Un atisbo de esperanza
Llevaba caminando más de una hora bajo la lluvia. Mi cabello castaño se apelmazaba alrededor de mi rostro, empapado. Tenía frío, temblaba. Me abrazaba a mi misma tal vez pensando que así me daría calor, pero en realidad lo hacía para sostenerme y no caer al suelo encharcado. Solo que eso yo no lo sabía. Como tampoco que sabía que lloraba, que ya había anochecido o que agonizaba por dentro. Tenía la mente en blanco, tan solo escuchaba su voz una y otra vez, hiriéndome cada vez más y más profundamente. Pero mi cuerpo estaba acostumbrado al dolor, y mi corazón cubierto de callos como los pies de una bailarina que lleva años bailando en puntas.
Pero como todas las personas, tengo un límite. Tropecé y caí sobre la acera, dura y helada. La vista la tenía emborronada, y solo apreciaba los destellos de faros de los coches.
Y, de repente, una voz.
Una voz desconocida, y fuera de mi cabeza.
Noté cómo me giraban sobre mi misma hasta quedar boca arriba y cómo me erguían y me sujetaban la cabeza.
Descubrí unos ojos verdes en medio de esa oscuridad centelleante. Un rostro joven y masculino se aparecía ante mí. Me daba palabras de ánimo, y decía todo saldría bien. Supongo que mis sollozos debieron de sorprenderle. Me aferré a él como si fuera mi mejor amigo.
No entiendo porqué se quedó allí, junto a mí, una desconocida sollozante. Pero lo hizo, y siempre se lo agradeceré. Porque en el momento en el que nuestras miradas se encontraron, vislumbré un atisbo de esperanza.
