"¿Qué podrían querer de mí?"

Se preguntó confundido Yao a un efímero paso antes de entrar a la casa de Emma, aquella destacada dama de sociedad que hace muchos años recordaba le había reprochado su infantil comportamiento durante una fiesta en la casa de Jones. De todas formas, no se comprendía lo que pudiese esperar de él en esos momentos de confusión y desorden para las importantes casas de aristocracia en Rusia.

Emma le recibió en el vestíbulo con una mirada de consternación y enojo que le impidió saludar correctamente. Le invitó pasar rápidamente al living de la gran mansión de los Akrosimov, sin embargo, ninguno de los dos llegó a sentarse.

–¡Ha pasado algo terrible, oh querido Yao! ¿Dónde has estado? –preguntó ella con efusivos movimientos de manos y una desesperación latente en su tono.

–En mi casa, estudiando –respondió el aludido a punto de contagiarse de su abatimiento.

La mujer temblaba y constantemente se llevaba las manos a la cara como evitando que la vieran llorar. Estaba triste y enfurecida al mismo tiempo por algo que Yao aún no podía captar.

–¡Oh! ¡Querido y viejo amigo! ¡Necesitamos tu ayuda! ¡Necesitamos urgentemente tu ayuda! ¡Nuestro nombre está a un paso de la ruina! –gritaba Emma conforme se acercaba a su interlocutor, rogándole comprensión.

–¿Emma? –solo atinó a preguntar Yao sin comprender del todo qué sucedía.

–Arthur ha dejado de lado a la familia –le comentó con indignación mientras colocaba una mano en su frente y la otra la ayudaba a abrigarse con el chal que sostenía sobre sus hombros.

Arthur Kirkland era un educado y encantador joven de destacada familia de ascendencia inglesa, el cual estaba comprometido con el príncipe Francis Bonnefoy, uno de los mejores partidos en toda Rusia y el mejor amigo de Yao. Él y su prima, Elizabeth Kirkland, habían llegado a Moscú hace unas semanas y se quedaban en la casa de Emma Akrosimova, quién de paso es madrina del joven y conoce a ambos desde que eran bebés.

–¿Qué? –preguntó confundido el asiático.

–Arthur ha rechazado su compromiso con el príncipe Francis –comentó nuevamente con un énfasis diferente, dando a entender que este era el peor error que su ahijado podría haber cometido para la familia Kirkland.

–¿Por qué? –preguntó nuevamente Yao sin captar del todo lo grave que era el asunto en general.

Sin escucharlo, Emma seguía monologando. Pareciese que hablaba con ella misma.

–Arthur ha tratado de escaparse con su amante –dijo al borde de las lágrimas.

"¿Un amante, aquél encantador joven?"

–¿Emma? –cuestionó mientras Emma cambiaba a una expresión que no dejaba rastro de compasión por lo que pudo haber sentido su consentido ahijado.

Se paseaba rápidamente de un lado al otro de la habitación mientras hablaba, pero se detuvo frente a un antiguo mueble y tomó un delicado adorno de cristal con brusquedad.

–¡Arthur y Alfred Jones! –gritó estrellando el adorno en el suelo con furia mientras saltaban lágrimas de sus verdes ojos.

Yao corrió a sostenerla antes de que cayera al suelo presa de la conmoción que le provocaban las acciones de Arthur. No podía creer que Alfred, su amigo y cuñado, se haya involucrado con aquel buen joven, sabiendo incluso que estaba comprometido.

Arthur había asistido, también, a su casa a cenar por invitación de su esposa, Emilia Wang. Allí, luego de que el joven se hubiese retirado bien entrada la noche, se enteró de unos rumores que habían surgido el sábado en que él se vio envuelto en un duelo con Antonio.

En la ópera del día sábado, Arthur había conocido al hermano de Emilia, Alfred F. Jones. Se dijo por todo Moscú que el chico quedó embobado con el mujeriego de Alfred y desde ese día no se habían dejado de escribir. Por supuesto, él no había creído ninguna palabra de aquella historia, ni siquiera cuando Arthur se presentó en su casa y conversaba con su cuñado tan embelesado en las palabras y gestos que este pudiera ofrecerle.

–¡La ruina para nuestro nombre! ¿Qué dirá su padre? ¿Qué pasará con el príncipe? ¡Oh, querido Yao! –lloraba Emma en sus brazos –¡Necesito tu ayuda!

Yao intentaba recordar, dar con un momento exacto que le indicara qué era lo que sentía verdaderamente Alfred por el joven Kirkland. Podía rememorar claramente la noche de la ópera en aquel bar cómo el chico le pedía información sobre Arthur, que por cierto él mismo conocía desde que era un niño.

–¿Pero, Arthur, aquél encantador chico? ¡No puedo creer que haya traicionado a Francis, de quién era tan amado! Alfred, ese estúpido niño, fue capaz de consentir una relación con alguien comprometido, ¡Lo peor, Alfred está casado! –soltó Yao luego de incorporar en el sillón a su amiga y pedir a un criado un vaso de agua.

–¿Cómo dices? ¿Casado? ¿Alfred está casado? –repitió Emma al borde de otra descompensación –¡Dios, cuando le diga a Arthur!

Era cierto, Alfred se había casado hace algunos años con una hermosa joven del país donde el sol nace a orden de su padre. Sin embargo, era sabido que él nunca la había amado y escapó de aquel hogar esperando eternamente que ella le concediera el divorcio que nunca llegó.

–Oh, cuando Francis vuelva de Francia estará furioso, ¡Querrá matar al hombre que alejó a su amado Arthur de su lado! –expresó la dama Akrosimova con terror –¡Yao, debes hablar con tu cuñado! ¡Debe escapar ahora de Moscú!

Yao se levantó rápidamente del sillón y se dispuso a salir de la casa directamente a buscar a su amigo Alfred. Emma le siguió a la puerta envuelta nuevamente en lágrimas.

–Yao, él debe escapar de Moscú, ¡De Rusia! De otra forma, el príncipe Francis le matará –dijo en forma de última advertencia antes de que Yao atravesará la puerta principal de la mansión hacia la calle.

"Alfred, gran problema en el que te has metido" suspiró Yao.

Elevó la mirada hacia las ventanas del segundo piso de la edificación mientras doblaba la calle en dirección al centro. En una de ellas se podía observar un borroso y delicado cuerpo que se apoyaba contra el vidrio tras las cortinas, mirando hacia afuera con pésame esperanza. Era Arthur, quién en ningún momento había dejado de esperar que Alfred llegara a buscarlo para escapar de la ciudad y poder casarse sin la necesidad de autorización de nadie, pero esto no lo supo Yao y solo se decidió por correr a alcanzar el bar en el que Alfred podría estar.

Arthur estaba decaído en su habitación desde hace horas, desde antes que Emma le reprimiera tan duramente al saber del escandaloso amorío que mantenía con aquel hermoso, atento y amable joven que conoció en la ópera. Mentiría, también, si dijera que era la primera vez que oía de él, mas nunca le había prestado la importancia que sin duda merecía.

El más joven de los Kirkland miraba la fría noche de Rusia desde su ventana en el segundo piso, preguntándose sin respuesta, ¿Tendrá frío? ¿Estará en su casa?

–¿Estará pensando en mí? –susurró al viento que mecía su cortina.

Hace días no le veía, y era lo que más quería en el mundo. Arthur nunca creyó que podría llegar a amar tanto a un hombre, incluso cuando pensaba que amaba con todo su corazón al príncipe Francis.

"¿Le habré hecho mal?"

Se preguntó mientras tomaba unos ensayos de la carta que le había mandado a su antiguo prometido rechazando el matrimonio que se fijaba luego de que él regresase de su largo viaje en Francia que tan triste lo tenía.

"¡Oh, si solo hubieses visto cómo lloraba por ti en los rincones de esta casa en tanto llegué! ¡No te cabría duda de que te amé!"

No era suficiente. Él le había amado, pero no entendía cómo en tan poco tiempo se pudo haber enamorado tan profundamente de otra persona.

–Eres un buen hombre, Francis, estoy seguro de que entenderás. Después de todo, tú me diste a elegir –volvió a susurrar mientras arrugaba los papeles que tenía en la mano y los botaba en el basurero del escritorio.

En un descuido, su tintero cayó sobre el escritorio, derramando su contenido sobre una hermosa carta que le había llegado hace unos escasos días.

–¡No! –gritó en tanto vio cómo el líquido negro empapaba lentamente la esquina del papel.

Corrió a recoger la carta que con tanto recelo guardaba y que su prima leyó en un descuido irresponsable. Era obvio que nadie entendería el amor que con fervor profesaba a su querido Alfred.

La carta escrita de puño y letra por el joven Jones le había confirmado el amor que él sentía por Arthur. En el papel se repetía incontables e incansables veces la palabra "te amo, Arthur", describiendo todo lo que deseaba de su persona, cerrando aquel hermoso poema con una propuesta que le descolocó todo por lo que había creído estar destinado en su vida.

–¡Sí! –gritó con emoción la primera vez que leyó la carta, al igual que la décima vez, la duodécima y la trigésima. No se cansaba de buscar entre las frases, de comprender entre las letras el amor que Alfred también sentía por él.

"¡Qué hermoso ser correspondido!" Pensó en aquel momento. Mas, la tormenta se acercaba sin piedad a los amantes.

Poco después de que Elizabeth supo en la situación en la que se encontraba su primo, poniendo en riesgo el valor del apellido, se enteró la estricta Emma. No había perdón para el joven enamorado.

–¡Querida Eliza! ¿No puedes entender que yo le amo? ¡Le amo con todo mi corazón! –le espetó con una mezcla de emoción y enojo a su prima cuando ella llegó a su habitación luego de leer su correspondencia.

–¿Cómo se te ocurre decir eso? ¡No seas tonto, Arthur! ¿Cómo puedes amar a un hombre en tan poco tiempo? –gritó Elizabeth –¡Hace no más de dos semanas decías amar con todo tu corazón al Príncipe Francis!

–¿Poco tiempo? –preguntó Arthur en un aire distraído y, sonrojado, recordó las palabras de Alfred –¡Parece que nos conociéramos de toda una vida! Nunca me había sentido así con ningún hombre, Eliza.

Su prima, y más cercana amiga, se encontraba frente a él, con los ojos en lágrimas y sin comprender las locuras que su querido Arthur le decía.

–¿Y dime, entonces, por qué no viene y pide tu mano como se debe? –cuestionó Elizabeth molesta.

–¡No lo sé, pero sus razones debe tener! ¡No me atrevo a cuestionarlo!–respondió el joven como pretendiendo dar por terminada la discusión.

–¡No puedo permitir que cometas una estupidez! Voy a hablar, Arthur –amenazó ella, completamente segura de sus palabras.

–¿Cómo te atreves, Eliza? ¿Quieres separarnos? ¡Serás capaz de traicionar a tu primo! –gritó Arthur mientras pequeñas lágrimas comenzaban a llenar sus ojos.

–¡Arthur, comprende que estás a punto de arruinar tu vida! ¡No puedes aceptar la propuesta de Jones! –sollozó Elizabeth también.

–¡Bien! ¡Entonces hazlo, Elizabeth! ¡Hazlo de una vez y sal de mi vida! ¡No te quiero ver, Elizabeth! ¡No te perdonaré semejante alevosía! ¡Te odio! –gritó al momento en que empujaba a su prima fuera de la habitación y cerraba con un fuerte portazo que de seguro llamó la atención de Emma en la primera planta.

Arthur sollozaba apoyado de espaldas contra la puerta. Escuchaba a Eliza sollozar también en el pasillo. ¿Qué va a hacer?

Se incorporó y se secó las lágrimas con brusquedad. Corrió a su escritorio, tomó una pluma y comenzó a escribir en un papel a la hermana del príncipe Francis, Helena Bonnefoy.

"Querida Helena.

Comprendo y perdono todas tus palabras como espero tú perdones mis acciones y malentendidos. Me encantaría empezar de cero contigo, mas, no puedo ocultar algo y te encuentras en el derecho de saberlo: No puedo ser el esposo de Francis."

La carta fue cerrada y enviada rápidamente mientras Arthur se paseaba de un lado a otro, preguntándose, cuestionándose si lo que había hecho era lo correcto.

"Por supuesto que lo es, él se merece a alguien mejor" supuso y sonrió con nostalgia antes de volver a pensar en su amado Alfred y que sus mejillas se encendieran y un brillo especial en sus ojos iluminará el verde en su pupila.

Tocó sus labios delicadamente, recordando el beso que él le dio la noche en la casa de Emilia Wang. Alfred había tomado su muñeca y le había arrastrado a un pasillo lejos del bullicio del salón principal. Tomó delicadamente sus hombros y apoyó a Arthur suavemente en la muralla.

–Arthur...–susurró cerca de su rostro mientras posaba una mano en la mejilla del aludido, quién se encontraba sonrojado y nervioso.

–Alfred, no podemos –sentenció intentando parecer severo, mas siendo opacado por la contradicción de su cuerpo que pedía con fuerza estar más cerca de su amado, que rogaba por tocar sus labios, su rostro, su cuello, su cabello.

Alfred ladeó un poco la cabeza al acortar la corta distancia que se hallaba entre ambos cuerpos. Con su otra mano acercó la cintura de Arthur a la propia y, con la delicadeza de un pétalo que cae con una brisa de la flor, logró rozar los labios del joven que temblaba emocionado contra la pared.

Jones movía sus labios con la experiencia que había adquirido con los años, profundizando el beso que lejos estaba de la lujuria con la que usualmente tomaba a las mujeres. Por otro lado, los de Arthur se movían con sigilo, nervioso por lo que su acompañante pudiera hacer después y, al mismo tiempo, disfrutando cada segundo en el que sentía sus labios junto a los de Alfred, abriéndose y cerrándose cómodamente, deseando que aquello tan esperado y temido no acabase nunca. Nadie más estaba allí, solo Alfred y Arthur.

Aquello, la propuesta en la carta, todo lo que le había hecho tocar el cielo en tan pocos momentos, le había devuelto al suelo de manera brusca y cruel.

Él había acordado encontrarse con Alfred aquella noche. En esta hermosa y fría noche él había quedado con su amante para consumar su amor y huir de todo lo que los ataba a no ser felices, de todos los que no comprendían su amor. Pero Emma descubrió a Jones en el jardín antes de que pudiera siquiera encontrarse con Arthur. Ella le reprochó con cólera y el joven Kirkland solo atinó a correr y encerrarse en su habitación.

Se encontraba aún con la prohibida carta en la mano cuando se acercó a la ventana y observó al cielo nocturno. Allá, en el lejano manto estrellado, notó cómo una estrella volaba por sobre su ventana y se alejaba dejando una estela de luz tras su paso.

–Le amo, le amo con todo mi ser. Él vendrá, estoy seguro y nos iremos lejos de esta casa –susurró al cielo con la intención de que sus súplicas fueran escuchadas –No quiero nada más, no necesito nada más.

Unas lágrimas cayeron sobre el marco de la ventana y mojaron como pequeños cristales cerca de sus manos.

–Alfred, hay una guerra llevándose a cabo allá, en algún lejano lugar, y Francis no está aquí –recitó melodiosamente mientras cerraba lentamente sus ojos –Hay una guerra llevándose a cabo allá, en algún lugar, y Francis corrió a su amado país ofreciéndome la oportunidad de conocer a mi verdadero amor en la Rusia de 1812...