Disclaimer: Todos los personajes y lugares que aparecen aquí citados pertenecen a George R.R. Martin, mi trabajo no tiene fines lucrativos ni cosa que se le parezca.
Advertencia: lenguaje fuerte, sexo implícito, relaciones homosexuales.
Aclaración: Este fic participa en el reto nº 6, pairings arriesgados del foro Alas Negras, Palabras Negras.
Hubo un tiempo en que los besos le habían gustado. Los disfrutaba como pocos, obsequiándoselos a cuanta doncella se le atravesaba, deslumbrándolas con una oportuna y burlona sonrisa, dejando en sus pieles los labios, la lengua y los dientes. se decía que nadie hacía sentir en un beso lo que él y por ello sus ojos brillaban, arrogantes, fanfarrones, presuntuosos.
«Pero ese no era yo», pensó. Aquellos deleites pertenecían a otro hombre, un jovenzuelo corto de entendederas y con ínfulas de superioridad. El que no había probado los besos sangrantes, no podía saber cuánto dolían y ese era el caso de Theon Greyjoy, el príncipe de las Islas del Hierro.
A Hediondo, sin embargo, no le gustaba recibir besos. Había probado el beso gélido del cuchillo sobre la piel, arrancándole pellejo y hueso, y también aquel que era más incómodo, boca contra boca, lengua con lengua. Antes disfrutó con ellos, cuando sus compañeras eran doncellas de aliento tímido y sonrisas bonitas, cuando tenía dientes firmes con los que mordía labios cálidos, carnosos, que lo hacían estremecer de lujuria. Cuando él era... era un prin...
«No debo pensar eso», se recriminó mentalmente, solo en esa mazmorra que se convirtió en su hogar y guarida. Esos pensamientos eran peligrosos, bien lo había aprendido con sangre y acero. El deslizar de la hoja afilada sobre la mano y los pies fueron para su alma inculta un profesor implacable y certero. Gracias a ellos sabía quién era; Hediondo, que rimaba con Hondo. Nada más que eso. Hediondo no disfrutaba con los besos, ni con eso otro que a veces Lord Ramsay hacía.
No obstante, cuando su señor lo requería lo soportaba sin rechistar. Las ratas, incluso, retrocedían ante la presencia del amo, tan inmenso como era, con sus ojos gris fantasmal de puro hielo. Y Hediondo se encogía sobre sí mismo, temblando de terror y ansias, diciéndose que si no podía soportarlo entonces perdería otro dedo. Le quedaban siete, el número de los dioses del sur. Dioses en los que no había creído, que nunca le habían ayudado y no le prestarían socorro donde se hallaba. Parecía un chiste cruel que su Dios Ahogado estuviera a millas de distancia, rodeando barcoluengos de piratas curtidos por la batalla, besando los pies de pescadores y los labios de sacerdotes. Mientras él, que otrora fue príncipe y heredero, solo soportaba el beso de la nieve.
«No –pensó con desesperación, haciéndose un ovillo en el suelo ante la aparición de la antorcha y llegada de su señor. –Es Bolton, Bolton. Nunca Nieve, nunca.»
Se asustó al pensar que él pudiera estarle leyendo la mente y sollozó, cubriéndose la cara con las manos. Sin embargo, Ramsay Bolton le dedicó una sonrisa de las suyas, sádica y peligrosa, pero a la vez con un toque dulce y meloso. Dirigió la mano a sus calzones, tentativamente, dejando caer la antorcha para iluminarle el rostro.
Y entonces, Hediondo comprendió que ahora le tocaba besar a él.
