Advertencia: menciones de violación, golpizas.
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Aparentaba ser un día más, uno como cualquier otro de mi rutina cuando el mundo enloqueció, cuando mi mundo perfecto que me gustaba presumir en las redes sociales cambió en contra de mi voluntad y que jamás en la vida imaginé que me llegaría a pasar. Fui secuestrado a los dieciséis años, y mantenido cautivo por cuatro meses, cuatro lentos meses que ni se comparan a los anteriores al Grand Prix, perdí varias cosas en ese tiempo, entre las más importantes: mi dignidad, mi espíritu, y a mí mismo. Todo por un maldito desgraciado que se obsesionó con un patinador quinceañero que participó en una de las más grandes competencias de patinaje contra los mejores y se llevó orgulloso el oro a su país, y que además se creyó con el derecho de quitarme mi libertad y de tenerme para él como si me poseyera, como si fuera su pertenencia. Yo era una promesa del patinaje, decían que sería grande, más grande que el tonto de Viktor, pero mis logros a mi corta edad dejaron de ser el motivo por el que mi cara apareciera en la televisión y pasó a serlo mi extraña desaparición el veinticuatro de febrero, el último mes de invierno en Rusia. Pasaron las cuarenta y ocho horas que las autoridades necesitaban y sin haber señal mía, los titulares anunciaron:
"Ganador de la Medalla de Oro en el Campeonato Mundial, Yuri Plisetsky, desaparecido".
Recuerdo haber estado harto del entrenamiento ese día, quería distraerme, divertirme por un rato para luego tomar un merecido descanso, por lo que en vez de quedarme practicando hasta tarde como solía hacer, decidí irme de compras y rechacé el ofrecimiento de Viktor y Katsudon de llevarme hasta allá y hacerme compañía, desearía haber dicho que sí y sé que ellos también, pero no quería que me vieran con ellos tomados de la mano y dándose besitos, era como tener dos padres que amaban avergonzarme. Supongo que estaba siendo hipócrita, porque Otabek era mi novio en ese entonces, lo había sido por meses e ibamos por más, estaba loco por él y él por mí a su manera, fue la última persona con la que hablé, yo me quejé de ese par de tontos, aunque mi tono afectuoso ya no engañaba a nadie, y Otabek me dijo que le mandara un mensaje cuando llegara a casa, que lo vería en algún momento en que estuviera libre, pero no pude hacerlo, porque el maldito aprovechó que me estaba escondiendo de mis fanáticas en un callejón, me dio un duro golpe en la nuca y me echó en la parte trasera de su furgoneta barata. Esa vez mi novio no apareció para salvarme, y tan pronto como se enteró de mi desaparición viajó desde Kazajistán y fue interrogado por la policía.
Yo era conocido por mi actitud de punk, ¿Había huido de mis entrenadores? ¿Me estaba ocultando para llamar la atención? Mi familia y amigos ayudaron a buscarme, esperaron una llamada de los secuestradores pidiendo dinero, pero fue como si me hubiera desvanecido en el aire. La gente se preguntó donde estaba, qué había sido de mí, mientras yo estaba encerrado en un apartamento de los barrios bajos, echado en una cama con la copia del periódico de esa mañana con mi foto en la portada. Mi secuestrador me lo había tirado para que lo viera, y sonreía afablemente parado bajo el umbral del dormitorio, como si estuviera haciendo una buena obra de caridad. Lo miré con los ojos entrecerrados, tenía el cuerpo entumecido, sin fuerzas, me había rendido por el momento. Me moví despacio para darle la espalda, apretando los labios para que no escuchara mis quejidos. No le daré esa satisfacción otra vez, me prometí, una oleada de odio me recorrió.
Me tensé al sentir que se acercaba, después su peso hundiendo el colchón. Por favor no, supliqué en silencio, no, no de nuevo. Él posó una mano en mi espalda, quise suspirar de alivio y gritar al mismo tiempo, que no me tocara, que nunca volviera a hacerlo, pero temía las consecuencias.
—Lo siento mucho, Kotik. —Suspiró con pesar.
Estuve a punto de echarme a reír histérico. ¿Lo siento por qué? ¿Por secuestrame? ¿Por arruinarme? Se me llenaron los ojos de lágrimas y mi labio tembló con la amenaza del llanto. Quería que se fuera para llorar en paz, que al menos en eso me dejara conservar mi dignidad.
«¿Cómo estará Beka? ¿Estará buscándome?» Pensé, y se formó una opresión en mi garganta.
— ¿Tienes hambre?
«¡No, maldición! ¡Vete de una jodida vez, puto enfermo!»
Dije que no con la cabeza, me daba vueltas, quería vomitar.
—Ah, tendrás que comer algo. No dejaré que te mueras de hambre, Kotik.
«Vete al infierno»
