Autor: Hota-chan
Fandom: Naruto.
Pareja: KakaNaru (Hatake Kakashi x Uzumaki Naruto).
Disclaimer: Naruto no me pertenece, es propiedad de Masahi Kishimoto y hago esto sin fines de lucro.
N/A: este fic es una colección de historias KakaNaru en torno a un mismo universo alterno. Soy tan perezosa que en vez de unirlas todas en un one-shot decidí dejarlas fragmentadas en pequeños drabbles, tal y como las escribí. Aun así, espero que sea de su agrado.
El logo de neón característico del bar se enciende como de costumbre a las seis de la tarde. Este hecho nunca cambia, ni siquiera en verano, cuando a esa hora todavía brilla el sol. Kakashi abre la puerta y se dispone a limpiar las mesas de madera tras haber bajado las sillas. Su personal no ha llegado, y no lo hará hasta dentro de media hora.
Konohagakure es el bar más concurrido de la ciudad.
No tiene mucho de especial, la verdad. De hecho, su fachada no llama mucho la atención, y aunque los camareros trabajan bien, no es nada del otro mundo. Es un lugar pequeño, muy pequeño, pero tranquilo y acogedor, ubicado en la zona este de la ciudad. Queda calle abajo, cerca a la estación, y está escondido entre un par de negocios más grandes y ruidosos. La gente suele llegar por casualidad. Pero, curiosamente, no pueden dejar de regresar.
En todo caso, Kakashi no le da muchas vueltas a eso. Si le va bien, ¿por qué debería importarle?
La clientela comienza a llegar entre las siete y las siete y media, más o menos. Los primeros en aparecer siempre son los jóvenes. Grandes grupos de ellos, provenientes de la universidad que queda cerca. Los viejos, los asalariados, suelen aparecerse más tarde. La mayoría solo a partir de la media noche. Y allí se quedan casi siempre hasta el día siguiente, ya que el negocio va derecho hasta las seis de la mañana, cuando ya han comenzado a salir los primeros trenes. El horario no varía, ni siquiera en días festivos.
Y una vez que el trabajo termina, Kakashi cuelga el delantal negro detrás de la puerta del vestier y limpia los vasos que quedan sucios, luego sube las sillas a las mesas y por último se asegura de cerrar bien el negocio. Luego se va caminando hasta su casa, que queda a media hora de allí. Nunca toma el tren, porque la gente no le gusta mucho, menos si está embutida en una lata como si fueran sardinas.
Así, mientras camina, deja que sus ojos vaguen por el cielo que ha esclarecido hace poco y, de paso, piensa un rato en su mocoso rubio favorito.
