Fanfic realizado para el evento por la Entente Cordiale bajo el tema de fantasmas.

Originalmente no estaba dividido en capítulos, pero sino se hacía muy denso.

Todos los personajes le pertenecen a Hidekaz Himaruya.


—Y cuando menos lo imaginaba, lo inesperado sucedió —decía su compañero, a su lado —. ¿Cómo es que una tarde de domingo pasa a ser el día de una tragedia? Si me lo preguntaran a mí, culparía al chico. Uno diría que ya estaba bastante crecidito como para jugar en las hamacas.

—¡La historia no fue así! —afirmó Arthur, intentando darle un suave codazo a su interlocutor, pero sin lograr hallar su cuerpo en la oscuridad. Se ganó un par de risas, pero pronto su voz volvió.

—Pero es que saltar de esa forma del asiento... ¡El chico era bastante torpe!

—No soy torpe —exclamó, tentado a abrir los ojos.

—Nunca dije que lo fueras, el chico es torpe.

—Pero yo soy ese chico, Francis. Es lo mismo —finalmente llegó al límite de su paciencia y lo hizo, abrió los ojos, pero sólo se encontró con la oscuridad. Un par de manos no se hicieron esperar para hundirle el rostro en la almohada.

—¿Qué te dije de mirar? —preguntó Francis, irritado, antes de apartarse para volver a su lugar. La camilla de Arthur era lo suficientemente grande y no era la primera vez que compartían aquél espacio.

—Deberías haberlo pensado antes comenzar a volverte una molestia —señaló a la vez que hacía lo mismo y se incorporaba en el colchón. Buscaba el rostro del otro chico en la oscuridad, pero le era difícil.

Tal como había sido aclarado, Arthur era el protagonista de esa historia, una que la había contado a Francis la primera vez que hablaron. Éste último se había metido a hurtadillas entonces, el primero acababa de despertar después de cinco días de ocurrido el incidente en el parque de juegos. Sus dieseis años bastaban para que supiera que debía mantenerse al margen cuando un cartel indicaba explícitamente que el máximo de edad era de doce. Sin embargo el letrero no lo detuvo ni a él ni a su hermano, más crecido todavía. Con el parque vacío y tiempo que matar mientras esperaban la comida, no tuvieron mejor idea que competir en las hamacas, quien más alto se columpiara y más lejos saltara, ganaba. Y cuando menos lo imaginaba, lo inesperado sucedió. La soga de la hamaca de Arthur había cedido cuando todo su peso fue llevado hacia atrás. Su cabeza, columna y pierna derecha fueron las que se llevaron la peor parte.

Sintió que Francis se revolvía en silencio, sin meterse debajo de las sábanas.

—Estás helado —comentó Arthur—. ¿Por qué mejor no te tapas?

—No —se rehusó—, mejor vuelvo a mi cama.

Cuando todo inició, a Francis le había extrañado que no le echara de allí, cualquier otra persona con sentido común lo habría procedido de esa forma. Pero Arthur pareció haber aceptado sus visitas nocturnas, aunque podría haberse debido al pobre estado en el que se encontraba.


Antes del almuerzo era la hora en que debía dirigirse al gimnasio, para cumplir con la rutina de ejercicios acordados con su médico. El lugar se encontraba en el otro extremo del piso superior al de su habitación. Su madre procuraba llegar antes de tiempo para poder llevarlo hasta allí ella misma, pero jamás se le hubiera ocurrido que su hijo se desplazaba en silla de ruedas por su propia cuenta. La mujer no tenía idea de que el chico se embarcaba en sus propias aventuras a lo largo y ancho del hospital cuando ella no estaba. Para cuando terminaban en el gimnasio, tenía preparados dos viandas con la comida casera que traía de casa, siempre pensando en los platillos favoritos de su hijo. A Arthur le pareció que durante los meses que llevó allí, su madre lo había alimentado mejor que cuando realmente estaba en casa.. Siempre charlaban, durante y al finalizar sus comidas, justo antes de que se marchara al trabajo ella se encargaba de ponerle al día con lo que acontecía fuera del recinto. Comenzaba la tarde y sobre la mesa blanca de plástico descansaban los libros y cuadernos que contenían los deberes de la escuela, se los llevaban la noche anterior y se suponía que los tuviera terminados para la próxima, cosa que nunca ocurría ya que a Arthur se le hacía imposible por un gran número de razones: había veces en las que debía consultar más de un libro que habían dejado en casa, pero a eso no lo sabía sino hasta que llegaba a la mitad del cuestionario; si se trataba de temas nuevos que les enseñaban cuando él estaba ausente, simplemente no podía comprenderlos del todo. Generalmente la razón principal se debía a Francis.

La séptima noche desde el inicio de sus visitas había ocurrido lo que desencadenó el resto de los eventos. De puntas de pie, siempre sigiloso a pesar de que el pulso de Arthur aumentaba de pura anticipación, podía jurar que sentía su presencia al aproximarse por el pasillo externo. Las primeras veces cerró los ojos con fuerza y procuró estarse quieto, esperando convencerse de que lo hacía con la sola esperanza de que Francis lo creyese dormido y se marchara. Nunca ocurría así. Arthur le había comentado durante una de sus charlas que, por mucho que agudizara el oído, no llegaba a escuchar la puerta. De esa forma, decía, era tomado por sorpresa cuando un susurro rompía el frío silencio de la sala del hospital:

—No abras los ojos —pedía Francis, quien gustaba de hacerle los pies a un lado para sentarse en la punta de la cama, a veces hasta se recostaba.

Una sola vez no tomó lugar en ella, fue la primera noche, estuvo casi todo el rato de pie debajo del televisor que colgaba de la pared. A medida que el diálogo inicial fue avanzando, también lo hizo Francis, de a pequeños pasos, casi minúsculos, en dirección a la cama. Esa primera noche en la se conocieron, Arthur le cuestionó por qué no podía abrir los ojos, aunque ya estuviera oscuro. Francis le contó entonces acerca de sus problemas pulmonares y del desastroso estado de su aspecto. Así permaneció el asunto, hablaron sin verse durante más de una semana, uno con los ojos cerrados y el otro, no.

Sin embargo, en la novena no dudó en encender las lámparas y verle directo a la cara. Un observador externo de la situación lo hubiera considerado cruel el que no le avisara de antemano lo que estaba a punto de hacer, pero Arthur tenía sus razones. Cuando todo quedó iluminado, Francis se echó hacia atrás, sus manos sujetas del borde inferior de la cama y su enormes ojos sin parpadear, a juzgar por las facciones de su rostro se podía decir que estaba asustado. El tiempo se había detenido a pesar de que el murmullo del reloj indicaba lo contrario. Arthur se humedeció los labios mientras su mirada se ajustaba a la repentina iluminación. Cuando Francis no sonrió, descubrió que ese chico no era nada de lo que había imaginado hasta entonces.


Sus conversaciones a altas horas de la noche siempre se habían caracterizado por su toque burlesco y animado, su compañero entraba allí con un nuevo reto bajo las cortas mangas de su ropa cada vez que había pasado de la hora de dormir. Le incitaba a hablar sobre sí mismo —un tema que a Arthur le costaba abordar— después de haber hecho cientos de suposiciones desacertadas. La noche en que se conocieron insistió en que no debía acongojarse si perdía la habilidad de caminar, pues no sería el primer paralítico en la historia de la humanidad. Para lograr que cesara con su condescendiente lástima, Arthur se vio en la posición de explicarle el torpe accidente que lo había hecho terminar así. No previó que esa información pudiera causar que Francis se preguntara una y otra vez la verdadera razón que lo había hecho a querer columpiarse en las hamacas. Alegó a que existía un deseo oculto en él, una locura por querer volar por los aires. Se había enterado de que era el menor entre sus hermanos, lo que para Francis no podía significar otra cosa sino que eso había generado un sentimiento de inferioridad en él.

—Solamente volando sobre las cabezas del resto de la humanidad hubieras acabado con ese sentimiento —razonó Francis.

—Es completamente absurdo —acusó Arthur, rechazando su idea de manera rotunda, a pesar de que después de haberlo escuchado comenzó a experimentar cierto regocijo cuando recodó el instante en que había atravesado el las rocas a una altura que nunca antes había conocido.

—Pero también había un sentimiento de autodestrucción en ti cuando lo hiciste —agregó.

—¿Por qué mierda querría destruirme? —cuestionó, tentado con la idea de abrir los ojos de una buena vez.

—Para que nadie te olvide —dijo con simpleza—. ¿Quién olvidaría al chico que voló por el aire, acariciando el sol justo antes de matarse?

—Me suena a una idea desquiciada, algo que, por supuesto, no haría.

Como aquélla, muchas otras veces durante las noches anteriores, Francis se mostró propenso a dejarse llevar por tales juegos, inventándole una vida a Arthur, llena de razones e ideas que tal vez jamás se le hubieran ocurrido a él mismo. La novena noche no fue eso lo que vio en su rostro al encender las luces. Sintió que finalmente lo había desenmascarado, pero simplemente se cumplió lo dicho por Francis. Sus advertencias habían sido en vano, su rostro era un conjunto de palidez, ojeras y decadencia. Sus prendas lisas e insulsas no hacían más que aportar a lo precario de su aspecto. Estático, le observaba desde su paradero a los pies de la cama.

—Así que eres real —confirmó Arthur, apartando por fin los dedos del interruptor de la lámpara. Francis no contestó y, en lugar de seguir esperando a que lo hiciera, añadió:

—Temía que no lo fueras y que al iluminarlo todo desaparecieras junto a la oscuridad.

—Lo siento tanto —dijo entonces, sin quitarle los ojos de encima, conservando esa expresión perturbada en el rostro.

Arthur terminó de incorporarse en la cama y le estudió con la mirada antes de abrir la boca para romper el silencio que había florecido de la tensión entre ellos. Estaba dispuesto a soltar la verdad de la que ambos eran conscientes, no habría mejor momento para hacerlo. Debía ser dicha, no tanto para confirmar su exactitud como para acreditarlo como factor imprescindible en la situación que se había estado construyendo. Su mente ya había formado la sucesión exacta de palabras que saldrían de sus labios. En lugar de ser su voz la que llenara el silencio, un ruido, un pequeño estallido chispeante, fue el que resonó. A continuación, en un inmediato segundo lugar, fue consciente de que le rodeaba la más absoluta oscuridad. El foco de luz se había quemado. No se molestó en llamar a Francis, sabía que hubiera sido en vano.


La anterior había sido, por lejos, la noche más sorpresiva en sus últimos años y, aunque le doliera admitirlo, había sentido miedo. Se trataba de un tipo de miedo a lo desconocido y los posibles desenlaces que se había figurado en ese efímero instante entre la súbita iluminación del cuarto y la mirada escudriñadora de Arthur. Por primera vez le habían descubierto, no cabía duda de que así había sido. El chico lo sabía, ¿pero desde cuándo? De eso no podía estar seguro. Tal vez lo hubiera sospechado esa misma noche y con la idea en mente se había decidido por encender las luces, sin consultarlo antes, sin siquiera compartir sus dudas con Francis. Era poco probable ya que estaba seguro de que su comportamiento no lo había delatado, cualquier incongruencia en él no hubiera podido sugerir jamás semejante idea. Nadie nunca considera estar hablando con un muerto. Sabía concienzudamente que no existían pruebas que pusieran en evidencia ninguna de las posibilidades, pero él personalmente se inclinaba a creer que Arthur no había tenido idea de su verdadera naturaleza sino hasta el instante en que le vio por primera vez. Víctima de la curiosidad había prendido la luz, lo que era sumamente natural después de ocho noches consecutivas de haber mantenido conversaciones con una persona sin rostro.

Se había marchado sin vacilar después de que se quemara el foco de luz. Él mismo lo había causado, se trataba de un truco que había aprendido a llevar acabo con el tiempo, tan sólo requería que se concentrara lo suficiente en que su presencia ejerciera presión en ese área. Lo que haría desde el instante en que se salió de allí en adelante era algo que no sabía, ni siquiera lo había pensado con cuidado durante lo que restó de la noche. Francis se hizo ausente durante las horas siguientes hasta el momento en que Arthur despertó. Inseguro acerca de si el joven sentía su presencia, se mantuvo a una distancia considerable, aún no queriendo volver a establecer contacto con él. Pudo apreciar que su rutina se mantuvo igual que cualquier otra mañana, con la visita usual de su madre a la hora de bajar al gimnasio. Lo interesante sucedió cuando ella se marchó, momento que Francis había estado aguardando ya que sabía que no veía a nadie más en ese intermedio que se generaba entre sus actividades.

Arthur recordaba su primer encuentro, cuando se había enterado del cuarto en el que residía su amigo. Le había sorprendido que no se hubiera asegurado antes de que Francis le había dicho la verdad, pero luego comprendió que no se trataba de eso. Arthur le respetaba, al igual que respetó su pedido cuando le dijo que no encendiera las luces, sabía que no quería ser visto. El hecho de que eligiera ahora visitar su habitación solamente podía significar que algo había cambiado, ese respeto ya no existía. No sin sentir culpa, Francis reconoció que había perdido su confianza con su engaño y, aunque se lo repitiera una y otra vez, el argumento que había fabricado acerca de querer brindarle compañía ya no parecía suficiente para justificar lo que hizo.

No intentó evitarlo. Arthur golpeó la puerta cuyos números Francis le había comunicado, era horario de visita, por lo que abrió la puerta la hermana mayor de la mujer de mediana edad que residía allí. Con una mueca lastimera Francis se alejó del lugar, no quería enfrentarlo. No por el momento. Se ausentó durante el siguiente par de horas, retornando sólo cuando la mujer no estuvo más en compañía de sus seres queridos. Ella descansaba en la cama, profundamente dormida bajo la luz del sol de la tarde. No le prestó demasiada atención a ella como al lugar, había cambiado poco durante los últimos tres años. Evitaba volver allí, al hacerlo aquellas sensaciones que había experimentado en sus momentos finales volvían a la vida, como si el tiempo no hubiera pasado en absoluto. La desdicha y la amargura de su joven alma emergían desde el vacío en que habían culminado, a pesar de haberlo confundido con arrepentimiento en un principio, luego supo distinguir la confusión, la incertidumbre que le había hecho olvidar quién era, precipitándose hacia la desesperación. Al pisar ese cuarto perdía su identidad una vez más.

—No abras los ojos —pidió Francis desde la oscuridad—. Por favor.

—¿Por qué no debería? —le cuestionó—. Después de todo ya sé con qué voy a encontrarme.

—Mira, lo siento —murmuró, encaminándose hacia la cama y descubriendo, gracias a la luz de la luna que se colaba entre las cortinas, que Arthur estaba sentado—. No era mi intención engañarte.

—No logro comprender entonces cuál era.

Al terminar de hablar encendió la luz y le miró directamente al rostro.

—Quiero la verdad —dijo Arthur— Toda.

—No estoy vivo, pero eso ya lo sabes.

—Sin embargo aún sigues aquí.

Hubo una pausa, durante la que Francis aprovechó el tiempo para sentarse en su usual lugar en la cama.

—Vine a verte —confesó Francis—. No sólo ahora, sino desde el principio, desde el primer día.

—La primera noche, querrás decir —le corrigió, hablando de forma pausada.

—La cuestión es que yo te vi primero, aún cuando dormías, era de día entonces. Tan sólo sabía que podías no despertar de nuevo, tu familia hubiera decidido qué hacer entonces. Pero dejaron pasar los días y recobraste la consciencia, yo no lo supe sino hasta la noche siguiente. Había algo angustiante en ti, estabas atravesando un momento de puro lamento, fue eso precisamente lo que atrajo hasta tu lado. Era un tipo de energía que ya había conocido antes. Te encontré de noche, revuelto en la cama, padeciendo el dolor de tu accidente. Aunque yo no conocía los detalles de lo que te había sucedido, pude darme cuenta de que debías salir de la situación. El dolor era insoportable, pero la medicación que habían administrado no podía ser excedida. Sabes que lo siento, pero no lo había razonado de esa forma entonces, debes comprender no fue una decisión, estaba fuera de mi alcance. Así debía suceder, tu sufrimiento debía cesar.

—¿Pensabas que apareciéndote todo desaparecería? —le interrumpió Arthur, incapaz de abstenerse a hacerlo.

—Pensaba que de algún modo iba a ayudar —explicó con el ceño levemente fruncido—, esa era mi intención.

Arthur asintió con lentitud y luego se reacomodó en su lugar.

—A decir verdad esperaba oír tu historia también. —ante la mirada confusa de Francis, agregó—: Me refiero a lo que estás haciendo aquí, obviamente deber haber alguna razón por la que no te has ido cuando... bueno, cuando terminó tu vida propiamente dicha.

—Eso es algo que no te diré ahora —declaró—. Debes dormir ya, pero sé tienes tus tardes libres.

—¿Me has estado siguiendo? —cuestionó Arthur, aparentemente extrañado ante la posibilidad de que algo ocurriera a su alrededor sin que él lo supiera.

—Sólo de lejos —le aseguró. En ese entonces pensó que en realidad hubiera dado lo mismo, casi pudo asegurar de que el chico hubiera sido incapaz de sentir su presencia.


Quedaron en encontrarse después de la hora del almuerzo de Arthur, cuando su madre se marchaba y él quedaba libre de hacer su propia voluntad. Ya había pasado tiempo suficiente para que su habilidad al manipular la silla de ruedas hubiera incrementado, no fue inconveniente para transportarse a los alrededores del hospital, dónde los demás internos, al igual que él, pasaban sus ratos de relajación al intentar sentirse satisfechos consigo mismos. Se adentraron en las partes más recónditas y alejadas de la vista ajena, a los ojos de los demás Arthur paseaba por su propia cuenta y el ser descubierto hablando solo no hubiera sido algo que le agradara. Habían pensado en hablar en los pasillos y demás lugares, él simularía hablar por teléfono celular y no habría sospecha alguna. Francis estaba dispuesto a contarle los eventos que le habían llevado a la presente situación, aunque tuvo que advertirle que llevaría más tiempo del que disponían. Sin demasiada planificación le contó su historia de a intervalos entre los siguientes días, procuraron encontrarse en el mismo horario para llevarlo a cabo mientras que por las noches se daban sus usuales intercambios como hasta ahora lo habían hecho.

La mejor manera de comenzar, le había explicado Francis, era revelándole la edad que había tenido en el momento de su muerte. Con tan sólo quince años sus días dejaron de ser contados para dar lugar a un modo de existencia diferente. Eso era un año menos de los que Arthur tenía actualmente, éste pudo notar. Había vivido en Inglaterra desde los tres, cuando sus padres decidieron que alejarse de Francia y experimentar un nuevo comienzo les haría bien. En ese entonces Francis no tenía noción del significado de un nuevo comienzo, mucho menos de lo que supondría más adelante. Ya a esa edad, sin embargo, sabía muy bien que el idioma inglés y el francés eran completamente diferentes, incluso pronunciaba las primeras letras del abecedario de la lengua extranjera y hasta era capaz de reconocerlas en una imagen o letrero de la calle. Por supuesto que no era suficiente, pero con la ayuda de maestros particulares logró manejar su desarrollo. Mientras que afuera se relacionaba valiéndose sólo del inglés, dentro de casa no abandonaba su lengua madre. Francis se empeñó en destacar muy bien esta diferencia al contárselo a Arthur, no era simplemente la afonía lo que cambiaba, sino todo un mundo que tuvo que descubrir a la vez que continuaba explorando el que sentía como propio, para él el inglés había conformado una realidad ajena. Pero era tan pequeño entonces que por un momento lo hubo olvidado, quedó atrás y permitió que Francis encontrara una identidad intermedia. Dentro hablaba con sus padres y las visitas que rara vez había, la mayoría solían ser familiares de Francia; por fuera hablaba con el resto del mundo.

Los días habían sido tranquilos mientras duró su frágil inocencia infantil, su madre trabajaba durante las tardes y noches, hasta que el banco cerraba; su padre enseñaba en una universidad privada por las mañanas. A sus ojos no habían sido menos que personas trabajadoras que no habían dejado de preocuparse por su bien, cada uno había influenciado en él a su manera. Su padre, inculcando en Francis los valores de la tolerancia y la gentileza, siempre dando el ejemplo con su infinita paciencia y su capacidad de abrirle la mente a nuevas experiencias. Ella, tan práctica y organizada, parecía tener la solución para todo, capaz de encontrarle la vuelta a la vida. En esos años se le hacía inconcebible la idea de encontrar una falla en ellos, no había reproche alguno. El tiempo se les voló con Francis recordando los dorados momentos de su infancia, pasando por las horas que le llevaba armar la carpa en el pequeño jardín de su casa pero que con el pasar de los años pudo construir de memoria; no dejó de mencionar las sesiones de fotos que compartía con su padre cuando éste sacaba sus cámaras de más alta resolución y Francis se ponía toda clase de trajes que tuviera en los armarios de su casa; volvió a revivir los domingos, los días de limpieza en que todas las puertas y ventanas de la casa eran abiertas de par en par para permitir que entrara el aire de la tarde. Lo último de lo que habló fue de las siestas que solía tomar en el sillón bajo el calor de la nítida luz del sol. Arthur no tuvo corazón para apresurarlo con su relato, no cuando cuando Francis hablaba con tanta añoranza y fluidez, casi parecía verse vivo. Decidieron posponerlo hasta el próximo día. Cuando fue a verle a su habitación, Arthur garabateaba en el cuaderno, en el que se suponía que debía continuar con sus deberes, mientras seguía atentamente el argumento de Francis. Lo retomó hablando de las complicaciones que aparecieron en su vida hogareña, aunque decir que aparecieron era muy impreciso ya que siempre estuvieron allí, sólo que él había sido mantenido al margen de ellas y no las había descubierto sino hasta entonces. De igual modo no se trató de algo que surgiera de forma repentina, por el contrario fueron los pequeños indicios los que dieron lugar a su total descubrimiento. Había mencionado antes los tiempos que sus padres se dividían para trabajar y por lo tanto estar fuera de casa, su madre almorzaba allí con él mientras que su padre lo hacía en el trabajo antes de volver. Luego ella partía y no volvía hasta que era de noche, ésto se debía mayormente a que su lugar de trabajo se encontraba sumamente lejos de casa. Francis nunca había cuestionado nada acerca de esos almuerzos con su madre, así como tampoco lo había hecho con el horario en el que ella despertaba. El chico partía a la escuela y volvía a casa por su cuenta alrededor del mediodía, entonces ella salía de la cama y preparaba la comida.

En las escasas ocasiones en que recibían alguna visita de sus parientes, la familia se preparaba para cenar todos juntos con la mesa llena. Al cabo de un rato Francis se retiraba y hacía lo suyo sin prestar atención a las conversaciones de los adultos. Ya cuando la velada estaba avanzada, se paseaba por la casa sumido en el aburrimiento, aguardando a que los invitados se retiraran así podía una vez más quitarse los zapatos y sentirse dueño de la sala de estar, que para entonces se la habían arrebatado las señoras para beber café y charlar en voz baja. Era el momento que anticipaba el fin, la noche estaba por terminar pero ellas hablaban hasta por los codos, con miradas recelosas, hundiendo sus narices en las tazas cuando el padre de Francis se hacía presente, y volviendo a lo suyo cuando él retornaba a presumir de su nuevo televisor con los tíos. En medio de todo ese despliegue el chico era una presencia relativa que no pertenecía a un lugar más de lo que pertenecía a otro, según se diera el momento y los ánimos que sintiera de mover los pies para desplazarse. No ayudaba en absoluto el que fuera el único de su edad en todo el embrollo, sus primos no pasaban de los dos años, a excepción del que tenía entre veinte y treinta, y fumaba en el balcón de la cocina.

Todo había sido señales, fue una época repleta de ellas pero que sus ingenuos ojos no tuvieron en cuenta cuando se presentaron en bandeja de plata. Pequeñas cosas como la goma de mascar de menta que su madre consumía, incluso detalles todavía mayores a los que Francis debió haberles prestado un poco de atención. La misteriosa razón de su mudanza era uno de ellos, él se había conformado con preguntárselo una vez a sí mismo y, al no encontrar respuesta, a sus padres. Siempre había asumido que no se trataba de nada más que un simple cambio, de casa vieja por una bonita, y no fue hasta que cayó en la cuenta de que se trataba de un país completamente diferente que se sintió inseguro. La respuesta que le ofrecieron consiguió apaciguar sus dudas, si bien no consiguió que le gustara la idea del viaje. No le quedaba otra solución más que adaptarse, después de todo sus padres tenían ahora un mejor trabajo, lo que equivalía a una mayor cantidad de dinero y, dado los tiempos difíciles que podían venir, ellos lo necesitaban para conseguir cosas que les hicieran felices. El total de la idea tenía sentido si se consideraba que Francis no era más que un crío en ese entonces. No tuvo verdadero sentido sino hasta años después, cuando él ya hubo cumplido los catorce. Su madre aún no llegaba del trabajo, pero él debía ir a la cama y los bostezos le ganaban. En algún momento de la madrugada, alrededor de las dos, fue despertado por el movimiento que se daba dentro de la casa. No debía despertar sino hasta las seis, al igual que su padre, que en esos momentos no dejaba de dirigirse con agresividad a las otras voces que a Francis le eran desconocidas. Tal como era de esperarse, dejó el cuarto para ver lo que sucedía y, una vez abajo, se encontró con un grupo de policías y su tía, que en un estado de consternación absoluta no cesaba el llanto. Su padre agitaba los brazo y articulaba como nunca antes lo había visto hacerlo.

Después de eso, le explicó a Arthur, las cosas no sucedieron tan rápidamente como a él le hubiera gustado que lo hicieran. Su madre había desaparecido al salir del trabajo, abandonando su móvil y su auto en el estacionamiento, y su padre lo supo casi inmediatamente. Desde ese horario había movilizado un grupo de policías desde su casa para que fueran en su búsqueda, su tía había tomado una parte importante en el asunto. Media hora antes de que Francis despertara, habían encontrado su cuerpo sin vida en un descampado. Había sido vista en un bar de la zona esa misma noche y luego lo había abandonado en un estado de suma ebriedad, marchándose a pie. Todo indicaba que había participado de una violenta pelea callejera, aunque se desconocían los sospechosos. A Francis no le habían sido revelado los detalles más comprometedores, pero los conseguiría después en las conversaciones entre lágrimas y susurros que su padre mantenía con el resto de la familia. Él sólo sabía que había sido asesinada por alguien desalmado.

Al recolectar las pequeñas piezas todo comenzó a conectarse, comprendió que ningún acto había sido cometido deliberadamente. Con el corazón latiéndole de forma descomunal, pensó en las botellas de los almuerzos semanales que nunca tenían etiqueta y el hecho de que su padre estuviera ausente, lo consideró por la sola razón de haber escuchado que ella había asistido a un bar, el resto cayó por su propia cuenta; desde el aliento a menta en ella y el estado deplorable de cada mañana, todo debía de deberse a la misma causa, no cabía lugar para otra explicación. La forma en que su tía la recordaba, pero decidía no acabar lo que comenzaba diciendo cada vez que volvía a ser víctima de un arrebato de emoción, también había sido una señal. Hablaba como si lamentara algo, como lo hace una persona que no actuó en el momento que debía haberlo hecho. Ella estaba arrepentida por no haber ayudado y detenido a la madre de Francis cuando ésta aún vivía. Y la mudanza nunca ayudó, había afirmado la mujer una y otra vez cuando creía que él no escuchaba. Esas palabras le dieron a entender por primera vez que había vivido cegado por una mentira, envuelto en un mundo disfrazado de inocencia. Se abrían ante él las puertas a uno diferente, pero que siempre había sido la realidad, en el que debía convertirse en adulto por norma general, aunque ni siquiera éstos supieran lo hacían más de lo que lo que un niño lo sabe.

Francis cortó su relato por segunda vez, y Arthur se encontró con que este fragmento, a contraste con el primero, le había hecho sentir que el dolor era demasiado real. Lo que era peor, para el otro se presentaba en estado puro incluso después de tantos años. Le confirmó lo que en ese entonces le había parecido ajeno, algo que era posible en cualquier lado pero no su familia, su propio círculo y realidad. Mi madre era una alcohólica, declaró con la firmeza que antaño le había golpeado en rostro sin piedad alguna. Esa misma noche Francis acudió a su habitación tal cual siempre lo hacía.

—¿Crees poder caminar un poco? —preguntó. Bien sabía que Arthur había estado progresando en el gimnasio y que si usaba la silla era por comodidad o para evitar posibles daños.

Así, aceptó su propuesta y pronto estuvieron trasladándose a hurtadillas hasta el techo del edificio. Si no fueron capturados se debió a que Francis tenía la ventaja de no ser visto y, por lo tanto, saber qué camino tomar que a su vez estuviera despejado. Sabía que la vista de allí no era la gran cosa, pero su punto no era prestar atención a los edificios ni a los alrededores que surgían iluminados artificialmente, sino inclinar la cabeza y fijar la vista en el cielo. Con las constelaciones reflejándose en sus ojos, ambos jóvenes se sumergieron en el relato. Arthur se encargó de recordarle la parte en que la había acortado la última vez, aunque el otro lo supiera muy bien él mismo. Tras la muerte de su madre, el papá de Francis se había visto sumido en un estado que el chico creyó que pasaría con el tiempo, tal vez era una herida permanente, sí, pero el dolor podía aminorar. Se había tomado una licencia en el trabajo, durante un mes. Tenían dinero suficiente para continuar con su estilo de vida normal, al menos en lo que respectaba a la economía. Había heredado bastante tras la muerte de su esposa, considerando el seguro de vida de ella. Durante esos días siguientes a la tragedia, habían tenido más visitas de las que habían pasado cuando su madre aún respiraba, sin embargo todas eran breves y nunca surtían el efecto esperado. Las personas que iban y venían lo hacían con la intención de mostrar sus condolencias, pero su interés primaba en proveerle apoyo y compañía a su padre. Ya después de pasado un tiempo notó que no era inusual que él rechazara todo tipo de consuelo, hasta llegó a considerar que tal vez él quisiera pasar por la soledad y el dolor que el fallecimiento de un ser querido implicaba. Francis era la excepción, en esa casa de dos lo había buscado como nunca antes, no perdía oportunidad de abrazarle, estrujarle entre sus brazos y derramar alguna que otra lágrima que creía que su hijo no advertía.

Él había pasado por su propio dolor, pero de alguna forma, al ver a su padre así, todo el proceso de la pérdida se sentía más intenso. Una doble carga se había montado sobre sus hombros, al estar juntos no sufrían en conjunto, como si fueran uno, por el contrario era Francis quien sentía que debía brindarle apoyo y estar allí para él. No se trataba sólo de aquello, sino que había aprendido a dejar de depender del único adulto que se suponía que existía para él. Los roles se habían invertido. Cada vez que volvía casa por las mañanas, tras el rato en la escuela, se encontraba con el hombre, como el vivo retrato de su madre tras una noche de borrachera, recién amaneciendo. Su juego de llaves había pasado a serle indispensable, por la razón de que debía salir a cumplir con los encargos que asumía, tales como las compras. Su padre comenzó a ser la prioridad, debía mantener su espíritu entre bien acomodados algodones, como si de una vasija preciosa se tratara, cuidando de no causarle estrés o de poner en peligro su escasa estabilidad emocional. Al menos una vez cada dos días debía encargarse de recibir a las visitas que llegaban con las palabras atoradas en la garganta, sin saber como dirigirse al chico huérfano de madre. Lo delataban sus miradas y gestos, todos ellos sabían con exactitud lo que sucedía puertas adentro, a pesar de que Francis les sonriera y excusara a su padre. Le llamaban valiente, decían que era un chico fuerte, y entonces le sonreían con los labios apretados antes de marcharse. Él no llegó a considerarse ninguna de esas cosas, lo que había hecho no fue otra cosa sino lo que salió de él por instinto. Su padre había tropezado en el camino del duelo y no daba señales de levantarse en ningún momento pronto, Francis sabía que no podía darse ese privilegio si quería seguir vivo y si eso significaba que debía arrastrarle hasta la salida, entonces así sería. Sonreía cuando la situación lo ameritaba, salía de la casa cuando debía, cocinaba y limpiaba mientras ignoraba el cansancio, atendía los llantos de su padre y pasaba el tiempo que se necesitara insistiéndole en que se tomara una ducha o tragara sus alimentos. Al contrario que cuando comenzó la etapa, dejó de sentir la emoción y ganas de hacer cualquiera de esas cosas. No se preguntó a sí mismo cómo había logrado continuar hasta mucho después, cuando ya no viviera. Sus días en la escuela dejaron de ser los mismos, sus calificaciones habían subido a la vez que se había retraído de la compañía de quienes solían rodearlo. Las charlas con sus maestras y la psicopedagoga acababan siempre de la misma forma, Francis no se quejaba de su vida, no era fácil, pero él podía con ello.

Todas las pertenencias de su madre habían permanecido intactas, al igual que la completa habitación matrimonial que compartían. No había sido mucho problema ahora que su padre se la pasaba echado en el sofá sin poner un pie allí dentro. Las únicas razones por las que lo había puesto de pie estaban relacionadas o con pagar las cuentas de la casa o con visitas al banco, todas aquellas tareas a las que a Francis no le estuviera legalmente permitido entrometerse. Pasado más tiempo incluso dejó de hacer ésto. No era de extrañar que no tuviera el coraje de enfrentarse a los recuerdos de su esposa. Pasado el primer mes, que no había sido eterno, Francis se hizo a la tarea de adentrarse entre esas cuatro paredes. Hubiera esperado que le conmoviera, que llegara a emocionarle hasta lo más profundo de sí, pero la tarea fue sencilla: quitar un poco de polvo de aquí y allá, ordenar lo que había quedado disperso en el suelo desde la última vez que entraron, hacer la cama. Se encontró acabando más pronto de lo que creía y, sintiendo una extraña paz interna, se recostó sobre las sábanas. Olía a viejo, la puerta no había sido abierta durante un mes y el que faltara ventilación allí había sido absolutamente desfavorable. Se encontró a sí mismo sin la más mínima pizca de cansancio, por lo que pronto se hubo levantado con una nueva idea en mente. Como un presentimiento, se le había ocurrido comenzar a hurgar. Tal vez fuera porque durante las últimas semanas él había sido dueño y amo de la casa, por lo que esta habitación también estaba bajo su poder y él era capaz de hacer lo que quisiera. Sin apuro alguno Francis se encargó de abrir cajones, allí era el primer lugar por el que comenzar. No había ni diarios íntimos ni agendas que contuvieran los más remotos y ocultos pensamientos de su madre, se topó con papeles pertenecientes al banco en el que trabajaba, pero no logró comprender ninguno. Perfumes viejos y labiales de colores horrorosos se ocultaban bajo pañuelos descartables. Un número sorprendente de revistas sin importancia aparecían por debajo de la cama y por entre las ropas apolilladas. Álbumes con fotos ya conocidas por él fueron dejados de lado sin antes darles una mirada, se concentró casi de forma obsesiva en insistir con su búsqueda a medida que las fuentes de posible información se agotaban poco a poco. No estaba seguro de qué esperaba hallar hasta que lo encontró. Frente a sus ojos yacía la prueba infalible de que todo había sido parte de la realidad y no un invento por el que se había dejado llevar. Una pequeña caja de cartón, anteriormente perteneciente a un aparato que garantizaba la pérdida de peso, había sido el escondite durante todo ese tiempo. Así fue como lo vio Francis, mientras contaba los diminutos paquetes de pastillas y medicaciones. No era el alcohol lo que tenía como evidencia directa, sino el paso consecuente a la destrucción, el eslabón común a seguir cuando ella había estado en su estado más deplorable y necesitaba que una fuerza más allá de su alcance la volviera a poner sobre sus pies, incluso sobre las nubes.

Con cuidado se había encargado de cerrar la puerta de la habitación una vez más, dispuesto a dejarse entregar a un llanto que se había negado durante el último mes. No eran las lágrimas que soltaba cuando extrañaba a su mamá, era un verdadero torbellino de emociones que sucumbieron en un desamparo absoluto. Por primera vez después de tanto tiempo era consciente de su situación actual, pero sobretodo de lo importante que era asegurarse de que ésta se mantuviera tal cual estaba. No era opción intentar que su padre reaccionara como él lo había hecho, no tenía lo necesario para sobrellevarlo y lo había dejado claro. ¿Cómo había llegado Francis a convertirse en un ser capaz de enfrentar lo que su padre no podía? Volvió a afirmar que no se trataba de ser fuerte o no serlo, iba más allá de las agallas y ser duro de sentimientos. Comprendió que no se trataba de poseer algo, sino de haberlo perdido. No había olvidado quien era, no todavía, pero había perdido vista de sí mismo en el camino. Había pasado a ser el sostén, a ser lo que su padre necesitaba que fuera, a comportarse como el alumno que puede afrontar una desgracia familiar, a atender con una sonrisa a aquellos que cruzaran su puerta. Fue muchas cosas excepto sí mismo. Había dejado de lado al chico francés que buscaba un lugar en medio del cambio de cultura, no era más el de las fotografías que no se cansaba de estudiarse en su propia mirada. Sabía qué papel cumplir afuera, con los demás. ¿Pero quién había sido consigo mismo? Sencillamente ya no tenía idea.

No pudo culparse por el siguiente estúpido paso que tomó, a pesar de haber intentado ser precavido al investigar en la red. Había sido su salida de escape, impulsado por la desesperación recurrió a lo único que no debía y odiaba. Era irónico que recurriera a aquello que había formado parte de la destrucción de su madre, pero al tener las pastillas antidepresivas en sus manos pudo sentir un atisbo de lo que ella había experimentado. Sólo entonces se planteó que ella podría haber pasado por una situación de semejante tal urgencia y sinsentido que lo único que parecía tener lógica era tragarse aquellos comprimidos blancos para volver a funcionar. Cada vez que los ingería se sentía capaz de lograrlo, llegar al final y superarlo todo, casi invencible y sin miedo alguno se enfrentaba a la vida de manera surrealista, como si cada segundo contara y a la vez no tuvieran importancia en absoluto. Flotando en una piscina, dentro de un sueño, atrapado en su imaginación, la realidad se había suavizado y Francis volvió a sonreír de manera genuina. Cada momento hubiera sido el indicado para cantar sus emociones, bailar cada paso que daba; toda tarea era una joya única que él debía cuidar, llegó a atesorar cada momento, siempre con el sentimiento latente de que si lo llegaba a perder él no lo sufriría. La hermosura no tenía fin cuando sus pies volvían a la tierra y podía saltar tan alto como quisiera. Francis no denotó vergüenza al referirse a esa fase de su vida, ya le había explicado que lo viera como lo viera, había sido necesario. De cualquier manera, le aseguró, habría acabado mal.

Desde ese momento las cosas a su alrededor habían adquirido un matiz que indicaba mejoría en su vida. Lo primero en ocurrir fue el inesperado día en que su padre le pidió un periódico. El hecho le había asombrado tanto que el hombre tuvo que repetirle su pedido. Se puso al corriente de lo que sucedía en el país y en el mundo, luego vinieron los días en que decidió afeitarse y comer en la mesa en lugar del sofá, todo por su propia cuenta. Los hechos que le siguieron a esos pasaron más rápidamente, en poco ya estaba de pie y nuevamente envuelto en su vida. Había retomado su trabajo a la vez que retomó su paternidad. Las cosas no habían vuelto a ser lo de antes, pero no estaba nada mal, simplemente diferente. Al cabo de tres semanas ya estaban hojeando revistas en busca de una nueva casa.

—Me hubiera gustado congelar esa época —le confesó Francis—, detenerla en el tiempo para que durara por siempre.

—¿Tan bueno estaba todo? —preguntó Arthur, fijándose en su sonrisa.

—Es que fueron los últimos tiempos de felicidad, cuando ya perecía imposible todo se volvió bello.

—¿No crees que fuera porque te la pasabas drogado todo el tiempo? —exclamó sin tener mucho tacto. No pareció afectarle a Francis, que sacudió la cabeza en negación.

—La cantidad de pastillas era suficiente, imagínate cuán adicta era ella. Pero no llegué a tomar ni la mitad de ellas, y aunque lo hubiera hecho eso no habría sido capaz de hacer que mi padre se levantara de la forma en que lo hizo.

Permaneció en silencio durante los instantes siguientes, recordando las circunstancias y los hecho siguientes.

—Duró bastante, pero no para siempre —dijo, enderezándose—. No me culpo por haberme portado así al tomar esas pastillas, sino por no haberlas escondido mejor, ¿sabes?

—Me imagino que se te acabó la diversión.

—Absolutamente —suspiró—, él no podía creer cómo había ocurrido aquello. Tuve que mentirle, no iba a confesar que las había tomado de las cosas de mamá. Parecía que él no tenía idea de que existían, así que simplemente le dije que me las dio un amigo de la escuela, que yo se las escondía y a cambio me permitía tomar alguna.

—¿En serio, Francis, la historia del amigo? —se burló Arthur, con algo de incredulidad.

—Pero confesar que yo había consumido la hacía más verídica, ¿no? —insistió, pero el otro se rió sin poder dar crédito a lo que oía—. Como sea, lo descubrió y ya no había vuelta atrás. Me quedé sin mis medicamentos después de eso.

En efecto, no le había sido nada fácil continuar sin su dosis diaria. Pero, lo que era peor, había perdido la confianza de su padre, quien procuraba no dejarle solo. Lo que habían logrado, los pequeños progresos, todo quedó arruinado antes de que pudiera hacer algo al respecto. El renovado dolor que le había provocado en el proceso fue demasiado.

—¿Ves lo alto que es este edificio? —comentó de repente, mirándole directamente a la cara—. Uno moriría si saltara de aquí.

—Espera —le interrumpió, sintiendo que su pulso se aceleraba—, ¿en serio te suicidaste? —preguntó lentamente, a lo que Francis bajó la mirada.

—Hubiera querido, salté de un lugar pequeño y... —con un encogimiento de hombros, sonrió—, bueno, sólo conseguí lastimarme. ¿Ahora comprendes porque estoy destinado a lucir tan desastroso?

Arthur soltó un bufido, negando con la cabeza.

—Tiene sentido, pero eso indica que así era como lucías antes de morir. Además tienes ropa de hospital, ¿qué pasó ahí?

Guardó silencio, esperando a que le respondiera y aclarara sus dudas. Francis no se atrevía a mirarle, mucho menos a abrir la boca. Por lo que Arthur se vio obligado a continuar por su cuenta.

—Lo hiciste acá —afirmó. Era la única respuesta con algo de sentido, no había otra razón por la que aparecería justamente en ese edificio si ese no hubiera sido el lugar de su muerte—. Si lo intentaste una vez, también pudiste intentarlo otra. A la segunda, funcionó.

—Realmente ya no tenía deseos de seguir así —se excusó rápidamente—, pero si hubiera sabido que ésto era lo que seguía —indicó, levantando la cabeza y abriendo los brazos— lo hubiera pensado mejor antes de hacerlo. Todo eso da igual ahora, había venido para sacarte de tu dolor, ¿recuerdas? ¡No deberíamos estar hablando de temas tan deprimentes! —explicó, como si se tratara de la vida de alguien más y no de la suya, pero Arthur pensó que tal vez así fuera. Después de todo lo que le había oído decir, comprendía que él no se hubiera sentido como él mismo durante sus últimos días.

—A veces me preguntó —volvió a hablar—, si hubiera sabido la verdad acerca de mi madre, quizá las cosas no hubieran sido de la forma en que fueron. Es irónico, intentaron protegerme al ocultarme la verdad, pero a fin de cuentas sólo lo empeoró.

Al escuchar esas palabras Arthur no pudo luchar contra el nudo que se formó en su garganta, se encontró a sí mismo ejerciendo presión sobre el suelo en el que estaban sentados y sus manos descansaban, sujetando su cuerpo inclinado hacia atrás. Tenía bien sabido que no podía callarse lo que había tenido para decir durante todo este tiempo, de lo contrario su plan no surtiría efecto. Ya había oído suficiente como para figurarse exactamente qué era necesario hacer. Sólo cuando hubo conocido la historia detrás de Francis fue consciente de que no sería posible salvarlo con mentiras de por medio, debía lograr que no estuviera más atado a su mundo.

—¿Acaso tienes idea de por qué todavía estas acá? —preguntó Arthur—. Estás muerto, pero sigues entre los vivos.

—Ha de ser porque yo mismo me quité la vida —conjeturó, encogiéndose de hombros—. Procuré tomar tanta morfina como pude, en esencia no dolió —explicó con extraña calma. Lo peor ya había pasado entonces, supuso Arthur, decididiéndose a abordar el tema desde el principio.

—Hay una cosa que debería contarte —anunció, consiguió la atención de Francis casi inmediatamente—. Bueno, cuando primero me ingresaron sabes que estaba inconsciente, pero cuando desperté pude sentir tu presencia, sabía que estabas allí. También podía recordar una sensación con la que creía que había soñado, pero en realidad existía. Sabía que estabas ahí desde el principio.

Francis le escuchó atentamente, con el ceño fruncido mientras intentaba no confundir las cosas.

—Pero no comprendo por qué no lo dijiste desde un inicio. ¿Sabes lo culpable que me sentí por haberte mentido? —chilló y luego soltó un bufido—. O por lo menos cuando creí que te había mentido.

—Sí, ya lo sé. Pero apareciste porque sabías que estaba agonizando y no podías ser otra cosa que alguien que ya había pasado por lo mismo. No fue mi intención ocultarte nada, furas quien fueras, no podías seguir atado a este lugar —dijo Arthur.

—Por Dios, ¿ahora vas a decir que querías ayudarme? —exclamó con ironía a la vez que se levantaba de su lugar. La débil luz de la puerta que llevaba a la escalera que habían tomado parpadeó, incesante, logrando que el otro comprendiera en ese corto instante lo que había sucedido con la lámpara de su habitación. Se puso de pie también, no menos enfadado que él.

—Créeme que te lo hubiera dicho antes, pero no tenía idea de qué clase de persona habías sido.

—Fue más fácil engañarme para que te contara todo acerca de mí. Muchas gracias, Arthur, me has solucionado los problemas. Vaya forma de desatarme de este mundo.

Sin quitarle la mirada de encima, Francis retrocedió unos pasos y pronto se desvaneció en aire, dejando en su lugar una capa de frío vapor que le hizo recordar a Arthur que todavía estaba en el exterior.