraído por la recámara de su hija. Por fin, ella salió de detrás del biombo, y su padre exhaló un suspiro de anhelo. –Te ves hermosa, mi pequeña princesa.

-Gracias otra vez por el obsequio… de verdad es muy bonito. –sonrió ella, dando vueltas para admirar lo ligero y dócil de la tela, que se extendía como en flor a su alrededor. Al parecer, su padre le leyó el pensamiento, pues sin más sonrió a ella y repuso:

-Pareces una flor, mi niña. Un bonito girasol.

-Los girasoles me gustan, sí… ¡Oh! –saltó ella de pronto, con una gran sonrisa. –Papá… ya sé que este regalo es incomparable pero… me gustaría pedirte sólo un regalito más… si no es mucha molestia.

-Por supuesto, todo lo que mi pequeña desee en su día especial. –contestó Antonio muy animado, acercándose y tomando a su hija por la cintura para alzarla del piso y darle vueltas, aunque por primera vez, notó con cierto pesar que realmente ella ya no era una niñita, vaya, ni siquiera una chiquilla. –Ah… ya pesas mucho, princesa.

-Claro, ya soy casi una adulta. –replicó. –Papá… me gustaría de regalo…

-¿Sí?

-Ya que soy grande y creo que es lo indicado…

-¿Sí?

-Que me dejaras salir a ver el mundo.

-Sí… ¡No! –el hombre la soltó con tanta brusquedad que por un instante, la jovencita perdió el equilibrio y tuvo que detenerse en la pared para no dar de bruces en el suelo.

-¡Pero, papá… ya no soy una niña, puedo cuidarme yo sola!

-¡He dicho que no! ¡Te lo expliqué todo cuando eras pequeña! ¿No entendiste?

-¡Pero papá…!

-Nada de peros, jovencita, aquí estás bien y aquí te vas a quedar. –Antonio descorrió las cortinas de la ventana, mirando al exterior con aprensión. –Afuera hay peligros, y cada día aumentan, no pienso permitir que mi pequeña hija vaya allá y sufra.

-Pero ya no soy una pequeña… ¡Puedo cuidarme sola!

-Ah, ¿de verdad? ¿Lo has hecho alguna vez acaso?

-¡Pos claro! ¡Muchas veces! ¡Cuando tú no estás yo…!

-¿En serio, María? ¿De quiénes te defiendes, de los mosquitos?

-¡Papá! –la joven apretó sus puños. –Déjame salir por una vez, por favor…

-Dije que no, María…

-Pero… pero…

-¡He dicho que no! ¡Te lo prohíbo! ¿Quedó claro? –exclamó él, con las mejillas encendidas. La joven le dirigió una mirada rencorosa.

-Te odio… -y dicho esto, salió en tropel de la habitación, mientras Antonio, desconcertado y sin saber qué decirle, apenas murmuró:

-M… María…

La joven echó a correr por toda la casa hasta salir, haciendo caso omiso a las protestas de los guardias que en vano la llamaron para que volviera, y siguió con su carrera desesperada cada vez más hacia el norte, hasta que las piernas le fallaron y cayó de rodillas en medio de un campo bañado con la luz y el calor del sol. Ahí, rendida, se acostó boca abajo entre las flores y lloró, lloró de rabia y de impotencia, de desilusión y de anhelo, sabiendo que jamás, mientras Antonio siguiera vigilándola de ese modo tan sobreprotector y obsesivo, podría conocer las maravillas que había más allá.

Cansada de llorar, se tiró boca arriba, mirando hacia las altas flores que el viento mecía dulcemente; eran girasoles, los últimos girasoles de la época antes que la arrasadora lluvia los obligara a inclinar sus doradas y tersas cabezas. Sintió como si ellos la entendieran, pues también su dicha y su vida dependían de la bondad del sol, condenados siempre a mirar hacia él para no perecer… así como ella debía obedecer dócilmente a las órdenes, que se le antojaban injustas, de su padre por temor a que realmente, más allá de sus límites, hubiera algo realmente retorcido y terrible acechándola.

-No lo entiendo… -murmuró al fin. -¿Cómo puede haber peligro en un mundo que tiene cosas hermosas?

Un eco lejano y alegre la hizo ponerse de pie, sacudiéndose el suave polen que dejaban escapar los girasoles. Sobre su cabeza, un colibrí revoloteaba, zumbando como loco y destellando como una pequeña joya gracias al sol que hacía brillar sus plumas tornasol; olvidándose de sus penas, la joven empezó a perseguirlo por el campo, riendo divertida y sintiendo como si su frustración comenzara a volverse una nimiedad. Al fin y al cabo, pensó mientras extendía sus dedos en busca del ave, algún día ella lograría sobreponerse a su padre y le diría de frente que, le gustara a él o no, ella se marcharía muy lejos y conocería todo aquello que sólo había soñado gracias a los libros. Vería otros rostros, otros hogares, quizá vería otras primaveras y otros veranos…

Y mientras la joven primavera corría, dichosa, tras el colibrí, una sombra misteriosa y fría la observaba a lo lejos, oculto bajo la protección misteriosa de los árboles del norte; aquélla sombra era alta, ajena al mundo alegre y bañado por el sol donde la joven despreocupada había crecido, tan silenciosa y sofocante como un miedo nocturno, como una duda que corroe las fibras más íntimas del corazón… Aquélla sombra se deleitaba con la vista de la algarábica muchacha que iba y venía sin presentir el peligro.

-Hmm… -murmuró para sí. –Ella es linda… y feliz… y su casa está llena de sol y de flores… Quizá ella podría… Niet, no lo creo, ella no podría…

-¡María! ¡MARÍA!

A lo lejos, la figura de Antonio reapareció corriendo tan aprisa como podía, llamando a gritos a su hija que dejó de perseguir al colibrí. La silueta los observó, entornando sus ojos, y viendo cómo el hombre recién llegado la tomaba de los hombros y se la llevaba; a los pocos minutos, unas tímidas nubes grises comenzaron a bloquear los rayos del sol, y con ellas, vinieron las gotas de lluvia.

-¡Ah! Ya veo… -dijo la silueta. –Ella es la que hace que aquí brille el sol y aparezcan las flores… Hmm… Ella sería de gran ayuda para mí… podría traer la luz a mi casa… y las flores… Ah, pero, ¿y si ella no quiere? Hmm… -una sonrisa extraña se dibujó en sus labios. –Niet, eso no importa… La llevaré conmigo quiera… o no…. Kol kol kol…

Bueno, en primer lugar siento mucho haber borrado la otra historia, pero la verdad tuve un bloqueo imposible y no fui capaz de continuarla, no me gustó cómo estaba quedando porque me pareció muy floja y sin gracia, así que decidí hacer esta especie de AU basado en el mito de Hades y Perséfone para que fuera distinto a lo que estamos acostumbrados a leer (y yo a escribir :P) y espero que les guste.

Sí, todos siguen siendo representantes de naciones, pero no hay un verdadero lineamiento histórico, por eso España sigue ahí con María aunque sea adulta. A los que no les guste el AU así pues mejor no lo lean ^^ no sean tan masoquistas.

¡Nos vemos pronto! Y recemos para que esta vez el fanfic sí se quede.